viernes, 13 de junio de 2008

Nadie te Amará como Yo - 26a. parte




El vacío, la nada. La más absoluta oscuridad, un entumecimiento tan doloroso como inmovilizante dominaron mi destino luego del funeral. La muerte era eso justamente y había extendido su siniestro manto de tinieblas sobre mí, llevándose a papá y aquello de lo que no supe ocuparme. Su guadaña filosa cortó de cuajo los aspectos de mi vida que yo no había tenido las agallas de conducir apropiadamente, poniendo sanguinario fin a los capítulos sueltos, a los vacíos de mi voluntad, a todo aquello que por mis constantes temores, por el miedo paralizante que me infundían, yo siempre había dejado de lado con distracciones, con pretextos, volviendo la cabeza hacia otro lado. Nada tuvo sentido a partir de entonces, o mejor dicho, casi nada. Me forcé a seguir, a no renunciar a lo poco que me quedaba sólo por Francisco y Clara. En cuestión de días mi vida había dado un giro que, una vez más, había socavado las endebles bases sobre las que me apoyaba, haciéndome tambalear. Y, una vez más también, tuve que obligarme, como lo había hecho durante toda mi vida. Obligarme a que la contrariedad no me hiciera sucumbir, a que la sinrazón no sojuzgara mi destino como lo venía insinuando. Pero el obligarme jamás había logrado acabar con lo que verdaderamente sentía, y supuse que tampoco lo haría en esta oportunidad. El duelo gobernó mis días. Los atravesé como un sonámbulo, como un robot, como si me guiara un motor interno que se limitaba a controlar mis funciones vitales y poco más. La imagen de la lápida sobre la tumba de papá, pulcra, sencilla, levantada sobre el césped impecable me perseguía sin descanso, casi recordándome de otras dos muertes anunciadas, otros dos sepelios pendientes de los que debería ocuparme. Pero papá había partido naturalmente, a su tiempo, después de agonizar durante días. Era ahora el turno de enterrar lo que yo había matado, lo que había mutilado casi sin darme cuenta, gracias a mi vacilación, a mis especulaciones constantes. Y debía hacerlo como un hombre, sin lágrimas, sin arrepentimientos.
Dardo se despidió escueta, formalmente, luego del entierro, y supe por Juanjo que partió poco después. Lo podía imaginar a sus anchas ahora, retozando entre montañas y bosques cómplices, rodeado por los cálidos y seguros brazos de Claudio, riendo feliz, compartiendo con él su apacible vida. Por fin, después de tanta espera, había encontrado un hombre que le podía ofrecer su amor incondicional, lo que él necesitaba. Y si no llegaba a ser incondicional, cuanto menos era cercano, no como lo que yo podía darle, a gatas, en contadísimas ocasiones, dudando constantemente, el peso de una mujer y dos hijos marcando el límite, ensombreciéndolo todo. Dardo y Claudio tenían el enorme privilegio de celebrar la fuerza de su amor de hombres libremente, y la naturaleza, satisfecha, amparaba su valeroso amor sonriéndoles con días de sol, con lagos color esmeralda, con verdes cipreses amurallándolos de miradas y juicios suspicaces.
Después del funeral, Cecilia pareció prepararse para mucho más que las inminentes vacaciones en la costa. Aunque había exagerado su aflicción, sé que sintió sinceramente la partida de papá. Cumplió el papel que me hubiese correspondido a mí, recordando eventos o circunstancias en las que mi viejo había sacado su escaso encanto a relucir. Siempre supe que papá adoraba a Cecilia, y hoy no dudo en que me casé con ella por eso, porque papá había aprobado mi elección, en primer lugar. Por eso, y porque con mi matrimonio se despejaban las dudas que él siempre había tenido acerca de mi sexualidad. En cuántas oportunidades se me ocurrió pensar, viéndolos juntos, cual compinches, riendo y conversando por horas en casa, que el viejo había llegado a amarla, como creo que yo jamás pude. Y cuando creí ver que la hostilidad y las dudas que siempre había sentido hacia mí se habrían acabado con Cecilia, con desazón descubrí que todo eso se había transformado en rencor teñido de profunda envidia, por tener yo a quien él jamás poseería. Cecilia disfrutó con creces la situación, perdida en sus mohines y su risita grave. Mamá y mis hermanas observaron la escena sin decir nada, como de costumbre.
