viernes, 29 de junio de 2007

Nadie te amará como yo - Tercera parte


Enfilamos de regreso a la casa cabizbajos y sombríos. Una llovizna persistente y muy molesta me obligaba a pestañear continuamente. Me sentía invadido por una extraña desazón mezclada con una ira descomunal hacia el papá de Dardo, y mi mente, muy ingenua todavía, trazaba planes de venganza alocados pero proyectaba también fantasías que me estremecían. Muchas veces me parecía que mi amigo era capaz de leer mis pensamientos, porque en el medio de mis cavilaciones se dio vuelta delante mío y me guiñó un ojo con una picardía diferente a la de nuestra acostumbrada complicidad.
La madre nos esperaba fumando nerviosamente en la galería y, no bien pudo apreciar nuestro, a su modo de ver, escandaloso aspecto, se deshizo en gritos, recriminaciones y amenazas y nos ordenó bañarnos y ponernos ropa seca de inmediato. Un obediente Dardo desapareció dentro de la casa antes de que ella terminara con su diatriba.
- Se puede saber qué esperás vos para hacer lo que acabo de decir? - se interrumpió para espetarme con desdén. La miré con fijeza temerosa y luego, tragando mi pisoteado orgullo pero detestándola con todo mi ser, entré en la casa. Alcancé a ver a Dardo metiéndose en el baño, completamente desnudo. Como si el día no me hubiese deparado sorpresas suficientes, con preocupación sentí cómo mi corazón daba un salto al verlo así. Aunque nos habíamos hecho inseparables y compartíamos casi todo, hasta el momento la propia desnudez era algo desconocido para los dos. Mi cuerpo había cambiado tanto en tan poco tiempo que, a la manera de los animales que mutan su piel y se esconden hasta que no termina el proceso, evitaba desesperadamente las situaciones en las que debía desvestirme. Todo había crecido sin mi control, el pelo había aparecido por todas partes, y ciertas emociones y elucubraciones me asustaban. La mayoría de los chicos de la clase no había experimentado aún esa repentina transformación y algunos me miraban raro, creo que con cierta envidia, que me hacía sentir no como un precursor sino como Hulk o alguien parecido. Por esa razón, jamás me duchaba después de las clases de gimnasia en el colegio. La desnudez era, para mi, un terreno que no me atrevía a pisar en público, empujado por un exagerado sentimiento de vergüenza que, después me di cuenta horrorizado, ocultaba el verdadero miedo que me forzaba a actuar de esa manera.
Temblando ligeramente porque había comenzado a sentir frío, preparé la muda de ropa que había llevado y esperé mi turno junto a la puerta del baño. Dardo salió con una toalla anudada a la cintura y con otra se sacudía el pelo dejando un ligero aroma a crema de enjuague en el aire. Me deslicé dentro sin mirarlo demasiado y me dejé llevar por la suave caricia del chorro de agua caliente, que de a poco fue calmando un nerviosismo no tan inexplicable como inquietante. Cuando salí del baño en la casa reinaba el silencio. Fui hasta la habitación a terminar de secarme y de detrás de la puerta Dardo saltó sobre mi lanzando un alarido que me puso la piel de gallina y me hizo gritar poco hombríamente. Se colgó de mi cuello y trepó sobre mi espalda moviéndose como si yo fuese un caballo, riendo desaforado.
- ¡Pelotudo! ¿Querés que tus viejos nos griten de nuevo?! - Le grité enojado.
- ¡Te cagaste todo, qué boludo! - Me dejó libre y agregó, sugestivamente. - No están, se fueron al pueblo a hacer un llamado y comprar medialunas para el té.
Al girar y verlo con el toallón aún anudado a su estrecha cintura y el torso desnudo pude sentir la sangre circular a mayor velocidad por todo mi alterado ser. Me ruboricé y fingí ocuparme de ordenar mis cosas, inusitadamente entusiasmado.
- Mirá, boludo, tengo casi más que vos ya. - me susurró cerca del oído, y mi corazón dio un vuelco. Con los brazos abiertos sosteniendo los extremos del toallón, exhibía triunfal un lacio y poblado vello púbico coronando su miembro. - Y mirá, en el culo, también.- Me dio la espalda mientras el bendito toallón caía al piso, descubriendo un trasero pequeño, pero muy redondo y tapizado por un manto de pelitos cortos y claros. Dio unos pasos meneándolo graciosamente para que lo apreciara y se volvió hacia mí. - ¿Qué tal?... - y exclamó, señalándome, satisfecho - ¡Ves, boludo, a vos también te pasa!
