lunes, 29 de diciembre de 2008

Nieve - Final




El lunes trajo consigo una nube ventosa del tamaño del condado. Las puertas se estremecieron, las ventanas golpearon, los sombreros echaron a volar. La violencia de las ráfagas obligó a entrecerrar los ojos, a sujetar las faldas. El calor que todavía se resistía a abandonar la región arremolinó el aire con embudos que nacían de la nada. En Signal y poblaciones aledañas desperdicios de toda clase y matas secas rodaron por doquier. En los ranchos la hierba se meció, los tablones de graneros y cobertizos crujieron como truenos, las copas de los arboles sisearon incesantemente. Rafael Sheeler, Conroy y Harlow estuvieron en sus puestos desde mucho antes de que los rayos de sol atravesaran trabajosamente el manto de nubes. Rafael casi no había dormido pensando con qué cara entraría al comedor de los Flynn esa mañana. Decidió que lo saltearía no bien despertó, pero pronto se dio cuenta de que tenía un hambre feroz. A pesar de la excitación que lo dominaba, entró al rancho con paso firme, empujado por el viento. La puerta sonó como un cañonazo al cerrarse. Maldijo su torpeza. Saludó sin mirar a nadie. Salvo las niñas, ninguno lo correspondió. La mirada de los Flynn llegaba a doler en la nuca. El señor Flynn, escupiendo granos de maíz en todas direcciones, le dio el parte para las faenas de ese día. El cuenco para los cereales y su taza estaban en el lugar correspondiente, pero Joshua no dio señales de vida que quebraran la mudez del desayuno. Ni una palabra se dijo acerca de por qué no estaba allí. Rafael partió hacia campo abierto con la cabeza dándole vueltas. Conroy lo acompañó toda esa mañana y gran parte de la tarde también. El hombre se mostró afable y voluntarioso en extremo. Le explicó muchas cosas, hablándole sin el característico tono seco y cortante de los habitantes del estado. Por el contrario, sonreía sin ocultar la falta de su diente frontal cada vez que terminaba de explicar algo, como satisfecho. Rafael escuchó complacido. Le caía bien Conroy. Pero no se le escapaba que éste lo estudiaba cada vez que podía. En numerosas oportunidades durante ese día lo pescó espiándolo por el rabillo del ojo. Conroy no parecía incomodarse. Por el contrario, le guiñaba un ojo o levantaba su pulgar. Soy un simple empleado y él debe reportarse al viejo Flynn después de todo, se repitió para alejar los lúgubres pensamientos que lo asolaron constantemente. A media tarde compartieron un almuerzo frugal bajo la sombra de un bosquecillo de cipreses. Rafael comió descorazonado. Había tenido la ligera esperanza de que Joshua aparecería con su vianda.


En el rancho, Madge Flynn iba y venía afligida. No le gustaba nada lo que estaba pasando. Después de dejar a las niñas en la escuela visitó al doctor Mac Gowan. Joshua palideció cuando vio entrar a su madre escoltada por el médico en su habitación. El doctor Mac Gowan introdujo una generosa cucharada de jarabe dentro de su boca temblorosa luego de extraer el termómetro. Con sus ojos saltones atravesándolo detrás de unas gruesas gafas, le aconsejó que descansara un par de días y que se alimentara bien. A su madre la tranquilizó diciéndole que no era más que una flojera pasajera, típica de los jóvenes de la época, mientras descendían por las escaleras.
El viento no dejó de soplar desde el sur. Llegaba a ahogar al respirar en esa dirección. Harlow, montado en su caballo manchado, dio la señal que Rafael ansiaba. Sus ademanes agitados les indicaron que era hora de regresar. Cabalgó junto a Conroy suavemente, cuidando del ganado desde la retaguardia cuando Harlow se les unió al frente del convoy. Éste no dejó de dirigirles miradas fugaces durante todo el camino. Los perros ayudaron desde todos los flancos ladrando sin cesar. Rafael se apuró a desmontar los caballos y llevar los perros al establo. Los alimentó como pudo mientras los dos hombres se ocupaban de volver el ganado a su corral. Se acicaló a toda velocidad mientras desde dos ventanas diferentes, las cortinas se descorrían sucesivamente. Ingresó a la casa cuando la señora Flynn salía de la cocina con una bandeja donde un plato humeaba en espirales. El retumbo de sus pasos subiendo la escalera le confirmó a dónde se dirigía.
- ¿Joshua se encuentra bien?
- Está enfermo. – pronunciaron cadenciosamente las niñas con ojos cómplices.
- Tienen dos segundos y ni uno más para terminar todo lo que hay en su plato. – amenazó el señor Flynn. – Y en cuanto a ti, limítate a hacer bien tu trabajo. Eso es lo único que debe importarte, ¿está claro?
Rafael inclinó lentamente la cabeza.
- Maldito viento. Maldito calor. - gruñó Stanley Flynn. – Maldita vida. – musitó para sí mismo.
El viento había amainado cuando Rafael se encaminó a su camastro en el granero. El aire se sentía fresco, las estrellas centelleaban muy por encima de su sombrero. Pero él estaba demasiado cansado como para darse cuenta. Se quitó la camisa, las botas y los pantalones y se desplomó sobre el catre. Era de madrugada cuando sus párpados se separaron. Tras un instante de desconcierto, pudo distinguir a Joshua acuclillado junto a una pila de fardos. Sus manos entrelazadas como un capullo, se mecía nerviosamente, murmurando algo como un rezo. Rafael se incorporó y caminó hacia él. El muchacho lloraba. Estaba descalzo, vestido con una camiseta y el pantalón de un pijama. No pareció alterarse por la cercanía de Rafael. Aunque dejó de mecerse continuó murmurando lastimosamente. Rafael no logró comprender lo que decía. Acarició su pelo desordenado, y cuando estuvo seguro de que Joshua no se resistiría esta vez, lo tomó de una mano y lo condujo lentamente hasta el camastro. Rafael se echó primero. Joshua se recostó encima suyo, dócilmente. Se miraron fijamente, sin decirse nada. Sus brazos rodearon el cuello de Rafael. Su boca se apoyó sobre su oído. Perdóname, perdóname por favor, repitió en susurros casi imperceptibles. Aferrados el uno al otro, así permanecieron hasta que Rafael adivinó que pronto comenzaría a clarear. Sólo en ese momento fue que sus labios se unieron. Luego Joshua desapareció tras el portón. La hierba se abrió a medida que sus pasos trazaron la diagonal que une el granero con el rancho. La escena se repitió durante tres noches consecutivas. Rafael no hizo otra cosa que vivir esos días esperando ese momento. Joshua, en la soledad de su cuarto, fingiendo la indisposición que había diagnosticado el doctor, hizo lo mismo. Cuando el reloj daba la una, se deslizaba hasta la ventana abierta de par en par, cuidando de no pisar ninguno de los tablones que suelen crujir bajo su peso. Sentado sobre el alero de pizarra gris, se arrastraba muy sigilosamente hasta dar con una de las columnas que sostienen la galería. Sólo una vez, la segunda de las noches, debió reprimir un grito cuando un clavo se enganchó en uno de los dedos de su pie. Aunque cojeó el corto trayecto que separa el rancho del granero, no reparó en la herida hasta que Rafael advirtió el profundo tajo del que manaba un reguero de sangre. Con un jirón de tela de una de sus dos únicas camisetas envolvió amorosamente el pie de Joshua y detuvo la hemorragia. Los dos consideraron sus encuentros un regalo, un milagro del que no se atrevieron a hablar, a hacer la menor mención. La intensidad en los gestos, la cercanía de las miradas al acariciarse tomaron el lugar de las palabras que jamás pronunciaron. El silencio del granero con su aroma a cuero, heno y bosta seca los acogió tanto como el cielo estrellado y la brisa serena afuera. Durante tres tibias noches.



En Wyoming nadie confía demasiado en los reportes meteorológicos. El clima puede cambiar tan súbitamente que puede echar por tierra cualquier cálculo, mas aun en pleno otoño. Era la noche del día de Acción de Gracias cuando una enorme masa de aire polar avanzó desde el norte de Canadá como un cerco envolviendo el ganado insurrecto. La temperatura descendió abruptamente. Nubes gélidas acabaron con las ingenuas pretensiones tropicales de la región sin piedad alguna. Rafael y Joshua se prodigaban su amor por primera vez bajo una frazada gruesa y sucia. Lo hacían, con el mismo silencio cómplice que habían mantenido en cada uno de sus encuentros. Con el mismo silencio con que Rafael soportaba cada jornada de dura faena. El mismo de Joshua, en cada fuga del rancho, en cada regreso a hurtadillas antes del amanecer. Con ese mismo inquebrantable silencio que era un pacto jamás firmado, los copos de nieve comenzaron a caer, como una lluvia perlada que pronto cubrió todo de blanco. Indiferentes, sin poder detenerse, los muchachos continuaron amándose, ajenos a caprichos naturales, a veleidades humanas. Fue Rafael, nuevamente, quien, mirando por encima del hombro de Joshua, advirtió lo que sucedía. La nevada se detuvo poco antes de que terminara de vestirse con su camiseta y su pantalón pijama. Ambos temblaban de frío cuando se despidieron con un beso del que no querían separarse. Joshua anduvo el camino hasta el rancho con las botas de Rafael en sus pies. Ya vería cómo se las arreglaría para devolvérselas. Nada le importaba demasiado ahora que sabía lo que deseaba. Nada le importaría tampoco de ahora en adelante.


La señora Flynn despertó antes que de costumbre. La casa se sentía de hielo. Metió sus pies en sus pantuflas y manoteó el grueso batón que colgaba de un gancho detrás de la puerta de su alcoba. Abrió el armario de la habitación de los niños y extrajo dos gruesas mantas con las que cubrió a las niñas y al bebé. Bajó pesadamente las escaleras y corrió a encender los leños que mantenía siempre junto al hogar. El sol se las arregló para perforar los débiles resquicios que dejaban las nubes cuando puso agua a hervir. Fue cuando oteó a través de la cortina que las vio. Las huellas, pequeños hoyos salpicados sobre el manto de nieve, dibujaban una línea casi perfecta que unía el granero con la ventana de la habitación de su hijo. Harlow no le había mentido. Ni siquiera había exagerado, comentando como al pasar, “Joshua debe haber llegado justo a tiempo para el servicio el domingo”. “¿Qué diablos dices? Josh no asistió a la iglesia porque estaba enfermo”, le había espetado ella. “Pues entonces Conroy está más ciego de lo que yo creía”, había agregado él, sin más. Madge Flynn no había necesitado indagar. Su sexto sentido jamás le había fallado, y no lo había hecho tampoco en esta ocasión. Todos conocían su don. No por nada a ella acudían tantas mujeres desesperadas por algún consejo o una palabra que tranquilizara su angustia. Ella se las daba, gustosa. Era nada a cambio de toda la información que adoraba recibir. Y seguramente era como ella lo sentía, seguramente tenía la capacidad de ver más allá. Un poco más allá, y tan sólo algunas cosas. Conroy, un tipo no muy aficionado a la discreción, se había guardado sin embargo de mencionarle a Harlow que había visto al joven Sheeler en la orilla del arroyo sólo vestido con su sombrero negro. No sabía bien por qué lo había hecho. Le había parecido un dato jugoso, que daría tela para cortar por mucho tiempo. Además, distraería a las alimañas del pueblo. Pero le agradaba el muchacho, simplemente. Quizás demasiado, pero eso es algo de lo que no debe hablarse. Ni pensarse siquiera, ¿qué hubiese dicho Harl? La mujer no dudó. Tomó una de las carabinas que se agolpan contra la pared del recibidor. Descorrió el cerrojo, penetró en la intemperie. El frío la golpeó como un puño certero. La nieve se había vuelto una masa compacta y dura. Con andar decidido e intimidante enfiló hacia el granero cuyo rojo ajado parecía atraerla como la carne a un oso famélico. La escarcha crujió bajo sus pantuflas. No había completado ni la mitad del trecho cuando resbaló violentamente. En su pesada caída su dedo índice se trabó con el gatillo. El disparo, como un latigazo, pareció retumbar hasta el cordón de montañas gris violáceo. Rafael despertó aturdido y muerto de frío. Se incorporó de un salto y se abrigó con su chaqueta. El caño de la carabina asomaba por el recodo del granero cuando sus pies descalzos pisaron el hielo. Oyó el estampido pero no sintió la bala penetrar su piel, calar sus tejidos. Sus ojos sí leyeron los labios de la señora Flynn gritándole cerdo depravado, maldito demonio, antes de caer. Stanley Flynn y las pequeñas Megan y Sue Ann vieron todo a través de las ventanas de sus cuartos. Como una sombra, trastabillando repetidas veces, Josh avanzó desesperado a través de la nieve aplastando las marcas que había dejado apenas unas horas antes. El frío quemaba, pero él sólo era capaz de sentir con el corazón. Y el corazón no conoce de estaciones ni climas. Cuando dobló para alcanzar la entrada del granero, su madre se le apareció de espaldas, la carabina aun en sus manos. Inmóvil, Rafael yacía unos pasos más allá, sobre la nieve congelada, rodeado de un charco de sangre oscura. Los labios de la mujer temblaban de indignación en tanto su cabello se desprendía en mechones que agitaba un viento repentino. Josh no la miró siquiera. Se abalanzó sobre el muchacho para sostenerle la cabeza, y por primera vez dijo su nombre. Lo repitió hasta que lo aulló suplicándole que no se fuera. Sus lágrimas se mezclaron con el brillo acerado del sereno rostro de Rafael, y se quedaron allí, convertidas en pequeños cristales.
Conroy se apeaba de la camioneta cuando creyó ver a Josh cargando un saco. El muchacho tambaleaba y lloraba, abriéndose paso en la nieve dura. Cuando se acercó lo suficiente descubrió que tenía la camiseta y el pantalón pijama empapado en sangre. Y que el saco era el muchacho Sheeler. Harlow los abordó cuando ya estaban en la cabina y Conroy giraba la llave del encendido. Ninguno de ellos reparó en su patrón, que caminaba lentamente, cuidando de no resbalar, en dirección a su mujer. Harlow iba a preguntarles a dónde creían que iban, pero no tuvo tiempo. Los neumáticos envueltos en cadenas crepitaron sobre la nieve, la camioneta corcoveó levemente y pronto se perdió en el sendero que conduce a la interestatal. El lloriqueo del bebé disuadió finalmente a Sue Ann. Megan permaneció con la nariz pegada al vidrio de la ventana doble un momento más. Sonrió cuando comenzó a nevar copiosamente. Tendrían, cuanto menos, una Navidad blanca.
Alrededor de cinco años más tarde, para la misma fecha, Conroy bebía una cerveza en el Wandering Horse. Moe Stubbs, el cartero, le había alcanzado una tarjeta postal, la última entrega de su recorrida. Había mirado la caligrafía en el frente del sobre con extrañeza. Había sonreido luego, al leer el remitente. Rasgó el papel con prisa. Unas palmeras decoradas con luces festivas se recortaban contra el cielo dorado de California. Y atrás de la imagen, ahí estaban, las líneas con la noticia que, ahora caía en la cuenta, había esperado todo este tiempo. Él no lo había olvidado, como sí lo habían hecho finalmente los chismosos del pueblo. Sacó la postal del bolsillo de su camisa y le echó una mirada una vez más. Suspiró. Hay quienes, al final, llegan a cumplir sus sueños. Eso hay que celebrarlo, pensó. Siempre. Ordenó otra cerveza. Harl no tardaría en unírsele.

