sábado, 29 de diciembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 19a. parte



Un resplandor hiriente, cegador, proveniente de un tubo de luz incandescente castigó mis retinas cuando mis párpados, pesados como compuertas de concreto, se entreabrieron perezosamente. De inmediato, antes de que mi mente pudiera siquiera esbozar una remota idea del lugar donde me hallaba, un malestar incómodo y doloroso apuró su aparición, lanzando, con ello, fogonazos de lo acaecido. Mi frente y el costado derecho de mi cara ardieron, provocándome un aturdimiento tal que me obligó a cerrar los ojos con fuerza. Volví a abrirlos, estimo, mucho después. Los sueños habían sido tan reales, tan arrebatadores, que los confundí con una realidad, por lejos, absurda pero muy acorde a mi desbarajuste mental. Dardo, barbudo, harapiento, gris, se alejaba cuanto podía de mí, por entre calles laberínticas que luego se transformaban en montañas verdes y pobladas de pinos, con gente gritando o riendo. Yo, gustosamente perdido en ese mundo colorido y agitado, acudía a todos quienes se cruzaban en mi tortuoso camino. Les hablaba y, prestos, ellos me enseñaban mapas sobre los que aparecían dibujadas toda clase de líneas y letras, que me indicaban algo que no lograba comprender. Creía ver a Dardo en cada rincón, en cada cara. Eran él, y a la vez, no lo eran. Seguía en mi búsqueda frenética y calma a la vez, cuando lo descubría a mi lado, sonriéndome despreocupado. Nos besábamos y entonces desaparecía, y una Cecilia inmensa, muy rubia y con mechones de cabellos como si una amenazante medusa se hubiese instalado en su cuero cabelludo me atraía inevitablemente. Corría desaforado cuando desperté del todo. Clavé mis ojos en el cielorraso, hasta sentir que todo había dejado de dar vueltas, y, entonces, luego de un rato en el que me mantuve inmóvil y en blanco, comencé a pasearlos lenta, desconfiada, temerosamente. Ante mí fueron desfilando, alternativamente, como diapositivas intercaladas y fuera de foco, el brillo plateado de las partes metálicas que rodeaban la cama sobre la que yacía, las paredes pálidas, las grietas en la pintura del techo, las hilachas de gasa que asomaban por encima de mis cejas. La inspección de reconocimiento continuó, con dubitativa pereza, sobre mi flanco derecho, deteniéndose sobre el conducto que partía de un envase plástico transparente y parecía llegar a alguna de mis extremidades conduciendo suero o alguna sustancia vital. Esa simple visión, la irrupción del eco de la carrocería girando y mi sofocación desesperada me alejaron un poco más del umbral de oscuridad que acababa de abandonar, devolviéndome la consciencia de lo que realmente había sucedido conmigo. Reaccioné desesperado, con el corazón comenzando a galopar. Mi respiración se agitó, en tanto un abanico de consecuencias posibles bullía dentro de mí. Una vez más, los espantosos crujidos del metal y el vidrio, la polvareda invadiendo la cabina, el mundo dado vuelta, me sobrecogieron, y, al asociar, toda mi atención se dirigió, cual bólido, hacia mi cuerpo, hacia mis extremidades. Moví apenas mis brazos, aterrorizado ante lo que pudiese encontrar. El izquierdo opuso una punzante resistencia, embutido dentro de un yeso duro y áspero. Mi mano derecha, libre y aparentemente ilesa tanteó, sigilosa, conmigo al borde del desmayo, buscando comprobar que mis piernas estuviesen en su lugar. Respiré entrecortadamente, aliviado, cuando las yemas de mis dedos tocaron mis muslos, y, aunque lejano, sentí un débil cosquilleo en los pies. Esbocé una mueca amarga al recordarme, apenas horas atrás, fantaseando con falsas excusas que explicaran mi inaudita ausencia de tantos días. Qué iluso. Qué estúpidamente ingenuo. Ahora sí que no me harían falta, en absoluto, todo lo explicaría la situación que me había procurado sin molestarme demasiado. Intenté incorporarme apoyándome sobre mi codo sano, pero el esfuerzo fue tan grande que mis músculos flaquearon tras sostenerme unos pocos segundos. En el asiento de una desvencijada silla contigua un viejo libro abierto reposaba sobre su lomo, pero no le presté atención. El sopor monumental, el turbador cansancio que me abatían deben haberme sumido nuevamente en sueños.
- Ah, ya despertó usted... - Una voz seca y rasposa, sonó desde algún punto a mi alrededor. Pestañeé, luchando por despabilarme. Esperé unos instantes para recuperar fuerzas, luego giré apenas la cabeza, para ver quién me hablaba. Un hombrecillo de unos sesenta años, con su cabello algo alborotado y gris, me escudriñaba con gesto embarazoso. Traté de incorporarme, pero no conseguí sostenerme por más que un segundo, así que, vencido, me dejé caer pesadamente sobre la almohada, despidiendo un retumbante y penoso suspiro.
- Nada de esfuerzos, por el momento... – dictaminó, negando con su dedo índice.
Observó el monitor que vigilaba mi ritmo cardíaco, revisó mis brazos, levantó la cobija que me cubría e hizo otro tanto con mis piernas. Quise decir algo, pero tenía la lengua anudada y tiesa.
- ¿Cómo se siente? – preguntó, sin mirarme.
Me limité a mover débilmente mi mano como toda respuesta. Su rostro imperturbable no me daba pista alguna de mi estado real, y no tuve el coraje de preguntar nada. Supuse que había tenido suerte, porque, cuanto menos, respiraba y podía ver. El médico escribió algo en una especie de ficha, me palmeó suavemente, y, antes de salir de la habitación, dijo:
- Descanse. Lo veo más tarde.
Casi caigo presa de la desesperación. Con la fuerza de una avalancha, las situaciones que tendría que afrontar de ahora en más me fueron aplastando. Cecilia se empecinaría en abrumarme con sus fastidiosas preguntas hasta obtener de mí una explicación lógica, la dilucidación a sus indiscutibles interrogantes acerca de mis ausencias, de mis evasivas, de mi comportamiento peculiar. O, quizá también, mantendría un silencio tan opresor como inquebrantable, hasta que yo me decidiese a confesar algo. En la empresa habrían hecho averiguaciones de todo tipo. Cuando comprobaran que lo de mi tío de Neuquén era un invento no sólo pondrían en duda mi palabra y mi honor, sino que decidirían que el endiablado proyecto continuaría, prescindiendo de mí, de mi aprobación final, después de tanta dedicación, de tanto empeño. Y a todo ello, se interpondrían los engorrosos trámites policiales y judiciales de las pólizas de seguro, si es que las tenía, del auto de alquiler. Sentí que algo en el centro del colchón me succionaba y yo comenzaba a hundirme sin remedio. Una náusea súbita me invadió y tuve que reprimir una arcada violenta, tragando saliva y ácidos estomacales.

Esteban Nevares, el encargado de plataformas en Mendoza, se asomó silenciosamente, interrumpiendo mis angustiadas cavilaciones.
- Leiva, por fin, che... – exclamó, con sus brazos abiertos. – El doctor te encontró bastante bien, ¿te lo dijo? Te vas a recuperar en seguida, y eso que casi no contás el cuento, no sabés cómo quedó el auto, chatarra y gracias. Estas rutas, si no las conocés bien, son traicioneras, y más, si manejás a los pedos... – Cabeceó y se rascó el cuero cabelludo. – Los de Buenos Aires me ordenaron que nos hagamos cargo de todo, por eso estoy acá... Lindo chiste nos encajaste, eh... Corrimos como liebres por vos. – hizo una pausa. Se inclinó y pude oler su aliento pestilente. – Guacho, el cuentito del tío, entre nosotros, yo nunca me lo tragué, ¿okay? – rió entre dientes. - Pero bueno, vos sabrás...
Sus palabras me invadieron de odio. Debo haber enrojecido rotundamente Si hubiese podido, lo habría echado a puntapiés. Como en otras ocasiones, sentí que él podía leer a través mío.
- Se trata de disfrutarla, ¿no? – añadió. – Pero, con una salvedad, sin cagar a nadie, así, sí... En fin, tengo que hacer un par de trámites acá, antes de volverme a Mendoza. Porque te aclaro que estoy en este bendito hospital desde el miércoles... tengo una familia, ¿sabés? – Sus ojos se instalaron un instante en el libro sobre la silla. Brillaban, cínicos, cuando volvieron a posarse en mí. – Vos vas a estar bien, no te preocupes.
Al atravesar la puerta, se oyó un sonido seco, luego disculpas y una breve conversación. Nevares habló con una voz que identifiqué de inmediato. Me sacudí nerviosamente.
A continuación, liberando una fresca corriente de aire, la puerta se abrió nuevamente, mis pupilas se dilataron, mi pecho se comprimió, y mi padre hizo su intempestiva entrada a la habitación, lanzándome una mirada desaprobadora. Las venas hinchadas, como a punto de atravesar la piel de sus sienes, me intimidaron, llevándose lejos mi ilusión, y trayendo, en su lugar, viejos temores y amarguras. Su paso marcial se detuvo junto a la cama, donde inspiró, frunció los labios, los mordió con gesto impaciente, y, en tono grave, por fin habló.
- Ah, bueno, te despertaste, al final. Nos tenías a todos... Acabo de bajar del avión. Hablé con ese tal Esteban Fernández, o algo así, el de tu empresa, bueno, acabás de verlo, gran tipo, se ocupó de todo... Cecilita no pudo venir, como te imaginarás, con los chicos, la casa... un lío. Está destrozada, pobrecita. No les dijo nada todavía. A Fran y Clari, me refiero. – Su empecinamiento en llamar con diminutivos a cada miembro de mi familia me exasperaba toda vez que lo hacía. – Tomé el primer vuelo disponible, después que los de tu empresa pudieron avisarnos. Estuvieron en t-o-d-o, el traslado, la internación... Lindo dolor de cabeza les diste, decí que son demasiado buena gente. – Hizo una pausa durante la cual se dedicó a inspeccionar la estancia y alisar imaginariamente su cabello cortado al ras. Sin mirarme a los ojos, añadió, como al pasar. - Y vos, che, ¿cómo es que te sentís?
Lo miré con fijeza, como para decir algo, pero sólo meneé la cabeza. Me escudriñó con severidad irritante.
- ¿A quién, a ver, decime solamente, a quién, se le ocurre dejar a su familia en vilo tantos días? – bramó, con gesto teatral. Me sobresalté como cuando me retaba de niño. - Sólo a vos, como no podía ser de otra manera... Pero, ¿se puede saber qué mierda tenés en la cabeza para hacer algo así? ¿Pensaste en tus hijos? – Tragó saliva, aferrado a las barandas de la cama, que se sacudieron con un chirrido, los nudillos blancos de crispación. - ¿En qué carajo andás, Rodrigo? –Espetó, escupiéndome. Pegué un salto que rogué no notara. Un silencio viscoso, espeso, eterno, sobre el que cualquiera hubiera podido cincelar o esculpir formas antojadizas se hizo sentir con todo su peso, extinguiéndome. Mi padre no desistía de escrutarme con su mirada desorbitada, de halcón acechante, cuando ví la puerta volver a abrirse tímidamente y a Dardo, botella de agua en mano, hacer su salvadora y luminosa aparición. Su rostro, impávido, se encendió en una sonrisa blanca y ancha cuando nuestras miradas se encontraron, y fue después, mucho después, que reparó en la figura de mi padre a mi lado. Le dedicó una breve inclinación de cabeza y, raudo, se abalanzó sobre mí. Tomó mi mano con fuerza y, sin dejar de sonreír, suavemente, me dijo:
- Te dije que no intentaras acrobacias con ese auto tuyo.
Enrojecí furiosamente. Tragué saliva, asentí, intentando mostrarle una mueca simpática. Insegura, mi voz sonó cavernosa y gutural al hablar por primera vez.
- Ya me conocés... – logré decir. El terror que me invadía ahogó la sílaba final.
- ¿Cómo está usted? – Dardo ofreció su mano libre a mi viejo, que observaba la escena inmóvil, pétreo. Como toda respuesta, mi padre emitió un gruñido.
- ¿Pero,... vos no sos...? – atinó a decir, glacial. Su mano no se movió.
- Dardo Davese, sí, señor. Me recuerda usted. – El tono de Dardo no perdió la alegría ni la frescura al dirigirse a mi viejo, cuya mirada se hizo brumosa y oscura en tanto sus órbitas nos estudiaban alternativa, repulsivamente.
- ¿Cómo olvidarlo, no? – Separó sus labios como para decir algo más pero se paró en seco. – Voy a... – añadió, señalando hacia afuera, sin terminar la frase, luego retrocedió en dirección a la puerta mirándonos con estupefacción. Sus dedos, creyendo el picaporte a más distancia, lo embistieron con un ruido ahogado. Avergonzado, giró enérgicamente sobre sus talones, y se marchó sin más.