Fruncí el ceño, rojo como un tomate. Sus ojos apuntaban a la bragueta de mis pantaloncitos cortos, los seguí y divisé, consternado, que una forma vergonzantemente piramidal se alzaba allí, acusadora, y la punta de mi miembro asomaba por entre los pliegues de la tela. Me escudriñó mientras sus manos comenzaban a recorrer mis costados lentamente y percibía el intenso y cautivante calor de su cercanía. Su aliento, levemente agitado, olía a menta y a una fragancia peculiar, tibia y húmeda. Una parte mía quería huir despavorida, pero no respondió a ese deseo, afortunadamente. Cerré los ojos, dócil, en el momento en que sus labios se posaron sobre los míos acariciándolos con una suavidad indescriptible, que me llenó de un placer tan nuevo como fascinante. En algún momento del que no tuve noción alguna, la camiseta que llevaba puesta se separó de mi para terminar en el piso y permitirme la tierna sensación de sentir su pecho y su abdomen firmes sobre los míos. Había fantaseado una y mil veces con el roce de otra piel sobre la mía, e imaginado su efecto en mis cada vez más adictivos jugueteos al abrigo de la protectora privacidad del baño de casa. En nada se parecía eso a experimentar la sensación real de la tersura de las manos de Dardo envolviéndome como una frazada tibia.
Su lengua separó mis fruncidos labios acabando con la tensión que los mantenía ridículamente sellados. Jugó y se enroscó con la mía, que de manera repentina cobró vida propia, mi boca se llenó de su saliva y recuerdo que no me gustó. Pretendí querer separarme de su amarradura, pero enseguida me dejé llevar por lo que, me di cuenta ahora, había deseado con avidez. Ansiosamente, mis manos se deshicieron de mis pantaloncitos, que se deslizaron hasta mis pies y salieron despedidos por los aires con una patada sutil. Nuestros miembros, tiesos y húmedos, se encontraron estrechándose con pasión para enfrascarse en una fricción desesperada. Mis manos, indecisas, se habían aferrado a su espalda y luego descendieron tímidamente hasta sus nalgas suaves y frías y allí, confiadas del paso a seguir, se manejaron diestras, como en campo conocido. Reprimiendo un rechazo combinación de pudor y curiosa ansia, hurgué en el espacio intermedio con mis dedos mayores, mansamente. Dardo emitió un profundo quejido y sentí su mano sobre la mía empujarlos más profundamente.
- Dardo, qué estamos haciendo, boludo? - Murmuré débilmente sin lograr detenerme.
Su mano libre me tomó de la barbilla y en susurros me dijo: - Algo que hace mucho quería, Rodri... - hizo una pequeña pausa - ... queríamos, o no?
- Yo, no... sos... sos mi amigo, y... no, nunca... - Balbucée lo que ni yo me creía.
- Si no fuésemos lo amigos que somos, nunca lo hubiéramos hecho, Rodri... ¿O acaso no te gusta?
Sus ojos contemplándome, recuerdo, terminaron por hechizarme y todo lo que me rodeaba, todo lo que hasta ese glorioso momento consituía mi deseable y supuesta vida de macho varón desapareció por completo y sin que eso me afectara me zambullí apasionadamente en sus labios brillosos y sedientos. Terminamos yaciendo sobre la cama, él sobre mi, su mano envolviendo mi miembro a un ritmo embriagador, susurrando todo el tiempo las dos primeras sílabas de mi nombre, respirando agitado, y mis dedos acariciando su interior cálido y esponjoso, besándonos, llenos de la saliva del otro. En segundos Dardo se sacudió plácidamente, como queriendo hundirse en mi, liberando el mismo torrente tibio y espeso que yo. Agotados, y extasiados, no sé cuánto tiempo habremos permanecido acurrucados, su cara contra mi pecho, nuestras manos aferradas, las piernas entrelazadas. El sonido metálico de las puertas del auto cerrándose nos hizo reaccionar súbitamente, y, salimos despedidos como misiles tierra-tierra, yo hacia el baño con la ropa que pude atrapar, hecha un bollo, y Dardo a deshacerse de las huellas de nuestra reciente experiencia. Mi corazón latía desbocado mientras me limpiaba sonriente. Escuché las pisadas del padre rumbo a la habitación, luego saludar a Dardo y preguntarle dónde estaba yo. Un lejano "¿qué es eso?" inquirido por su voz resonó en alguna parte de mi consciencia, pero no le di importancia, yo estaba demasiado aborto contemplando mi cara de felicidad reflejada en el espejo.

