miércoles, 16 de mayo de 2007

La Mano Derecha del Diablo - Final


Childress, Texas, Julio de 1964


Un jurado conservador y tradicional debió calificar una jornada inusual. Las estrellas del certamen no tuvieron el brillo acostumbrado en un primer día de sol abrasador que deparó algunas sorpresas. Titubeante y distraído, carente de la precisión acostumbrada, "Storm" De Laureo fue levemente superado por un tenso Austin O'Keefe. La actuación más destacada estuvo en manos de aguerridos participantes de mediana categoría e intrépidos novatos que encarnaron el real espíritu vaquero exigido por un público ávido de pasión y destreza. Cada prueba y cada pasada fueron celebradas con grandes ovaciones. Esta insospechada situación generó algún recelo que no tuvo manifestación sino en comentarios por lo bajo y risas suspicaces durante la obligada reunión de esa noche en el concurrido bar Raging Bull. De Laureo compartía allí una amena partida de billar con O'Keefe y parte de su equipo, entre cervezas y risas. Austin, originario del relajado sur del estado, conseguía como nadie levantar el ánimo de Al con bromas y observaciones cargadas de la ironía más descarnada. Tanto era así, que había logrado que olvidara su mediocre desempeño del día y su enojo con Lee Morton. Sus constantes burlas hacia miembros del jurado, concursantes, peones o cualquier integrante del mundo de las competencias le daban el tono distendido a todo que Al jamás alcanzaba. O'Keefe era su único amigo dentro y fuera de los rodeos, entablar relaciones con otros hombres sin que mediara algún tipo de rivalidad o enfrentamiento jamás le había resultado sencillo.
Esperaba su tiro cuando vio a Jimbo ingresar al bar taciturno y con mirada errante, luego sentarse en uno de los taburetes de la barra sin reparar en nada de lo que lo rodeaba. Un vaquero que había estado bebiendo solitario abandonó su asiento y se le aproximó asiendo un gran vaso de cerveza. Al reconoció en él, recién en ese momento, a Jack Twist, uno de los que mejores marcas habían obtenido ese día. Jimbo giró súbitamente su cabeza hacia la mesa donde se arremolinaban Al y su grupo, pero no demostró haberlo visto. Le dedicó un breve y brutal gesto de desdén a Twist, se incorporó y caminó, altiva y sugestivamente, en su dirección. Saludó con una inclinación de cabeza y acentuando la tonada texana exclamó, con sorna:
- Apenas un par de saltos que con suerte logran aguantar y ya se creen los reyes del rodeo estos niñitos... - Todos rieron sonoramente con complicidad, mirando hacia donde aún permanecía Twist sentado.
- Niños?... Yo sólo vi tiernas niñitas hoy y algunas han venido por su leche tibia esta noche... - Bromeó a viva voz O'Keefe, y el grupo volvió a estallar en carcajadas.
- Déjenlos que vengan a mi por su lechita tibia! - Gritó Al agitando su pelvis. - Aquí tienen, sírvanse, cabrones! - Más risas, más estridentes esta vez. Jimbo festejó la ocurrencia de Al con las más audibles mientras se arqueaba y le palmeaba la espalda. - ... Beban directamente del pico, maricas... eh, bueno, calma, calma, sin prisa... que este toro enfurecido tiene suficiente para todas! - Vociferó, entre risotadas y aullidos. Chocaron sus botellas y vasos alegremente mientras continuaban con las burlas y los chistes. Las palabras de sarcasmo arreciaron cuando un dócil y atribulado Twist abandonó el bar poco después en medio de una rechifla general.
- Malo, ves lo que logras? Que las niñitas se enojen y se marchen... a que les den por el culo! - Festejó O'Keefe.
- Oh, sí, síiiii! - Gritó Jimbo, sobreactuando una penetración. - Dámelo que me gusta!
Todos rieron hasta desgañitarse, De Laureo posó su brazo sobre los hombros del ocurrente payaso de rodeo con lágrimas en los ojos y agregó;
- ...Y dame otro más, que hay lugar!
Un borroso Lee Morton con mirada desaprobadora e inquietante se encontraba frente a él. No pudo oir su gruñido, pero sí verlo girar con fastidio, golpear su sombrero contra una de las mesas y empujar con violencia las puertas que daban a la calle. La sonrisa se evaporó instantáneamente de la cara de Al, que carraspeó y apuró el resto de la cerveza.
- Ha sido un largo día muchachos, los veo luego. - Anunció repentinamente. Avanzó a paso largo por entre las mesas, y poco antes de llegar a la puerta dio media vuelta. Jimbo permanecía con su vista fija en él, con una evidente mueca de desencanto en su cara. Al abrió la boca como para decir algo, pero no supo qué, así que se limitó a saludarlo con una inclinación de su sombrero y salió del bar.