Para Dardo la situación no revestía la más mínima consideración, porque habló con una naturalidad admirable.
- Rodri... unos días nada más, y ya vas a estar bien. – Acarició mi pelo tras el vendaje que me cubría la cabeza al hablarme. Su suavidad me enterneció, pero algo muy dentro mío rechazó el gesto. Mis ojos se humedecieron.
- No me mientas... – murmuré, apenas separando los labios.
- No te miento, boludo. – Dijo con firmeza. La palma de su mano se posó sobre mi mejilla. Por un segundo me restregué en la calidez de su piel.
- No me sale una, la puta madre... – balbuceé, conteniendo el llanto.
- Pará un poco, ¿estás tan seguro, de verdad? – inquirió Dardo, inclinando la cabeza con fastidio. – No pienses eso, bolas. Todo va a estar bien, date tiempo...
- ... Sí, puede hablar, te lo paso. Sí, sí, quedate tranquila... te digo que no... Sí, correcto. Mañana, ¿para qué más? Bueno, te paso. Besalos a Fran y Clari de mi parte. – mi viejo entró haciendo girar la puerta violentamente. – Atendé a tu mujer. – ordenó, extendiéndome su teléfono celular.
Mi respiración agitada resonó contra el micrófono del aparato.
- Ceci... hola.
- Me dice tu papá que en un par de días te dan el alta. – declaró, cortante.
- Sí, algo así... ¿los chicos?
- Bien, como te podrás imaginar. Yo... – carraspeó. - ...iba a viajar, después tu padre me convenció de que lo mejor era que me quedara con ellos...
- Hiciste bien, no te preocupes, yo estoy cuidado... – miré a Dardo fijamente, luego a mi viejo. Me arrepentí de haberlo dicho.
- Sí, ya lo sé. – señaló, sombría. – Rodrigo... - Debió haber alejado el auricular porque a mi oído llegó algo como un sollozo sofocado. No pude agregar nada. Esperé a que volviera a hablar. Lo hizo luego de un paréntesis en que lo único audible era mi propia respiración perturbada. -... Nada, cuidate.
- Sí, prometido... – Pero Cecilia ya había cortado la comunicación.
- Yo me voy al hotel. Acá tienen mi teléfono, por cualquier cosa. – Anunció mi padre, sin sacar su mirada de mármol de encima de Dardo. – Supongo que nos estaremos viendo.
Nos dejó solos, y después de que hube superado la estupefacción, volví a hablar.
- ¿Estoy muy hecho mierda? Decime la verdad, Dardo, por favor. – supliqué.
- Un par de costillas rotas, fractura del radio y cúbito, por eso estás enyesado. Lo más serio fue el golpe en la cabeza, pero te estabilizaron enseguida. Y raspones varios, tampoco tantos, considerando las vueltas que pegó el coche...
- Dardo, ¿qué hicimos? Mirá en qué terminó todo... – No quería llorar, pero las lágrimas ya surcaban mi rostro desconsolado.
Habló con firmeza.
- Primero, no terminó nada. Segundo, lo que hicimos no tiene un carajo que ver con esto. Rodri, por Dios, fue un accidente, nada más.
- ¿Nada más? - levanté la voz. - Casi me mato, tengo a mi familia desesperada a mil y pico de kilómetros de acá, a los de mi laburo dudando de cada cosa que hago, y vos me decís que fue nada más que un simple accidente... Qué fácil es todo para vos, eh... cómo se ve que no tenés a nadie más que a un perro rompepelotas al lado tuyo... ¿Me querés decir cómo carajo arreglo todo este quilombo ahora? – continué, esquivando su mirada. - ¿Cómo pude ser tan inconciente, tan ciego? ¿Qué me hiciste para que yo arruinara todo de esta manera, Dardo? – Aullé, babeándome. - ¿Cómo no me paraste, cómo no me advertiste de toda esta locura? ¿Por qué fuiste tan egoísta, tan hijo de puta? – y rompí a llorar ahogadamente.
Dardo se limitó a contemplarme sin pronunciar palabra. Esperó a hacerlo hasta cuando, al cabo de unos cuantos minutos, pude calmar mi angustia.
- Rodri, la concreción del deseo no debe hacerte sentir culpable. Una cosa nada tiene que ver con la otra. Lo nuestro no desencadenó nada malo, lo sabés bien.
- No me vengas más con esa filosofía de mierda tuya... – lancé, sin contener mi súbita e inexplicable ira. – De gurú de cuarta... Por vos es que no he parado de hundirme cada vez más en toda esta mariconada.
- ¿Por mí?
- Sí, por vos. Yo antes no era así... yo antes... – dudé.
- Dale, seguí, vos antes... – me incitó. – ¿O preferís que lo haga yo? – inquirió, desafiante.
- No te molestes, sé bien de lo que hablo. Yo antes no era un puto, un... un degenerado. Todo era normal, todo... Ahora siento asco de mí, me desconozco, me convertí en un extraño, un negado de su propia vida...
Dardo seguía contemplándome con fijeza, sin pestañear.
- La libertad suele asustar, a muchos les pasa.
- Cortala con esa mierda de autoayuda, por favor, no me des más sermones... Dejame solo, ¿puede ser? – ordené en un alarido agudo, detestando mi ilógico comportamiento.
- No hay problema. Yo... ya debo volver a mi puesto, hoy mismo, así que... – Sentí mi corazón partirse en dos, en tanto él titubeaba, desencajado. – Me... me voy, feliz de verte repuesto. – Sonrió, con esa sonrisa suya que amaba a morir, y permaneció callado el rato en que ninguno de los dos parecía dispuesto a manifestar nada más. – Rodri, te amo, y eso me hace aún más feliz. – Su voz se quebró y, antes de que pudiera eludirlo, posó sus labios, húmedos, tersos, sobre los míos. Su efecto, por un mágico, breve instante, me hizo levitar, transportándome, con la fuerza de un relámpago, a esa tierra acogedora, secreto amparo de nuestro sentimiento, feliz encarnación de mis rugientes deseos. Como si con ello pudiese aferrar la parte mía que algo o alguien quería matar, mordí su boca, enlacé su lengua, tragué su saliva. Se incorporó, tomó su libro y una mochila pequeña que se encontraba tras la silla. Agitó su mano bajo el marco de la puerta.
- Chau, mi amor. – se despidió.
Cuando se cerró debo haber llorado, en silencio, hasta que, rendido, me sumí en sueños una vez más.


Continúa.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Vientos de cambio en Navidad

Es Navidad, una vez más.

Y el tiempo transcurrido desde la última, veloz, silencioso, pareciera haber especulado con mi descontada distracción, una vez más también. Y aún cuando los recuerdos, ruidos, fotografías, capturados en aquella noche me resulten cercanos, y apenas si note diferencias físicas propias, algunas ajenas y pueda recordar cada detalle, cada instancia, cada sensación, un año ha pasado. Al mirar hacia atrás, puedo verme, a lo lejos, sumergido, por un lado, en mi mundo que siempre constituyó mi cálido refugio y el motor de mi incesante búsqueda, y por otro, quebrando la bruma de mi segura e inalterada rutina, compartiendo una Nochebuena inusual, entre sonrisas corteses y conversaciones formales, deseando poco más que salud y bienestar para quienes amo, y tranquilidad y bonanza para un viaje en ciernes.



Trescientos sesenta y cinco días, de veinticuatro horas cada uno, con todo lo que eso significa, han pasado desde entonces. Y la vida, súbitamente, sin preaviso o advertencia alguna, se me ha transformado en más de un sentido. Circunstancias involuntarias, muchas lágrimas, deseos, hechos, dichos y decisiones ajenos, fortuitos o no, han tenido que ver.
Tal y como le sucede a todo el mundo, porque así debe ser la vida.
Hoy, vientos de cambio que me han tenido demasiado tiempo alejado de aquí y de casas amigas, acarician mi piel y alborotan mi interior, desplegando ante mí un camino incierto y enigmático, y no por ello menos seductor y, sin duda, prometedor. Porque así como a cada recodo habrá riesgos también estará colmado de oportunidades, y, sobre todo porque, quizás ahora que los acontecimientos recientes me han vuelto un poquitín más sabio, sepa verlas mejor.
O, cuanto menos, más claramente.
Es Navidad nuevamente, y con ese año cumplido, va también el tiempo transcurrido desde que la pluma e imágenes de este Vaquero Soñador hicieron su tímida aparición por primera vez. Cuánto debo agradecer a este maravilloso espacio, cuánto, nadie lo imagina.
Hoy, en virtud de este especial momento, de esta celebración única, entonces, quiero, exclusivamente, dedicar mi fugaz regreso a desearles a miembros de la hoguera, brokies y bloggers amigos, visitantes, cibernautas, todos quienes hayan o no, dejado su afectuosa, elogiosa y fiel huella aquí, una hermosa Nochebuena, acompañada de un tendal de bendiciones y suaves vientos de renovación para cada uno de los días de, lo que espero sea, un venturoso 2008.