martes, 26 de junio de 2007

Nadie te amará como yo - Segunda parte




Antes no lo creía, o directamente no reparaba en ese tipo de cosas. Ahora me sorprende, y en muchas ocasiones me asusta ver cómo, ciertos hechos, pequeños e insignificantes a simple vista, desatan toda una serie de acontecimientos encadenados entre sí de tal manera que, vistos a distancia temporal, se pueden deducir como una asombrosa señal de que aquello que tiene que ser, será, hagas lo que hagas para ocultarlo o negarlo. Algo así como una fuerza invisible con un poder extraordinario que lucha y no se detiene hasta hacerse real, y que te atrapará, no importa cuánto hagas por distraerla o a qué ardides recurras para camuflarte allí a donde hayas huído a negarla.
Supongo que sería diciembre, un par de semanas antes de la conversación con mi padre. Los viejos de Dardo tenían una casa de fin de semana en la zona de Escobar, próxima a un arroyo serpenteante muy quieto y marrón. Me invitaban de vez en cuando y cuando eso ocurría me sentía feliz, o lo más parecido a esa palabra, porque yo amaba ir allí. Los dos éramos muy fantasiosos, cada experiencia diferente que vivíamos nos parecía una aventura, cada riesgo un peligro mortal, y eso nos acercaba y nos hacía añorar la presencia del otro. Teníamos mucho de niños todavía, aunque ya el vello nos había crecido por todo el cuerpo, a mi más que a él. Dardo era único hijo, consentido y centro absoluto del universo familiar, lo cual me fastidiaba con frecuencia, aunque él no lo demostrara conmigo. Sus viejos jamás me gustaron demasiado, supongo que yo a ellos tampoco, si no jamás hubieran escatimado las invitaciones a esos fines de semana tan deseados por mi como lo hacían. Dardo me había comentado alguna vez que le habían dicho que se cuidara, porque creían que yo le estaba metiendo ideas raras en la cabeza. Qué gracioso, si hubiesen sabido la verdad. Con Dardo lo de "de tal palo, tal astilla" no se cumplía. Era lo opuesto a ellos en muchos sentidos, pero eso, ellos lo ignoraban, y a mi me encantaba que fuese así.
Ese día era muy gris, y me extrañó, pero celebré desde luego, que fueran igual a Escobar. La casa con techo a dos aguas se encontraba al final de una calle de tierra que terminaba en un campo enorme, lleno de cardos, arbustos, arbolitos y hormigueros, los cuales investigábamos con curiosidad científica y algo morbosa. Aquel imborrable día, después de almorzar, Dardo anunció que iríamos hasta el almacén por algo dulce. Recuerdo que la pesada de su madre me miró con odio mientras intentaba, suavemente, disuadirlo. A través del gran ventanal el cielo gris violáceo confirmaba que llovería en cualquier momento. Dardo no le dio tiempo a reaccionar, salió corriendo, y yo tras él, al tiempo que le gritaba que volveríamos enseguida. Rodeamos las casas de enfrente, para engañarlos por si vigilaban nuestra huida, y, saltando la alambrada, ingresamos al campo, riendo y gritando como forajidos. Caminábamos hablando tonterías cuando, a un trueno que nos estremeció, le siguió una lluvia torrencial que en cuestión de segundos nos empapó de arriba abajo. Mis piernas se movieron ágiles siguiendo a Dardo, que había salido disparado y, hábilmente, esquivaba a toda carrera unas plantas enormes y amarillas que abundaban por todo el campo. No corría en dirección a la casa, sino, según divisé por encima suyo, hacia una especie de torreta abandonada que, brumosa, se erguía cercana en uno de los tantos recodos del arroyo. El suelo ya se había convertido en un inmenso lodazal pegajoso atravesado por pequeños surcos de agua correntosa. Sorprendentemente, pude frenar a tiempo cuando de pronto Dardo aterrizó de bruces tras patinar en una hendidura. No reí, sino que me desgañité, y, ahogado por mis ruidosas carcajadas, trastabillé y fui a dar de traste a un charco a mis espaldas. Al verme, Dardo rompió a reír también con esa risa contagiosa, aguda, que mostraba sus dientes parejos y muy blancos y