Ese mismo grado de natural complicidad, sin los esfuerzos que yo siempre debí remontar, resurgía cada vez que ella y Martín estaban juntos, y recordaban su feliz infancia en Tandil. Todo había sido alegría, travesuras y fiesta durante aquellos años transcurridos en el pueblo o en la estancia de la familia, que evocaban con carcajada encubridora. Eran aquellos momentos que yo detestaba, en los que me obligaba a sonreír diplomáticamente. Me preguntaba ahora cuánto tiempo más tardaría Cecilia en patear certeramente el tablero donde se encontraban las frágiles fichas de nuestro matrimonio, asumiendo su clandestina y seguramente apasionada relación con él. ¿Pero, aunque la odiara por ello, podía juzgarla? ¿Podía culparla de algo? ¿Qué era lo que realmente me molestaba? Si yo había actuado de la misma manera, con el mismo egoísmo, sin apreciar que sobre ese tablero que también yo arrojé lejos, dos fichas llevaban el nombre de nuestros hijos. ¿Podía juzgarla cuando yo mismo lamentaba mi decisión de formar una familia, de estar prácticamente atado de pies y manos y no poder estar con Dardo o con el hombre que se me antojase? ¿Podía culparla de buscar en otro hombre lo que no conseguía de mí, su marido? Si somos todos el resultado lógico de procesos tan azarosos como complejos, ¿a quién entonces, podemos echar culpas? Quizá a nadie, porque nadie es tan bueno ni tan malo al fin y al cabo.
Una tregua tácita, que respetaba mi sagrado período de duelo, parecía haberse establecido entre Cecilia y yo. Ninguno tuvo intenciones de mencionar nada que pudiese quebrar la aparente paz y serenidad que reinan después de una pérdida irreparable. Ella, fiel a su inquebrantable corrección se mostró comprensiva y servicial frente a la mirada escrutadora de Fran y Clarita, y yo apenas si tenía fuerza para respirar adecuadamente, así que dócilmente, me limitaba a aceptar la puesta en escena. Con los días fue abandonando el peinado tirante, la cara sin maquillaje y los colores opacos y pronto se enfrascó en la actividad favorita de cada verano. Contagiando a los chicos de su imparable entusiasmo, tejiendo mil y un planes, aprovechó cada momento libre para planificar minuciosamente sus próximos días fuera de casa.




Así como para muchos la muerte significa el irremediable fin, la angustiosa nada, para otros puede ser el símbolo de que la vida continúa, renovada, renacida. La muerte no deja de ser, después de todo, un fin y a veces, un auspicioso comienzo. Invitada por mis hermanos, mamá prácticamente no dudó un segundo en partir de vacaciones al Uruguay, deseosa de playa, descanso y, en menor medida, nietos, como me contó cuando conversamos por teléfono. Sin que lo hubiera podido imaginar, la ausencia de mi padre nos apiadó a todos en más de un aspecto, porque nunca antes nos habíamos llamado con la frecuencia con que comenzamos a hacerlo después de su entierro. Me dije que tenía que comprobar que era mi madre quien me había hablado de esa entusiasta manera, con ese tono de voz tan irreconocible como cristalino y jubiloso. En un desacostumbrado gesto de mi parte, decidí entonces despedirla en el puerto. Retrasado por un embotellamiento en el centro, llegué sudando mares, minutos antes de que embarcara. Ya de lejos me asombró ver que mi recatada, tímida y correcta madre se destacaba claramente del gentío vestida con lo que a mi modo de ver era un disfraz de turista de folleto. Envuelta en un vaporoso vestido de orquídeas anaranjadas sobre un fondo lila furioso, su pelo ensortijado y recién teñido bajo el ala de una capelina blanca, los ojos enfundados en grandes anteojos oscuros, me saludó divertida agitando sus dedos huesudos. Exudando entusiasmo y alegría, en tanto mis hermanas y sus cónyuges lidiaban con hijos, papeleo y equipajes, nada en ella hacía pensar que se trataba de una flamante viuda que acababa de sepultar más de cuarenta años de sumiso y leal matrimonio. “Sé feliz, hijito. Disfrutá.”, me dijo, acariciando mi mejilla, antes de perderse tras las puertas de embarque, sonriéndome, tironeada salvajemente por mis sobrinos. “Sí, como si fuese tan fácil.”, pensé mientras agitaba mi mano con alegría forzada. Sin embargo, esas simples palabras de mi madre reverberaron hasta los rincones más oscuros de mi mente mientras manejaba de regreso a la oficina.