FIN
Imágenes: www.sxc.hu

lunes, 22 de diciembre de 2008

Llega Navidad...

...una vez más. Y por esta parte del mundo no solemos ser originales en nuestros comentarios, referidos en su mayoría a la velocidad con la que se escurre el tiempo. A lo rápido que pasa todo. Cuando abrí la caja en la que guardo mi árbol de Navidad tuve la misma extraña sensación de cada año. Me pareció que no había transcurrido el tiempo que marca el calendario. Y sin embargo, miraba hacia atrás y sí había un camino recorrido durante doce intensos meses. Camino que fue bien diferente a los anteriores. Celebrado la mayoría de las veces, lamentado algunas otras. Pero bueno, así es la vida.
Y llega Navidad y con ella a la mayoría se nos abre un cofre que guarda un sinfín de emociones encontradas. La tradición de alguna manera nos obliga a empaparnos de rojo, verde, dorado o plata, a decorar nuestras guaridas de manera festiva, instalando algún Papá Noel sonriente, un muñeco de nieve con nariz de zanahoria, un moño rojo, alguna campanita que tintinea alegremente al llevárnosla por delante. Excepcionalmente, algún pesebre que nos recuerda qué evocamos por estos días.



Personalmente, amo la celebración de la Navidad. Me encanta ver shoppings, vidrieras, calles, ventanas, balcones, ambientadas con guirnaldas, pinos y lucecitas de colores. Lo confieso, me encanta. Si fuese alcalde de mi ciudad, exigiría vestirse de rojo y blanco, o de duende, o de reno. Y si fuese Dios, crearía a Papá Noel y haría nevar durante la Nochebuena. En eso, el imperialismo sí pudo conmigo. Lo arrastro desde mi infancia. No hay año en que no caiga en las garras del consumo febril de este tiempo y regrese a casa con mi bolsa portando adornos nuevos. Contento como si el mundo fuese hermoso e idílico como las imagenes que abundan en esta época. Sé bien de la amenaza del Mal desde todos los flancos. Por eso me aferro a este aspecto que comparto poco o casi nada. Un refugio más. O, visto desde otro ángulo, quizá también, una alternativa.
Por todo esto, porque es Navidad, es que quiero hacerles llegar la alegría de estas fechas con mis bendiciones y mis mejores deseos.
Abramos el corazón a la bondad, al respeto, al cariño.



FELIZ NAVIDAD, FELIZ 2009 PARA TODOS
Imagenes: archivo personal

lunes, 24 de noviembre de 2008

Nieve - V


El calor que brotaba a través de las rendijas se mezcló con el aire rancio del granero. Llegó hasta las fosas de Rafael Sheeler con una exhalación del viento que arremolinaba briznas de paja y tierra afuera. Se revolvió con pereza, estiró brazos y piernas con un largo quejido. Creyó escuchar los acordes desafinados de una armónica hasta que dejó de acomodarse y quedó boca abajo. El armazón del camastro no rechinó más, reinó el tórrido silencio nuevamente. La atmósfera viciada de la noche reciente emergió de entre los pliegues de la ropa que no se había sacado antes de desplomarse. Una fuerte presión a la altura de su entrepierna lo obligó a voltear una vez más. Tenía deseos de orinar pero la erección no se lo permitiría. A pesar del ensueño matinal, reparó en el tiempo que llevaba sin tener sexo. No era que hubiese tenido mucho en su vida, a decir verdad. Y cuando lo había conseguido, no había sido por voluntad propia. Ni con la clase de persona que soñaba. Eso ya casi ni lo deseaba. Había venido a parar al rincón menos caliente del planeta ahora. Al más hipócrita, también. Pero así funcionaban las cosas en todos los estados de la confederación. Salvo en uno, alguien le había dicho con un dejo de reprobación. O envidia, quizá. Juntaría dinero suficiente y allí se largaría alguna vez. A California, donde la gente es libre. Cuanto menos allí, si era así realmente, nadie lo miraría de mala gana. Allí no echaría de menos las miradas subrepticias que creía adivinar en muchos. Miradas que infinidad de veces lo habían metido en serios problemas. En California, si la paga al fin del otoño lo permitía, haría lo que le rondaba en la cabeza desde que tenía registro.
Recordó que había llegado a oír el motor de una camioneta cuando el sol se alzaba sobre las vigas que atraviesan el portón, y que había maldecido. También que era domingo, y los domingos tenían mucho de sagrado en esa región del estado de Wyoming. Eso le habían advertido también, como cada vez que intentaba emprender algo. Déjate de estupideces y ponte a trabajar como cualquiera, le decían siempre. Los Flynn habrían acudido al servicio en la iglesia de Signal, amontonados sobre el asiento de la cabina. Los pequeños gritando, Joshua en la caja, resoplando, podía imaginarlo. No habían tenido la delicadeza de anticipárselo, lo suponía nada más. A su regreso la señora Flynn lo miraría con desprecio por dormir hasta cansarse y no cumplir con los mandatos de Dios y a él le daría por el culo. Dios jamás lo ayudaría, por mucho servicio al que asistiera.
Su camisa apestaba, a tabaco y a sudor. Lavaría su ropa, eso haría ese día. Debía hacerlo, además, o no tendría qué ponerse. La semana que comenzaba sería de trabajo muy duro. Eso sí bien se habían encargado de hacérselo saber. También debería procurarse algo de comer. Los domingos no estaban incluidos en el trato. Pero eso sería más tarde, su estómago no se había aliviado todavía. Se preguntó cuándo aflojaría el maldito calor. Le habían insistido hasta el hartazgo que trabajaría en uno de los estados más fríos del país. Aunque ahora que lo pensaba bien, en un aspecto no le habían mentido en absoluto. La erección no aflojaba y moría en deseos de orinar. Trató de pensar en algo desagradable y cayó en la cuenta de que no conseguía quitarse a Joshua Flynn de la cabeza. Aflojó los botones de la bragueta y manoseó su miembro. Aprovecharía la calurosa soledad, no estaría mal una acabada. Repentinamente cambió de idea, se incorporó y miró en derredor. Motas de polvo flotaron enloquecidas a través de los rayos de luz. Dio un rodeo breve por entre las filas de fardos y los muros de las viejas caballerizas. Registró el suelo en busca de pisadas. Las había de todos los tamaños. Marcas de herraduras mezcladas con bosta seca también.
Afuera, junto al barril, lavó profusamente su cara, mojó su cabello. El viento sobre la piel humedecida lo reconfortó. Bien pudo ser el viento también lo que meció uno de los paños de la cortina de la cocina de los Flynn cuando dirigió la vista en esa dirección. Orinó de espaldas a la casa recién cuando se aseguró de que nada más se movía. No pudo ver que la cortina volvió a descorrerse con sigilo, había cerrado sus ojos profundamente aliviado. Mientras juntaba sus cosas, luego, dedujo que las corrientes de aire no suelen sacudir discriminadamente.
Había visto un arroyo desde lejos, cuando vigilaba los movimientos de Conroy y Harlow durante las incursiones de la semana. Decidió que allí pasaría gran parte del día, sino todo. Echó un último vistazo al rancho antes de perderlo tras las estribaciones de las colinas al norte. Una sombra se movía vacilante pero su leve miopía le impidió distinguirla. Montó durante una media hora, hasta un recodo invitador. Algunos árboles registraban ocres prematuros. Otros habían matizado de rojo sólo las hojas ocultas del sol. El rumor del agua silenciaba cualquier otro sonido. Ató su caballo al tronco de un árbol añoso. Descargó el atado con la ropa de trabajo de su montura. No se quitó los calzoncillos, la camiseta ni el sombrero al llegar a la orilla barrosa. Introdujo sus piernas hasta la mitad de sus muslos reprimiendo un temblor. El agua debía tener la temperatura de la nieve de las montañas detrás suyo. Lavó concienzudamente cada una de sus prendas, frotándolas contra las piedras. Para cuando terminó, el arroyo, aún en su caudal incesante, se sentía tibio. Paseó la vista brevemente y se desnudó aprisa, para limpiar la ropa que llevaba encima. Sus genitales lucían encogidos bajo el agua. Debía verse gracioso con su piel lechosa y su miembro del tamaño de un pepinillo bajo el amparo del sombrero negro, pensó. Dispuso las prendas separadamente, sobre las rocas planas que absorbían el sol, sujetas con piedras en los extremos. Iba a tenderse a echar una siesta cuando un crujido de ramas paralizó su corazón. Lo primero a que atinó fue a cubrir sus intimidades con el sombrero. Alguien chilló desde detrás de unos arbustos espinosos, siguió un ruido seco. Sin importarle nada, corrió en la dirección del grito. Joshua, tumbado sobre unas ramas filosas, los pantalones a la altura de las rodillas, lo escudriñaba con los ojos cargados de espanto. Sus manos temblorosas no lograron cubrir la húmeda excitación de sus genitales. Rafael respondió a sus más crudos instintos lanzándosele encima. Cubrió la boca del muchacho con la suya, restregó su pene, que pronto se desentumeció contra el de Joshua. Éste intentó liberarse en vano, mordiéndole los labios, empujándolo con sus puños, tirando de su cabello. Rodaron por el suelo, más ramas se estremecieron, las espinas se clavaron en la espalda de Rafael. Aulló de dolor, giró sobre Joshua, abrió su camisa y hundió sus labios en su cuello. Éste pataleaba y jadeaba como un cordero a punto de ser carneado. Insultaba con palabras que Rafael jamás había escuchado. Sus uñas se hundieron en los costados de Rafael, rasgando la piel herida por las espinas. Los dedos de la mano de aquel se unieron con firmeza y fueron a dar contra la mejilla de Joshua con un estruendo. Los forcejeos del joven se aquietaron. El arroyo con su canto pareció acompañar el encuentro de sus miradas. La de uno, firme, anhelante. La del otro, a punto de romper en llanto que no era de tristeza ni dolor. El aire que a horcajadas emanaba de los pulmones de Joshua llegó a los labios de Rafael con una caricia suave. Dedos sudorosos se deslizaron hasta clavarse con fuerza en sus mejillas enrojecidas. El escupitajo dio justo en el entrecejo de Rafael. Se lo quitó y en lugar de arrojarlo lejos, lo sostuvo en la palma de su mano. Joshua sonrió con sorna, un hilo de sangre caía de sus encías. Rafael salivó con rudeza sobre sus dedos que fueron a dar entre las nalgas del muchacho. Éste gimió y se retorció como un venado en el último soplo de vida. Pataleó cada vez más fuerte, Rafael jamás imaginó que lo hacía para librarse del amarre de sus botas y pantalones. Lo consiguió a medias, no importaba ya. Rafael había logrado inmovilizarlo. Abrió sus piernas, las levantó, cerró sus ojos. Maldito marica, murmuró con resignación. Apretó sus dientes cuando el otro ya suspiraba con clamores que parecían agitar la hierba y todo el bosque. Una llamarada, así la sintió, fue la exacta mezcla de padecimiento y goce. No hubo que imaginar ni otear nada esta vez. Tampoco necesitó de sí mismo para descargarse. No se sintió un cochino ni un demonio, como su madre suele repetir haciendo referencia a las Sagradas Escrituras. Por el contrario, antes de que sus párpados cayeran creyó ver dibujada un ave con sus alas desplegadas en los contornos de una nube pasajera.

Los rayos del sol caían inclinados y tibios cuando Rafael parpadeó y volvió a la vida. Conroy arreaba un par de vacas revoltosas cuando vio a Joshua montar su caballo como flecha a través de la pradera que surge del arroyo. Levantó su mano pero el joven jamás le correspondió. Decidió retrasar un momento el regreso a su puesto en el faldeo movido por su acostumbrada curiosidad. Lo intrigó la prisa que llevaba el hijo de su patrón. Donde fuera que había estado antes, ya era demasiado tarde para llegar al servicio en Signal. Su caballo trajinó hasta trepar un promontorio que forman las rocas apiladas en torno al arroyo. Inclinaba el ala de su sombrero para evitar el resplandor cuando divisó a Sheeler levantando ropa del suelo, vestido sólo con su viejo sombrero negro con una pluma de águila clavada en uno de sus costados.
Continúa.
Fotos: archivo personal