que tanto me gustaba. Nos levantamos, completamente embarrados y sin parar de reír, dándonos la mano, y caminamos a paso ligero hasta la torreta. Alguien utilizaba ese lugar como refugio para pescar o algo así, porque adentro había trozos de cartón, papeles y envases viejos. Extendimos un trozo grande de cartón sobre el piso y nos sentamos. Nos miramos, cómplices y estallamos en carcajadas nuevamente al ver nuestro aspecto. Dardo era apenas más bajo que yo, de cabello castaño claro muy lacio y llovido, algo que siempre le había envidiado porque jamás se despeinaba, así arreciaran los vientos más huracanados. En aquellos tiempos, el pelo se había convertido en un tema muy importante, y yo debía luchar denodadamente, y en todo momento, por darle a mis indomables rulos oscuros una apariencia más o menos aceptable. Cuando lo conseguía, debía evitar a toda costa cualquier corriente de aire que pusiera en peligro mi trabajo de horas frente al espejo en el baño de casa. Jamás abría las ventanillas de ningún vehículo en los que me tocara viajar, ni aún en el sofocante calor del verano. Qué ridículo. Ese día no había chicas presentes, así que no me importó en absoluto cuando Dardo, entre lágrimas y agarrándose la panza me gritó entrecortadamente que se me había desarmado la peluca. Festejé la ocurrencia riendo más y revolcándome sobre mi espalda. Cuando calmaron las risas recuerdo que giré la cabeza hacia él y quedamos mirándonos, ya no divertidos o chistosos sino cómplices de algo difícil de definir, que yo intuía se estaba cerniendo sobre nosotros poco a poco. Sus labios esbozaban una semisonrisa y sus ojos me contemplaban con intensidad y con algo que, para mi espanto, detecté como deseo. Asustado y fascinado a la vez, el descubrimiento me obligó a rechazar sus ojos y mirar en dirección a la entrada.
- Parece que está parando... - comenté con forzada naturalidad.
- Msí... - observó el cielo gris furioso y sin mirarme, como al pasar, me dijo: - Rodri, vos te hacés mucho la paja?
Enrojecí a la velocidad de los relámpagos que encendían el horizonte de tanto en tanto. Sentí como si su pregunta me hubiese vuelto transparente y pudiera ver todo de mí. Me chocó. Pero debo confesar que también me fascinó su desenfado. Como la turbación me impidió responder se volvió hacia mi y me miró fijamente.
- Yo sí. Muchísimo.- Y, sugerentemente, siguió.- Casi todos los días. Y sabés en quién pienso mientras lo hago?
No necesité de espejo para representar la peor cara de pánico posible frente a lo que estaba seguro iba a escuchar de su boca.
- En vos, Rodrigo. - Dijo sin que le temblara la voz. - Sólo en vos.
- Ah... - conseguí pronunciar mientras tragaba sonoramente.
- A vos no te pasa lo mismo? - Sus ojos ansiosos ahora me escrutaban sin dejarme escapatoria. Se me acercó en un movimiento felino y sutil. Yo me sentía incapaz de moverme, aturdido como si alguien de pronto hubiese arrojado una poderosa bomba alrededor nuestro. Mi boca se abrió finalmente pero no pude llegar a modular sonido alguno porque un grito seco nos heló la sangre.
- Dardo, estás ahí? - No fue necesario contestar, la cabeza de su padre cubierta por una ridícula capucha amarilla ya se recortaba contra el fondo en la entrada de la torreta. - Pero, son inconscientes ustedes dos? Cómo se les ocurre...? - No terminó la frase, me clavó la mirada fulminándome. - Háganme el favor de salir ya de ahí adentro! - nos ordenó con furia. - Cuando te vea tu madre en el estado en que estás... Caminá, por favor. - Se dirigió a él pero a quien empujó fue a mi. En ese preciso instante confirmé lo que ya pensaba: qué poco le importaba yo a su padre. Me dolió, creo, no tanto su evidente indiferencia sino la convicción en sus ojos y sus palabras de que había sido yo el autor de la travesura.
Lo que ocurrió después borraría de un plumazo ese sentimiento, y traería otros, tan desconocidos como perturbadores de mi, hasta ese momento, serena adolescencia.
Continuará.