Un providencial viaje a Córdoba me tuvo fuera de la ciudad por un par de días salvadores. El bendito proyecto de tantos meses, el desarrollo del complejo software de administración, lo único que funcionaba acertadamente en mi vida, estaba a punto de ser instalado en una empresa de envergadura que lo había adquirido, y allí fui yo, afanoso por borrar asuntos de mi vida que no se redujeran a bits o sistemas binarios. El programa corrió más que exitosamente, así que luego de unos pocos ajustes, calurosas felicitaciones y agradecimientos, no me quedó más que regresar a Buenos Aires en el vuelo que ya tenía reservado. Un habitual error en la planificación de la aerolínea me obligó a esperar el vuelo siguiente, pues el que debía tomar estaba completo. Estuve a punto de maldecir a la empleada que con desgana me dio la noticia, pero no lo hice. No quise arruinar la minúscula cuota de alegría que me habían dado gracias al buen desempeño del programa, y que sin dudas, repercutiría en un aumento en mis ingresos. Decidí, en su lugar, tomar un trago en el bar del aeropuerto. Finalmente, también desistí, y me incliné por un gran chopp de cerveza acompañado de un plato de maníes. Llegué a casa poco después de la medianoche, con la cabeza hecha un torbellino y la panza hinchada como un globo aerostático. Iluminada por la tenue luz del recibidor, Cecilia estaba sentada a la mesa del comedor diario, una copa de vino a medio llenar en frente suyo. Me sobresalté al verla perfilada por las sombras del departamento en silencio. La besé con suavidad, sin hablar.
- ¿Cómo te fue? – preguntó en un susurro.
- Genial, fue todo un éxito. – respondí con voz ausente. Se hizo un silencio incómodo que no me molesté en quebrar.
- ¿Comiste? – preguntó al cabo Cecilia.
- Sí, nos dieron cena en el avión. – Si se podía llamar cena al bocado que nos habían ofrecido, y que devoré con desesperación.
- ¿Tomamos un café? – invitó. No tenía ganas de café ni de nada que no fuese irme a la cama, pero accedí.
- Me voy con los chicos mañana. – anunció mientras ponía agua a calentar.
Pestañeé nerviosamente. Un dejo de alarma agitó mi mirada cansina.
- Ahá... – asentí débilmente. – Adelantaste la fecha.
- No lo pensaba, surgió... Nos lleva tío Enrique, así que no vamos a necesitar el auto. – me dijo de espaldas. Tío Enrique, el papá de Martín, el hombre más egocéntrico y altanero que conozco, después de Martín, claro está. – Vos venís después, ¿no?
No respondí de inmediato. Iba a preguntarle cómo se atrevía a decidir acerca de nuestros hijos sin mi consentimiento, pero eso hubiese significado violar el pacto silencioso que sin mencionar siquiera, habíamos convenido. Y además, en primer lugar, debía pensar en mis hijos, ellos disfrutaban de jugar con sus primos, los adoraban de verdad. Callé mi verdadera opinión y fingí que aceptaba de buena gana.
- Seguro. – contesté sonriendo, mientras un sexto sentido interno esbozaba el panorama de un fortísimo temporal en ciernes.




Despertar con jaqueca, ir a trabajar, desempeñar mi labor con fruición, como si nada pasara. Comer a desgano tratando de no pensar en Dardo, dormir pésimo porque los sueños me torturan con sus evocaciones, y el clima con su calor abrasador. Despertar nuevamente, la tristeza sumada a la persistente jaqueca. A ese diario tormento se redujo mi vida durante las dos semanas que siguieron a la alborotada partida de Cecilia y los chicos. Rehén de mis decisiones e indecisiones, víctima de mis malogradas elecciones, pasé los días como un ánima que vagaba por los caminos fallidos de su vida. En tanto, mi mente incansable en su castigo, no cesaba de mortificarme con pensamientos del mal hijo, del mal marido, del mal padre, del mal amigo en que me había convertido. A la manera de un muro contenedor, algo dentro de mí se encargaba de ponerle coto a mis emociones, impidiéndome llorar, desahogarme como lo deseaba. Por eso volví a beber. Por esa razón también, comencé a tomar tranquilizantes. Una de esas noches en que miraba la televisión sin verla, tirado en el sofá del living de casa con un vaso de whisky en la mano, sonó mi teléfono celular.
- Ro, vida, ¿qué hacés, cómo estás? – me saludó una efusiva voz, aturdiéndome.