lunes, 20 de octubre de 2008

Nieve - IV



- ¡Carajo, eres tú!
- ¿Quién creías? – murmuró Joshua Flynn, saltando fuera de la camioneta con desgano. - ¿Tienes un cigarro?
Rafael le pasó uno que sacó del bolsillo de su camisa y lo encendió sin que se lo pidiera. Fumó hondamente y al cabo lanzó una gran bocanada de humo sobre su nariz. Dio media vuelta y caminó arrastrando la suela de sus botas café dejando una estela blanca tras de sí. Unas muchachas de pantaloncitos cortos y rasgados entraban al bar en el preciso instante en que Joshua se disponía a hacer lo mismo. Les sonrió casi triunfalmente y se les adelantó para abrir la puerta. Ellas sonrieron con mohines cómplices al hablarle. Dirigió una mirada de desdén a Rafael que observaba la escena parado junto a la camioneta y, sin más, cruzó la calle y se perdió dentro del local de la acera opuesta, el Heaven and Hell. Rafael dudó un instante de desaliento. Pateó lejos una piedra y finalmente caminó resuelto. La atmósfera dentro del Wandering Horse estaba densamente viciada. El calor del exterior era mucho más pesado allí dentro, una espesa humareda flotaba en el aire. Qué diablos, pensó. Dio vuelta rápidamente y atravesó la calle. Había una pequeña multitud a la puerta del Heaven and Hell. Algo le hizo pensar que quizá el lugar había abierto hacía poco. El interior del bar corrigió sus sensaciones. Hacía tanto o más calor que en el Wandering Horse, pero al parecer, allí la gente no fumaba. O fumaba menos. Un ventilador de grandes aspas hacía su trabajo apenas removiendo el batido en el pelo de unas mujerotas que bebían con un grupo de vaqueros de barbas crecidas. El gentío fumaba, charloteaba y cuando reía lo hacía casi a los gritos. Una banda al fondo, sobre un escenario improvisado, desgranaba notas y acordes interpretando Old Texas ranch. Algunas parejas bailaban ajenas al resto, hombres con el sombrero puesto se apretujaban junto a las mesas de billar bebiendo del pico de sus botellas. Las meseras iban y venían acarreando bandejas llenas, el disgusto o el hartazgo impresos en sus rostros. Casi todo el mundo era mucho mayor que él. El cuadro representaba lo que Rafael Sheeler detestaba, pero no había mucho para elegir. No en ese pueblo perdido de Wyoming que es Signal, al menos. Decidió que no bebería esa noche si quería conducir de regreso al rancho sin problemas con la policía. Olfatean el aire, y rastrean al forastero en menos de lo que canta un gallo, le habían advertido. Se acercó a la barra y ordenó un refresco y un emparedado a una mujer de aspecto hombruno. Haciendo equilibrio, pegado a su labio inferior, se veía el extremo de un cigarrillo aplastado. No le extrañó tanto ese detalle sino el tamaño de sus pechos bajo la blusa de ribetes arremolinados. El lugar, sin lujos ni pretensiones, mantenía el estilo del Wyoming rural. La cabeza disecada de un oso pardo lanzaba miradas intimidantes desde una viga que cruzaba el bar, junto a otra, algo apolillada, de un alce de grandes astas. De todas las paredes pendían herraduras y espuelas extrañamente relucientes, y antiguas fotos en blanco y negro bajo marcos de ribete dorado. Frente a él, hileras de botellas cruzadas por el nombre del bar en neón rojo, y por detrás, un espejo que parecía una pantalla donde se reflejaba el variopinto extracto local. Algo caliente tocó su brazo repentinamente. Inclinó la cabeza para descubrir una lengua de hamburguesa asomando desde su refugio bajo dos enormes rebanadas de pan cubiertas de semillas. Un ruido seco a continuación anunció la llegada del refresco que había ordenado, a manos de un hombre de hombros anchos y mirada antipática. Rafael buscó el retorcido billete de cinco dólares que tenía dentro del pantalón mientras las conversaciones alrededor suyo orbitaban en tandas inconexas. Que este maldito calor no puede durar mucho más, que hay un foco de baja presión en el Pacífico, a eso se debe todo el desbarajuste, que no, que las hojas han retrasado su color otoñal, que no tendremos un día de Acción de Gracias como Dios manda este año por culpa del gobierno. Y alguien más allá arremetió con el alcalde y su probable postulación, justo ahora con todo el desastre de Nixon y su pandilla, y más acá otro se metía con el peinado y el atuendo poco acorde de la tal viuda de Monroe, y otro contaba que un alazán había escapado y su rastro se perdía justo al pie de las montañas. Rafael dejó de escuchar como si apagara un aparato de radio. Pagó y mordió un gran bocado de su hamburguesa. Sus ojos se nublaron en el espejo detrás de la colección de botellas. Por entre las cabezas que se movían en todas direcciones, tras la cortina de humo de los cigarrillos, Rafael divisó a Joshua riendo despreocupadamente junto a las chicas que habían entrado con él. Un par de jovencitas de trenzas se había agregado al alegre grupo. Desde donde él podía verlo sin que el muchacho lo advirtiera. Hablaba y gesticulaba abriendo grande su boca, hacía continuos ademanes, parecía disfrutar del momento. Y bebía pequeños sorbos del pico de su botella mecánicamente. Ciertamente no parecía el mismo del rancho. La gente se comporta con rareza, pensó Rafael, mientras su boca se llenaba de la dulzura gasificada de su bebida.



- ¿Sólo, vaquero? – Rafael desvió la mirada hacia la de una muchacha de pestañas como pararrayos y bucles cayéndole en cascada que le hablaba desde el borde de sus hombros.
- No. – se apresuró a contestar. – Eh... pues, sí.
- ¿Sí o no?
Rafael se limitó a fruncir el entrecejo como toda respuesta y volvió a morder un bocado de su hamburguesa. La mujer no esperó, se encogió de hombros y se marchó. Rafael la siguió por el espejo. Pertenecía a la banda de Joshua parapetada al fondo del salón. La observó decir algo a las otras chicas, todas rieron y miraron en su dirección. En otros tiempos a Rafael eso hubiese bastado para apesadumbrarlo, pero ya no. Rafael Sheeler es de esas personas a quienes se los descubre después de una segunda mirada. No es un muchacho precisamente atractivo, pero hay algo en él que obliga a repasar su aspecto. De ojos pequeños que no dejan ver el azul profundo de sus pupilas, barbilla prominente y nariz redondeada, tiene una sonrisa de dientes cuadrados y separados que, lejos de ocultar, despliega cada vez que tiene la oportunidad. Esa es, tal vez, la clave de su simpatía, o al menos lo es en su hogar en Virginia, donde goza de la casi inmediata popularidad que suele obtener entre las muchachas. Él siempre había pensado en lo irónica que suele ser la vida la mayoría de las veces. Pero ya no lo hacía. Prefería trasuntar caminos y ver qué le traía el destino, sin esperar demasiado. Pidió un refresco más para mitigar el efecto de la sobrecarga de aderezos en su hamburguesa. Hubo un ruido de cristales rotos, un par de gritos histéricos y un estrépito de muebles chocándose. Joshua, rodeado por dos grandulones de espaldas anchas, había súbitamente perdido todo signo de alegría en su semblante. Las jóvenes que lo habían estado acompañando se apretujaron contra una columna cercana. Todas salvo una, contemplaban la escena ansiosas, entusiasmadas por el efecto de lo que parecía ser algún desenlace inesperado. Uno de los hombres asestó el primero de los puñetazos en el mentón de un aturdido Josh. Éste tambaleó y fue a chocar contra la pared, de la que derribó unos cuadros con fotografías y torció otros tantos. El segundo hombre lo tomó del cuello de la camisa y descargó un segundo puñetazo en su vientre. Para ese entonces, Rafael ya cruzaba el salón abriéndose paso entre la multitud que contemplaba impávida. No le costó demasiado disuadir a los dos individuos. Maña, nunca fuerza. Esa es la clave, le había dicho alguna vez aquel peón de temporada con el que se había enredado un verano, el que había trabajado por años en California, junto a inmigrantes ilegales chinos. Ellos le habían enseñado algunas cosas, y él se las había mostrado a Rafael. Lo había obligado a aprenderlas, en realidad. Seas lo que seas, nunca dejes de comportarte como un hombre, le había insistido siempre. Con un certero puntapié empujó al primero de los dos hombres debajo de una mesa cercana. Uno de sus codos se hundió inesperadamente en el cuello del otro, su pie en los genitales y, gritando de dolor, cayó derribado a los pies del coro de muchachas. La de bucles como sogas, la que se había acercado cuando Rafael comía en la barra, lo miró candorosamente. Joshua sangraba por la nariz. Rafael lo tomó de los hombros y lo obligó a que caminara con él hasta la salida. Se paró en seco y regresó para buscar su sombrero, que había rodado por el suelo. Los ojos de quienes despejaban su paso se clavaron en los suyos con menosprecio, pero a él no le importó. Una vez afuera, se alejó a paso rápido, lo suficiente como para desalentar cualquier intento de búsqueda. Joshua acompañó su andar con una rara docilidad. Cuando hubieron ganado refugio tras un gran camión en el aparcamiento a un costado del bar, se soltó de los brazos de Rafael con rudeza.
- ¡No tenías por qué meterte, jodido peón! – bramó.
- ¿Quieres otro cigarrillo? – ofreció Rafael, encendiendo uno.
- ¡Métete tus jodidos cigarrillos en tu jodido culo!
- De acuerdo. – sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se lo pasó por los bordes de su boca ensangrentada. Josh reculó con horror, como si lo hubieran pillado en el medio de alguna actividad oculta.
- No quiero nada de ti. ¡No quiero que te me acerques, maldito peón de campo! – gritó, arrojando el pañuelo manchado al piso.
- Como tú digas. – fue todo lo que dijo Rafael. A grandes zancadas hizo sonar el taco de sus botas sobre el pavimento, encendió el motor de su camioneta y salió de allí raudamente. Por el espejo retrovisor creyó ver la tambaleante silueta de Joshua apenas iluminada por la luz de un farol pero ni asomo tuvo de volver a él. Que se arregle, pensó, no me importa que sea el hijo de mis patrones. Faltarían todavía un par de millas para llegar al rancho Flynn cuando giró en U haciendo chirriar los neumáticos. Desanduvo el camino aún más velozmente. No cruzó a ningún vehículo, no vio nada que indicara presencia humana más que la granja abandonada al borde de la ruta, hasta que por el rabillo del ojo vio pasar un bulto un poco más allá del cartel que señala el inicio de los límites de la ciudad. Frenó clavando con fuerza su pie en el pedal. Dio vuelta e iluminó la calle con las luces altas. Joshua, acurrucado sobre sí mismo, yacía a un costado del polvoriento camino. Con desconfianza levantó el ala de su sombrero y lo miró de reojo cuando se acercó.
- Levántate. Voy a llevarte al rancho. – ordenó Rafael.
- Vete a la mierda.
- ¡Dije que te levantes, maldita sea! – lo tomó de uno de los brazos y del frunce de la camisa, para incorporarlo con presteza. Las luces de la camioneta revelaron el miedo en el semblante del muchacho, los ojos gatunos, los labios levemente trémulos. Rafael habló a escasos centímetros de su boca. Pudo oler su aliento alcoholizado, sentir la pelvis del joven apoyada sobre la suya. – Y ahora te subes a la maldita camioneta sin chistar. – Joshua no dejaba de jadear, y a Rafael le pareció que el miedo en él había mutado a una emoción distinta, nueva, casi animal. Hubo una vacilación mutua, un movimiento que quiso ser, un acercamiento en falso. Un temblor, casi un cataclismo. Pronto todo se desvaneció en la pesadez del aire. Bufando, Joshua se liberó de las garras de Rafael con un gesto agresivo. Quitó una molestia ilusoria de sus labios, escupió y trepó a la camioneta cerrando la portezuela con un estruendo. Ninguno de los dos dijo nada durante el trecho hasta el rancho de los Flynn y sin embargo, los muchachos notaron que aquello que se había fundido con el aire poco antes había vuelto a colarse por las ventanillas de la camioneta y se había instalado allí como una presencia embarazosa. Uno de los dos lo entendía perfectamente, el otro no. Estremecido, pensó que no había nada que entender. Con todo, no pudo conciliar el sueño en toda la maldita noche.
Continúa.

martes, 14 de octubre de 2008

Seis cosas


Desde Colombia he recibido una invitación.
Una grata invitación, de parte de El César del Cóctel de http://cocteldecolombia.blogspot.com. Pero, voy a cumplir sólo con una parte de su simpático convite, tratando de enumerar seis cosas que me hacen bien, que me alegran el alma. No es rebeldía, aunque podría serlo, el que no obedezca a toda la propuesta. No señor. Es vagancia, nada más. Perdón, oh, César. Confesori te salutant.
Acabo de hacer un vuelo rasante por casitas amigas, y he comprobado la inocencia y la delicadeza en la reseña que cada uno ha hecho. Debí, entonces, tachar tres de la lista de seis que ya había confeccionado...
En fin, aquí va la definitiva, estas son seis, apenas seis de todo un tendal de cosas que me hacen inmensamente feliz:

- El abrazo y el beso de mis sobrinos en la vereda de la escuela.


- El café con medialunas que comparto con mi má los jueves por la tarde.


- Las caricias de mi vaquero antes de dormir.


- Dibujar y escribir.


- Los atardeceres patagónicos.


- Los comentarios llenos de afecto en ésta, mi guarida.

Y podría seguir, eh. Ya lo creo que podría, por renglones y renglones.
Pero seis es un buen número. El doble de tres, al que estoy tan ligado.
Aunque... siete no hubiese estado mal tampoco.
O doce, o veintitres quizá...
Así hubiese podido incluir comer helados, ver pelis de animación, leer, Disney, Tintín, Peanuts, las milanesas, tomar mate dulce, escuchar miles de canciones favoritas, los delfines, viajar, andar en bicicleta, las pastas, contemplar el mar, el cielo, los perros, los conejos, el recuerdo de mis abuelos, las montañas, las historias de montañas, el cine, los musicales, el esquí, los sandwichs de jamón crudo, nadar...