viernes, 22 de junio de 2007

Nadie te amará como yo - Primera parte


Todo ocurrió tan de repente que muchos de los hechos se entremezclan y se me vuelven confusos. Recuerdo claramente, sin embargo, esa fría noche de otoño de un año atrás. No había conseguido parar de temblar aún bajo la gruesa frazada que me envolvía, me había preparado un té pero no lo había probado. Sentí la humedad levemente fría sobre mis mejillas cuando al conseguir tragar pestañée, y un inesperado caudal las bañó. Mis manos no se movieron, por lo que el profuso cauce de lágrimas descendió libre y ágilmente por mi cuello. Líneas de letras, borrosas, desfilaban sobre un fondo negro, mientras afuera una llovizna tímida golpeteaba el marco de la ventana. Mi mente, involuntariamente, a diferencia de la parálisis que dominaba todo mi cuerpo, captó con la claridad que me era esquiva en esos días, algunas palabras de la canción que interpretaba Willie Nelson. Y fue sólo cuando las comprendí cabalmente que rompí a llorar. Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo? No llevaba la cuenta, pero seguro era mucho, supongo que desde el nacimiento de Clarita. Y ni aún en ese momento, glorioso para mí, había llorado de la manera que lloré esa noche. Recuerdo que me había asustado de mi mismo, al descubrirme haciéndolo como un chico, gritando, luego enmudeciendo, ahogado de pena y dolor, entendiendo la diferencia.
Descubrirme, exactamente eso, a mis treinta y siete años. Recién a mis treinta y siete años. Lo habría intentado antes, al menos, alguna vez? No tenía registro alguno, pero ahora sabía bien la razón. La vida, entonces, había tomado nota y actuado en mi lugar, porque en el curso de un par de meses los acontecimientos me habían obligado a ver lo que nunca me había atrevido siquiera a mirar de reojo.
Esa misma tarde cómo me había odiado en el local de alquiler de películas. Mi corazón latía como si con lo que iba a hacer fuese a perder la vida, o algo muy preciado, y por más que daba vueltas aparentando mirar distraídamente la infinidad de títulos en los estantes, no lograba calmarlo. El lugar estaba colmado de gente y nadie reparaba en mis actos, pero eso no conseguía disipar mi incomodidad. Una fastidiosa rubia de pelo lacio le leía, uno a uno, a viva voz, los títulos infantiles a su hijo y éste le espetaba un insorportable "¡no me gusta!". En otra circunstancia hubiese sonreído, comprensivo, ahora me fastidiaba enormemente. No sé cuánto tiempo demoré en decidirme, pero fue demasiado considerando que sabía perfectamente lo que había ido a buscar. Hacía días que no tenía otra idea en la cabeza. Ese sábado me había armado de coraje en virtud del viaje de Cecilia y los chicos a Tandil. De otra manera, dudo que lo hubiese hecho. Qué imbécil. Tomé la última de las Misión Imposible luego de fingir que leía detenidamente la trama en la caja original y, raudo, atrapé la que moría por ver y la escondí abajo. Transpiré estúpidamente mientras esperaba que el muchacho me atendiera, y no me salió la voz para corresponderle cuando me saludó amablemente. Tomó las dos cajas y sin dejar de mirar el monitor de la computadora me consultó:
- Muy bien, entonces... te llevás Misión Imposible tres y... Secreto en la Montaña, Rodrigo...
Cuando me miró para confirmarlo yo ya había enrojecido furiosamente. Por el rabillo del ojo detecté, pegada a mi, a la rubia de pelo lacio y su hijo que se había decidido por una película justo en ese maldito momento. Asentí, turbado y deseando desaparecer por completo de allí. Mi mano tembló ridículamente al pagarle, tomé las películas y me marché groseramente, atropellando a un hombre antes de llegar a la puerta. Corrí las dos cuadras que me separaban de casa, dominado por una vergüenza y un nerviosismo espantosos, preguntándome el por qué de tamaña idiotez, de semejante vergüenza. Llegué con un estremecimiento que no conseguí calmar sino hasta el final de la película. Entonces, todo cambió y cobró sentido. Uno muy profundo y terrible para mí. Tomé el control remoto y busqué el menú de escenas. Con el rostro quedo, contemplé una y otra vez los besos, el encuentro íntimo en la carpa, todas las escenas que, lejos de rechazar, me arrebataron de una forma que se me hace imposible explicar con las palabras adecuadas. Lloré nuevamente, ahora sin que me importara tanto. Me detuve cuando se me ocurrió que dañaría el dvd, o que tal vez lo notaran en el local de alquiler. Mi cabeza daba vueltas, se me ocurrían millones de cosas a la vez, episodios pasados, fantasías reprimidas, deudas varias se agolparon luchando por imponerse y hacerme perder la poca cordura que me quedaba. Decidí volver a verla entera, pero antes de que terminara me quedé profundamente dormido. Recuerdo haber soñado esa noche con Pablo, por primera vez, de una manera diferente a las anteriores. Reíamos ingenuamente, al salir del gimnasio, como hacemos con frecuencia, con nuestro cabello húmedo, oliendo bien, a lavanda o alguna fragancia semejante. La calle no era tal, sino un sendero que atravesaba un campo de hierba crecida que se movía con el viento. El sol brillaba en su cara y su sonrisa, esa que me fascinaba en él, era aún más