Las ráfagas comenzaron a soplar a medianoche. Desperdicios y arbustos secos rodaron por las calles ya desoladas. Un chirrido acompañaba el vaivén del cartel de la gasolinera por donde caminaba Jimbo. Aseguró su sombrero hundiéndolo más en sus sienes, se encogió de hombros y con las manos en los bolsillos apresuró la marcha. Con suerte tendría el tiempo suficiente para llegar a casa antes de que se desatara la tormenta. Decidió que con el dinero extra que le daría el final de los rodeos haría reparar la batería de su viejo Buick antes que cualquier otra cosa. Una camioneta pasó rauda a su lado casi rozándolo.
- Maldito seas, por poco no me matas, hijo de puta! - Gritó sobresaltado.
El vehículo avanzó unos pocos metros más hasta que se inclinó con violencia hacia adelante. Dos faroles rojos como ojos de un felino amenazante se encendieron. Con un rechinar de neumáticos avanzó en reversa. El corazón de Jimbo comenzó a palpitar nerviosamente. El viento debía haber apagado por completo su insulto, pensó con un estremecimiento. La camioneta frenó junto a él.
- Linda noche para dar un paseo, vaquero! A dónde ibas?
- Menudo susto me has dado... - Apenas podía hablar. - ...Storm De Laureo, maldito cabrón... - se inclinó apoyando los brazos sobre el marco de la puerta para recuperarse. Cuando se incorporó rió aliviado. - Vuelvo a casa, a dónde crees?
- Sube entonces. Me hará bien conducir un poco.
De a poco Jimbo sintió su sangre circular por todo su organismo. El aire tibio que entraba por la ventanilla era una caricia que lo serenó de inmediato. Inspiró profundamente y miró a Al, ansioso. Este sonrió sugestivamente.
- No podía dormir, sabes? Así que este viejo vaquero trepó a su buena y vieja F100 y miren lo que encontró en medio de la brisa...
- Brisa?... - rió - En esta parte de Texas no hay "brisas".
Al murmuró algo por lo bajo y con la vista fija en el camino, musitó:

- Tampoco hay en esta parte de Texas lo que sí encontramos en México, no es así, Jimboy?
Jimbo empalideció y su respiración volvió a agitarse. Todo comenzó a dar vueltas. Tragó y miró hacia un costado, empuñando la manija de la puerta. Iban a gran velocidad.
- Calma, viejo, no hay de qué preocuparse.
- Yo... - titubeó. - ... yo no...
- Hey, oye, que no tienes de qué preocuparte. - sonaba perturbadamente tranquilizador. - De verdad. Palmeó su brazo, luego apoyó su mano tibia sobre la de Jimbo que se aferraba con fuerza al asiento. - Un buen cowboy sabe mantener su boca cerrada... nunca se sabe cuándo puedes encontrarte en aprietos y necesitar ayuda también, o sí?