Feliz Navidad, buena vida y mucho Amor para todos.
JfT

viernes, 16 de noviembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 18a. Parte


Eviscerado. Arrebatado. Dividido. La inercia me conducía por aquella ruta gris, ajena y hostil, encargándose, ella sola, de engullir los dolorosos kilómetros que me alejaban de mi edén. Mi ser se desmembraba y lo mismo me daba ya. Sentía desintegrarme de a poco, y, con ello, emular a Hansel y Gretel, dejando un claro rastro de órganos, extremidades y secreciones sobre el asfalto caliente que se extendía a mis espaldas. Un rastro que a mí no me serviría para hallar el camino de vuelta porque yo no regresaría con Dardo. No, al menos, ahora que arterias y vasos irrigaban mi cerebro con el eco de la quejumbrosa y bramante voz de Cecilia. Cecilia, mi mujer, mi esposa. ¿Había pensado en ella en todo este tiempo? Tragué saliva. No lo había hecho. De inmediato supe la razón que me justificaba forzadamente. Ella pertenecía a otro universo, a uno que nada tenía que ver con Dardo, ni con nada de lo que había ocurrido durante todos estos días. El universo donde ella sí encajaba, a la perfección, era aquel de mi vida anterior a él. Mi vida anterior a él, la vida a la que regresaba, inevitablemente. Un escalofrío barrió con cada una de las vértebras de mi espina dorsal. Temblé. Me pregunté cómo diablos haría para soportar su ausencia, ahora que tenía el corazón y el alma marcadas a fuego abrasador. Miré hacia el cielo y nombré a Dios, y le reclamé, le imploré, que me diese una señal de cómo hacer para vivir en paz, de cómo seguir, después de este sentimiento que comenzaba a carcomer cada átomo de mí. Dardo había dejado su huella en mis años adolescentes, que había renacido para convertirse en un hito nuevo y sin comparación con nada de lo que me había sucedido anteriormente.
Mis pensamientos continuaron fluyendo como el aire que entraba a raudales. Repentinamente, ajenos a mi ausente voluntad, fueron esbozando un balance prematuro, presumido, que fue aventurándose a clasificar las etapas de mi vida adulta de acuerdo a situaciones únicas que establecieran un nítido antes y después. El nacimiento de mis hijos apareció instantáneamente, sin lugar a dudas, como la primera. El descubrimiento del amor, atacó inmediatamente después. Ni mi casamiento, ni mi graduación universitaria pugnaron por un puesto en el selecto podio. Volví a tragar, como si mi garganta hubiese estado obstruída por un muñón de género reseco, en tanto las palabras que habían construído mi breve contabilidad vivencial hacían latir mis sienes. Entonces, caí en la cuenta de lo que significaban, y, como escritas en una marquesina de bombillas titilantes, impactaron sobre mi débil corazón. El descubrimiento del amor, del verdadero amor, lo había conseguido con un hombre. Un hombre que siempre había tenido un sitio en mi corazón y del que, ahora, una vez más, me estaba alejando velozmente. Un hombre con el que no tendría, si es que cabían, más que esporádicos encuentros de vez en cuando. Un hombre con el que no podría planear ni proyectar. Un hombre al que, lo sabía, desearía cada hora de cada día. Mis ojos se inyectaron en sangre. Mis puños se crisparon alrededor del volante. Comenzó a faltarme el oxígeno a pesar de las potentes ráfagas que se colaban por los resquicios de las ventanillas, envolviendo el interior del coche. Casi sucumbo cuando un bombardeo de ideas infantiles, de deseos de niño con ansias de pulverizar distancias y decisiones, convenciones y leyes, etiquetas y formalismos me atravesó como un estilete de cirujano. Quise, en ese momento, tener el poder de borrar y escribir de nuevo. Quise ser otro, alguien desprovisto de toda impronta humana. Alguien que no necesitase mucho. En un mundo que fuese otro. Entonces, un ápice de alegría me estremeció, y un millón de fantasías y quimeras centelleantes, liberadas de estigmas irrealizables consiguieron entusiasmarme, porque nada sonaba tan descabellado, al fin y al cabo. Porque, si luchaba por ello, hasta era posible. Pero, a la vez, otra parte de mí, abatida, escéptica, vencida, me traicionaba, quitándome las fuerzas necesarias, convenciéndome de lo que implicaría realmente toda esa epopeya romántica, lejana, imposible. Y la realidad volvía a tornarse agresiva, extraña, una esfera en la que yo estaba de más, y volvía a sentirme limitado, preso dentro de mí, sin escapatoria alguna.
Eché un vistazo piadoso al espejo retrovisor. La infinita cinta asfáltica que iba dejando detrás pareció burlarse, agigantándose implacablemente. Mi corazón dolió. Mi pecho todo se contrajo, y, por unos segundos, creí no poseer más respiración ni consciencia. Sentí convertirme en un despojo, un olvido de mí mismo, encerrado en una cosa metálica y rodante con vida propia, que me había arrancado del lugar donde debía estar. Donde debía estar en ese preciso instante. Sin embargo, no debía parar. No podía detenerme ahora, aunque no hubiese dicho lo que sentía. Aunque no hubiera dicho jamás lo que sentía por él. Nuestros labios se habían unido un millón de veces, nuestros cuerpos, también. Nos habíamos explorado, saboreado, penetrado. Pero ni una sola palabra, ni una sola vez, había reflejado mi sentir y ahora me detestaba por ello. Sí se lo había demostrado, pero nada, ni una sola sílaba que describiera lo que me embargaba había salido de mis labios. ¿Ni una sola? No, ni tan siquiera una. Una vez más, me había portado como un imbécil. Como un maldito imbécil. ¿Es que jamás aprendería? ¿Podía seguir comportándome como un completo idiota aún, a mis treinta y siete años? ¿Podía, después de todo lo que había pasado? Bueno, él tampoco había dicho lo que yo esperaba, lo que ansiaba oir de sus labios. De hecho, su rendición temprana me había pasmado, barrido con mis ilusiones. "¿Y qué esperabas, pelotudo, que te propusiera casamiento? ¿O, tal vez, que te encadenara a un poste de la cabaña? Forro del orto, te anuncio, y escuchá bien, muy bien, que vos tenés tu vida, ¿te acordás? Tu puta vida heterosexual, derechita, limpita, bien ordenada, como te gusta a vos, así que jodete, ¡maricón! Esto lo tendrás de vez en cuando, si es que lo tenés, claro, ¡si no te volvés a cagar en las patas de nuevo, putito!. Porque ahora el señorito quiere pija, ¿no? Te encantó, ¿no es así? Bueno, viejo, a recorrerse miles de kilómetros, a romperse el alma, si eso es lo que querés." Me odié más. Mis pensamientos me castigaban y herían sin cesar, sin piedad. Y no era así. Yo no quiero pija. Yo quiero a Dardo. A mi Dardo. Tan sólo a él.
El viento de un enorme camión de carga rugiendo en sentido contrario sacudió violentamente el auto. Tuve que sujetar vigorosamente el volante para evitar morder el fin de la calzada. Quizás haya sido eso lo que, de alguna manera, me hizo reaccionar de todo el daño que me estaba infringiendo. Lo cierto es que, para aliviar en algo ese viaje de pesadilla, ese recorrido eterno y torturante, hice el denodado esfuerzo por evocar algo que no fuese Dardo, y que me reasegurara en mi vuelta a la vida normal, que me ratificara que estaba haciendo lo correcto. Mi rostro se iluminó en el acto. Ilusionado, comencé a buscar entre mis cosas, la foto de Clarita y Francisco. Hurgueteé con desesperación entre el lío de objetos en mi mochila sin sacar mis ojos del parabrisas, hasta que las yemas de mis dedos chocaron con el borde de la instantánea que siempre llevaba conmigo. La extraje para contemplarla y mi vista se nubló. Evité llorar. La encajé, ajustándola dentro de una ranura del tablero, bien de cara hacia mí. Desde allí sonreían felices, mirándose de reojo con complicidad, sus miradas chispeantes, sus mejillas brillosas, ajenos a todo, llenos de rebosante inocencia. Nuevamente enjugué mis párpados chorreantes. El paso de un enorme autobús de larga distancia esta vez, zarandeó el auto de lado, introduciendo una violenta corriente de aire que arrebató la foto de su sitio y la echó a volar en remolinos enloquecidos. Veloz, levanté el cristal de la ventanilla de mi puerta. El hecho de que las del lado contrario también se encontrasen abiertas produjo un efecto mucho peor, pues la fotografía siguió girando sin control, como en torbellino, chocando contra el techo y las paredes del auto, mientras yo, expectante, seguía su rumbo frenético y trataba de atraparla como si fuese una mosca zumbona. Cuando, peligrosamente, sin dejar de aletear hacia todos lados, se acercó a las amenazantes rendijas abiertas del lado derecho, me desesperé, y, sin pensarlo, como si en ello arriesgara mucho más que una simple fotografía, me arrojé sobre ella dispuesto a recuperarla. El Palio debe haber mordisqueado el escalón entre el pavimento y la banquina en el momento en que solté el volante, pues lo único que recuerdo, hasta el día de hoy, es el coche inclinándose súbitamente, los espantosos e interminables giros del vuelco, el sonido de la carrocería crujiendo y estrellándose contra el duro suelo patagónico, los cristales haciéndose pedazos, la polvareda inundándolo todo y metiéndose en mis pulmones, los golpes contra todo lo que me rodeaba y la dócil apatía que me dominó por completo. La calma sobrevino, finalmente, cuando algo de lo que orbitaba sin control se aplastó contundentemente contra mi cabeza. El automóvil detuvo su violenta carrera, balanceándose sobre su techo destrozado, contra un colchón de matas duras y espinosas.
No sé bien cuánto tiempo habría pasado cuando recobré fugazmente el conocimiento. Entreabrí los ojos, completamente aturdido, ignorando dónde me encontraba, mientras oía, atenuadas, las voces de desconocidos que discutían cómo sacarme del coche. Tosí, invadido por un horroroso malestar en el centro del pecho. El sacudón de mi cuerpo contra los restos del tablero removió el dolor de las acechantes contusiones, multiplicándolo. No pude gritar siquiera, el olor del combustible derramado me asfixió y aterrorizó, tanto como la pestilente convicción en ciernes, de que había desafiado a la controladora fracción del mundo que no perdona al rebelde, al insolente que osa alzarse en contra del sistema .
Y de que debía pagar un altísimo precio por ello.
Continúa.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Noche estrellada




Esta es la melodía que bailaron Dardo y Rodrigo aquella noche que la tormenta se fue...

miércoles, 31 de octubre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 17a. Parte


