lunes, 29 de diciembre de 2008

Nieve - Final




El lunes trajo consigo una nube ventosa del tamaño del condado. Las puertas se estremecieron, las ventanas golpearon, los sombreros echaron a volar. La violencia de las ráfagas obligó a entrecerrar los ojos, a sujetar las faldas. El calor que todavía se resistía a abandonar la región arremolinó el aire con embudos que nacían de la nada. En Signal y poblaciones aledañas desperdicios de toda clase y matas secas rodaron por doquier. En los ranchos la hierba se meció, los tablones de graneros y cobertizos crujieron como truenos, las copas de los arboles sisearon incesantemente. Rafael Sheeler, Conroy y Harlow estuvieron en sus puestos desde mucho antes de que los rayos de sol atravesaran trabajosamente el manto de nubes. Rafael casi no había dormido pensando con qué cara entraría al comedor de los Flynn esa mañana. Decidió que lo saltearía no bien despertó, pero pronto se dio cuenta de que tenía un hambre feroz. A pesar de la excitación que lo dominaba, entró al rancho con paso firme, empujado por el viento. La puerta sonó como un cañonazo al cerrarse. Maldijo su torpeza. Saludó sin mirar a nadie. Salvo las niñas, ninguno lo correspondió. La mirada de los Flynn llegaba a doler en la nuca. El señor Flynn, escupiendo granos de maíz en todas direcciones, le dio el parte para las faenas de ese día. El cuenco para los cereales y su taza estaban en el lugar correspondiente, pero Joshua no dio señales de vida que quebraran la mudez del desayuno. Ni una palabra se dijo acerca de por qué no estaba allí. Rafael partió hacia campo abierto con la cabeza dándole vueltas. Conroy lo acompañó toda esa mañana y gran parte de la tarde también. El hombre se mostró afable y voluntarioso en extremo. Le explicó muchas cosas, hablándole sin el característico tono seco y cortante de los habitantes del estado. Por el contrario, sonreía sin ocultar la falta de su diente frontal cada vez que terminaba de explicar algo, como satisfecho. Rafael escuchó complacido. Le caía bien Conroy. Pero no se le escapaba que éste lo estudiaba cada vez que podía. En numerosas oportunidades durante ese día lo pescó espiándolo por el rabillo del ojo. Conroy no parecía incomodarse. Por el contrario, le guiñaba un ojo o levantaba su pulgar. Soy un simple empleado y él debe reportarse al viejo Flynn después de todo, se repitió para alejar los lúgubres pensamientos que lo asolaron constantemente. A media tarde compartieron un almuerzo frugal bajo la sombra de un bosquecillo de cipreses. Rafael comió descorazonado. Había tenido la ligera esperanza de que Joshua aparecería con su vianda.