blanca en la luz diáfana. De pronto estábamos los dos desnudos, y lo miré, no como suelo hacer en el vestuario sino directa, insinuadamente. El verlo sin ropas, la piel pálida, su mirada cómplice, pícara, me llenaba de alegría y un entusiasmo desconocidos en mi. Comenzamos a golpearnos y empujarnos como niños hasta que me abrazó para derribarme y caímos al suelo, suavemente. Sin mediar nada, enseguida me encontré yaciendo boca abajo sobre él, nuestros labios unidos, nuestras pieles frotándose, haciéndole el amor con paciente ternura. Eyaculaba cuando desperté plácidamente. Miré mi pantalón pijama manchado. Un sueño húmedo, a mis treinta y siete años. Miré en derredor mío. Ya era de día, y el sol iluminaba tenue a través de un cielo encapotado. Me incorporé aturdido, sintiéndome inmensamente triste. Contemplé absorto la vista a través de la ventana, observando ingenuamente que afuera todo seguía igual, nada había cambiado en absoluto, un mundo indiferente y gris transcurría ajeno a mis procesos internos. El televisor repetía una y otra vez la música de la película y las imágenes del menú principal. No lo apagué. Tropezando con casi todo lo que encontré en el camino, fui al baño a asearme. Me detuve frente al espejo. Mi propio reflejo me inquietó. Durante mi pesado sueño algo había hecho las pequeñas arrugas que surcan mis ojos más profundas, más marcadas. Los contornos de mis mejillas se habían hundido, y el incipiente gris de mis revueltos cabellos oscuros se había aclarado y abundaba por toda mi cabeza. Los treinta y siete años que cargaba me saludaban burlonamente ahora. Miré fijamente mis ojos algo enrojecidos y acuosos. Los atravesé afanosamente, buscando más allá del iris. Encontré allí un leve brillo que no había visto jamás, destellos de ternura sin encarnar, que me resultaban extrañamente familiares, filamentos de pasiones reprimidas, o algo parecido. Repentinamente, algo insospechado, una suerte de plan tramado por la vida que omití, me había arrancado de mi cotidianeidad, de una vida previsible y sin complicaciones mayores, casi segura, diría, que no había dudado nunca en elegir, porque hasta ese momento siempre había estado convencido de que no había opciones, ni las habría.
La imagen de la mirada de mi viejo se me apareció como un refucilo de esos que nos aterrorizaban de chicos en la playa. Tendría yo unos quince o dieciseis años y estaba por salir a buscar a Dardo, como casi todas las tardes de esa adolescencia eterna. El venía poco a casa, nunca le pregunté por qué, se había dado así, naturalmente según mi parecer, que fuera yo el que pasara siempre por la suya. Esa tarde comprendí la verdadera causa. Mi papá me llamó aparte, cuando pasaba sigilosamente, a la habitación que llamábamos escritorio, porque ahí se ocupaba de sus asuntos o leía. Tragué saliva ruidosamente cuando me pidió que cerrara la puerta y me sentara. Siempre había sido severo y exigente, pero raramente me había hablado en privado, y, cuando lo había hecho, siempre había sido con mis hermanos presentes. En realidad, supongo que antes no lo había necesitado, mi vieja había oficiado en todo momento de vocera de su pétrea voluntad. Me taladró con sus ojos oscuros y directamente me dijo:
- Otra vez vas a lo del maricón ese vos?
Puedo imaginar mi cara desencajada y el salto que esa maldita palabra me hizo dar como si en aquel momento incómodo hubiera estado viéndome desde fuera. Sentí tanto miedo que no pude articular palabra alguna, y, al mismo tiempo, tanta furia que me dieron unas ganas enormes de golpearlo sin piedad.
- A lo del marica ese no vas más, me entendiste? No quiero enterarme, bajo ningún concepto, que lo seguís frecuentando. Está claro?
No me moví, mi corazón latía desbocado. Pensé que rompería a llorar si hablaba, así que luché con todas mis fuerzas por contenerme.
- Está claro, carajo?!! - gritó fuera de sí, sin dejar de atravesarme con sus ojos llameantes.
Me limité a asentir lentamente, puteándolo y maldiciéndolo por dentro, paralizado por el terror que sentía.
- Y ahora tráigame un té con limón, rápido. - me ordenó satisfecho, mientras volvía a los papeles que leía.
Me sentí ridículo, avergonzado, poco hombre y unas cuantas cosas más al dirigirme a paso apurado a la cocina. Puse agua a calentar sintiendo una mano tibia apoyada en mi hombro. Me di vuelta y encontré a mi abuela Elba guiñándome uno de sus ojos siempre chispeantes y sonriendo compasiva. Sus dedos atajaron dulcemente las lágrimas que, contra mi voluntad, se precipitaban por mis mejillas. Me atrajo hacia sí para abrazarme y, apoyando su cabeza en mi pecho, me dijo:
- Hoy piensa eso, mañana vas a ver que no.
El calor de mi abuela era tranquilizador pero no logró apaciguar mi estado. Nunca entendí por qué me conformé, por qué jamás quise saber la razón de la orden de mi viejo, y, lo peor, por qué la acaté de manera implacable. En realidad, nunca quise entender.
No volví a hablar con Dardo después de ese penoso día, y, extrañamente, él jamás me preguntó nada. Tarde me di cuenta de que no lo necesitaba, oportunamente lo había leído en mis ojos esquivos cuando nos encontramos por casualidad en la librería del barrio.
Continuará.