El tiempo robado a la vida convencional, a la vida previsible, a la que suelo llamar normal, estaba llegando a su fin. Los retazos de vida deseada habían comenzado a esfumarse de a poco, igual que el arco iris había marcado el ineludible fin de la tormenta al fundirse dócilmente con el rebaño de obedientes nubes en incesante marcha. Ese fenómeno simple, natural e irrelevante, obró de manera semejante a las ilusiones y deseos cumplidos durante nuestro breve período de felicidad compartida. Secreta e ilusoriamente, me obcecaba en retenerlos, como si, cual hechicero o genio, tuviese la facultad de mantenerlos atrapados férreamente entre mis puños, sólo porque así era mi voluntad. Y ellos, obedeciendo un ciclo tan natural como insensible a mis aspiraciones, al no poder encarnarse y verse cristalizados, pugnaban por filtrarse a través de los minúsculos resquicios de los pliegues de mis manos, titubeantes entre fundirse con el aire puro del lugar y quedarse allí, a salvo, o disolverse con el viento y desaparecer, sumisos, conscientes de su fatídico designio.
Era de noche. Las copas de los cipreses se balanceaban elegantes, una tímida pero brillante estrella ya había hecho su aparición y un tenue resplandor azul claro recortaba la silueta de las montañas. Habíamos comido sopa de sobre y pasta sazonada con queso y ajo desecado. Dardo dio cuenta de todo con excelente apetito, yo di varios rodeos para finalmente apartar el plato a medio terminar. Bebíamos vino ahora, apoltronados sobre dos desvencijadas reposeras, en la galería. La temperatura había descendido varios grados. Mi vista, indecisa, se clavó en Rodríguez, que husmeaba los alrededores ansiosamente. Un inusitado sentimiento de envidia me invadió al contemplarlo. Mi rostro se crispó. Y odié al pobre animal. Por su descarada inconsciencia, su natural irresponsabilidad, su irritante indiferencia ante lo que constituía su mundo. El mismo mundo que podría pertenecerme a mí pero que debía abandonar inexorablemente. Qué cruel ironía. El perro podría estar en cualquier otro lugar, con cualquier otro amo, y estaría tan bien como allí. Y yo...
Mi corazón comenzó a acelerarse y me revolví, entre inquieto e incómodo. Un inesperado dolor en el pecho hizo que me estremeciera. La madera de la poltrona crujió como si fuera a partirse. Mi corazón se aceleró y mis órganos digestivos desaparecieron dejando un doloroso vacío. Era el momento. Tuve que tragar varias veces antes de poder hablar.



- ¿Qué vamos a hacer ahora, Dardo? - lancé, sin rodeos, escrutando el horizonte, alarmado no tanto por mi franqueza como por la voz aflautada que surgió de mi garganta.
Permaneció en silencio, sin moverse. Me preparaba a repetir la pregunta cuando habló finalmente.
- ¿Hacer? ¿A qué te referís? - dudó, en un hilo de su voz grave.
- A partir de ahora, digo... que yo... - carraspeé con fastidio. - ... que yo me voy, que me vuelvo y... y vos te quedás acá... - tragué sonoramente. - ¿Cómo siguen nuestras vidas?
No contestó enseguida. Bebió un gran trago de vino. Cuando lo hizo, su tono había cambiado ligeramente, expresando un dejo de seriedad.
- Tal como estaban antes de que vos vengas acá, Rodri, nada tiene por qué cambiar.
Fué como si me hubiese rociado con gas paralizante. Una puntada en el medio del pecho humedeció mis ojos. Inspiré profundo.
- ¿Nada?¿Cómo, que nada...? - logré balbucear.
Se incorporó ágilmente, entró a la cabaña y regresó con la botella del vino que estábamos bebiendo. Llenó su copa y la acabó de un solo trago. Continuó hablando mientras servía la mía.
- Rodri, vos ya tenés una vida hecha, con una mujer, hijos... ellos no tienen nada que ver en todo esto. Sería injusto cambiar algo de sus vidas por nosotros, ¿no te parece? - determinó.
Sonó tan claro, acertado y decidido que me estremecí. Rodríguez se había acercado a mí. Lo espanté con irritación cuando lamió una de mis manos.
- Además, mi viejo, nada de todo esto es real. - anunció, sombrío.
Me limité a contemplarlo sin disimular mi estupefacción ni mi respiración cada vez más agitada.
- ¿Sabés? Tuvimos suerte... mucha, creo... - murmuró. - ... de estar acá, de encontrarnos... Habitualmente, ésta es la época de concesión de las licencias de pesca, y tengo que patrullar y controlar constantemente el movimiento de gente, que suele ser numerosa y que siempre se manda alguna... Increíblemente, no hubo un sólo pescador este fin de semana. - lanzó una risotada. - Ni uno sólo, qué loco... tal vez se hayan enterado de la tormenta... - volvió a beber el contenido de su copa de un trago y la llenó una vez más. - ... o de la cogida que nos íbamos a pegar! - me miró con picardía y palmeó mi pierna con fuerza.
Esbocé una débil y temblorosa semisonrisa. Mis ojos seguían escudriñándolo, expectantes.



- Este mundo no está hecho para nosotros, viejito... - continuó, meneando la cabeza. - ...qué va... ni para nosotros ni para ningún puto que ame a otro. - sentenció.
Esas últimas palabras vibraron dentro de mí, dejándome una amarga sensación. Abrí la boca pero mi lengua estaba enroscada en un nudo imposible. Un chasquido de ramas hizo que giráramos nuestras cabezas en dirección a la negrura del bosque. Las grandes orejas de Rodríguez se enarbolaron como antenas en estado de alerta. Distinguí una sombra, o algo parecido, deslizándose entre los arbustos. Asustado, busqué la mirada de Dardo, pero él la tenía fija en algo situado más allá de la espesura. Sin descuidar la atención de aquello que parecía vigilar, siguió hablando.
- Esto que nos tocó vivir a los dos, pasó acá... en la única clase de mundo posible para nosotros, Rodri, y sólo porque no hubo ojos ni dedos que rompieran las pelotas... De no haber sido así, jamás se hubiese dado. - afirmó. - Fuera de acá, no tenemos huevos suficientes... nadie los tiene, bah! Somos circunstancias, Rodri. Eso somos, cir-cuns-tan-cias... - pronunció cuidadosamente cada sílaba. - Sin darnos cuenta, nos comportamos de acuerdo a ellas, como si fuésemos soldados... o, mejor dicho, robots. Cuando te encuentres de regreso a tu vida de todos los días vas a comprobarlo. Tu casa, tu trabajo, tu ciudad, se van a encargar de hacer de todo esto un recuerdo, muy pronto. - No había un solo dejo de amargura en su voz, hablaba como si leyera un discurso preparado de antemano. - Y de marcarte qué lejano está de tu realidad.
Mi mente bullía como si fuese a entrar en erupción. Lo escuchaba y quería decir algo que le diese una pista del universo que latía dentro mío, pero no tuve el coraje. Aunque detesté sus dichos, era verdad. Las perspectivas que teníamos por delante no daban lugar a ninguna opción lógica. Aún así las cosas, me resultó extraña, dado el espíritu de Dardo, siempre libre e irreverente, su capitulación temprana, sin condiciones. En el estado en el que me encontraba solo pude pronunciar las palabras más banales, las más políticamente correctas, las menos comprometidas, las que, de alguna manera, absolvían al homosexual desaforado en que me había convertido.
- Dardo, vos... - mi voz temblaba, con tono vencido. - ... vos sos mi... sos mi amigo, y quiero... - tragué varias veces antes de poder seguir. - ...no me gustaría perderte... - mascullé apenas.
Su mirada se había vuelto vidriosa, los músculos de su rostro, tensos. La nuez de su garganta subía y bajaba. Mordió sus labios y se pasó una mano por el cabello desordenado. Giró y me estudió con gesto cansado.
- ¿Y quién dijo que me vas a perder, boludito? - Su rostro todo se deshizo en una sonrisa que me inundó con su luz, su voz exhaló una súbita serenidad. - Dije que no estaría bien que cambies tu vida, pero no dije nada acerca de que le sumes algo... alguien. - se sentó, ágil, sobre mi regazo. Su respiración inundó mis vías nasales con el aroma ácido del vino. Sus labios se movieron lentos, rozando los míos, al confiarme; - Ya vamos a encontrar la manera de que esto no termine aquí, no te preocupes. Y me abrazó.
Esa noche tuve una pesadilla. Andaba por una calle sombría, oía voces a mi alrededor pero no comprendía qué decían. Cosas informes, como meteoritos opacos, de aspecto amenazador, surcaban el aire, y yo caminaba casi agachado porque les temía. La calle se convirtió después en una sala amplia, blanca, pero atestada de cosas y gente que reía entre haces de luces de colores. Aunque las caras que me observaban con desdén no me resultaban familiares, ellas representaban a algunos compañeros de oficina. Un espejo como los de parque de diversiones, en algún rincón del lugar, deformaba mi figura pálida, ensanchándola como un barril, revelando mi completa desnudez. Espantado, quise huir pero algo pegajoso sujetaba mis piernas al piso. Bajé la vista y no me sorprendió encontrarme con mi pene enrojecido y muy erecto, y mis pies enterrados en un pantano oscuro. De entre la muchedumbre surgió un hombre con una copa en la mano que, con gesto lascivo, tomó mi miembro. No tenía brazos sino largos y venosos tentáculos que se enroscaron en mí mientras no dejaban de contorsionarse como serpientes. La sensación de asfixia hizo que despertara, jadeando. Dardo roncaba suavemente a mi lado. La tersura de su piel pegada a la mía me calmó de inmediato, y después de un rato volví a quedarme dormido.
Consulté mi reloj pulsera cuando abrí los ojos. Eran casi las siete de la mañana. Volteé la cabeza para encontrarme con Dardo que, bañado por la luz muy blanca y espectral que se filtraba a través de la ventana, me contemplaba con dulzura. Sus dedos siguieron la línea de mis mejillas, luego la comisura de mi boca, y se detuvieron para acariciar mi barbilla y mi labio inferior.
- Lo logramos, Rodri. - susurró. - Nos olvidamos de todo lo que nos dijeron, mandamos al carajo lo correcto. ¡Nos recagamos en todo el puto mundo heterosexual!
Le sonreí compasivamente.
- Te voy a extrañar... - murmuré.
- Lo sé, viejito.
No olíamos bien. Nuestros ojos lucían lagañosos, nuestros cabellos, sucios y enmarañados, nuestros cuerpos, sudorosos bajo la gruesa capa de cobijas. Mi boca estaba seca y pastosa. La de él, aún apestaba a alcohol. Sin embargo, hicimos el amor de la forma más deliciosa que recuerdo. Un preludio oral y manual exquisito preparó serenamente los acordes para la sinfonía de movimientos que sobrevinieron. Luego todo él fue hundiéndose en mí, suave, mesurado, el dolor, de a poco fue cediendo, el regocijo fue creciendo, al sentirlo llegar cada vez más adentro mío. Así, hasta que, adivinándolo en sus iris centelleantes, poco antes de llegar al éxtasis mutuo, nos separamos el tiempo necesario para invertir nuestra posición. Entonces penetré en él, lento, jubiloso, mi boca sellando cada incursión con un beso intenso, vivo, tan sentido como esculpido en nuestras pieles, en nuestras carnes. Eyaculé un instante después de ver su carga blanca y abundante caer sobre el abdomen chato y fibroso. Y ese instante de exuberante pasión me reveló la noción real, me brindó la dimensión más acabada, del sentido más pleno de libertad, aquel del cual nadie nunca me había hablado, y que, sabía, tampoco yo sería capaz de transmitir. El más relativo, el incompleto, ahora que conocía el verdadero significado, me esperaba junto con mi vida convencional, muy lejos de allí en todos los aspectos posibles. Supe, a partir de ese momento, que los términos que denominan cantidades y magnitudes de tiempo se relativizarían y caerían sobre mí con un peso distinto al literal, al que conocía. Una dimensión nueva, la que atesora el poder verdadero de la pérdida y sus catastróficas derivaciones internas, sabía, me aguardaba agazapada esperando que me alejara de allí.