Jimbo asintió en silencio. La ruta ya se había adentrado en el desierto, iba a decir algo pero tenía la garganta seca y su lengua no quería moverse, sus dedos se retorcían intranquilos. Los faros alumbraron una señal de bifurcación, Al giró el volante sorpresivamente frenando apenas para introducirse en un camino rural dando tumbos.
- Es duro aguantar cuando te pasan ciertas cosas... oh, sí, señor, muy duro... pero si no hay solución... pues hay que arreglarse como se pueda! No piensas así, Jimboy?
- S... sí, - respondió con voz entrecortada - supongo que sí...
No quería pensar ni imaginar nada de lo que vendría, trataba de controlar las palpitaciones de su corazón que ya lo aturdían. Fuera del alcance de los faros los rodeaba la oscuridad más absoluta, el viento soplaba fuerte ahora haciendo que la tierra se arremolinara en formas fantasmales. Una liebre cruzó el camino velozmente y Jimbo la siguió con una mirada que exudaba una triste envidia. La camioneta se detuvo bruscamente. Al tiró de la palanca del freno de mano y apagó las luces. Tomó la mano del payaso con brusquedad y la llevó a su entrepierna. La tenue luz de una luna en cuarto creciente dibujaba sutilmente los rasgos de un alarmado Jimbo.
- Tranquilo, vaquero. - susurró Al, excitado. Hábilmente le desprendió el cinturón y desabotonó la bragueta, gratamente descubrió que también él ya casi tenía una erección. Le sonrió pícaramente y luego llevó la boca a su miembro. Jimbo insinuó retroceder, temeroso, pero Al lo arrastró hacia sí con vigor. Una placentera y húmeda succión serenó el sudor frío que recorrría su espina dorsal.
- Sígueme. - ordenó con suavidad De Laureo y salió de la camioneta. Jimbo lo siguió, titubeando y consciente de haber perdido todo control sobre los acontecimientos. La camioneta vibraba mecida por el vendabal. El silbido agudo de ráfagas intermitentes acentuó la sensación sobrenatural que le producía la escena. Trepó a la caja tomado del brazo de Al, se sobresaltó cuando las portezuelas empujadas por el viento se cerraron con un estruendo, tropezó y le cayó encima. Ambos perdieron el equilibrio y se desplomaron sobre el piso cubierto de mantas, sus sombreros rodaron.
- Wow, Jimboy, estás en llamas! - rió Al y ágilmente rodó con él, abrazándolo. De un salto se incorporó y en segundos se deshizo de su camisa, botas y pantalón. Desvistió ansiosamente al dócil Jimbo y se sentó sobre su pelvis, sus nalgas comenzaron a frotar su miembro y con ambos brazos se aferró a una barra que cruzaba una de las paredes. Consiguió así deslizarse con más ligereza, sin apoyar todo su peso mientras Jimbo lanzaba angustiosos gemidos. Se inclinó para tomarlo de la nuca, luego se echó de espaldas levantando su cadera y abriendo las piernas. A tientas ubicó el miembro de Jimbo y lo trajo hacia sí jadeando agitadamente. Descubrió que lo que había tomado como una erección a medias era en realidad su estado rígido. Se sacudió con violencia, hacia adelante y atrás, en una cópula de movimientos cortos, controlándolos con sus piernas entrelazadas. Los sollozos de Jimbo se fueron volviendo más agudos. Extrañado, Al lo atisbó justo cuando rompió en un lloriqueo infantil, teatral, que anunció su prematura eyaculación. Se separó del payaso, a disgusto, se puso de pie de un salto y en un rápido movimiento lo tomó de los hombros y lo empujó con fuerza contra la pared contraria. La cabeza de Jimbo golpeó una saliente metálica que lo hizo aullar de dolor. Lo tomó de las largas y huesudas piernas, y las abrió de par en par obligándolo a apoyarse sobre sus codos. Acercó su boca al recto y escupió abundantemente. Volvió a hacerlo para con ello humedecer su pene. Apoyó las piernas del payaso sobre sus hombros y lo penetró sin vacilar. El tenue resplandor de la luna que atravesaba el pequeño tragaluz del techo pintó reflejos de un azul violáceo sobre la expresión gimiente de su rostro. Las manos de Al rodearon el cuello de Jimbo casi sin que lo percibiera, acariciándolo débilmente. Sus dedos lo rodearon ejerciendo una creciente presión que comenzó a asfixiarlo. Abrió los ojos luchando por respirar y quedó atónito ante el aspecto desencajado y fuera de sí de De Laureo. La mano derecha de Jimbo, que había estado empuñando una herramienta para mantener el equilibrio, cobró vida repentinamente y se estrelló contra su sien. El golpe derribó a Al contra la caja metálica que se incrustó en su espalda, tajeando la piel. Gritó de dolor entre el batir de vidrio y metal. Jimbo se arrastró hacia la entrada de la camioneta tosiendo penosamente, giró el picaporte y con esfuerzo logró abrir la portezuela. Una bocanada de viento lo sofocó transformando su respiración en un jadeo angustioso. Una arcada logró liberar la obstrucción en su garganta. La bala lo atravesó en ese momento, por su lado izquierdo. Inerte, cayó de bruces destrozando su nariz y su mandíbula al estrellarse contra el polvoriento camino.
Paralizado, Al yacía recostado sobre la caja con la tapa abierta. Su mirada borrosa se posó sobre el revólver que aún humeaba en su mano. El vehículo se sacudió de lado con furia. Una de las portezuelas se cerró con un estruendo que lo hizo reaccionar, estremeciéndolo ligeramente. Se vistió con lentitud, la mente en blanco. Tomó la pala manchada con su sangre, el sombrero y la ropa de Jimbo y saltó al exterior. Arrastró el cuerpo por varios metros, mecánicamente, fuera del camino. Las ramas secas de las grandes matas abrían tajos en sus brazos, pero ni siquiera eso logró inmutarlo. Cuando la silueta de su vehículo se hizo apenas visible a la distancia hundió con fuerza la pala en la tierra reseca. Intentó cavar pero pronto desechó la idea. Colocó los calzoncillos y pantalones a Jimbo hasta la altura de la rodilla, luego las botas y dió vuelta el cuerpo. Le separó las piernas abriendo con fuerza el espacio entre sus nalgas, luego cubrió su cabeza con el sombrero y arrojó lejos la camisa. Volvió sobre sus pasos y reparó en la gran mancha de sangre oscura junto a la camioneta que el polvo que volaba en todas direcciones aún no había alcanzado a tapar. Con una gran palada de tierra y piedras la hizo desaparecer por completo.
Puso en marcha el motor y se alejó a toda velocidad. Debía descansar, aún quedaban dos días para el fin de los rodeos.