Imagen: archivo personal.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Nieve - III



Al canto de un gallo desde el corral vecino al granero siguió un largo mugido que cortó con la ensoñación de Rafael. El catre bajo sus espaldas crujió al rodar. Entreabrió un ojo. Aún era de noche, malditos animales. Golpes bruscos sobre el chapón del portón lo arrancaron de un mundo de impresiones descoloridas y palabras huecas.
- ¡Eh, Sheeler! ¡Prepara los caballos, el desayuno estará listo para cuando termines! – aulló la señora Flynn. Creyó oírla mascullar “holgazanes” y “del sur” cuando sus pasos se arrastraron hacia el rancho, pero no estaba seguro.
Se estiró todo lo que daba su cuerpo alargado, reprimiendo un alarido. El catre no estaba mal, pero era demasiado angosto para su contextura. Se vistió y lavó su cara restregándose bien los ojos. El aire afuera tenía resabios de la tibieza de la noche anterior. Escrutó los picos que descendían hacia el este. El horizonte parecía abrirse como fauces de una boca encendida de naranja rojizo. Caminó hacia la caballeriza con paso endeble. Se aseguró de ajustar bien cada montura, de enrollar debidamente cada lazo.Sólo las dos niñas respondieron a su saludo tímido. El señor Flynn gruñó algo por el costado de su boca mientras devoraba un plato que rebalsaba de huevos revueltos y papas. Joshua, los ojos entrecerrados, oscuras ojeras, giraba la cuchara dentro de un cuenco con leche y cereal. El pequeño dormía todavía. Un generoso tazón humeaba sobre la mesa que le correspondía a Rafael. Las niñas lo contemplaban cuando se sentó y metió una pieza de pan en su boca. Les sonrió con la dentadura llena de miga. Rieron con complicidad.
- ¡Terminen su desayuno de una vez! – gritó Madge Flynn. – No quiero más demoras, no cada bendita mañana. ¡Josh, deja de jugar con tu cereal y métetelo en la boca! Stan, apura esos huevos, y alístate.
Rafael sonrió para sí y tragó su café sin más. No serían más que unas pocas semanas allí. Conroy y Harlow llegaron en medio de una nube de polvo cuando con Joshua se encaminaban hacia la caballeriza. Su oxidada camioneta tiraba de un trailer con una decena de ovejas apretujadas. El que carecía de uno de sus dientes levantó la mano, el otro inclinó su sombrero al descender.
- Debemos esperarlos. Ve a buscar a los perros. – ordenó Josh con desgano.
El sol ya calentaba cuando los cuatro montaron sobre sus caballos. Escoltaron el rebaño hacia un prado que se extendía más al oeste del que habían estado el día anterior. La hierba de ese lado conservaba todavía la humedad de los vientos del Pacífico. Fue un día duro para Rafael Sheeler. Curó a numerosas crías, desparasitó el hocico y los genitales de otros tantos animales adultos, reparó una larga alambrada caída. Conroy y Harlow se ocuparon de las vacas, siempre a considerable distancia de los muchachos. Rafael los observaba cada vez que se juntaban a fumar y reír. Josh apenas si levantaba la mirada para otear el cielo de vez en cuando. Poco después de mediodía, cuando el sol fundía la piel, se largó sin decir nada. Regresó a media tarde con una vianda para Rafael.
- Esto es para ti. Puedes tomarte unos minutos. – concedió en un murmullo, extendiendo un pequeño paquete envuelto en papel madera. – Pero no descuides el rebaño.
“Así será, mi teniente”, pensó Rafael para sí. “Condenada familia de mandones, deberían estar todos en la maldita milicia.” Joshua debe haberlo adivinado en su expresión porque lo miró casi de soslayo, y esa fue la primera vez que tuvo la oportunidad de apreciar el manso rostro del joven. La mirada huidiza del mayor de los hijos de los Flynn tenía sin embargo, detrás de la docilidad impostada de su celeste acuoso, un dejo felino. La delicada nariz en punta coronaba los altos pómulos cubiertos de pecas, los labios rugosos y anchos. Un flequillo rubio ceniciento asomaba bajo el ala del sombrero. La nuez de Rafael se movió, nerviosa, por su cuello. Josh pareció alarmarse súbitamente por alguna razón que ninguno de los dos alcanzó a comprender. Se puso inmediatamente de pie y se perdió entre el rebaño. Rafael pudo ver que se había ruborizado furiosamente.
Esa tarde, durante la cena en el rancho, tuvo lugar una fuerte discusión. Una de las niñas lloriqueaba cuando Rafael tomó asiento frente a un plato de humeantes verduras hervidas.
- No van a decirme a mí lo que debo hacer con mis hijos. – resoplaba la señora Flynn. – Escúchame bien, Sue Ann, porque si no lo haces voy a lavar tus orejas con lejía, ¿me oyes? No quiero volver a ver salir de labios de tu padre una queja más de la maestra Stewart. Ni una sola más. ¡Megan no te rías o tendrás lo mismo!
- Pero mam... – intentó decir la niña a la que llamaban Sue Ann.
- ¡Mamá nada! No soy tu madre cuando me decepcionas de este modo. Y tu padre tampoco es papá esta noche. Y tu familia tampoco lo es. ¿Ves qué logras cuando te portas mal? ¿Lo ves? – Se interrumpió para voltear y dirigirse a Rafael que engullía un bocado. – Sheeler, en esta casa se ora a las siete en punto, ¿de acuerdo? Los Flynn somos gente de palabra y respeto, y pretendemos lo mismo. Espero no tener que repetirlo. – por detrás de los gruesos hombros de la mujer un asustado Josh lo miraba de reojo.
- No tendrá que hacerlo, señora. – musitó el muchacho, sin dejar de masticar.
Ella lo miró con ojos de “más te vale.” Al cabo añadió: - Mis hijos conocen la palabra del Señor. Y saben bien cómo espero que se comporten frente a los demás. ¿Joshua?
- Sí, mamá, así será. – tartamudeó el joven.
- ¿Stanley? – consultó la mujer.
- Ya escucharon a su madre. Todos. Una falta más y ya saben lo que les espera. – recitó el señor Flynn con voz cansina.
Rafael repitió el rito de la noche anterior. Fumó un par de cigarrillos sentado sobre un fardo frente al granero canturreando suavemente y luego se lavó con agua del barril que había estado al sol. Quitó la humedad en su piel con la toalla raída y luego se echó pesadamente sobre el catre. Estaba cansado pero le costaría dormir, el aire conservaba aún mucho del calor del día. Cerró los ojos. Se incorporó como si alguien le hubiera vaciado un cubo de agua helada, metió sus pies en las botas y casi corrió hacia el montículo de fardos de heno. La toalla se deslizó por sus piernas y cayó al suelo. Maldiciendo, volvió a cubrir su desnudez cuando oyó claramente el rumor de pasos acelerados. Una silueta se alejaba rauda cuando asomó a las puertas del granero y se perdía en las sombras del rancho. No pudo identificarla, pero no dudó de que se trataba de un hombre.
Los días, después, se sucedieron sin variantes. El señor Flynn debió permanecer en reposo víctima de una artrosis crónica que solía dejarlo inmóvil de vez en cuando. Conroy y Harlow parecieron tomar su lugar, supervisando cada pisada que daba Rafael. Josh apenas si dijo más que un par de órdenes que le dio, y uno que otro gracias a desgano cuando lo invitaba con un cigarrillo. Era sábado por la tarde cuando Rafael quitaba las espinas de las patas de un cordero y Joshua desmontó con su comida.
- ¿Qué se hace por aquí los sábados en la noche? – inquirió luego de agradecerle.
Josh lo miró con gesto esquivo en tanto apoyaba la vianda sobre un tronco.
- Pensaba tomar una cerveza, podemos ir juntos si tienes ganas. – invitó Rafael, sin sacar la vista del cordero que chillaba lastimosamente.
- No tomo cerveza. – repuso Joshua secamente.
- De acuerdo, puedes tomar un vaso de leche si quieres. Yo iré al pueblo de todos modos.
La cortina se meció levemente cuando Rafael se acercó al rancho después de la faena. Anunció a la señora Flynn que no cenaría con ellos esa noche. Joshua pareció sobresaltarse mientras apilaba la vajilla sobre la mesa.
- Haz el favor de avisar con más anticipación la próxima vez. Esto no es una fonda. – espetó la mujer.
Se acicaló rápidamente sin desnudarse por completo esta vez. La brisa soplaba desde el sur, con calientes remolinos. El motor de su camioneta se encendió en el tercer intento, cuando hundió el pie en el acelerador y la carrocería se sacudió con un bramido. Aguardó unos instantes hasta que levantara un poco de temperatura, la mirada clavada en el espejo retrovisor que torció apuntando al rancho de los Flynn. La dueña de casa merodeaba por la cocina aún, el resplandor en las ventanas de un lado indicaba que el señor Flynn y sus hijos miraban la televisión. Rafael decidió esperar un poco más fumando un cigarrillo. Luego decidió que era estúpida su espera y arrancó lanzándose al camino que llevaba a la interestatal. No le costó nada ubicar el bar del que ya le habían hablado, el Wandering Horse. Cerró la pesada puerta con un estrépito al apearse. Una figura de sombrero negro, acurrucada en las sombras de los bártulos de la caja de la camioneta, lo hizo maldecir de susto.
Continúa.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Nieve - II



Los cascos se hundieron como hojas que calaban el terreno mullido. A ambos lados, algo más allá, moteadas de cipreses apiñados en bosquecillos, se extendían praderas de un verde destellante. El monte Whitmore, acordonado por picos que se prolongaban hacia el oeste, se alzaba desafiante en un azul añil. Estaban a finales de septiembre, y el calor apretaba aún. El alazán corcoveó cuando Rafael Sheeler lo azuzó con un tirón de las riendas. En un mar de ovejas mantenidas a raya por dos perros pastores, el señor Flynn impartía órdenes a dos hombres. Su hijo ya se encontraba cerca, la cabeza gacha. Preparaba un lazo sin decir nada. Rafael, devenido flamante extraño en el rancho, se acercó con gesto vacilante. No fue necesario que se presentara.
- ¡Ea, Sheeler! – gritó el hombre por sobre el berreo de los animales. - ¿Eres tú, verdad? Los peones parecieron mirarlo con desconfianza. Inclinó su sombrero en un gesto que fue mezcla de afirmación y saludo. “Ya me habían advertido acerca de esta región”, pensó mientras lo hacía. Su padre solía decir: “Wyoming. El estado de la arrogancia y la suficiencia inconmensurables. Ah sí, y hay bosques, lagos y montañas también.”
- Harlow, Conroy. Ellos ayudan aquí. – anunció Flynn, señalándolos con brusquedad. Los hombres se miraron con un aire de sorna. A Sheeler se le antojaron cómplices de algo que no acabó por discernir. Tenían el acostumbrado aspecto rudo y viril de los pastores y vaqueros con los que había trabajado. Conroy era bajo, menudo y le faltaba uno de los dientes frontales. Le extrañó que no llevara sombrero sino una raída gorra de los Yankees. Harlow era flaco, algo desgarbado, con el mentón en punta hacia arriba. Se le ocurrió que era aficionado a fumar en pipa.
– Ya conoces a Joshua. Él te dirá qué hacer. – prosiguió el Sr. Flynn. Encendió un cigarrillo, lo observó de soslayo. – ¿A qué esperas? Hay mucho que hacer aquí.
Josh Flynn comenzaba a alejarse lentamente. Sheeler inclinó su cabeza en inútil señal de saludo y no tardó en seguirlo.
- Y muchacho... – exclamó Flynn por entre una nube de humo. - ...a los de esta parte del país nos importa un soberano carajo lo que creen en el sur, ¿entendido?
Sheeler lo contempló. Repasó el lema que su padre repetía. Se limitó a hacer un gesto de afirmación casi imperceptible.
Las pasturas tiernas abundaban sobre el faldeo del monte Whitmore, en los límites del rancho. Condujeron el rebaño hasta el punto donde la pradera comienza a trepar. Harlow, algo más atrás que los dos jóvenes, guiaba una docena de vacas maldiciendo constantemente. Dóciles y a raya bajo la tutela de los perros, las ovejas pastaron mansamente. Josh Flynn pretendió de Rafael la imitación de todas sus acciones y movimientos, pues no soltó palabra durante esa tarde. Diestro en la faena, el joven oriundo de Virginia decidió imitar la presunta discreción oficial del estado. Después de todo, estaba allí por la paga, que no era tan mala.
Soplaba una brisa ligeramente fresca, anticipo del ocaso, cuando su impuesto superior pareció tomar una pausa. Sentado sobre un leño entrecerró su mirada asustadiza. Harlow era una mancha borrosa forcejeando de un ternero indeciso. Sin quitar los ojos de ese panorama fundido en el verde ahora azulado del prado mucho más abajo encendió un cigarrillo.
- ¿Fumas? – preguntó Joshua Flynn al cabo.
Rafael examinaba las patas de un cordero algo cojo. La pregunta con lejanos tintes de invitación lo hizo titubear. – Seguro. – replicó. Echaba la primera pitada cuando la voz seca del muchacho lo disuadió del paso que planeó dar a continuación.
- Será mejor que no pierdas de vista ese cordero. – murmuró Josh, ya recostado todo el largo del añoso tronco, el ala de su sombrero apoyada sobre su nariz.
Jirones de nubes rosáceas coronaban el cordón montañoso cuando se ubicaron en sus sitios a cenar. Rafael dedujo que Conroy y Harlow no estarían allí porque faltaba una oxidada Ford F100 que había visto al llegar ese mediodía. Creyó escuchar que vivían en las afueras de Signal. La señora Flynn los acogió con uno de sus ya característicos gruñidos. Rafael ya había vislumbrado su nariz prominente entre los paños de la cortina de la cocina comedor cuando desmontaba su caballo. Sudaba y cada tanto se abanicaba furiosamente ahora. Mechones de su cabello blanco, liberados de un pulcro nudo atado con una cinta celeste a su espalda se mecían con cada arremetida y le daban una apariencia hostil. Sonrió para sí al asociarla con una bruja ilustrada en un cuento de su infancia. Stanley Flynn bostezaba apoltronado en su puesto a la cabecera de la mesa. Las niñas se miraban de reojo. Blandiendo una cuchara, el bebé lanzaba pequeños trozos de comida en todas direcciones con una mueca de disgusto. Migajas de carne y papa cayeron sobre la mejilla del ausente Joshua cuando su madre se acercaba tambaleante, portando una soberbia fuente que humeaba y despedía un delicado aroma a huevo y cebollas.
- Has llegado al límite, pequeño Stan. – vociferó la mujer. Alzó la silla con el pequeño dentro y la trasladó al rincón más sombrío de la estancia. El niño ensayó un sollozo que pronto se perdió en el ríspido ambiente. – Stan, la oración por favor. – ordenó suavemente cuando tomó asiento, las mejillas hechas un manchón morado. Las niñas se consultaron furtivamente, Josh había clavado su mirada vacía en el vaso con agua que tenía frente suyo. Aunque no era su costumbre, Rafael oró también. Ya tenía en claro que no lo beneficiaría en nada desairar a esa gente. Por un largo momento, luego de la breve plegaria, el aire se inundó del rumor ininterrumpido de vajilla y cubiertos, chasquidos de mandíbula y dientes masticando.
- Madge. – susurró Stanley Flynn, cortante.
La señora Flynn no se excusó cuando, presurosa y todavía sudando, se acercó a Rafael con su plato. Lo apoyó descuidadamente sobre la pequeña mesa del costado donde él esperaba quedamente. Una parte del contenido se derramó sobre el mantel bordado.
- La paga no incluye carne, el señor Flynn ya te lo habrá dicho. – espetó. Los ojos de Rafael ignoraron el menjunje en el plato que le correspondería a diario y, por un segundo, se posaron en el pálido perfil de Joshua, en la huesuda nuez que descendía y ascendía por su garganta.
- ¡Muchacho! – Rafael no reparó en el grito del jefe de la familia. – ¡Sheeler! – cuando lo hizo, un bollo de pan atravesaba el aire hacia él. Lo atajó con un latigazo de sus brazos.
- Niñas, un susurro más y... – amenazó la señora Flynn. – Coman ya. – dictaminó, y lo mismo hizo cuando añadió: – Hace demasiado calor para la época. No nevará hasta Navidad este año. – no había queja ni pesadumbre en su voz, sólo convicción.
Stanley Flynn la escudriñó sonriente. – Si tú lo dices, Madge, así será. – sentenció.