El rumor de un motor y de grava crepitando nos devolvió violentamente a la consciencia. Dardo me dio un último beso antes de salir catapultado del aplastamiento al que lo había sometido. Se vistió rápidamente y, antes de atravesar la puerta, se detuvo para guiñarme un ojo al tiempo que, sin emitir sonido alguno, gesticulaba un claro "Te quiero", que quedó repicando en mi interior como las reverberaciones de una estruendosa campana de iglesia.
Salí de la cabaña después de tomarme el tiempo para poner un poco de orden y ocultar cualquier señal comprometedora. Dardo conversaba animadamente, recostado contra una camioneta de mayor porte que la de él, con otro guardaparque y un gendarme. La imagen fue el contraste exacto, la representación que necesitaba para darme cuenta de lo fuera de la ley que habíamos vivido durante estos gloriosos días, y de que todo, finalmente, había terminado. Por un segundo fugaz fantaseé con que, al abordarlos, me anunciaran que quedábamos detenidos por recontraputazos. No lo hicieron. Por el contrario, me saludaron efusivamente.
- El es Rodrigo Leiva. - me presentó Dardo, vivaz. - Ellos son el oficial Firpo y el cabo Corvalán. Se ofrecieron a escoltarte hasta el cruce con la ruta.¿Qué tal?
"Para la reverendísima mierda", dije para mí, "Yo no quiero ir a ninguna parte, quiero quedarme acá, con Vos", pero estreché sus manos sin decir una palabra, con la decepción impresa en mi gesto circunspecto ante el plan de abducción de mi paraíso conquistado.
- El camino es un barrial con tramos casi intransitables, así que van a remolcarte hasta allá... buenísimo, ¿no? - me informó Dardo, animado.
- Msí, genial... gracias. - dije, a regañadientes. - ¿Cuándo?
- En cuanto esté listo, saldríamos, si le parece. - contestó el tal Firpo.
Sostuve la mirada en los taciturnos ojos de Dardo unos segundos. La inclinación de sus párpados me indicó que sería mejor que me diera prisa.
- Seguro, voy a recoger mis cosas. - repuse secamente.
Metí las pertenencias que pude encontrar en la mochila, mis dedos chocando todo lo que intentaba asir. Me higienicé a duras penas y, cuando salí disparado del cuartito que hacía las veces de baño, embestí a Dardo impetuosamente. Se aferró a mí, desesperado. Todo él temblaba.
- Rodri... - su mandíbula tiritaba. Las palmas de sus manos se apoyaron en mis mejillas, untándolas vigorosamente con su transpiración. Se mordió los labios, levantó su dedo índice, lo agitó en un gesto que presentí admonitorio, y lo apoyó sobre mi boca. La abrí, introduje su dedo, resuelto, y lo succioné bañándolo de saliva. Lo retiró mientras yo asentía lentamente, comprensivo, sin sacar mis ojos de los de él. Tomándolo de la cintura, lo atraje hacia mí, y le di el beso con el que nos despediríamos de esos días por última vez. Nuestros labios se apartaron con un chasquido cuando Rodríguez hizo su aparición ladrando desesperado. Lo fulminé con mirada asesina.
- Vamos. - imploró Dardo, y salió presuroso, en tanto el perro, jadeante, se erguía y con mirada brillosa apoyaba sus patas delanteras sobre mí. Lo aparté con exasperación.
Revisé el motor antes de partir, no tanto por mi conciencia de conductor responsable, sino por distraer mi mente con algo. Los oficiales engancharon una sólida cuarta de remolque al paragolpes delantero del Palio para, de esa forma, sortear los lodazales y remontar la empinada cuesta que lleva al camino provincial, según explicaron. Subí al auto hecho un incontrolable manojo de nervios. No había terminado de cerrar la puerta cuando un tirón violento y súbito lanzó el coche hacia adelante, iniciando así mi temida partida. Dardo se apareció junto a la ventanilla, corriendo a la par.
- No te olvides, Rodri, lo logramos... - vociferó entusiasmado. - ¡Eso es lo que cuenta! - riendo, agregó. - ¡Y la próxima, elegí otro color de auto, el turquesa da muy gay!
Las lágrimas ya rodaban por mi cara cuando extendí mi mano hacia afuera y él pudo aferrarla antes de que la camioneta acelerara y yo tuviera que atenazarme al volante, que se mecía con espasmos secos y pendulares. En cuanto pude controlar la dirección asomé la cabeza para ver su silueta, que ya se había detenido y me despedía, uno de sus brazos en alto, agitándose, el otro apoyado sobre su corazón. Permanecí observándolo un momento más, cerciorándome de que esa imagen, la de él despidiéndome, se hubiera cincelado en mi memoria.


El camino, sumamente accidentado, sirvió, no para menguar la espantosa sensación de descuartizamiento, más sí para distraerla, al menos durante todo el trayecto hasta la ruta, larguísimo y tedioso. Concentré toda mi atención en seguir las constantes indicaciones de los guardaparques en cada acumulación de agua y fango, en cada estrechamiento del camino, en los innumerables bordes traicioneros y así conseguí, durante ese lapso, levantar precarias barreras a la tristeza y el dolor que, como tropilla de caballos en gatera, amenazaban con aplastarme desde todos los flancos.
Cuando, habiendo ya dejado a mis gentiles guías atrás, el coche se zambulló sobre el pavimento lanzando esquirlas de barro en un traqueteo tan ensordecedor que me hizo conjeturar que se desarmaría de un momento a otro, mi teléfono celular comenzó a sonar, enloquecido. Decenas de mensajes de aviso de llamada se agolpaban en la bandeja de entrada. Los borré sin consultarlos y luego, con furia, arrojé el aparato al asiento contiguo. No bien golpeó contra el tapizado, la campanilla de comunicación entrante taladró mis castigados oídos y mi corazón dio un vuelco. Hablaron antes de que llegara a contestar.
- ¿Dónde estás? - la aguda voz de Cecilia, metálica, subrayó cada consonante, reprimiendo una furia creciente. - ¿Ya enterraron a tu tiíto de Neuquén?
Tragué saliva.
- ¿Me permitís que te explique? - supliqué tímidamente.
- ¿Estás bien? - me interrumpió con aspereza.
- Supongo que sí. - repuse, dudoso.
- Entonces, dejá, ni te molestes. Mejor dejame a mí informarte que tu hija está enferma desde que perdimos el contacto con vos, y tu hijo hace dos días que no deja de marcar el número de tu celular desesperado por saber algo de su padre perdido. - espetó con fastidio.
Arroyos de lágrimas caudalosas surcaron mis mejillas. Gruñí.
- ¿Dónde carajo estás, Rodrigo? - gritó exageradamente, fuera de sí. - ¿Cómo pudiste cagarte así, en tus hijos?¿Cómo, me explicás? - Lloraba ahora, con sollozos que desintegraron las esquirlas de mi alma.
Una vez más, tuve que tragar repetidamente para poder balbucear algo que sonara a mí.
- Deciles... deciles que a su papá no le ocurrió nada malo... que... que en un par de días vuelvo. - Mi voz se quebró, pero pude pronunciar: - Y que los amo más que a nada en el mundo.
- ¡Andate a la mierda, Rodrigo Leiva! - sentenció Cecilia, con un aullido que me heló la sangre. Y cortó sin decir más.

Clavé los frenos y desvié el auto hacia la banquina. El vehículo que marchaba detrás del mío hizo sonar la bocina, maldiciendo mi brusca maniobra. Pero a mi ya poco me importaba. Lloré desconsolado, con la cabeza hundida entre los rayos del volante, y la idea de mandar todo al diablo y regresar con Dardo dando enardecidas vueltas a mi alrededor.

Continúa.

lunes, 22 de octubre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 16a. parte

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domingo, 7 de octubre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 15a. parte