- Marian, hola.
- Uy, me parece a mí, ¿o llamo en mal momento?
- No hay problema, ¿cómo te fue?
- Maso, Brasil puede ser divino como una cagada... nos agarró la temporada de lluvias, así que imaginate, decí que el hotel era un sueño, que si no...
- Mm, qué garrón. – comenté sin interés.
- Sí, total... pero bueno, estábamos ahí, ¿no? Así que como playa no se podía, comimos como cerdos, viste lo que son los desayunos de allá, no sabía qué no comer... Resultado, cinco kilos de más. Estamos todos a dieta estricta ahora... – rió sin contagiarme. - Contame, ¿cómo lo estás llevando, corazón? – preguntó con dulzura.
- Como puedo... o mejor dicho, como no puedo. – tragué forzadamente. – Mal.
- Bueno, Rodri, bombón, pero pensá que tu papi vivió su vida después de todo, formó una familia, ¡qué sé yo!... La hora de mierda esa nos llega a todos tarde o temprano.
- No me refería a eso, exactamente, Mariana, pero te agradezco las palabras. – dije con sequedad.
- ¿Ah, no? ¿Y qué te pasa entonces?
- ¿Qué, Dardo no te contó?
Se hizo un silencio que tomé como una negativa de su parte.
- Conoció a alguien, un tipo, un tal Claudio... lo sabés... – sugerí.
Un resoplido metálico golpeó mis tímpanos. Mariana carraspeó titubeante, o eso me pareció.
- Ah, Claudio, cierto... yo, no... no me... qué boluda, es que tengo tantas cosas en la cabeza, el viaje ¿viste?, no me acordaba...
- No te acordabas... ¿No era que Dardo me quería mucho y me esperaba, según me dijiste? – inquirí con disgusto.
- Sí, bueno, pero...
- ¿Para qué me ilusionaste, Marian? ¿Por qué me dijiste todas esas cosas lindas, para qué me diste las fotos si era todo mentira? Vos no te das una idea de lo que yo siento, de todo lo que estoy pasando... nadie lo sabe. – luché por que la voz no se me quebrara. - ... Y él parece que menos que nadie.
- Rodri, pará, yo... él... vos no entendés...
- Si, tenés razón, yo no entiendo un carajo de nada, por eso me va como me va. Chau, Mariana. – espeté, y corté la comunicación.
El teléfono sonó con insistencia segundos después, pero no lo atendí. Al cabo de unos pocos minutos sonó mi celular. Tampoco contesté la llamada. Apuré el contenido de mi vaso de whisky y me fui a dormir.
No contesté ninguna comunicación, no leí los correos electrónicos ni los mensajes de texto con los que Mariana me bombardeó los días siguientes. Debía sepultar lo que estaba velando, así que lo mejor era cortar de cuajo con todo aquello que me hiciera pensar en Dardo, y volver a lo mío, a la vida que me pertenecía y sobre la que podía tener algún control.
Pocos días más tarde me encontraba conduciendo en dirección sureste, hacia Valeria del Mar, en la provincia de Buenos Aires. El viaje, en un día de sol inmenso y cielo azul, a través de sembradíos y campos salpicados de vacas pastando me relajó y me distrajo mucho más de lo que imaginaba. Hasta canturreé algunos de los temas que el estéreo del auto reproducía melodiosamente. Pude encontrar casi de inmediato la casa que Cecilia había alquilado por la temporada a un precio irrisorio, cuando llegué a media tarde. Era una construcción pequeña, modesta comparada con las dimensiones de las casas vecinas, pintada de un celeste pálido, de techo acanalado gris oscuro, chimenea y veleta. No había rastros de ella ni de los chicos. Estarían en la playa como me había prevenido. Cambié mis zapatillas por cómodas ojotas, mi sudada remera por una musculosa y me encaminé hacia el mar. La sombrilla verde fluorescente se recortaba claramente entre el enjambre de gente, carpas, toldos y otras sombrillas. “Es perfecta para que los chicos no la pierdan de vista en la playa”, había dicho Cecilia antes de comprarla. Y, como es habitual, su mente extremadamente metódica y especulativa, había tenido razón, aunque el color me provocase náuseas. Ella leía a la sombra, boca abajo en su bikini negra. Caí pesadamente a su lado.
- ¿Qué tal? – la saludé.
- Hola, llegaste rápido. – dijo, besando fugazmente mi mejilla.