Quiso asegurarse de que los Flynn permanecerían dentro de la casa fumando sobre un costal a un lado de uno de los corrales. Desde allí podía adivinar los movimientos dentro del rancho, guiado por las luces y las sombras que se desplazaban a través de los ventanales. Cuando éstas se hubieron calmado lo suficiente, Rafael tomó una gran cubeta que llenó en un barril hasta el borde de agua, cerca de la bomba. Si no se refrescaba, el intenso calor no lo dejaría dormir esa noche. Junto al catre y a un pequeño armario con una puerta que no cerraba, rincón del granero destinado como vivienda para él, se desnudó despreocupadamente. Deslizó el pan de jabón blanco por su cabello y el cuerpo ya humedecidos con una esponja. La sensación, sumada a una corriente de aire tibio que se coló por el portón abierto, lo reconfortó. Otra más, distinta, repentina, lo hizo girar e intentar ver a sus espaldas cuando restregaba su pelo. Una columna de espuma que se deslizó dentro de sus ojos lo obligó a cerrarlos con fuerza. El jabón los irritó de todos modos. Como pudo, a tientas, buscó la cuba y sumergió la cabeza. Mientras los enjuagaba ayudado por sus dedos, pensó que podía jurar que alguien lo observaba desde la oscura clandestinidad de los fardos apilados por todo el granero. Terminó de asearse, se secó con su toalla deshilachada, se vistió con una de las tres únicas mudas de ropa interior limpia que tenía, y se calzó las gastadas botas de corte texano. De ninguna manera ensuciaría sus pies en el suelo polvoriento. Resuelto, caminó hasta el sitio desde donde sospechaba lo habían estado vigilando. Huellas de otros pies descalzos se dibujaban entre hebras de heno y piedrecillas y luego se perdían en la negrura de la noche en dirección a la casa ahora en penumbras.
Continúa.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Nieve



La señora Flynn descorrió apenas la cortina. Su intuición tampoco falló esta vez, le diría a Stan esa tarde. Una columna de volutas de tierra se elevaba tras la colina que conducía al rancho.
- Parece que lo olieran a uno. - murmuró con un gesto de desaprobación mientras llevaba la pesada olla al centro de la mesa. - No vayan a moverse. - agregó.
Sus manos se revolvían en el delantal a cuadros cuando la camioneta frenó junto al porche de la casa. Calculó que el muchacho que se apeó no tendría más de veintidos años.
- Señora. - saludó, con una leve inclinación de su cabeza, quitándose un viejo sombrero negro con una pluma de águila.
Ella resopló y dijo: - Tú debes ser el joven Sheeler.
El asintió, turbado por la fiereza en los ojos de ella.
- Sheeler, ¿qué? - inquirió.
La duda en el gesto del muchacho sólo consiguió airarla.
- Empezamos mal. Tu nombre, niño.
- Oh, Rafael. Rafael Sheeler.
- ¿Rafael? ¿Qué clase de nombre es ese?
- Pertenece a un pintor, un pintor que le gustaba a mi madre, mucho.
- Habiendo nombres de sobra en América, no veo el punto de complicarse con extravagancias de pintores y tonterías. - giró sobre sus talones y ordenó. - Entra, estábamos por almorzar.
El muchacho la siguió a través de una pequeña recepción en donde colgaban abrigos y sombreros. Un par de rifles se apoyaban contra la pared de listones de madera gris. La señora Flynn no se molestó en sostenerle la puerta de la estancia contigua. Dos niñas de trenzas y un pequeño sentados a la mesa rieron cuando la puerta lo chocó con fuerza. Los saludó sonriéndoles brevemente. Tomó asiento en una de las dos sillas disponibles cuando la señora Flynn exclamó:
- Allí no. Ese es el lugar de Josh, maldita sea. - Rafael saltó de su asiento y ocupó el de al lado. - Ese es el del señor Flynn. Tu lugar es aquel. - señaló una vetusta mesa junto a la pared. Los niños continuaban riendo. - Sue Ann y Megan Flynn, como no terminen esa sopa... - antes de que concluyera la frase las cucharas se hundieron dentro de los platos humeantes.
El joven recordó el emparedado de carne y el trozo de pastel de maíz que había devorado a un costado de la carretera cuando la primer cucharada de caldo atiborrado de frijoles se depositó en su estómago. No quería contradecir a la señora Flynn, no en su primer día al menos.

Un pesado silencio se apoderó de la cocina comedor, quebrado solamente por los sorbidos del pequeño sentado sobre una silla para bebés y el canto de algún pájaro lejano. En otra ocasión con seguridad hubiera contado alguna de sus historias. Pero la señora Flynn no parecía del tipo sociable exactamente. Con sus ojos rapaces no dejaba de escrutar el progreso en el almuerzo de sus niños.
- ¿Tienes veintidos años, ¿verdad? - disparó de pronto, sin girar la cabeza.
- Así es, señora. - Rafael la vio sonreír ampliamente.
Un rumor de galope cobró súbita vida. Al cabo, la puerta de acceso se cerró con un estrépito. Los tablones del piso se estremecieron bajo los tacones que fueron ganando distancia.
- ¿Son éstas horas de llegar? - rugió la señora Flynn. Los niños se miraron con temor. Un jovencito que no llegaría a los veinte años asomó con gesto de duda.
- Lo sé. Perdón, mamá, el...
- Cállate y siéntate. - Con violencia dejó caer una fuente cargada de papas y trozos de carne sobre la mesa. - Come a prisa. Llegó el señor Sheeler. Tu padre lo espera. - La señora Flynn no se molestó en presentarlos, pero Rafael dedujo que se trataba de Josh Flynn. El joven le dedicó una mirada fugaz y enseguida se zambulló en el plato de comida. No esperó a que terminara, se excusó y salió a fumar.
Unos pocos minutos habían pasado cuando un silbido agudo sonó al otro lado de la casa. Rafael atinó a levantar la mirada para ver al joven Flynn montado en su caballo y señalándole otro, al parecer ya listo para él.
- Soy Rafael. - dijo al acercarse, sin tenderle la mano.
El muchacho no lo miró. Apenas dijo: - Para mí serás Sheeler. Sígueme.
Cuando juntó sus cosas y subió al caballo, Josh ya era un punto en las colinas que se perdían en el horizonte.


Continúa.

martes, 12 de agosto de 2008

El Mundo es Maravilloso




Las noticias desalientan. Asustan en muchos aspectos. Las calles en las grandes ciudades intimidan. Hay que estar alerta constantemente. Tener cuidado, evitar lugares oscuros. Billeteras, teléfonos celulares ocultos. Escatimar la información acerca de nuestras actividades y movimientos. El otro es un posible agresor, mejor desconfiar, siempre. Quien escribe estas líneas vive frente a una de las plazas más importantes de la ciudad. La escultura del pensador de Rodin, sigue ajena a los grafitis que intentan decorar su pedestal pero parece más sombría. Palomas de cuello pivotante deambulan por entre papeles, excrementos, envases y suciedad de larga data. El césped hace tiempo abandonó los retazos de tierra dura protegidos por una cerca poco útil. Es una muestra, no es todo. Pero aún así, un mundo indiferente y cruel parece reinar ante los ojos de un vaquero abrumado que no quiere rendirse a pensar que las cosas deban ser así. Para él el mundo puede ser maravilloso. Puede serlo.
Dicen que la vida es lo que haces de ella, al fin y al cabo.






Miguel Ángel Buonarrotti fue uno de los artistas más grandes del Renacimiento italiano. Es casi imposible encontrar las palabras adecuadas para describir su genialidad, su maestría en todo lo que hizo. Para este vaquero embelesado con su obra, él fue la mano de Dios. ¿Cómo explicar, si no, la capilla Sistina, el David, la Piedad? Dedicado por entero al arte, trabajó con fruición incansable desde muy pequeño. Cada día de su vida. Lo consideraba su misión. Y se entregó a ella. En la madurez de su talento, apenas si dormía o se alimentaba. Sentía que perdía tiempo si lo hacía. Sus manos dibujaban, pintaban, esculpían belleza. Sentía el mármol, lo conocía, detectaba las formas que la naturaleza ya había impreso en sus vetas. Fue odiado, castigado, injuriado, prohibido por ello. Objeto de pujas religiosas y políticas. Y amado también, incondicionalmente.



Jamás llegó a ser rico. Poco lo doblegó realmente. Aún convertido en un manojo de piel y huesos, nunca sus manos dejaron de estrechar el pincel ni el cincel. Ni siquiera cuando caprichos papales y reales arreciaban, o cuando pestes y plagas azotaban Florencia y Roma y lo hacían interrumpir su obra. Ese espíritu indómito no lo abandonó sino hasta pasados los ochenta años de edad.






El mundo era distinto en el siglo XVI. ¿Lo era realmente? La naturaleza humana no ha cambiado demasiado, a entender de este vaquero. Es en momentos como éste, cuando es para él sanador recordar que el mundo es maravilloso, aún a pesar de la raza humana. Que hay amor, bondad, belleza, abundancia. Que uno puede apropiárselas y actuar bajo su mando. Que hubo una vez alguien como Miguel Ángel, cuya obra incomparable, aún quinientos años más tarde, conmueve hasta las lágrimas. Prueba, para él, de que todos, cada uno a su manera, desde su humilde puesto en este mundo, podemos elevarnos, y construir y acercarnos un poco más, a Dios.
Pero eso, sólo si queremos.

Fotos: www. google.com

martes, 22 de julio de 2008

Un Cumpleaños Especial


Nieves algo tardías tapizan el sur cordillerano.
Aires tropicales se burlan de la estación en el norte y el centro.
Una puja de connacionales agita ánimos, desparramando vendavales de pasión económico-política.
Valles y riberas de árboles desnudos ya no rivalizan con la gris estepa en los helados meandros del vaquero hoy errante.
Mientras tanto, amigos de todas las regiones celebraron recientemente su día, homenajeando uno de los sentimientos más puros que pueden experimentar los seres humanos.
El vaquero falto de tiempo suficiente quiere hoy hacer otro tanto con un Hada que se halla algo menos al Sur del Mundo que él.

Hada ésta de aleteo inquieto, de palabras siempre poéticas que conoció una luminosa tarde de agosto. Hada de sonrisa franca, de mirada dulce.
Hada que cumple años y que el vaquero soñador quiere felicitar de corazón.

Cómo quisiera también él regalarle sueños cumplidos, deseos llevados a cabo, paz garantizada, música celestial, la flor más bella.




El sol se despedía en silencio, frente a un recodo del río, cuando pensó en ella.
Capturó el momento y lo convirtió en su presente.
No contento con ello, borroneó unas nubes que enmarcaban el horizonte marino.
Pintó de naranja un retazo de cielo.
Arrojó unas piedras al cielo que cayeron sobre la arena en una forma caprichosa.


¿Cuántas veces dijimos que Brokeback nos hizo bien?
Y no ha dejado de hacerlo…

Feliz Cumpleaños, Hada Vaquera, Ana querida, con todo mi cariño.

JfT

miércoles, 2 de julio de 2008

Nadie te Amará como Yo - Epílogo

Amigos, he aquí el final de esta historia que tanto se ha prolongado. Nunca pensé, desde que tipié las primeras palabras, que me estaba sumergiendo en una nueva travesía emocional, en un flashback incesante de hechos y deseos que sería plasmado en tantas páginas. Pero, llegué hasta aquí. Y eso ha sido posible solamente gracias al aliento y al afecto incondicional de todos quienes han gozado, o mejor dicho, padecido, con esta historia. Vaya entonces mi humilde agradecimiento a su lealtad de tantos meses, a sus comentarios llenos de elogios y aprecio. Y mi más sincero perdón a la mayoría por no haber correspondido sus visitas todavía. Han conseguido mucho más que hacer de este vaquero soñador un pichón de narrador satisfecho con cada entrega, se los aseguro.
Vaqueras, vaqueros, miembros de la hoguera, bloggers, los invito a compartir esta conclusión que les dedico con todo mi cariño.

JfT, un vaquero soñador.