Con cada vía explorada, cada palmo del cuerpo adorado, cada orificio colmado, el sexo con otro hombre había dejado de ser un tabú infranqueable para convertirse en la encarnación del encuentro más profundo que, estaba seguro, podría lograr alguna vez con otro ser humano. El enorme, temible castillo que durante tantísimo tiempo yo había ido construyendo con ladrillos hechos de una amalgama de frustraciones, miedos y represiones de todo tipo para allí encerrar mis pasiones más ardientes, se había desmoronado de manera natural, erosionado por el caudal de emociones intactas, contenidas, pacientemente guardadas, que se habían desatado en la celebración más gloriosa que alguna vez hubiese podido imaginar, barriendo con hasta el último de sus cimientos. Nuestros pechos se henchían y relajaban cadenciosamente, mientras yacíamos rendidos, empanados de granitos de arena, bañados en sudor y fluidos corporales, arrebatados por un sopor embriagador que nos mantenía inmóviles y sólidamente unidos aún. Dardo, su mejilla apoyada sobre la unión de mis tetillas, su rostro cubierto por el pelo húmedo y enredado que yo no dejaba de acariciar, emitía al dormitar un ronquido lánguido, muy suave. Absorto, ensimismado, sin perturbar su ensueño, paseé la mirada por la situación idílica pergeñada en derredor mío. El horizonte se hallaba al nivel de mis ojos, y sin embargo, extraña y gratamente a la vez, mis sentidos me tenían elevado muy por encima del cielo. Ahí estaban, el lago, armonioso, resplandeciente, su superficie lisa, como la de un espejo perfecto, su arrullo hipnótico, errático, al romper y retirarse con una tímida, minúscula ola, de la orilla. El siseo de los alerces, cipreses y pinos, al mecerse sus ramas con la brisa tibia. Las paredes verdes, luego amarronadas e inalcanzables, del muro de montañas que nos rodeaban y parecían querer protegernos, mantenernos a salvo de cualquier presencia humana. El cielo, de un azul abrumador, regado por translúcidas nubes en miniatura, como de ilustración de cuento infantil. Sonreí. El mundo real había desaparecido, dejando, en su lugar, un escenario de fantasía, un paraíso de fábula, un regalo de la Creación. La confabulación que había, desde algún remoto lugar del universo, pactado nuestro anhelado encuentro, elegía el sitio ideal, trazando un fantástico paralelo con aquella carpa a orillas del arroyo marrón y sinuoso. Y todo por una simple decisión. Nada más, y nada menos que porque lo había elegido. ¿Podían nuestros deseos haber llegado a tanto? No quería respondérmelo. No, al menos, todavía. Todo, de pronto, se había vuelto tan bello, tan acogedor, tan sublime, que, de demorarme pensándolo un segundo más, temí desaparecería desvaneciéndose en el aire, como un hechizo que llega a su destino fatal.
Lejos de lo que constituye mi vida acostumbrada, el mundo, allí, se aparecía tan distinto, sólo atento a mis deseos y dispuesto a saciarlos, y cuánto más simple, más natural, más claro, más acorde a la vida deseada, la casi perfecta.
- Parecemos los únicos en el mundo, ¿no? - balbuceó un somnoliento Dardo, con sus ojos pegados.
Lo miré un instante antes de hablar.
- Pensaba exactamente en eso... - comenté, lanzando un profundo suspiro.
- ¿Qué te hizo venir, Rodri? - disparó, directo.
Me sorprendió y tardé en reaccionar.
- ¿Cómo, qué me hizo...? Vos, boludo.
Gruñó. - Eso es quién. Yo te estoy preguntando qué.
Suspiré otra vez. Eran tantos y, a la vez, tan pocos los motivos que no sabía de qué manera contestarle.
- ¡Yo qué sé, hincha pelotas! Vine, ¿no te basta eso? - con mis dedos sacudí su pelo.
- Sí y no. - entreabrió los ojos. - ¿Por qué te casaste?
Tragué saliva estrepitosamente. - Porque me enamoré, ¿por qué va a ser?
- ¿Y con cuántas saliste antes de concretar?
- ¿Cuántas?... Qué sé yo, un montón... - mentí.
- ¿Y sos feliz?
- Claro que sí, bolas, tengo una familia...
- Seguro... - Sus dedos juguetearon con mis pezones erectos.- Y decime, en todos estos años, nunca...?
- Ni en todos esos años ni después. - lo interrumpí secamente, adivinando a dónde se dirigía. No comprendí mi tono ridículamente defensivo.
Me escudriñó con una mueca de duda.
- Qué suerte tuviste. - dijo luego, melancólico. Hizo una pausa para girar apenas y acomodar su cabeza sobre mi hombro. -Yo, en cambio... aguanté unos años, como cuatro o cinco, hasta que no dí más, entonces, al carajo los estudios de ingeniería y proa a América central.
-¿Y, qué onda? - inquirí, no muy seguro de querer saber.
- ¡Jah! La peor, de parte de mis viejos... nunca aceptaron que echara por la borda todos esos años de estudio y me fuese a Costa Rica, nunca... y después, allá, de todo un poco... vendí ropa, trabajé como chofer, y, de tanto andar, conocí un tipo, en un bar... lindo, pero que resultó ser mucho más cagón que yo. - rió débilmente. - Salimos, sí, hasta que su miedo eterno, irremediable, insoportable, arruinaba todo lo que emprendíamos, cualquier cosa que intentáramos compartir, ¿qué podía pretender con alguien como él? Así que, para olvidarlo, o para seguir huyendo, no sé bien, me fuí a Perú por otro laburo que pude conseguir, como acompañante turístico, y en Lima conocí a César. Vivimos juntos, no estuvo mal, hasta que descubrí que me engañaba con el mejor amigo que me había hecho yo allá, ¿podés creer? Entonces, listo, se acabó, a la mierda con todo, agarré mis valijas y volví a Buenos Aires.
- Uh, qué de trotes... también, vos, si hubieras elegido una vida más ordenada, más tranquila... - murmuré, disfrazando mis celos con un comentario cargado de estúpida moralina. Inmediatamente me odié con toda el alma. Dardo se plantó con ojos de fuego frente a mí.
- Si hubiera elegido una vida más ordenada... , si hubiera elegido una puta vida más ordenada, ¿qué? - espetó, tan colérico que me asustó. - ¿Qué?, a ver, explicame... Ah, no lo sabés... pues yo sí... de haber llevado esa vida que vos sí elegiste, ¡ni a palos estaríamos acá, en este lugar de ensueño, amándonos, cogiendo como animales, como deberíamos haber hecho todos estos putos veinte años! - Las gotas de su saliva me obligaron a pestañear nerviosamente. - ¿O me vas a decir que viniste hasta el orto del mundo solamente para disculparte por lo que pasó en tu auto, frente al río, y de pronto, no sabés cómo, acá surgió todo? Rodri, ¿Te das cuenta de que tuviste que manejar miles de horas y tragar kilos de tierra para comprobar de que es imposible, im-po-si-ble, desviar una inclinación sexual sólo porque alguien lo dice? Apuesto que hasta anoche estabas tranquilo, orgulloso, de tener un cerebro y una pija tan obedientes a tu estirpe de macho... Pero, fijate vos, eh, cambian las circunstancias, cambia la cabeza. ¿Cuánto llevabas vos haciéndote el distraído, Rodri? ¿cuánto maldito tiempo? - Me escrutó, el ceño fruncido, la boca torcida en un rictus de amargura. No atiné a contestar nada lógico. - Mucho, más de lo que me imagino, ¿cierto? - se incorporó, dándome la espalda. - Yo me la dí de canchero en aquella época... cuando en realidad era un pendejo recagón, que no tuvo los huevos para agarrarte y decirte, caguémonos en el mundo y estemos juntos, aún viéndolo, a gritos, impreso en tus ojos llenos de duda y miedo en la librería del barrio esa puta tarde, aunque Yo lo tuviese marcado a fuego en el corazón... tenía la cabeza demasiado hecha pedazos por toda la basura de mis queridos viejos, de toda la mierda del sistema... ¿Qué me quedaba? Mis viejos me daban la espalda, a vos ya no te tenía... Irme lejos, la única, con toda mi represión a cuestas, al reverendo carajo a ver el mundo, que hasta sonaba bien cuando lo contaba... cuando la verdad es que huí, huí despavorido, del puto en que me iba a convertir, así ni mis viejos, ni mis amigos ni el resto de mi familia me verían... - rió forzadamente. - Toda ese quilombo para descubrir que cuanto más intentaba esconderme, más desenfrenado me volvía, para confirmar que así me fuera al Congo o al Polo, jamás podría escapar de mi homosexualidad, porque eso era lo que yo era. - Lagrimeaba apenas ahora, pero eso no le impedía descargarse con voz firme, cargada de amargura. - Te digo algo, Rodri, por mí este mundo de hijos de puta se puede ir a la reverendísima concha de su madre. Ya tuve bastante de toda su basura, de toda su crueldad, indiferencia e histeria del orto. ¿Por qué te pensás que me vine acá? Sí, me encantan los lagos y las montañas y no están mal algo de aislamiento y soledad... pero más, muchísimo más, me encantaría compartir todo esto con alguien, y que ese alguien... – giró, y con ojos que eran un caleidoscopio de matices, continuó. - ...que ese alguien sea un hombre que me ame como yo soy capaz de amar... o cerca, al menos. Pero, bueno, no lo logré, entonces, como ya tenía el lugar, me conseguí un perro... y armé mi vida, con un laburo decente, naturaleza a montones, paz, muuucha paz, mate, algún vinito de vez en cuando, y también... - Sonrió pícaramente. - ...mucha, pero muuuucha paja. A dos manos.
Yo continuaba en mi mutismo, incapaz de pronunciar algo que sonara adecuado.
- Puede que sea un hincha bolas, porque no está tan mal después de todo... - Dicho esto, la voz se le quebró como si sus cuerdas vocales se hubiesen cortado de repente. - Lo que no te imaginás es el estruendo que se escucha cuando caigo a veces... de verdad, no te lo imaginás, Rodri...
Me conmovió de tal manera, que por un instante perdí la capacidad de reacción. Luego lo rodeé con mi brazo y lo traje más cerca de mí.
- ¿Cómo no lo voy a imaginar, boludo? - lo consolé. Por fin pude hablar.
- ¿Qué hora es? - inquirió, zanjando abruptamente su congoja. Su gesto apenado desapareció tan rápido como se había hecho presente.
- ¿Hora? No sé, supongo que debemos estar cerca del mediodía...
- Vení, saquémonos todo este enchastre, que los tábanos no deben tardar en aparecer.
Corrió hasta la canoa, hurgó entre sus cosas y enseguida extrajo un pan de jabón blanco. El agua en la orilla estaba muy tibia ahora. Me aproximé a él, tomé el jabón de su mano y lo conduje hasta donde el agua cubría nuestras rodillas. Lo ayudé a sentarse sobre el lecho gris y sorprendentemente mullido, y, con la misma delicadeza y amor que cuando Clara y Francisco eran bebés, lo enjaboné entero, quitando, cada tanto, los sobrantes de espuma con suaves chorros de agua limpia, en tanto él, dócil, manso como la superficie del lago, se dejaba llevar por el delicioso recorrido del agua jabonosa, el lento frote de mis manos sobre su piel que reflejaba los rayos de sol. La melodía de la canción Daniel irrumpió en mi mente de forma tan repentina que, cuando reparé en ello, ya estaba tarareándola en un tímido falsete. Dardo se apoyó sobre sus codos, la cabeza volteada hacia atrás, extendiendo largamente sus piernas, sus labios ensanchados en una sonrisa de relajada satisfacción.
- Tu canción... - dijo dulcemente.
Asentí. Continué un poco más, mientras restregaba su cabello.
- Sabés... - susurré. - ...lo que te dije, de que una cadena de acontecimientos me trajo hasta acá, es totalmente cierto... de alguna manera, ahora que lo pienso, fué todo tan increíble que hasta me hizo creer, te vas a cagar de risa, en una especie de conspiración, un complot cósmico, no sé, como si algo sobrenatural estuviera digitando todo...
Dardo abrió los ojos y por una décima de segundo me miró desencajado, como si hubiese redordado algo. Tragué saliva, arrepentido, no sabía bien, de qué.
Emitió un silbido y acto seguido señaló, irónico: - ¡Ah, bueno! Mirá cómo le llaman ahora a "eran tantas las ganas de coger con vos que me banqué cualquiera".
- Qué pelotudo sos ... - reí muy a pesar mío. - ... te lo digo en serio! Días antes de recibir el mail de Juanjo invitándome a la reunión de egresados, había pensado en vos, y esa misma tarde subo al auto y adiviná qué tema sonaba en la radio?... - No esperé su respuesta. - ¡Daniel! ¡¿No es de locos?! - El rostro de Dardo se iluminó.
- Sí que es increíble... - comentó, abstraído durante unos segundos. Luego propuso, entusiasta:
-¿Qué tal si comemos? Estoy muerto de hambre. Dardo había preparado unos enormes sandwichs de carne ahumada y queso y unas manzanas que devoramos mientras hablábamos de nuestras vidas, yendo y volviendo en el tiempo, salteándonos años, sucesos, gente, de manera cómplice cuando riendo a carcajadas evocamos momentos juntos. El se refirió a sus aventuras centroamericanas y peruanas, a particularidades y rarezas de la vida en el bosque y la montaña con honda fascinación, y yo me aboqué a detallar apasionadamente los progresos, travesuras y payasadas de mis hijos, y a esbozar generalidades de mis ocupaciones en Buenos Aires. El contraste de su vida plagada de riesgos con la mía me hizo sentir cuánto había pasado por alto, y con eso, el pesado saldo de lo que había quedado en el camino amagó enturbiar el momento.
Desnudos como estábamos todavía, sentados sobre una enorme roca plana, a la sombra de un frondoso ciprés, sólo nuestros ojos cubiertos con anteojos oscuros, me avergoncé cuando una nueva erección comenzó a asomar al estudiar tras los cristales, una y otra vez, el tentador cuerpo de Dardo. Flexioné una pierna, tomé el termo con agua por su asa, bebí un poco y, distraídamente, cubrí con él mis genitales. La parte metálica, helada, tocó mi miembro, obligándome a saltar y aullar amaneradamente. Dardo estalló en una risotada, lanzando lejos parte del bocado que masticaba.
- Rodri viejo y peludo, no cambies jamás, por favor... - se acercó a mí y me dió un beso tierno. Lo festejé, fascinado con mi asombrosa capacidad de aceptación, con ese nuevo ser que le daba calurosa bienvenida a cada situación nueva. Ibamos a comenzar un nuevo round sexual, pero los anunciados tábanos y otros insectos de aspecto amenzante comenzaron a revolotear, fastidiosos. Dardo sugirió vestirnos y comenzar a andar.
Bordeando la accidentada orilla del lago por una media hora llegamos a un arroyito caudaloso, cuyo curso seguimos, para adentrarnos en el tupido bosque. Anduvimos otro tanto hasta que, poco antes del final del arroyo, nos sorprendió un rumor de agua cayendo, en tanto que bocanadas de aire frio y húmedo refrescaron agradablemente nuestras caras. Sorteamos una curva formada por un gran montículo de piedras donde, tras ellas, se erigía, majestuoso, imperturbable, un manantial, un chorrillo que nacía muchos metros más arriba. Dardo me atisbó con sus ojos de niño azorado, buscando lo mismo en los míos.
- ¿Te animás a subir? - inquirió, pleno de entusiasmo.
- ¡Con vos, a donde sea! - manifesté, la respiración agitada, con una alegría que exudaba sinceridad.
Trepamos, yo con dificultad, por una senda formada por los estrechos espacios que dejaban las rocas apiladas una sobre otra que, más allá, se transformó en un caminito propiamente dicho en zigzag, demarcado por la pared de piedra casi vertical a un costado, y una cerca de alerces y todo tipo de arbustos al otro. El origen del chorrillo se hallaba luego de una abrupta y escarpada cuesta al final del recorrido, cuando yo ya me encontraba al límite de mis fuerzas. Demoré más de la cuenta en treparla y Dardo, como ya era habitual, se me había adelantado hacía rato, y, preparando mate, canturreaba con sus pies inmersos dentro de la fuerte corriente de agua.