- Sí, estuvo tranquilísima la ruta... ¿los chicos? – No necesité respuesta, jugaban a los gritos con Martín y sus hijos en sus trajes de baño de marca a pocos metros de nosotros. - ¿Pía no vino?
- N-no... bah, sí, vino, pero tuvo que volver a Buenos Aires hace unos días... con tío Enrique. Asuntos de su trabajo, y la madre no andaba bien... – contestó turbada.
- Me imagino. – repuse ásperamente. Arrojé lejos mi musculosa y fui a buscar a mis hijos. Entre chillidos y abrazos de bienvenida, saludé a Martín con apatía, sin estrechar su mano. Propuse una carrera hasta el mar, que mis hijos y mis sobrinos políticos aceptaron de buena gana, corriendo más rápido que yo. Dejé a Martín atrás, perplejo, siguiéndome con la mirada. El contacto con la frescura del agua, el viento tibio acariciándome la piel, la alegría contagiosa de los chicos jugando con las olas, como una súbita bocanada del alivio que buscaba, me provocaron una inmensa felicidad. Con lágrimas en los ojos, mientras lanzaba a Fran por los aires, y los demás esperaban su turno arremolinados junto a mí, caí en la cuenta de que Dardo por fin pareció cobrar la dimensión que le correspondía. La de alguien tan irreal como inverosímil. Y nuestra relación, la de algo tan demencial como imposible de encajar en mi vida heterosexual. Cecilia y Martín ya tomaban mate bajo la sombrilla verde fluorescente cuando los divisé furtivamente.
Los Pérez Cantón eran dueños del enorme chalet casa de por medio de la que Cecilia había alquilado, que también les pertenecía. Pese a que me negué con insistencia, finalmente mi mujer me convenció, por lo que algunos almuerzos y casi todas las cenas transcurrieron allí. Podía haberme negado con mayor vehemencia, o cuanto menos, haber discutido si eso era lo correcto, pero no lo hice. Nuestros respectivos hijos lo pasaban estupendo juntos, y Martín disponía de unas empleadas altamente eficientes, que en cuestión de minutos resolvían la eterna e insalvable cuestión del menú para niños y el que nos correspondía a los grandes. Sustituí, entonces, mi disconformidad por espíritu de vacaciones y me dejé llevar por el placer de no tener que ocuparme de casi nada. No quería que se enturbiara el momento tan lindo que estaban viviendo mis hijos, así que mantuve mi silencio a raya, en ese aspecto y en los muchos otros que fue generando nuestra pacífica convivencia. Los tres adultos respirábamos un clima enrarecido, artificial, que por momentos me preocupaba. Una pieza obvia, dañina de tan evidente, no encajaba en la forzada situación que compartíamos, pero nadie se atrevió a decir nada. Sin embargo, yo sabía que nuestras miradas expresaban todo lo que no nos atrevíamos a poner en palabras.



Una tarde nublada, fresca y gris me ofrecí para comprar medialunas para la merienda. Los chicos miraban hipnotizados una película de Disney en la televisión de la gigantesca sala vidriada, así que fui sólo. Cecilia se ocupó de poner leche en el fuego, Martín leía el diario sentado en un sillón junto al ventanal que daba al jardín de atrás. La puerta se abrió cuando había dado unos pocos pasos.
- Che, Ro, ¿dónde vas a comprar las croissants? – inquirió Martín a viva voz, los anteojos de leer resbalando por su nariz.
- A la panadería del centro, acá nomás. – dije.
- Las de ahí son una cagada, ¿por qué no te vas a la que está sobre la ruta a Pinamar, la que te indiqué el otro día, te acordás?
- Bueno, pero tengo que sacar el auto... – insinué sin ganas.
- Llevate el mío, tomá. – dijo, lanzándome las llaves de su BMW, estacionado frente a la entrada de la casona.
A pesar de que apenas estábamos pisando el final de enero, las calles que atravesé se veían desiertas. El mal tiempo sin duda alejaba a la gente de los espacios abiertos, más cuando habíamos tenido una seguidilla de días hermosos. El andar del lujoso sedán alemán un arrullo, pronto encontré la dichosa panadería de las croissants favoritas de Martincito. Afortunadamente estaba vacía, así que en cuestión de segundos salí de allí con una gran bolsa llena de medialunas calientes que olían exquisito. No deben haberse percatado de mi apresurado regreso, porque las siluetas de Cecilia y Martín recortadas a través de los grandes ventanales, siguieron gesticulando y desplazándose nerviosamente por la cocina cuando me apeé del auto. Disimuladamente rodeé la casa esquivando los montículos de hortensias y pensamientos hasta llegar a la puerta de servicio. Gritaban, pero no alcancé a escuchar exactamente qué decían. Apenas si pude captar un par de sílabas inteligibles, y algo que sonó a “decíselo”. Abrí la puerta y me encontré con sus ojos cargados de estupor.