viernes, 1 de junio de 2007

Marcas

Misteriosamente, ciertos hechos del diario vivir nos transportan a vivencias del pasado, algunas olvidadas, otras no tanto. Y esos recuerdos se encadenan con momentos del presente, se funden y retroalimentan y nos permiten rearmar y tener una mejor perspectiva del rompecabezas que constituye la vida de cada uno. A la distancia, la marca dejada por Brokeback me hizo reflexionar sobre otras marcas, aquellas de cuando era un niño y no alcanzaba a comprender la verdadera dimensión de la profundidad de ciertos aspectos de la vida, tal vez porque los aceptaba con naturalidad o no había nada que pensar entonces, no estoy muy seguro.



Una revista que devoraba con ansioso placer en aquellos años, la legendaria Billiken, me brindó la oportunidad de conocer un personaje que se convirtió en el favorito de mis tantos héroes de entonces. Con él vi plasmada mi sed de aventura, de viajar por el mundo, de hacer amigos donde quiera que fuese, de vivir a corazón batiente. Tintín reflejó en cada cuadrito, en cada página, como ninguno, la clase de vida que quería tener. El descubrir cada uno de sus libros, que mi madre nos compraba muy de cuando en cuando a mi hermano y a mí, era un festín inigualable, una travesía por un mundo fascinante que creía posible y cercano. Sus aventuras lo llevaban siempre lejos, a regiones inexploradas, bordeando riesgos enormes, desentrañando enigmas, enfrentando maleantes y bandas de delincuentes, haciendo justicia por doquier, con un excelso sentido del bien y el respeto, del deberse al otro, sin importar costos ni sacrificios. Todo un paladín, un héroe ejemplar, un boy scout.



Una de sus aventuras tatuó indeleblemente mi corazón algo débil e inocente en aquellos días de alegría irresponsable. Tintín en el Tíbet resume con exquisita sensibilidad e increíbles dibujos, que admiraba fervientemente y trataba de imitar trabajosamente con trazos y líneas inexpertas, los elementos esenciales para una de las más bellas historias que haya leído o visto jamás:





Un amigo entrañable viaja para encontrarse con él en Europa desde China, pero el avión se estrella contra un pico en los Himalayas. Un sueño vívido le revela a Tintín que su amigo Tchang sobrevivió al accidente y espera que lo rescate. La historia relata las innumerables peripecias que debe enfrentar hasta llegar, finalmente, al lugar donde el avión se estrelló, acompañado por su fiel perro Milú, su amigo el capitán Haddock y el guía sherpa, Tharkey, ya que los demás integrantes de la expedición huyen despavoridos al encontrarse frente a frente con las huellas del abominable Hombre de las Nieves.
Ni el ver allí confirmados los pronósticos de todos aquellos que se oponían a su pálpito de hallar a Tchang en medio del frío atroz y la desolación abatieron el indómito y tesonero corazón de Tintín, pues señales concretas, una bufanda enganchada en la piedra entre ellas, alimentaron y fortalecieron su espíritu intuitivo para continuar la riesgosa búsqueda. Una tormenta furiosa barre con las pocas fuerzas restantes y Tintín acepta lo imposible de su meta. A punto de partir del monasterio donde se habían recuperado él y sus compañeros, en pleno Tíbet, un monje Lama que tiene visiones mientras levita ve a Tchang débil, enfermo y en poder del Migou, el Yeti. Guiado por semejante revelación, una vez más, Tintín emprende, esta vez solo, el viaje hasta la gruta en la montaña Ojo de Yack. Encuentra allí a Tchang volando de fiebre pero vivo... Adivinen quién lo había abrigado y alimentado todo ese tiempo y quién lloró cuando partió con Tintín y Milú?

Esta inolvidable historia está llena de magia, amor y redención, convirtiéndose en un himno para aquellos que, guiados por su espíritu, actúan y viven con convicción soportando los más duros y agoreros vendavales, además de honrar y celebrar la amistad y su verdadero significado.