- ¡Ya era hora, plomazo! - exclamó.
- Vas a conseguir que me transforme en gato montés después de ésta... - comenté, resoplando.
- ¿Gato montés? ¡Carnero enclenque, dirás! - bromeó, muy risueño.
Una vez más, reímos a coro. Mi vista enfocó el paisaje que se extendía más allá de Dardo. No había reparado en la altura a la que habíamos llegado, que nos permitía contemplar el cordón blanquiazul y brumoso de la cordillera, un valle allende las estribaciones más cercanas y la panorámica del lago más espectacular.
-¡Dios! - chillé. - ¡Qué belleza!
Dardo asintió con la cabeza y palmeó el sitio junto a él, invitándome a sentarme. Mateamos en silencio, fundidos con la majestuosidad de lo que nos rodeaba, mientras mis pies latían bajo el agua helada.
- Uno se siente más cerca de El, aquí arriba... - señalé, luego de un rato.
Frunció el ceño, y, sugestivamente, anunció.
- Puede ser... aunque a mí me basta con sentirme cerca de Vos.
Lo miré con gesto pícaro, ruborizado.
- Lo estás, de eso no tenés que preocuparte... - murmuré. Nuestra maratón sexual tuvo un nuevo episodio, menos enardecido, quizá, en el que nuestras bocas apenas se separaron. Cuando eyaculamos, Dardo estaba sentado sobre mi entrepierna, su mentón enterrado en mi cuello, mis brazos como un candado alrededor de sus hombros. Supongo que nos habremos quedado dormidos, porque lo que recuerdo a continuación fué el estruendo de un trueno que nos heló la sangre, seguido de una ráfaga de viento tan fuerte que casi nos levanta por el aire. Desconcertados, temblorosos, miramos encima de nuestras cabezas para advertir un manto de nubes gris purpúreo que, enroscándose sobre sí mismas, en un inquietante movimiento de espiral, avanzaban temerariamente.
- Mas vale que volemos de acá, Rodri. - Se paró como un rayo, metió todo dentro de su mochila y regresamos, en medio de relámpagos que partían el cielo y truenos cuyo eco multiplicaban las montañas. El aguacero, de una fuerza que pocas veces había visto, nos pilló cuando nos acercábamos a la orilla del lago. Remamos sin cesar, esta vez sin apartarnos demasiado de la costa, para poder guiarnos. Dardo amarró la canoa en el momento que la tormenta arreció con todo su ímpetu, y, aunque estábamos empapados hasta los huesos, corrimos hacia la cabaña todo lo que daban nuestras piernas. Yo, completamente a ciegas, en medio de la cortina de agua, no registré el cambio en el ángulo del suelo, ni el resbaladizo lodazal en que se había convertido el sendero. En la ligera pendiente en bajada antes de la caseta patiné y caí rodando, derribando a Dardo en mi derrotero. Giramos como pelota humana hasta que piedras y un gran charco acabaron con la fuerza de nuestra inercia. Una vez que nuestra carrera en picada se detuvo, nos miramos, ansiosos por comprobar el estado del otro. Estallamos en fuertes e inacabables carcajadas mientras la lluvia cumplía su ciclo, apaciguando, fecundando, aumentando cauces, formando infinitas vertientes y alterando por completo mis planes de retorno.

Continúa.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Nadie te Amará como Yo. 14a. Parte

Abrí un ojo y la claridad me encegueció. Con la cabeza embotada, como entre algodones, sentí despertar de un largo y acogedor período de hibernación. Estiré con algún esfuerzo mis brazos y piernas entumecidos, que chocaron contra los límites del lugar donde yacía recostado. Encandilado, paseé la vista por lo que me rodeaba. La habitación, inundada por la penetrante luz del sol, cobró vida real mostrándome toda su sencillez y austeridad. El desvencijado catre, tapizado de un revoltijo de mantas, se encontraba junto a la cama cucheta donde yo había dormido, perpendicular al gran ventanal. No pude recordar cómo había llegado yo a parar allí, sí, en cambio, todas y cada una de las instancias previas, que, como en ráfaga vaporosa, desfilaron por mi mente aún aletargada y la sacudieron levemente, rememorando la pasión encarnizada de la noche anterior. Me percaté, así, de mi desnudez bajo la capa de frazadas que me cubría, y ese hecho sólo, causó un hormigueo profundo que no pudo sino revolverme en una convulsión fugaz que hizo que mi cabeza golpeara una de las columnas de la cama. Giré, maldiciendo, y me detuve a mirar largamente una pequeña biblioteca de madera barata, sin barnizar ni tratar, poblada de libros de todos los tamaños, ubicada justo frente a mí. Algunas, pocas, fotografías reposaban sobre los estantes, tapando los lomos de algunos ejemplares y fue precisamente una, la más grande y descolorida, la que ocupaba el centro, la que hizo que me incorporara, sorteando el catre y su revoltijo, y la tomara entre mis manos entumecidas y temblorosas. Entre las paredes de acrílico opaco y muy rayado de un portarretratos pasado de moda se veía a dos muchachitos sonrientes, algo borroneados, bañados por un sol muy amarillo y tomados de los hombros, que mis pulgares acariciaron en un movimiento lento y circular. Dardo, con su flequillo sobre la frente, sostenía un sapo enorme y gris con su mano libre, y yo, con aquella remera azul y roja que por esos días casi nunca me quitaba, empuñaba un palo largo, a modo de bastón de explorador. Nuestros ojos, entrecerrados, brillaban como los reflejos sobre el arroyo marrón a nuestras espaldas, y nuestros mentones, firmes, ingenuamente rebeldes, apuntaban al cielo.
- ¿Te acordás de esa foto? - La voz de Dardo, parado junto a la puerta de la habitación, masticando, con un cúmulo de migas sobre su barba de pocos días, hizo que diera un respingo. Rodríguez se deslizó por entre sus piernas y vino a mi encuentro, derecho hacia mi entrepierna. Lo aparté, acariciándolo, mientras me husmeaba y lamía mis rodillas. Mi mirada turbia estudió a Dardo por primera vez. Vestía una camiseta blanca y el pantalón de su uniforme de guardaparque, y los dedos de sus pies descalzos tamborileaban sobre el piso. La luz, impiadosa, me revelaba los mismos rasgos, bellos, alargados, de la foto, pero subrayados por tenues surcos sobre la piel curtida, un tajo diagonal en una mejilla y una hendidura al final de su ceja derecha. Su sonrisa de dientes blancos y parejos, como de publicidad de pasta dental, esa que siempre me había obnubilado y abrumado, no se había alterado en absoluto, podía decirse que constituía el sello, la marca indeleble de aquel jovencito que no quería abandonarlo todavía, tanto como el pelo lacio, de mechones claroscuros, atado en una cola desordenada. Una puntada en el pecho, certera como una flecha, me estremeció junto a una idea que deseché de inmediato.
- ¿La tomó tu viejo, no? - inquirí, menos curioso que ávido por desalentar cualquier boicot de mi consciencia.
Asintió y dijo, - La segunda vez que viniste a la quinta. ¡Rodríguez, fuera! - ordenó. El perro salió disparado de la estancia.
Meneando la cabeza y contemplando la imagen observé: - Se nos ve felices.
- Lo éramos. - sostuvo con firmeza, aunque la voz le tembló ligeramente. Acomodó el mechón rebelde que proyectaba una sombra su rostro y continuó, cambiando el tono, tratando de sonar divertido. - Te hablaste todo anoche... pero salvo un "tal vez" y un "fuera", no entendí ni medio.
- Menos mal... - repuse. Odiaba esas manifestaciones involuntarias tan mías.
- Y tu culo dió un festival de cañonazos. ¡Casi te levanto un acta por alterar la paz del bosque! - señaló, burlón, mostrándome las dos hileras de dientes perfectamente alineados.
La cara me ardió de vergüenza, me puse de pie y manoteé una cobija para cubrirme.
- No te enojes, boludito, es lo más normal del mundo... además, viniendo de tu retaguardia... mmmmm! - Me tranquilizó, sugestivo, arqueando una ceja, y torciendo sus labios en una mueca de lujuriosa aprobación.
Lo fulminé con seriedad, mordiéndome nerviosamente. Avanzó hacia mí de un salto, hundió sus manos entre mis nalgas y me besó con fruición.
- Qué trolo que sos. - murmuré, esquivando sus labios.
- Sí, claro, yo sólo... - Dijo. Lo escudriñé, fingiendo enfado, en los escasos diez centímetros que nos separaban. Exploté, liberando una llovizna de saliva que lo empapó. Reímos, cómplices, y nos estrechamos aún más. Mi miembro, erguido por una súbita erección, chocó contra los pliegues de su pantalón.
- Aápa, cómo estamos, ¿eh, Leiva? - continuó besándome, su aliento sabía a pan. - Vestite con ropa liviana, dale, que nos vamos de excursión.
- ¡Upa! ¿De excursión? - exclamé, entusiasmado. - ¡Qué bien! ¿Y se puede saber a dónde?
- Seguro. - me contestó, desafiante. - Al paraíso.
Enigmático, desapareció hacia el cuarto contiguo, y mientras sonaba un febril estrépito de trastos y cubiertos que se apoyaban y llenaban, puertas de armarios que se abrían y cerraban, y un tentador aroma a pan tostado invadía mis fosas nasales, tomé mi ropa y me vestí velozmente.