- Listo, calentitas y todo. – anuncié sonriente. – ¿Merendamos?
Eso hicimos. Los gestos complacientes y esquivos de mi esposa y su primo taparon toda huella del altercado de momentos antes.
Llovió copiosamente al atardecer, con fuertes ráfagas de viento que arrastraron ramas y hojas de los árboles. Pero la verdadera tempestad no comenzaría sino hasta la mañana siguiente. Desperté temprano, sintiendo algo de frío. Atrapé un buzo, mi jogging y salté de la cama cuidando de no despertar a Cecilia. En el living me puse mis calcetines y mis zapatillas deportivas. Una brisa sorprendentemente tibia me envolvió cuando abrí la puerta de calle. Hacia el mar, el cielo seguía encapotado, de un tono azul violáceo. Sobre la pampa en el extremo opuesto, las nubes habían comenzado a separarse tímidamente. La playa estaba desierta, como me gusta a mí. Sonreí, complacido. Estiré brazos y piernas y luego caminé ágilmente en dirección norte. A los diez minutos comencé a trotar suavemente. Luego corrí a paso firme por otra media hora. El azul violáceo del firmamento viró a un gris lavanda, la temperatura subió agradablemente unos cuantos grados. El mar se veía invitador, con olas suaves y murmurantes. Observé en derredor mío. A lo lejos divisé una pareja paseando a dos perros, y unas gaviotas con cara de pocos amigos algo más cerca. Sin dudarlo, me quité el buzo, la camiseta, el jogging, las medias y las zapatillas y eché una carrerita que terminó con una soberbia zambullida. Me sentí un chiquillo libre y pícaro nadando en mi gastado slip blanco en el agua increíblemente cálida y suave. Cerré mis ojos mientras flotaba entre la espuma, sonriendo de placer. En un fogonazo, la imaginación me retrotrajo a la pileta de la casa del arroyo marrón, al lago verde esmeralda. Suspiré con abatimiento, di un par de brazadas y salí. Me calcé el pantalón y las zapatillas y corrí sobre la arena dura todo el camino de regreso.




Ráfagas de viento me escoltaron al caminar las cuadras que separan a la casa de la playa. Comprobé mi aspecto en el vidrio de un auto estacionado antes de entrar. Mi pelo lucía como si acabara de bajarme de una moto de alta cilindrada.
Cecilia bebía café en la cocina, recostada contra la ventana, la mirada perdida en la calle de tierra.
- Buen día. – dije alegremente, y pelé una banana.
- Buen día. – esperó unos minutos, viendo que me estaba proveyendo de lo necesario para tomar mi desayuno. Disponía todo sobre la mesa cuando añadió con solemnidad. - Rodrigo, tenemos que hablar.
La observé con alarma, tragando saliva.
- Dale, sí, hablemos. Sobre todo, siendo que ya lo hiciste con tu primito. – ironicé de golpe, engullendo un gran trozo de banana.
- No sé de qué hablás... – pasó sus dedos por el flequillo. – Por favor, no intentes desviar la atención. Las cosas entre vos y yo no están bien... los chicos ya lo notan, te habrás dado cuenta.
- En realidad no, pero si vos lo decís...
- ¿Podés parar con la ironía, por favor? Quiero que hablemos en serio.
- Con conseguir que hablemos ya te podés dar por satisfecha. – señalé, sonriendo con sarcasmo.
Apoyó la taza con violencia, gotas de café salpicaron la mesada.