Stratford, Texas, agosto de 1964


- Corre, Scaggs, ve!
El pequeño tronco dio vueltas surcando el aire y fue a dar contra los matorrales pegados a la alambrada. Un gran perro de pelaje manchado corrió tras él y se zambulló en ellos con desesperación. Regresó veloz, con gesto triunfal, el palo en su boca.
- Así se hace, chico! - Lo esperaban unos brazos bien abiertos. El empellón tiró a Mikey Neals de espaldas al suelo. Scaggs aprovechó para trepar sobre él y pasarle la húmeda lengua por todo su rostro. Lo tomó del hocico con cariño y se abrazó a él riendo.
- Buen perro... mi querido Scaggs!
Su mirada se perdió absorta en los sembradíos de brillantes girasoles que rodeaban el rancho, sin dejar de acariciarlo, mientras su mente retrocedía en el tiempo una vez más. Su expresión se volvió seria en tanto las imágenes volvían a formarse irremediablemente, transportándolo a aquel momento en que había vuelto en sí sintiendo cómo algo pegajoso y líquido surcaba su nariz, ojos y boca, garras pataleaban enloquecidas sobre la piel de su pecho y fuertes ladridos mezclados con un llanto angustioso trepanaban sus castigadas sienes. Sus ojos se habían abierto desconcertados y se habían encontrado con un gran hocico negro y afilados dientes que rodeaban una larga lengua. Imaginando un coyote, había gritado espantado, a tiempo para ver que un perro huía gimiendo lastimosamente. Se había incorporado mirando en derredor, alarmado y cegado por el naciente sol. Una punzada había atravesado su cabeza como un estilete clavado con precisión. Al llevar las manos a la frente sus dedos habían tanteado la piel abierta, la humedad de su propia sangre. Controlando el horror, había logrado ponerse de pie tomándose de las salientes de la roca sobre la que yacía pero las náuseas lo habían doblado, obligándolo a vomitar. Entonces allí había recordado. El bar, el motel mugroso, De Laureo, él sometiéndolo. Una nueva sensación de náuseas lo había invadido, y su estómago pudo liberarse finalmente. Rasgando una manga de su camisa y rodeando con ella su cabeza había atado un fuerte nudo, caminado vacilante tomándose de la pared de roca, consiguiendo andar a duras penas. Al pasar más allá de una gran mata espinosa el perro esperaba tímidamente batiendo su cola. Se había acercado a él tambaleando, le había palmeado el lomo con ternura sincera y éste le había ladrado amistosamente, invitándolo a que lo siguiera. Así lo hizo, caminando casi sin separarse de su lado hasta llegar a la carretera.
Mikey jamás llegó a sospechar siquiera que ese mismo perro al que luego llamó Scaggs había actuado guiado por un peculiar instinto protector aquella noche, alertando al encargado del motel primero y siguiendo el rastro de la camioneta hasta ese sitio donde había sido abandonado después, en medio del desierto pedregoso.
Los recuerdos se desvanecieron tan repentinamente como aparecieron. Tragó y suspiró con un dejo amargo. El campo de girasoles frente a sus ojos emitía tentadores destellos. El efecto lo hizo sonreir ampliamente meneando la cabeza. Decidió que un pequeño paseo antes de la cena no estaría nada mal.
- Enseguida vengo, mamá! - anunció. La voz de su madre, cálida y lejana, le pidió que no se tardara demasiado.
- Vamos, amigo! - gritó, y echó a correr. Scaggs salió tras él ladrando alegremente.