Eran más de las nueve de la noche y los últimos rayos de un sol que rehusaba irse rasgaban el horizonte en lonjas naranja purpúreo. Man on the moon sonaba por enésima vez, mientras me retorcía en mi asiento. Hacía ya rato que había dejado atrás Plottier, algo más allá de la ciudad de Neuquén. La temperatura había descendido notoriamente. Mi auto devoraba kilómetros en la misma proporción con que las dudas crecían dentro de mí. Tenía aún más de trescientos por recorrer, pero si no me detenía allí mismo, me orinaría en mis pantalones. Maldecía por no haber parado en alguna de las estaciones de servicio casi pegadas las unas a las otras que había cruzado. La iluminación de una beatífica YPF hizo su aparición tras un denso cordón de álamos, cuando creía ya no resistir más. Había logrado mantener mi mente en blanco por casi diez horas, pero mis obligaciones fisiológicas pedían ser atendidas ahora. Como mis necesidades afectivas, supongo. Mi pie izquierdo sacudiéndose sin parar, mis piernas se cerraron para sujetar mi vejiga. Frené con un estrépito violento. Un par de empleados y las pocas personas paradas junto a los surtidores me miraron con reprobación, mientras luchaba por liberarme de un leve atasco en el mecanismo del cinturón de seguridad. La fuga de algunas gotas mojó mi calzoncillo. Corrí al baño, sin escuchar las voces que intentaron advertirme. Forcejeé el picaporte sin éxito. Un cartel manuscrito pegado sobre la puerta indicaba que las llaves debían ser pedidas en el mostrador. Llave escrito con "b", fue en lo que reparé aliviado por el cauce de pis que ya bañaba mis piernas. Demasiado avergonzado por el enorme manchón en mi bragueta como para ordenar que completaran el tanque de mi auto, me zambullí dentro. El grupo que seguía reunido alrededor de los surtidores me escudriñó con extrañeza cuando aceleré bruscamente.
Tenía hambre. Tenía sueño. La cara me ardía extrañamente. Recordaba los consejos que dan a los automovilistas que salen a la ruta cuando divisé una pequeña edificación pegada a un galpón, alumbrada por débiles faroles. Había dos vehículos vetustos estacionados, lo que demostraba presencia humana. La casita blanca debió expender combustible en tiempos remotos, ahora se la veía abandonada. El galpón de chapa acanalada era un comedero, o intentaba serlo, cuanto menos. Entré y una mujer de modales retraídos me anunció en un murmullo que habían cerrado. Un hombre de aspecto burdo que apareció a su lado la hizo callar, diciendo que harían una excepción conmigo. En la única mesa ocupada tres hombres y dos mujeres compartían una serena sobremesa. Me dirigieron una mirada furtiva, las mujeres rieron. Los hombres murmuraron algo por lo bajo. Estiré mi buzo para tapar la bragueta de mi pantalón manchado, alisé mi cabello por las dudas. El pollo que me trajeron sin que lo eligiera, aunque muy seco de tan cocinado, sabía rico. El puré estaba duro. Apuré el contenido de mi plato cuando el grupo a mi lado nos abandonó, me higienicé como pude en un baño minúsculo, sin espejos, y salí del lugar. Soplaba un viento frío que me hizo estremecer. A mis espaldas, las puertas se cerraron con doble llave. Pronto todo quedó a oscuras, salvo un farolito débil en lo alto de un poste y una luna difusa, agazapada tras las ramas de unos arbolitos. Hecho un ovillo en el asiento del auto, su resplandor de cuarto creciente se grabó en mi retina segundos antes de caer vencido por el sueño, intentando recordar cuántos años habían transcurrido hasta que los vaqueros de la montaña se encontraron por segunda vez.
Desperté cuando el amanecer era aún una promesa inminente. Sacudí la rigidez de mi cuerpo y mi modorra, bebí un poco de agua. Salí del auto, afuera helaba. Derramé otro poco de agua sobre mis manos para refrescarme la cara, miré hacia todos lados antes de orinar sobre unos pastizales y partí veloz. La ruta, desierta a esas horas, lucía invitadora. Me sentí el único ser vivo en un universo de estepa. Encendí el estéreo y me dejé llevar por la música.
En menos tiempo del que había calculado arribé a Junín de los Andes. En el bar de una estación de servicio bebí un café con leche y aproveché a cambiar mi ropa por una muda limpia, una chomba negra y un cargo que no había usado todavía. Entablé una feroz lucha con mis cabellos enmarañados que, después de numerosos intentos, creí empatar, puliéndolos con manotazos del acondicionador que siempre llevo conmigo. Me pregunté el por qué de mi frente, nariz y mejillas enrojecidas. La emoción, supuse. Ya en medio de los tumbos del camino que lleva al lago Curruhué recordé la intensa resolana durante mi chapuzón de la mañana anterior. Me faltaba el aire. El pecho parecía querer abrírseme en dos. No podía pensar en nada coherente y lógico, pero a la vez, todo lo pasado, presente y futuro acudía a mi mente en tropel. El bosque que se abría a ambos lados del estrecho sendero se me apareció más denso y tupido ahora. Flores silvestres blancas, amarillas y celestes adornaban las orillas. Los rayos del sol cayendo en picado contrastaban el abanico de verdes, volviéndolos mucho más verdes. La cabaña surgió repentinamente luego de un pronunciado recodo. Carraspeé un millón de veces antes de que el motor se apagara con un bramido. Mis manos temblaban cuando soltaron el volante y empujaron la puerta. La camioneta de doble tracción estaba estacionada a un costado, el rumor de música proveniente de una radio flotaba en el aire. Pasé mis dedos por mi cabello, sacudí el polvo en mi ropa antes de encaminarme hacia la caseta. Me encomendé a Dios, pero acto seguido reparé en que el Señor no aprobaba relaciones como la que yo pretendía. “Que el espíritu de la montaña me ampare, entonces“, rogué para mí. Un rumor de matorrales rozándose y de ramas quebrándose con violencia fue aumentando a mi izquierda. Me paré en seco, paralizado de miedo. Rodríguez surgió de entre la vegetación, ladrando, dirigido hacia mí como un cohete. Reprimiendo un vahído, mi cara transfigurada de alivio, me abordó con un empellón que por poco no me hizo caer de espaldas. Sin dejar de ladrar, apoyó sus gruesas patas sobre mi pecho y pasó su lengua pegajosa por toda mi cara. Sonreí y lo acaricié con alegría sincera.
- Parece que te conoce. – exclamó alguien desde la galería.
Tragué saliva y volví la vista hacia la voz. Su dueño ya se acercaba.
- Buen día y bienvenido. – saludó con calidez. – Soy el oficial Morelli.
“Morelli, ¿qué?”, pensé para mí. “no tenés por qué ser tan formal conmigo, nene, si yo sé todo.” Pero no dije una palabra, en su lugar lo estudié mientras el perro no dejaba de mordisquear mis dedos. No me había equivocado: un gendarme, tal como había pensado. Morelli, un hombre ciertamente atractivo, debía de tener treinta y pocos años, era casi tan alto como yo, delgado, pero con un vientre algo abultado para su contextura. Su piel cetrina, la nariz redonda y achatada, los ojos negros y rasgados daban cuenta de su raíz aborigen.
- ¿Qué tal? Soy Rodrigo Leiva, un... – no pude concluir mi presentación.
- ¡El famoso Rodrigo Leiva! Vos sabés que me imaginaba que serías vos... Davese no se cansa de hablar de lo que hacían juntos... Encantado, che. – exclamó con una ligera tonada, y estrechó mi mano con un apretón que me hizo doler. Me pregunté qué sabría de nosotros. Decidí no hablar para no arruinar nada. Como me limité a asentir mientras acariciaba al perro, siguió él. – Pero qué valiente lo tuyo, venirte hasta acá, al culo del mundo. – rió. – Sabés que justo el loco anda de ronda estos días, en el puesto norte... Muchos pescadores, es la temporada.
Moví la cabeza sin saber qué significaba esa noticia.
- Vos lo andás queriendo ver, venís de lejos, ¿no? – sus ojos oscuros parecían perforarme.
- Sí, bastante. – respondí ruborizado, haciendo referencia a la segunda parte de su pregunta.
- Hay un trechito hasta el puesto, medio largo, pero no te preocupés, que si viniste a ver al loquito de Davese, eso vas a hacer. – dijo, mostrando una hilera de dientes pequeños y muy parejos.