- Si acá hay alguien que jamás habló ese sos vos, así que no te la des de superado conmigo, ¿estamos? Porque ese es justamente tu problema, creés que al no hablar, las cosas simplemente no pasan, no existen de verdad, porque no las nombrás y nadie más lo hace y así, vivís tu vida como si tal cosa, mientras a tus espaldas todo se desmorona. Rodrigo, yo puedo ser cualquier cosa menos tarada, ciega o sorda. Me he dado cuenta de que sí puedo ser muda, pero hasta un justo y soportable límite, el que me permite mi humanidad de mujer y mi condición de esposa y, por sobre todo, de madre. Ha ocurrido demasiado, de un tiempo a esta parte, y vos seguís haciéndote el distraído... – hizo una breve pausa para repensar. - ...el reverendo pelotudo, tapando, mintiendo, sin acusar recibo de nada, de nada en absoluto. Tu familia admirando el fantástico espectáculo de tus intrigas, de tus huidas, de tus viajes secretos, de tu temperamento que nadie entiende, de gente que aparece de la nada y se vuelve el centro de tu vida, y vos, como si nada, pretendiendo que todos creamos que seguís siendo el tipo de siempre, el papá perfecto, el que se desvive por sus hijos, el informático exitoso, cuando lo real es que te lo pasás escondiendo un mundo que te das el lujo de vivir a nuestras espaldas. Date cuenta, Rodrigo, hace rato que como marido no existís, NO EXISTIS. ¿En algún momento te pusiste a pensarlo?
- Tuve problemas, no tiene nada de malo eso. – dudé.
- ¿Problemas? Así que tuviste problemas... ¿Y a quién le contaste de tus problemas? – elevó la voz. – Porque a mí jamás me dijiste una palabra de nada, y yo sigo siendo tu mujer, TU ESPOSA, ¿sabés?
- Esto no tiene nada que ver con vos, Cecilia, en absoluto nada que ver.
- Ah, no tiene que ver conmigo... qué alivio... Decime con quién carajo tiene que ver entonces... ¿y qué carajo se supone que tengo que hacer yo? No, dejá, no me digas nada, ya sé, tengo que hacer como vos, mirar hacia otro lado, sacar mis dotes de actriz consumada y actuar que todo está perfecto, genial, que la vida me sonríe, a pesar de que hace meses, MESES, que no me prestás atención, meses que no me tratás como deberías, meses que no me tocás, Rodrigo. – la crispación había transformado su cara en un rictus intimidante.
- En eso se ve que aprendiste bien de tus primitos, que para representar papeles son bárbaros. – lancé, sin mirarla.
- No lo metas a Martín en todo esto, él no tiene nada que ver. – aulló. – Y no me lleves a lugares que no quiero ir.
- Ah, claro, Tincho, pobrecito, a él no, no lo tocamos... pero a Pía sí, ¿no? Pía sí tiene que ver en todo esto, porque ella se interpone en tus planes...
Sus ojos llameaban de ira cuando se inclinó sobre la mesa para espetarme:
- Sí, de la misma manera en que yo me interpongo en los tuyos con el maricón de tu compañerito del colegio.
Palidecí intensamente.
- ¿Qué decís? Callate, vos no sabés nada... – murmuré, la voz agarrotada.
- ¿Que no sé? Eso es lo que vos creés. Tu viejo antes de morir me contó todo, TODO, ¿me oís bien? y me parece que no necesito decirte qué fue lo que me contó, ¿o sí? – me escrutó con gesto triunfal. - ¿Querés que te diga qué fue lo que aceleró el cáncer que se lo comió vivo?
- Cecilia, callate... – rogué. – No sigas.
- No me callo nada, no pienso ser ni hacer como vos. – vociferó, con una voz que desconocía. – ¡A tu viejo lo mató ir a verte a tu cama del hospital de Neuquén para encontrarte a vos y tu amiguito tomados de la mano! Como dos... – no terminó la frase. - El te había prohibido verlo, te había advertido que no te le acercaras nunca más, pero vos te cagaste en eso de la misma manera que te cagaste en todo lo demás... Casi te matás, tus hijos casi se quedan sin padre por un tipo, un marica al que fuiste a ver al culo del mundo, ¿y qué conseguiste? Que tu viejo se muriera del disgusto, que tus hijos se desesperaran de llanto porque no tenían una sola noticia de su padre... ¡Y todo por un puto de mierda que no contento con su vida te cagó la adolescencia! – le tembló el mentón. Yo no terminaba de creer lo que estaba escuchando.
- Callate, Cecilia, te lo pido por favor...
- ¡Te digo que no me pienso callar una mierda! Cuando pienso en lo que fuiste a hacer allá con él, en la farsa ridícula que armaste para que tu hombría no se viera tocada... Me das asco, Rodrigo, mucho asco... Ruego a Dios que nuestros hijos nunca sepan nada de esto... y que tu pobre padre sepa perdonarte...
Se hizo un alto en el que ambos necesitamos recuperar el aliento.