Entrando ya en la preadolescencia vi en el cine una película que jamás olvidé: Lollipop, amigos inseparables. Recuerdo caminar de regreso a casa con mis hermanos y unos amigos de ese entonces en absoluto trance. No podía dejar de pensar que alguien había filmado la historia que, descubrí fascinado, siempre había querido ver, el relato que simbolizaba los sentimientos y emociones, secretos e ingenuos, y hasta algo utópicos, desde ya, que gobernaban mis actos en esos tiernos días. Y con eso, también, la triste confirmación de que el mundo real que me esperaba sería muy distinto al que soñaba... Aquel verano en casa de mis abuelos en la Patagonia volví a ver la película, creo, unas cuatro o cinco veces más, gracias a que el dueño del cine era un sobrino de mi abuelo, así que asistíamos a las funciones la cantidad de veces que se nos antojara. Extrañamente, o no, tanto mi hermano como dos amigos, compañeros de andanzas y travesuras y vecinos de mis abuelos, jamás se opusieron a mis enormes ganas de ver la historia una y otra vez...




En la lejana Sudáfrica, más precisamente en Lesotho, un niño negro, llamado Tsepo, y uno blanco, huérfano, Jannie, se hacen amigos inseparables. Un accidente durante un juego obliga a Jannie a trasladarse hasta EE.UU. para ser operado con urgencia. Durante su estadía allí, familiares de sus padres se ponen en contacto con él, pero una vez recuperado, éste vuelve al colegio donde vivía en Africa. Tiempo después, sus parientes aparecen allí dispuestos a llevarse al niño con ellos. Jannie y Tsepo se enteran de esto y deciden huir a donde no pudieran encontrarlos. Así llegan hasta las montañas donde el frío los obliga a refugiarse en un estrecho agujero entre las piedras. Jannie no estaba curado por completo aún, y tanto él como su entrañable amigo recordaban que los médicos les habían advertido que las bajas temperaturas podían poner en peligro su vida. Comienza a nevar, el tremendo frío adormece a Jannie. Tsepo decide desnudarse para cubrir con su ropa a su amigo y así darle el calor que necesita. Recuerdo no haber derramado una lágrima pero si sentir mi garganta fuertemente anudada cuando las imágenes que siguieron a esas escenas mostraron una pradera verde donde, bajo un cielo gris y una lluvia persistente, tenía lugar un funeral. Entre el grupo de gente que lloraba con desconsuelo se encontraba Jannie, con la cabeza gacha y escoltado por sus familiares norteamericanos.

Semanas atrás decidí navegar la web rastreando datos de ésta, para mi, bellísima historia. Para mi sorpresa, encontré mucho más de lo que esperaba, ya que la industria cinematográfica sudafricana no ha sido muy extensa y E´Lollipop (ese es el nombre original) es uno de sus productos más representativos. Lo más lindo fue saber que Norman Knox (nunca olvidé sus nombres reales), el Jannie de la historia, decidió localizar a Muntu N´dbele, Tsepo, del que había perdido todo contacto, pero sabía que después de convertirse en estrella local había llevado una vida de excesos, droga y delincuencia. Le llevó más de dos años dar con él, convencerlo de volver y darle la ayuda que necesitaba. Se reunieron recientemente en una conmemoración en Cannes, treinta años después del estreno de la película, en 1975.




Ah, aquellos días en que todo parecía posible y el mundo era tan fantástico! El tiempo aquel cuando aún no se tiene una idea cabal de lo oscuro en la naturaleza humana, de la magnitud de los errores que se cometerán, del tiempo que habrá que esperar... de todo cuanto hay aún por saber, por experimentar, por llorar, por arriesgar, por errar, por celebrar, por vivir.

Y, sin embargo, de algo estaba muy seguro en esa niñez culposa y anhelante. Dos historias sublimes me lo habían demostrado. La clase de vida que ya había elegido iba a vivir era posible. No sería nada fácil, de hecho, resultaría ser mucho más difícil de lo que hubiese podido imaginar. Las distancias a recorrer serían enormes, los riesgos a sortear, innumerables, los puentes a construir requerirían de toda la ingeniería humana posible y más, los accidentes me harían tambalear y caer malherido, las esperas serían muchas veces torturantes, matadoras casi. Pero había un deseo. Un ferviente deseo. Y cuando éste se pone en marcha, en mi caso, es muy difícil que se detenga hasta concretarse. A medias, por un tiempo corto, da igual. Así funciona conmigo.

Fueron muchos los deseos que, gestados en mi niñez, se hicieron realidad. Los medios para que resultara así, fueron una verdadera aventura, algo así como una historia digna de ser filmada.