Rodríguez avanzaba sin respiro, jadeando acompasadamente. Sendos hitos habían sido emplazados a cada kilómetro del sendero que, alternadamente, serpenteaba a través del bosque u orillaba el lago. Yo sudaba tratando de seguir su paso incansable. Más de una hora de marcha había transcurrido cuando debimos ascender un promontorio rocoso y empinado. Desde la cumbre se apreciaba el panorama de un enjambre de pescadores dentro de sus flotadores, caña en alto, en medio de la serenidad más absoluta. El sol arreciaba, el lago encandilaba en su verde aturquesado, las abejas revoloteaban sobre la profusión de flores. Ráfagas de viento erizaron mis pelos untados en acondicionador mientras me deleitaba con la escena. Fue en ese momento que sentí que la vida, aunque insistiera en ensañarse con mi cabello, volvía a esbozar una sonrisa para mí. El hocico frío de Rodríguez empujando mi mano me recordó que el camino continuaba. Del otro lado, el peñasco caía en un declive por el que hube de resbalar con lentitud, atrapando cada rama y cada saliente para no caer en picada. Rodríguez se había adelantado considerablemente cuando terminé mi descenso. Eché una carrerita y para cuando lo alcancé, se encontraba al otro lado de una pequeña ciénaga formada por las crecientes del lago. Ladrando ansiosamente, me estimulaba a seguirlo saltando sobre sus patas. Iba a buscar otra alternativa, cuando se perdió entre la maleza. Lo llamé a los gritos, él ladró a lo lejos. Resoplando, arremangué mis pantalones y tanteé el terreno próximo, pisando sobre las zonas que se me antojaban más firmes. Mis pies se hundieron sin remedio algo más allá de la mitad de mi tambaleante recorrido sobre el suelo pantanoso. Cuando quise dar otro paso el lodo succionó mi pie izquierdo casi hasta la rodilla. Intenté levantar la pierna, pero el esfuerzo, de tan exagerado, me hizo perder el equilibrio, me ladeé, mis brazos trazaron círculos en el aire. Con desesperación me así de las hojas de un juncal cercano. Sus espinillas se me clavaron en la piel, haciéndome aullar de dolor. Al soltarlas trastabillé y caí pesadamente sobre mis asentaderas. Mis manos, enterradas en el fango, fueron a quitar el agua sucia que había salpicado mi rostro y las cubrió con más barro aún. Reí cuando caí en la cuenta de mi estupidez. Pestañeé para quitar la suciedad en mis ojos y detecté un puente rudimentario, hecho de troncos y ramas secas unos metros más a mi derecha. Por ahí debió haber cruzado el perro, por eso sus patas no estaban embarradas. Reí más, con ganas, como hacía mucho tiempo no lo hacía. Mis carcajadas resonaron en la tranquilidad del bosque. El sonido de pasos apurados y ladridos quejumbrosos me hizo voltear la cabeza. A través de la humedad que inundaba mis ojos se dibujó una silueta que corría hacia donde me encontraba tirado.
- Rodri...– exclamó Dardo, sin aliento, ataviado con su uniforme de guardaparque. - Rodri... decime que no sos vos...
Rodríguez bufó a su lado.
Me encogí de hombros. - No soy yo. – bromeé.
- ¡Pero la reputa madre, carajo! – sacudió la cabeza, se apretó la frente lamentándose o maldiciendo por lo bajo. - ¿Me querés decir... – no encontraba las palabras para hablar. - ... me querés decir qué hacés acá? ¿Cómo se te ocurre aparecer así, por Dios?
Estudié mi aspecto, divertido.
- Ya me conocés, me gusta hacerlo a mi manera... – dije con voz aguda, reprimiendo la risa.
Dardo mordió sus labios nerviosamente.
- Veo, sí... No sé si es algo karmático lo tuyo, pero de lo que no hay duda es que ya tenés un estilo. – señaló en tono de reprimenda. Me puse de pie trabajosamente y avancé hacia él, chorreando ríos de agua fangosa, el corazón amenazando con salírseme del pecho. Dardo ni siquiera sonreía, su gesto serio me turbó pero no evité su mirada. Por ello mi pie tropezó con un tronco hundido y volví a resbalar. Zarandeándome de un lado a otro pude finalmente frenar mi derrumbe manoteando unas ramas. Dardo caminó hacia mí en sus botas impermeables de caña altísima, su brazo extendido. Sumido en mi espíritu festivo lo miré divertido mientras tiró de mí con fuerza, sin abandonar su expresión admonitoria.
- Qué tipo... ¡Sos grande, carajo! – masculló. – Ahora, ¿me podés decir qué hacés acá?
Negué con la cabeza.
- Mejor decímelo vos, porque yo no lo sé. – susurré.
Limpió sus manos frotándolas contra sus pantalones y se quitó las gafas negras que cubrían sus ojos, trabándolas sobre su frente. Su mirada ojerosa se posó sobre la mía con vacilación.
Luego el iris verde ámbar de sus pupilas pareció centellear como supernova estelar. Pasé mis manos sucias por mis costados antes de rodearlo lentamente y acercarlo más hacia mí. La proximidad de su calor pronto agitó más mi respiración, mi pecho se hinchó con un espasmo. Mis dedos recorrieron su espalda, palpando en sus huesos salidos la delgadez que lo dominaba todavía. Extravió su vista en algún punto detrás de mí y me palmeó con energía. Una vez que el saludo de machos varones hubo concluido se hizo una pequeña distancia entre los dos. Mis labios se arrojaron sobre los suyos sin un atisbo de duda. Él, luego de aceptarme por un fugaz momento, se apartó de mí forcejeando suavemente. Quedó contemplándome con un gesto de reproche.
- Rodrigo, yo trabajo acá, comportate por favor. – me retó.
Insistí, inclinándome una vez más sobre sus labios moteados de barro. Me apartó de sí empujándome con una violencia inesperada, que me hizo trastabillar hacia atrás una vez más, pero antes de perder por completo el equilibrio alcancé a sujetarme de su brazo, arrastrándolo conmigo. A un gemido de alarma siguió un rumor de mojadura y ambos terminamos yaciendo sobre el suelo húmedo. Reí en silencio y busqué su mirada. Dardo apretaba sus dientes, chorreando agua turbia, las venas hinchadas bajo la piel. Se incorporó velozmente, maldiciendo en voz baja. Con un ademán automático se calzó los lentes oscuros, derramando más agua barrosa sobre su cara. Estallé en una carcajada que enseguida ahogó su entrecejo fruncido. Fastidiado, me ordenó: - Vení, seguime.
Rodríguez correteó tras él, ladrando alegremente, pero Dardo lo espantó con un bramido áspero. Yo todavía reía a sus espaldas en el más absoluto silencio. El puesto de control no estaba mucho más allá de una pequeña elevación rocosa flanqueada por matorrales de flores amarillas. Demoró unos pocos minutos en asegurarse de que todo estuviese en orden, examinando el lago con sus prismáticos. Se calzó una gorra y me arrojó un sombrero de pescador gastado por el uso. Con un ladeo de su cabeza me indicó la canoa apoyada sobre la orilla. Rodríguez nos contempló cabizbajo mientras nos alejábamos de la costa. Sin decir palabra remamos hasta el lugar donde el lago abre una pequeña bahía en las paredes de la montaña. Desde allí, los pescadores se habían convertido en ínfimos puntitos que quebraban la superficie lisa del lago. El sol ardía y la piel me picaba. Mi mente bullía en deseos de contarle el millón de cosas que la rondaban, pero tan pronto como Dardo comenzó a hablar, el espíritu risueño me abandonó y me sentí insignificante, fuera de lugar, un perfecto estúpido.
- ¿Puedo saber dónde están tus hijos en este momento? ¿Tu mujer? – preguntó secamente. - ¿No tenés un trabajo vos?
- No te preocupes por eso, estoy de vacaciones. – lo tranquilicé, dando un salto sobre la playa pedregosa. Levantó la canoa y la arrastró lejos de la orilla, dejándola caer con furia.
- Rodrigo, decime, ¿estás en pedo vos? No puedo creer que otra vez hayas dejado a tu familia por venir hasta acá, no me cabe en la cabeza tu manía de seguir haciendo boludeces, te aseguro que no me entra... Sos cabezón, carajo...– agitó su cabeza, el pelo enredado cayó sobre su rostro. – Con todo lo que te pasó... ¡Qué porfiado de mierda, la puta madre!
Miró a su alrededor, mordió su labio inferior, pateó una piedra que fue a dar al agua. Ambos respirábamos aún con agitación. Se hizo un silencio que duró unos cuantos minutos. Cuando ya casi habíamos recuperado el aliento, dijo:
- ¿No habíamos hablado, no había quedado todo aclarado ya? ¿A qué viniste ahora? – insistió, suspirando largamente.
- ¿Es eso lo que te aleja de mí, no? Es eso, decime la verdad, Dardo.
- Eso, ¿qué? ¿de qué hablás?
- No es mi familia, ni mi trabajo. No es que esté mal lo nuestro. No es Claudio, creo, tampoco... - Sus párpados se abrieron alarmados. Desde mis entrañas ascendió un fulgor de angustia que hizo temblar levemente mi voz ya débil. - Vos tenés miedo de que te abandone, de que vaya a saber en qué momento, me canse, o me asuste, y te deje, es eso, ¿no? Porque si te rechacé una vez, si lo volví a hacer, si fui capaz de abandonar a mi mujer y mis hijos por venir hasta acá, no una, sino dos veces, a escondidas de todos, lo mismo puedo hacer con vos cuando se me antoje... Es eso lo que sentiste todo este tiempo... Decime que es eso, decímelo, Dardo, por favor.
Dirigió la mirada hacia las olas con que el lago lamía un manto de piedras aceradas. Un pájaro aleteando desde lo alto se lanzó hacia algo que flotaba más allá. Dio unos pasos hasta quedar de espaldas a mí. Cuando al cabo de un rato que se me antojó eterno giró hacia mí sus ojos habían enrojecido. Los surcos que habían dejado algunas lágrimas se secaban sobre sus mejillas. No habló en seguida.
- Bueno, y si fuese así, ¿qué? ¿No tengo derecho acaso? ¿O te pensás que fue fácil? – inquirió, sin mirarme.
- Para ninguno de los dos ha sido fácil...
- No, vos ya tenés una familia, Rodri. Una familia que está con vos, incondicionalmente, pase lo que pase.
- Y vos tenés la libertad de hacer lo que se te cante, sin dar explicaciones a nadie.
- ¿Por qué lo decís? Insinuás acaso que...
- No seas forro, no insinúo nada. Es más, no comparemos, mejor. Cada uno está donde puede, supongo, y ese no es el tema.
- No soy ningún forro, y no estoy comparando. – su voz se crispó. – Lo que pasa es que para vos parece muy simple todo. Venís, lo pasamos bien, cogemos como los dioses y después, como si nada, te volvés a tu vida normal, a tu vida de macho. Total, a mil y pico de kilómetros difícil que veas algo...
Mi corazón golpeaba las paredes de mi pecho. Tuve ganas de zamarrearlo violentamente y gritarle: “Forro, dejate de pelotudeces, que estoy acá, al lado tuyo, y esta vez no pienso dejarte”, pero sólo dije: - Qué boludo que sos, sabés muy bien que no es así.
- ¡No me insultes, Rodrigo, por favor! – rugió. – Yo sí sé, sé muy bien, pero vos ignorás todo, todo, ¿me oís bien? TODO.
- ¡Bueno, entonces explicame todo eso que no sé. Para eso me hice todos estos putos kilómetros que nos separan... – aullé. - ...y que no me dejan vivir en paz!
Dardo suspiró, sacudió su cabeza como vencido, pasó sus dedos por el pelo y volvió a atarlo con una gomita. Luego se tumbó sobre un montículo de hierba bajo un árbol de tronco enorme. Titubeé unos segundos, luego me agaché y me recosté a su lado. La hierba se sentía increíblemente fresca y mullida. Una nube esponjosa cubrió el sol. Separó sus labios pero no dijo nada hasta varios minutos después.
- Rodri, es que...– tosió con fuerza para aclarar su voz cuando habló finalmente, al cabo de un rato interminable. – ¡Dios, Dios, por qué tanto quilombo, la reputa madre que me parió! Má sí, a la mierda con todo, de qué me sirve ahora... – se lamentó, lo escruté sin comprender. – ¿Sabés en qué pienso casi todo el tiempo? En que los seres humanos somos unos reverendos forros... Y yo soy el primero de la lista si no te digo de una vez todo lo que tengo adentro. – tragó sonoramente. - Rodri, vos no te das una puta idea de lo que fue mi vida después de...desde que te fuiste de mi lado, desde que aquellos días inolvidables que pasamos acá, en este mismo lugar, se terminaron. Acá todo es hermoso, florido, la paz del verde y el azul lo cubren todo, lo ves, no te lo tengo que decir. ¿Y querés saber que más hay detrás de esa paz serena y colorida? Algo que comprobé con tu partida. Mucho, muchísimo, demasiado tiempo para pensar, para sentir. Fijate qué imbécil que fui, que en algún momento de mi vida decidí venir acá para evitar sufrir. Justo acá, más ingenuo no pude haber sido. – intentó reír, pero su risa se transformó en un suspiro lánguido. - La vida te alcanza, Rodri. Donde sea. Te sigue, sin que vos te des cuenta, silenciosamente. Cuando reaccionás, ya te tiene acorralado. ¿Me creés si te digo que enfermé la misma tarde del día que partiste? Enfermé mal, feo, algo raro en mí... tuve vómitos, fiebre altísima, como nunca. – súbitamente, lo recordé retorciéndose en la galería la noche antes de mi partida. Y me vi a mí mismo espiándolo, parapetado tras la ventana, incapaz de hacer nada. – No me di cuenta, creo, no relacioné, no al principio al menos, mi padecimiento con el tremendo dolor que me embargaba... ¿Cuánto tiempo fue? Apenas un par de noches que ocupaste la cama a mi lado, y sin embargo, no podía tolerar tu ausencia, el estar sin tu calor después... Llegué a tener tantos cuestionamientos, tantos... Odié el principio de todo, la bendita reunión de ex alumnos, me pregunté para qué había ido, para qué, si mi vida estaba bien hasta entonces, y vos eras el recuerdo que más atesoraba, y yo con ese recuerdo estaba tranquilo... Cuando me cansé de hacerme la víctima, y puse mis estúpidos arrepentimientos de lado, recordé el motivo que me había arrastrado hasta el colegio esa noche. Había una herida que nos habíamos provocado de chicos, y que en mí, no había cicatrizado bien. Fue esa herida abierta lo que me llevó a verte. No dudaba de que el tiempo te habría hecho olvidarme y olvidarlo todo, estaba segurísimo de que no quedaría nada de todo aquello dentro tuyo. Pero cuando nos vimos sentí que el aire se electrificaba, y que sí había algo en vos, pero cargado de bronca y de rencor, y me asusté y discutimos, y regresé sintiéndome peor de lo que me había ido... y entonces viniste a mi encuentro. Esa misma noche, la del día que te fuiste, te soñé, nos soñé, seguía siendo todo tan lindo, tan real... La fiebre, supuse... Me revolví en la cama como un loco, perdido en mis alucinaciones, hasta que desperté sobresaltado, en plena madrugada, sintiéndome peor de lo que me había acostado. Palpé las cobijas a mi derecha, donde vos dormiste. La desazón me convenció de que debía hacer algo. Qué carajo, lo ignoraba. Sabrás de los caminos a los que te lleva la desesperanza... Bueno, por primera vez en mucho, pero mucho tiempo, te lo juro, decidí pedirle a Dios... No, no pedirle, lo que de verdad hice fue rogarle, clamarle de rodillas que hiciera algo que me permitiera verte de nuevo, aunque fuese sólo un momento, tan sólo un momento más, esa noche era todo lo que me importaba. Me arrastré de la cama, llevándome todo por delante salí a la galería, y, aunque deliraba, me lancé de bruces al suelo, clavé los ojos en el cielo estrellado, y le exigí que si era Dios Todopoderoso, y yo pocas veces le había pedido algo, me tenía que conceder el verte de nuevo, porque... ¡porque que ese era mi deseo, qué mierda!... A cambio, le prometí que me olvidaría de vos en serio, que te borraría de mi vida y te dejaría vivir la tuya. – tragó repetidamente antes de proseguir. - De casualidad, viene el relevo a la mañana temprano, y ahí me entero de tu accidente. Maltrecho como seguía, tragando a duras penas los mates que compartía con el otro guardaparque y un gendarme, éste va y me cuenta, como al pasar, que un Palio celeste había volcado cerca de la salida a la ruta. De entrada supe que eras vos, así que, sin confirmarlo, sin que me importara mi estado desastroso, me lancé a la ruta. Con cada kilómetro aumentaba el convencimiento de que era yo, y sólo yo, el culpable de lo que te había pasado, por egoísta, por quererte solo para mí... En el medio del camino volví a pedir a Dios... – la voz se le quebró pero continuó. - ...le imploré, llorando, que se olvidara de mi otro pedido, y, no te exagero, aunque vos habías renovado mis ganas de vivir, mi fe en el..., en la amistad, le juré que no me entrometería en tu vida, que respetaría la vida hermosa que habías construido junto a tu mujer y tus hijos y te olvidaría si te salvaba, si te ponías bien. El alma me volvió al cuerpo cuando los médicos me aseguraron que habías zafado, que estabas fuera de peligro... pero, ¿querés saber qué fue, en el fondo, lo que más me tranquilizó, lo que me alegró no te imaginás de qué forma? Que no te tuvieran que trasladar a Buenos Aires, que tuvieras que quedarte en el hospital de Neuquén, así seguía teniéndote cerca mío... – las palabras de Mari, la enfermera de la noche, vinieron a mi mente. Tragué saliva ruidosamente, mi vista seguía clavada en las copas de los árboles. – ¿Un hijo de puta, no? Sí, un egoísta hijo de mil putas que enseguida se olvidó de Dios y de vos... ¿Cómo podía sentir así, qué me pasaba? Me asusté de mí mismo, pero es que nada me importaba, nada que no fuese tenerte a mi lado, del modo que fuera. A la mierda pedidos y promesas elevadas que había hecho, te tenía conmigo, el resto me chupó un huevo. Pero apareció tu viejo, y con él la cordura y la sensatez que me eran esquivas. En sus ojos cargados de rechazo pude ver escrito el lugar que me correspondía, y el que yo había prometido ocupar. El lugar al que me debía si te quiero bien. Y Rodri, tuve que aprender a quererte bien, porque yo me moría por vos, de verdad... pero no podía ni debía demostrártelo, ni en ese momento ni nunca después. Y porque sentía lo que sentía fue que me obligué a usar toda, absolutamente toda la fuerza de la que soy capaz, te aseguro, para que no adivinases, para que no fantaseases siquiera con lo que me ocurría por dentro. Pura careteada, pura pose ridícula. Como la de la gran mayoría... – murmuró. - ...porque después, cuando ya no estabas de verdad, cuando ya no hubo reuniones de ex alumnos, ni escapadas fugaces, ni excusa posible que nos volviera a reunir, cuando tuve que asumir la realidad cruda, la que me marcaba que lo nuestro sería imposible, entonces ahí, toda la fortaleza de la que alardeaba, toda la firmeza de la que me creía capaz flaqueó primero y me abandonó después... y entonces sentí desaparecer, Rodri, de verdad creí sucumbir. Me había metido con Dios, y él me lo hacía saber... – bebió agua de una botellita plástica que luego me pasó. – Pero no sucumbí, ni morí. Agonicé, me extinguí un poco, nada más que eso. Supongo que a eso se le llama resignación. Lindísimo, no sabés... Repasar cada segundo, cada momento que pasamos juntos, cada cosa que nos dijimos, cada vez que toqué tu piel, cada vez que vos abrazaste la mía, acá, en este lugar, este puto lugar que tengo que ver a cada segundo de cada día que pasa... Mi vida se tiñó de vos desde el día en que te fuiste. – se irguió para posar sus iris ambarinos sobre los míos. – Rodri, volviste a convertirte en la razón de mi vida, como aquel verano cuando éramos pendejos. Exactamente igual a cuando éramos unos pendejos cagones llenos de ilusión... Lástima que del pendejo aquel sólo queda el corazón y algo del cagazo, el cuerpo ya pasó los treinta y siete... Habían sido tantos años de serenidad, tantos años... y de pronto apareciste y quebraste mi tranquilidad, la paz que había conseguido, y ocupaste mis pensamientos otra vez, desenterrando un sentimiento que, a pesar de los años se conservaba intacto, qué increíble... Y no es que te culpe, no... Pero, pensé, ¿cómo podía yo resistir no tenerte cerca? ¿Cómo mierda, acá en el medio de la nada? – casi gritó – ¿cómo carajo sacarme de la cabeza el placer de tu compañía, de nuestros cuerpos juntos, de nuestras bromas, de tu risa contagiosa? De la única manera que me quedaba, haciendo como que no existían para mí, limitándote al lugar que habías tenido siempre, el de ser el recuerdo más lindo de toda mi vida, y agradecer que había podido confirmarlo. Y quererte mejor, sólo por eso. – rió forzadamente. - Los días y las noches pasaron, y pronto creí convencerme, a fuerza de repetirme todo el tiempo que había venido a este paraíso a protegerme, a resguardarme del mundo en la soledad de las montañas que amo... Otra careteada... porque esa soledad que es mi compañía elegida, mi refugio del mundo frío y hostil, es la misma soledad que me traicionó señalándome, cada maldito segundo, que vos no estabas junto a mí sino lejos, lejísimos de mí en todos los sentidos posibles. Entonces, cuando ya no pude negar que tu recuerdo se había convertido en una tortura, en un castigo que no me dejaba vivir en paz, que no me dejaba ser yo, que no me dejaría jamás si no hacía algo, y que yo no tenía ni mierda de espíritu elevado ni bondad divina ni mucho menos, fue que el sentido real de mi promesa a Dios se hizo sentir y fue posible y así, en medio de este aislamiento que por primera vez detesté con toda mi alma, me juré olvidarte y hacer lo imposible por quitarte de mi corazón. Y aunque cada árbol, cada nube, cada estrella, cada montaña me llevaran a vos y me recordaran todo lo que significás para mí, me juré ser fuerte, por mí, por Dios porque le había prometido, pero por sobre todas las cosas, por vos y tu familia... A regañadientes, sí, y además, me obligué, ante los pocos con que trato acá, a fingir que todo estaba normal, que todo estaba como siempre. Para ellos, yo con Rodríguez, el lago y los bosques tengo suficiente. El loco de Davese no necesita más...– sonrió obligadamente, sus ojos cruzados por cientos de ramificaciones nerviosas, las lágrimas inundando sus párpados. - Pero sí que necesita, necesita mucho más de lo que ellos y cualquiera puede imaginar. Pese a que prometió, pese a que juró, Dardo Davese necesita de vos, mi buen Rodri, de vos que venís en su búsqueda, de vos remontando el pasado que de chicos los supo unir fraternal... – se interrumpió un breve instante. Meneó la cabeza. - ...y carnalmente. Rodrigo Leiva, viniste, y reviviste un pasado que yo creía muerto y bien sepultado. Viniste y volviste a arrancarme de mí de la misma manera que veinte años antes... Viniste, y sacaste a la luz lo que siempre había soñado, lo que venía anhelando secretamente cada día de mi vida.
Con el borde de su camisa hizo sonar su nariz, enjugó sus ojos.
- Y fue entonces que caí en la cuenta de que a nadie, a nadie nunca podría amar como te amo a vos, Rodri. A nadie. Qué puto patético, ¿no?
Lloró con sollozos mudos. Lo rodeé con mi brazo torpemente. Quería decirle tanto, tanto, y no tenía una sola palabra que lo demostrara.
- Tal vez no fuiste vos sólo... Tal vez los dos nos metimos con Dios, y él desde hace tiempo nos lo está haciendo saber... – sugerí con timidez.
En un movimiento felino, giró, tomó mi cara con sus manos, me atravesó con su mirada de estilete y unió su boca a la mía con ansia, aferrando mi nuca, alborotando mi cabello, atenazando mi cintura. Me dejé caer encima suyo, nuestra respiración se entrecortó, las lenguas se enlazaron salvajemente. Tragué saliva, lágrimas, sudor, las manos se chocaron hurgando el contorno de nuestros cuerpos. Nuestra hambre por el otro, nuestra necesidad largamente contenida finalmente quedaba sellada con ese beso del que no me podía desprender, del que buscaba más. El ruido de ramas removiéndose nos separó con suavidad. Mientras jadeábamos quedamente un hilo de baba unía aún nuestros labios. Una liebre surgió de entre los arbustos. Nos escudriñó sin dejar de mover el hocico y desapareció.
- Che, guardaparques, ¿ves lo que lográs? Espantás a la fauna local con tus arrebatos... – lo reté, y los dos estallamos en carcajadas.
Sus manos me aferraron de las mejillas.
- Rodri, ¿qué vamos a hacer ahora?
Mi dedo índice se apoyó sobre sus labios. Sus ojos me enfocaron con ternura. Los míos lo correspondieron con picardía.
- ¿No adivinás? – inquirí.
La ropa sucia que nos cubría pronto quedó desparramada por el suelo. Me arrojé sobre Dardo y nos trabamos en una corta lucha en la que alcancé a tomarlo de las piernas y, mientras no dejaba de forcejear y gritar, lo subí a mis hombros. Aullando como un indio comanche corrí a la orilla y me zambullí en el agua profunda y deliciosamente tibia. Emergí lentamente, demorando la suave humedad, el torrente de burbujas que acariciaban mi desnudez. Sacudí el exceso de agua de mis ojos y recorrí las montañas alfombradas de bosques, los picos salpicados de nieve, el cielo azul intenso, para encontrarme con el verde esmeralda del lago reflejado en el iris de Dardo, que me contemplaba fascinado.
- ¡Puto! – gritó, salpicándome un fuerte torrente de agua.
- ¡Trolo! – espeté, haciendo lo mismo.
- ¡Maricón!
- ¡Tragasables!
Y entablamos una rabiosa guerra de mojaduras hasta que se abalanzó sobre mí y los dos caímos sobre el lecho blando del lago. Sin dejar de reír nuestras bocas se encontraron repetidamente, nuestros dientes colisionaron.
- No tengo escapatoria con vos... – susurré, arqueando las cejas. Mis labios raspaban los suyos al hablar. – Yo también llegué a mis propios confines, viejito... ¿Y sabés qué descubrí? – lo estrujé con mis brazos para que su piel se hundiera aún más en la mía. - Simple. Lo mismo que vos. Que haga lo que haga, vaya dónde vaya, me pese lo que me pese, aún con la vida que me construí, no puedo evitar quererte, por eso estoy acá otra vez. – susurré y tragué saliva. Su dedo índice recorrió mis labios. Estúpidamente, en ese instante en que el mundo se detuvo, estuve a punto de preguntarle por Claudio, pero, en su lugar, sin que pudiera frenarlas, las dos palabras que había evitado tan siquiera imaginar o pensar, brotaron tan natural como espontáneamente de mi boca: – Te amo, Dardo.
Y por primera vez en mi vida fui libre.
Y el universo dejó de existir.