- Mi pobre padre... – solté una risa cargada de ironía. – El obtuso de mi viejo siempre habló así, de la misma manera que lo hacés vos, ignorando de qué hablaba, sin saber una mierda de lo que me pasaba... Por eso congeniaron tanto ustedes, creyéndose siempre la autoridad indiscutible de todo lo que hacen o dicen... Y vos te atrevés a hablar de mí cuando no fuiste precisamente el ejemplo tampoco... ¿hace cuánto salís con Martín?
- ¡Te dije que no lo metas en esto! – exclamó con violencia. – Además, si fuese así como decís, si yo saliese con Martín como fantaseás, por lo menos, lo mío sería dentro de lo normal, algo que le sucede a personas NORMALES, ¿me oís bien? Varón y mujer, mujer y varón, como Dios quiso que sea.
- Qué ilusa que sos, qué ilusa... – repetí, meneando la cabeza.
- ¡Prefiero ser ilusa a ser un maricón patético, hijo de puta! – estalló.
La escruté incapaz de añadir nada más. Por mi mente desfilaron infinidad de escenas, personas, situaciones, pasadas y futuras. Lo que acabábamos de vivir no era más que el prólogo de un fin ya anunciado. Cecilia sin derramar una sola lágrima, su taza temblando entre sus manos en tanto la llevaba a su boca, la vista perdida en los charcos de barro de la calle, me escuchó decir:
- Sí, puede que tengas razón en eso.– dije con suavidad. – Y, en todo caso, quizás hasta te solucioné un problema.
Me puse de pie y me quedé así, tieso, inmóvil. Ella no se volvió para mirarme cuando añadí:
- Ojalá puedas perdonarme, algún día.
Empaqué mis cosas rogando por que no se despertaran los chicos. Lo hicieron cuando estaba cerrando mi bolso. “¿Vas a trabajar, papi?”, me preguntaron cuando les dije que regresaba a Buenos Aires. Titubeé unos segundos. “Sí, papá tiene mucho que hacer. Nos vemos pronto. Pasen unas lindas vacaciones. Los amo mucho.” Y nos confundimos en un abrazo del que me costó separarme.
El horizonte resplandecía con continuos refucilos de la tormenta que a esa altura no sabía si se alejaba o se replegaba para volver con más fuerza. La famosa conspiración cósmica, la ridícula maquinación universal de la que me sentía exclusivo protagonista había llegado a su fin. ¿Qué grado de ingenuidad me había llevado a pensar semejante estupidez, a pensar que yo me había convertido en el blanco de una confabulación de ribetes sobrenaturales, originada en una historia inconclusa, una historia que, de tan importante, de tan crucial para el cosmos, éste me había elegido para ponerle el final feliz, el que no había podido tener oportunamente? Meneé la cabeza, incrédulo ante mi inocencia. “Las conspiraciones son siempre en contra, gil, no a favor de uno”, pensé. “Hacete a la idea, boludito... Colorín colorado, esta historia – y algunas más – se han acabado.” A través de los limpiaparabrisas pude ver el cartel que indicaba las direcciones que tomaba la próxima bifurcación de la ruta. Crucé la rotonda pisando fuerte el acelerador, la vista fija en el pavimento húmedo. Los hemisferios de mi cerebro iniciaron un bombardeo tenaz. Apreté los dientes hasta que me dolió, mis dedos se crisparon alrededor del volante. Desvié violentamente mi auto hacia la banquina y frené en seco. El persistente bocinazo de un auto que pasó sacudiendo el mío me sobresaltó, recordándome la imperdonable falta que acababa de cometer. Una más en mi largo y perseverante derrotero de desaciertos. Sin detener el motor, deslicé mis dedos por entre los tirantes metálicos bajo mi asiento. Con algo de esfuerzo extraje el sobre de polietileno que hacía tiempo no tanteaba. Lo abrí con mano trémula. El papel brilloso de las fotos reflejó la escasa luz que atravesaba el denso manto de nubes. La procesión de instantáneas, nuevamente, trajo hasta mí una oleada de colores, de aromas, de sentimientos que parecieron sacudir su entumecimiento, liberados ahora de su encierro, y también, consabidas lágrimas a mis párpados. Desde los albores de mi conciencia, como oleaje irrefrenable y bullicioso, aires de sensatez cargados de disuasión trataron de fulminar el ánimo que los recuerdos lograron infundirme.
Los neumáticos chirriaron lanzando lodo en todas direcciones cuando, a corazón galopante, aceleré hacia el suroeste.

Continúa.
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