El fresco aire matinal se había extinguido cuando emprendimos la marcha por el sendero descendente. Una brisa tibia, limpia y prometedora reinaba ahora, y un sol esplendoroso lo iluminaba todo, en una sinfonía de destellos que partía de cada hoja, cada pétalo, cada charco, cada gota, que Rodríguez, trotando a la par nuestra, se encargaba de olfatear sin descanso. El caminito, a poco, se internó en un bosque muy cerrado, de árboles altísimos, convirtiéndose en una pendiente revestida de pastos altos que fue pronunciándose y torciéndose por entre grandes arbustos espinosos. Insólitamente, ante la visión de un par de mariposas revoloteando aquí y allá, me invadieron unas inexplicables ganas de cantar, pero, consciente de mi incapacidad canora, no lo hice, y tarareé, en su lugar, para mis adentros, la melodía de una canción que mucho después identifiqué, pero de la cual, en ese momento sólo podía recordar la fonética del estribillo que decía, I wanna know what love is, I want you to show me...
Dardo, ágil, con paso marcial, se me había adelantado unos cuantos metros, para cuando salí, jadeando, de la empinada subida que atravesaba el bosquecillo. Me detuve a recobrar el aliento para divisarlo aguardándome sobre un promontorio rocoso, en un recodo del sendero, con los brazos abiertos en cruz, exultante de alegría.
- ¡Bienvenido al paraíso! - exclamó, invitándome a acercarme. Apuré el trecho que me separaba esquivando las traicioneras piedras sueltas que parecían formar una escalera hasta el lugar. Atiné a mirar cuando, rodeándome con un brazo, agregó: - Aquí es donde la Creación se demoró un poco más a esmerarse... para vos.
Su palma, blanca y lisa, indicaba el escenario que se desplegaba ante nosotros, más allá del acantilado. Un lago de un azul intenso en el centro, y verde esmeralda en sus orillas, se extendía, altivo, por entre elevaciones redondeadas, tapizadas por una profusión de pinos y alerces, las cuales, antes de tocar el cielo turquesa rabioso, devenían en un cordón de achatadas cimas forradas de nieve, tan majestuosas como incólumes. Tragué saliva. La espectacular visión me cortó la respiración, tanto como el viento que, soplando violento, se alzaba desde abajo embolsando nuestras camisetas y pantalones, zarandeándonos como si fuéramos banderines.
- Increíble, ¿no? - me consultó, anhelante.
Fruncí mis labios en un gesto que fue menos de maravillada aprobación, que de conquistado alivio, como si el espectáculo que tenía ante mis ojos por fin me hubiese permitido desembarazarme de aquella presencia espectral, amenazante, que había percibido durante el viaje hasta allí, y, en su lugar, otra, plena de luz y satisfacción, desde algún puesto oculto en ese vergel nos contemplaba complacida, bendiciendo nuestra unión. Permanecimos así, inmóviles, mudos, hasta que, casi logrando que pierda el equilibrio, Dardo me empujó y chilló, antes de salir a la carrera:
- ¡Puto el último que llega!
Eché a correr tras suyo todo lo que daban mis piernas, evitando caer con cada raíz, planta, arbusto o rama que se cruzó en mi persecución, y aunque fui ayudado por el ángulo que fue tomando la dirección que Dardo, cual liebre, recorría a una velocidad envidiable, me fue imposible alcanzarlo. Con la respiración entrecortada y el pecho retumbándome, empapado en sudor, llegué a un claro salpicado de flores amarillas donde abruptamente reduje el ritmo de mis pasos. Los únicos sonidos eran el de mi agitación y el zumbido de algún abejorro. Un alarido que surgió desde arriba me heló la sangre, y, enseguida, Dardo cayó con todo su peso sobre mi espalda. Un corcoveo, un par de oscilaciones, una corrida en zig zag, hasta que pude recuperar la postura sin que el golpe y su peso me tumbaran al suelo. Rodríguez también surgió de la nada ladrando con desesperación.
- ¡Dardo y la puta que te parió!
- ¡Arre, arre, Silver! Sooo, sooo... - gritó, entre risas, sacudiéndose como vaquero de rodeo.
Y entonces, recordé, y comencé a girar enloquecidamente, dando vueltas sin parar, y reí, reí con ganas, y Dardo aulló, prendido de mi cuello, sus piernas atenazadas contra mi cintura, y, antes de que decidiera que ya había tenido suficiente, perdí pie, y juntos rodamos sobre la hierba mullida. Sin poder parar de reír, percibí los lastimosos resoplidos de Dardo, su nuca apoyada sobre uno de mis muslos, sus dedos que tantearon los míos y se entelazaron con fuerza.
- Eso es traición, maricón... - murmuró débilmente. - ...del orto.
- Te lo merecés por conchudo. - espeté, atisbando el cielo destellante, contento de haber recordado uno de sus talones de Aquiles, las náuseas que le producían los giros en trompo.
- Bala pedorrero... - disparó.
- Guardabosques cagón. - contraataqué.
- Forro...
- Tragasables...
Callamos. El único ruido, como canción de cuna, era ahora el suave oleaje del lago rompiendo contra la orilla que se vislumbraba por detrás de una hilera de alerces.
- Mi monstruo del lago azul... - se incorporó, con los ojos llameantes tras los vidrios sucios de sus anteojos. Su mirada, enajenada, tan misteriosa y translúcida como cercana y lejana, por enésima vez, me hipnotizó, encendiéndome de deseo carnal, hambriento de llenarme de él, de hundirme en el cobijo de su cuerpo.
- ... mi Rodri putito. - continuó.
- Pará, ¿cómo putito? - actué un enfado. - ... muy putito, querrás decir... - agregué, incrédulo ante mi fescura.
Sus dientes chocaron los míos, sus dedos se enterraron en mis mejillas. Se paró de un salto como de judoka, me tendió una mano que con energía inaudita tiró de mí hasta ponerme de pie, haciéndome trastabillar del impulso.
- ¡Dale, apurate! - sugirió.


Me sacudí la tierra del cuerpo y lo seguí hasta la costa donde, entre tallos y juncos, una canoa roja con un emblema indígena nos esperaba. Con el calor del sol apretando con dureza nos alejamos de la orilla dejando a Rodríguez contemplándonos mansamente, y remamos sin descanso hacia el centro del lago, y desde allí, trazando una diagonal, hasta una playa de grandes rocas y arena, oculta por una gran saliente de montaña. La proa se frenó al tocar los guijarros que poblaban su orilla. Dardo se desnudó, veloz, arrojando desenfrenadamente su ropa sobre el piso de la embarcación, escudriñándome con complicidad.
- ¿Qué esperás? - inquirió con prisa.
Me deshice de mi mochila, y en cuestión de segundos estaba con los genitales al aire. La brisa caliente me hizo cosquillas aumentando la reconfortante sensación que me provoca la total desnudez. Dardo brincó fuera de la canoa, trepó la enorme piedra a nuestra izquierda y, con movimientos de experto nadador, se zambulló de cabeza al verde agua del lago. Presa de un ansia tan infantil como risueña, lo seguí torpemente, mis pies no estaban acostumbrados a la aspereza del terreno. En el momento en que me preparaba para un chapuzón de clavadista, patiné y caí totalmente despatarrado, golpeando dolorosamente el agua con mi panza. El frío del agua me cortó la respiración. Manoteando, nadé desesperado hasta la superficie para encontrar a Dardo haciendo la plancha, completamente muerto de risa.
- ¡Está helada, la puta madre! - aullé.
- Qué porteño más marica resultaste vos, al final, che... - comentó, soberbio.
Lo hundí antes de que terminara de hablar. Emergió embravecido, escupiendo un gran chorro de agua que dió de lleno en mis ojos, luego se elevó tomándose de mis hombros y me sumergió con fuerza. Allí aproveché para tantear sus pies escurridizos y, cuando pude atraparlos, tiré de ellos, obligándolo a dar una vuelta de carnero submarina. Así, forcejeando, jugando como chiquilines, seguimos durante un buen rato, hasta que, atemperando el combate, mientras quitábamos el exceso de agua de nuestros ojos, descubrimos en el otro una mirada en la que bramaba un mensaje tácito, una orden como un chispazo que, no necesitando de nada más de tan elocuente, fué la mutua señal que nos condujo, chapoteando ruidosamente, hasta la pequeña playa en forma de U. Allí, rendidos y jadeantes, nos dejamos caer uno encima del otro, bajo un sol centelleante y abrasador, hirviendo de deseo, obedeciendo nuestra avidez del uno por el otro, como dos animales asaltados por un repentino celo salvaje, instintivo, que jamás antes yo había experimentado. Un cortejo breve preludió un apareamiento tan interminable como apasionado, en el que, siguiendo la avezada guía de Dardo, probamos, una a una, todas las maneras y modos imaginables de unirnos, y, así, yo dentro suyo, él dentro mío, alternamos un salvaje enroque de nuestras cavidades y protuberancias tan húmedas como sedientas. Febril, bestial, feroz y amorosamente envueltos en esa cópula repetida y exquisita, sólo la abandonamos cuando la embriaguez llegó al punto en que, exhaustos y sudorosos, nos dejó jadeando profusamente sobre la arenisca.
Si hacer el amor había cobrado, para mí, un nuevo significado la noche anterior, esa mañana cálida y luminosa me brindó la acepción más literal, más cabal, la más fascinante, por lejos, de lo que era, realmente, el sexo propiamente dicho, lo que era coger de verdad.
Continúa.