Han pasado ya seis meses desde nuestro reencuentro. Miro para atrás y aún me cuesta creer todo lo que sucedió después. Resabios del miedo intenso que me dominó suelen invadirme de vez en cuando, pero ya nada es lo mismo. Y no dejo de agradecerlo.
No le resultó difícil a Dardo encontrar alguien dispuesto a tomar su puesto, así que juntos pudimos pasar diez días totalmente perdidos entre lagos y montañas. El oficial Morelli nos observó con suspicacia cuando partimos, y yo lo correspondí con gesto divertido. La cordillera pareció celebrar nuestras andanzas, llenando de sol cada mañana y cada tarde. Anduvimos caminos remotos, marchamos por senderos inimaginados, acampamos, después de horas y horas de caminata, en bosques a orillas de espejos de agua soñados. Hicimos el amor con fragor en un paraíso que abundaba en lugares y en tiempos. Sobre la hierba fresca, junto a troncos ahuecados. Detrás de rocas apiladas, donde el sol conseguía entibiar el agua del lago. Tapizados con arenisca, en cada orilla, en cada playa. Al amparo del frío nocturno, dentro del calor de los sacos de dormir, en cada noche estrellada. Mis horas se llenaron de él, y las suyas, de mí. Y eso era todo para los dos, en ese mundo de libertad y placer que nos habíamos conseguido. Desnudos, o vestidos sólo con nuestras bermudas. Comimos, mateamos, conversamos durante horas, jugamos al truco. Nuestros alaridos y risas quebraron la quietud del bosque. Nos calzábamos sólo para escalar algún punto desde donde contemplábamos el atardecer, que siempre era distinto. Nuestros recelos parecieron irse con cada puesta de sol, al que despedíamos abrazados en silencio. Con el transcurrir de los días, curiosamente, jamás surgió esa maldita sensación de pérdida que antes partía mi alma. Ningún reloj cruel marcó las horas que nos restaban antes de separarnos. Cada día vivido, cada hora compartida fue construyendo el basamento de algo que ninguno de los dos se atrevía a aventurar todavía. Y yo sonreía. Dardo fotografiaba el poniente arremolinado de nubes escarlatas cuando se me ocurrió preguntarle la otra cosa que no dejaba de hacerme cosquillas:
- No me quedó claro algo todavía... ¿por qué me mandaste las fotos, guachito?
- Mmm... ¿Qué fotos?
- Las que tomaste la primera vez que vine, ¿te acordás? ¡Hijo de puta, si me sacaste con el culo al aire!
Volteó, la boca abierta con perplejidad. Su hilera de dientes blancos brilló en la luz del crepúsculo.
- Mariana, esa fue la chorra de Mariana... Te las dio ella, ¿no? – exclamó. Yo asentí. – ¡Me las afanó, y yo pensaba que las había perdido! Había tenido que ir a Buenos Aires por unos trámites, dos o tres días, y no dio para ver a nadie, pero ella me localizó, la conocés, no pude negarme, así que nos encontramos antes de que tomara el micro de vuelta, en Retiro. Acababa de hacerlas revelar, se las mostré... los ojos le brillaban raro cuando terminó de verlas... Me imaginé que el sobre habría caído al piso y ninguno se dio cuenta...Ahora me acuerdo que le dejé mi bolso cuando fui al baño... ¡Qué guacha linda! – Y reímos y nos besamos, y los recuerdos de mi charla con ella en el bar de Palermo acudieron a mí y pensé que, quizá, la idea de una conspiración generalizada no había sido tan descabellada, después de todo. Volviendo de nuestra expedición amorosa, no bien recuperamos la señal en nuestros celulares, la llamamos. Hablamos gritando, los dos a la vez, nuestras voces inflamadas de alegría contagiosa. Pensamos que la comunicación se había cortado, hasta que oímos los tenues sollozos de Mariana. “¡Pelotudos, me arruinaron el maquillaje!”, nos gruñó, llorando.
Cecilia me pidió el divorcio a poco de regresar. Vivimos, sin embargo, juntos, dos meses más, para preparar a Clara y a Francisco. Dos largos meses de tregua, en los que ninguno de los dos se atrevió a hacer nada que pudiera alterarla. Contarles a los chicos la noticia fue de lo más espantoso que me haya tocado enfrentar hasta el momento. No lloraron, sólo asintieron en silencio. Clarita pareció la más preocupada de los dos al preguntarme dónde iban a vivir, algo que su madre ya había resuelto muy eficazmente.
Pía y Martín, hábiles en el arte de la discreción, llevaron su situación matrimonial a buen fin, sin escándalos ni nada parecido. Ella calla lo que pude adivinar en su expresión agria y sombría una tarde que la encontré casualmente, tan sólo porque su posición económica no se ha visto modificada. Conservó la casona del country y Martín compró otra, algo más chica, en un barrio cerrado de Tigre, con chimenea y un balcón que da a una laguna con patos y gansos que mis hijos señalan todo el tiempo. Ellos y Cecilia ya viven ahí. No me agrada, pero sé que es lo mejor. Ya me convencí de que no puedo tenerlo todo. Adoptaron un retriever llamado Pongo y un hámster gordo al que Fran bautizó Pikachu. Los tres hijos de Martín duermen allí dos veces durante la semana y un fin de semana por medio, y juntos, los cinco chicos son muy felices. El mismo régimen de visita me corresponde a mí, pero Cecilia no se ha comportado tan inflexiblemente como Pía, así que puedo manejarlo con bastante libertad. La ideal, considerando mi situación actual.
El departamento que ocupábamos los cuatro se vendió en poco tiempo. Me vi obligado a mudarme con mamá hasta que conseguí el mejor que pude comprar, un tres ambientes pequeño pero lleno de luz en San Fernando, cerca del río, y sobre todo, de mis hijos. En apenas veinte minutos de auto puedo estar con ellos. Mi familia, como de costumbre, reaccionó con indiferencia cuando supo de la ruptura de mi matrimonio. Mamá atinó a preguntarme si había pensado en mis hijos al tomar la decisión. Cuando le contesté que era en lo único en lo que había pensado, sólo me dijo: “Buen hijo.” Una noche, mientras me duchaba en su casa, atendió un llamado de Dardo. “Ese chico siempre me gustó”, añadió, después de avisarme. “Qué bueno que vuelvan a estar juntos”, dijo sonriente, sin reparar en mi mirada incrédula.
Dardo obtuvo su traslado frente al gesto atónito del resto de los guardaparques, un mes después de mi partida. Temporalmente está prestando servicios en El Palmar de Entre Ríos, hasta que se concrete su inminente nombramiento en alguna reserva o parque en la provincia de Buenos Aires. Entretanto, nuestra relación se maneja con sendos viajes los fines de semana en que Clara y Fran no están conmigo. Supongo que en poco tiempo, también eso cambiará. Durante las últimas vacaciones de invierno, viajé con ellos a El Palmar. Hicieron excelentes migas con “el amigo de papá que es explorador”, como llaman ellos a Dardo, y sobre todo con Rodríguez. Pasamos días increíbles los cinco juntos. Dardo es mucho más físico que yo en sus juegos con ellos, y el perro es puro afecto, dos cosas que mis hijos celebran con risas y chillidos constantes. Trepamos cada árbol, investigamos cada hormiguero, no dejamos hoyo en el suelo sin husmear. En algún momento durante esas jornadas, mientras los veía lanzarse por un tobogán, recuerdo haberme detenido a elevar mi vista a un cielo poblado de nubes esponjosas. Mi pecho se hinchó de agradecimiento dirigido hacia quien fuese que había hecho posible lo que estaba viviendo. Agradecí a todos y a todo, también.
Hoy no estoy seguro de nada de lo que vendrá. Tal vez sea por eso que Dardo y yo no hicimos promesas grandilocuentes, ni juramentos solemnes. Tampoco trazamos más planes que el estar el uno con el otro, por el momento. Gracias a eso saboreo cada momento como nunca antes lo había hecho. El mundo se ve y se siente distinto ahora. Lo bueno, es infinitamente más bueno, y lo malo es totalmente ajeno a mí. La mirada desde el amor es el maravilloso velo que tiñe cada bendito segundo de mi existencia.
Dardo sigue tan exultante como cuando nos despedimos frente a la mirada furtiva de Morelli. Como ese mismo día, en que un mundo promisorio se abría ante nosotros, continúa irradiando alegría y entusiasmo por todos los flancos. Ha ganado los kilos perdidos, su mirada centellea constantemente. Hablamos cada noche de cada día. Nuestro trato no ha cambiado sustancialmente, salvo por el hecho de que antes de cortar la comunicación, alguno de los dos dice “te quiero”, y el otro corresponde, “yo también te quiero.”
Mi casa poco a poco se vuelve nuestra. Dardo, tímidamente, ha ido dejando su huella, la justa, la que quiero ver cada mañana al despertar. Su foto descansa sobre mi mesa de luz, su mate y bombilla reposan junto a la heladera. Un marco de madera oscura abraza nuestras sonrisas sobre la mesa de la sala. La cucha de Rodríguez, un manojo de frazadas viejas y mullidas, espera a su dueño en un rincón del balcón. Y en una percha clavada en la puerta de mi placard, cuelga el pedido que hice a Dardo el mismo día en que regresé a su lado. “No, no las laves”, le había dicho, y él me había escrutado con extrañeza. Ahora, su camisa de guardaparque manchada de lodo y agua terrosa cubre mi chomba negra, más sucia y embarrada que la suya. Se me antojó un buen símbolo de la probable conspiración en la que creí durante tanto tiempo. Y mi homenaje a los vaqueros de la montaña de nombre difícil.
Mis dedos dejan de hundir las teclas y se detienen en seco. Echo una mirada furtiva hacia atrás y veo el camino serpenteante por el que he andado. Acabo de cumplir treinta y ocho años. Mi voz ya no titubea. El temor a perder un ápice de decencia, o de dignidad, o de masculinidad, ha desaparecido. Me pasa que amo a otro hombre. No es la verdad. Es mi verdad. Y ya no me avergüenza. Tampoco lo guardo para mí. Porque mi mirada brilla cada vez que veo a Dardo. Y mi corazón late un poco más fuerte cuando sencilla, naturalmente, le digo que lo quiero. Y se desboca cuando él me contesta que me ama como no amó a nadie nunca jamás. En esa base tan simple y tan enorme a la vez, está justificada la vida a la que no me animaba. Vida que, finalmente, ha hecho de mí un hombre luminoso, feliz. Inmensamente feliz.
Y eso es más que suficiente para continuar un camino a su lado.

FIN
Fotos: archivo personal