En el rancho, Madge Flynn iba y venía afligida. No le gustaba nada lo que estaba pasando. Después de dejar a las niñas en la escuela visitó al doctor Mac Gowan. Joshua palideció cuando vio entrar a su madre escoltada por el médico en su habitación. El doctor Mac Gowan introdujo una generosa cucharada de jarabe dentro de su boca temblorosa luego de extraer el termómetro. Con sus ojos saltones atravesándolo detrás de unas gruesas gafas, le aconsejó que descansara un par de días y que se alimentara bien. A su madre la tranquilizó diciéndole que no era más que una flojera pasajera, típica de los jóvenes de la época, mientras descendían por las escaleras.
El viento no dejó de soplar desde el sur. Llegaba a ahogar al respirar en esa dirección. Harlow, montado en su caballo manchado, dio la señal que Rafael ansiaba. Sus ademanes agitados les indicaron que era hora de regresar. Cabalgó junto a Conroy suavemente, cuidando del ganado desde la retaguardia cuando Harlow se les unió al frente del convoy. Éste no dejó de dirigirles miradas fugaces durante todo el camino. Los perros ayudaron desde todos los flancos ladrando sin cesar. Rafael se apuró a desmontar los caballos y llevar los perros al establo. Los alimentó como pudo mientras los dos hombres se ocupaban de volver el ganado a su corral. Se acicaló a toda velocidad mientras desde dos ventanas diferentes, las cortinas se descorrían sucesivamente. Ingresó a la casa cuando la señora Flynn salía de la cocina con una bandeja donde un plato humeaba en espirales. El retumbo de sus pasos subiendo la escalera le confirmó a dónde se dirigía.
- ¿Joshua se encuentra bien?
- Está enfermo. – pronunciaron cadenciosamente las niñas con ojos cómplices.
- Tienen dos segundos y ni uno más para terminar todo lo que hay en su plato. – amenazó el señor Flynn. – Y en cuanto a ti, limítate a hacer bien tu trabajo. Eso es lo único que debe importarte, ¿está claro?
Rafael inclinó lentamente la cabeza.
- Maldito viento. Maldito calor. - gruñó Stanley Flynn. – Maldita vida. – musitó para sí mismo.
El viento había amainado cuando Rafael se encaminó a su camastro en el granero. El aire se sentía fresco, las estrellas centelleaban muy por encima de su sombrero. Pero él estaba demasiado cansado como para darse cuenta. Se quitó la camisa, las botas y los pantalones y se desplomó sobre el catre. Era de madrugada cuando sus párpados se separaron. Tras un instante de desconcierto, pudo distinguir a Joshua acuclillado junto a una pila de fardos. Sus manos entrelazadas como un capullo, se mecía nerviosamente, murmurando algo como un rezo. Rafael se incorporó y caminó hacia él. El muchacho lloraba. Estaba descalzo, vestido con una camiseta y el pantalón de un pijama. No pareció alterarse por la cercanía de Rafael. Aunque dejó de mecerse continuó murmurando lastimosamente. Rafael no logró comprender lo que decía. Acarició su pelo desordenado, y cuando estuvo seguro de que Joshua no se resistiría esta vez, lo tomó de una mano y lo condujo lentamente hasta el camastro. Rafael se echó primero. Joshua se recostó encima suyo, dócilmente. Se miraron fijamente, sin decirse nada. Sus brazos rodearon el cuello de Rafael. Su boca se apoyó sobre su oído. Perdóname, perdóname por favor, repitió en susurros casi imperceptibles. Aferrados el uno al otro, así permanecieron hasta que Rafael adivinó que pronto comenzaría a clarear. Sólo en ese momento fue que sus labios se unieron. Luego Joshua desapareció tras el portón. La hierba se abrió a medida que sus pasos trazaron la diagonal que une el granero con el rancho. La escena se repitió durante tres noches consecutivas. Rafael no hizo otra cosa que vivir esos días esperando ese momento. Joshua, en la soledad de su cuarto, fingiendo la indisposición que había diagnosticado el doctor, hizo lo mismo. Cuando el reloj daba la una, se deslizaba hasta la ventana abierta de par en par, cuidando de no pisar ninguno de los tablones que suelen crujir bajo su peso. Sentado sobre el alero de pizarra gris, se arrastraba muy sigilosamente hasta dar con una de las columnas que sostienen la galería. Sólo una vez, la segunda de las noches, debió reprimir un grito cuando un clavo se enganchó en uno de los dedos de su pie. Aunque cojeó el corto trayecto que separa el rancho del granero, no reparó en la herida hasta que Rafael advirtió el profundo tajo del que manaba un reguero de sangre. Con un jirón de tela de una de sus dos únicas camisetas envolvió amorosamente el pie de Joshua y detuvo la hemorragia. Los dos consideraron sus encuentros un regalo, un milagro del que no se atrevieron a hablar, a hacer la menor mención. La intensidad en los gestos, la cercanía de las miradas al acariciarse tomaron el lugar de las palabras que jamás pronunciaron. El silencio del granero con su aroma a cuero, heno y bosta seca los acogió tanto como el cielo estrellado y la brisa serena afuera. Durante tres tibias noches.



En Wyoming nadie confía demasiado en los reportes meteorológicos. El clima puede cambiar tan súbitamente que puede echar por tierra cualquier cálculo, mas aun en pleno otoño. Era la noche del día de Acción de Gracias cuando una enorme masa de aire polar avanzó desde el norte de Canadá como un cerco envolviendo el ganado insurrecto. La temperatura descendió abruptamente. Nubes gélidas acabaron con las ingenuas pretensiones tropicales de la región sin piedad alguna. Rafael y Joshua se prodigaban su amor por primera vez bajo una frazada gruesa y sucia. Lo hacían, con el mismo silencio cómplice que habían mantenido en cada uno de sus encuentros. Con el mismo silencio con que Rafael soportaba cada jornada de dura faena. El mismo de Joshua, en cada fuga del rancho, en cada regreso a hurtadillas antes del amanecer. Con ese mismo inquebrantable silencio que era un pacto jamás firmado, los copos de nieve comenzaron a caer, como una lluvia perlada que pronto cubrió todo de blanco. Indiferentes, sin poder detenerse, los muchachos continuaron amándose, ajenos a caprichos naturales, a veleidades humanas. Fue Rafael, nuevamente, quien, mirando por encima del hombro de Joshua, advirtió lo que sucedía. La nevada se detuvo poco antes de que terminara de vestirse con su camiseta y su pantalón pijama. Ambos temblaban de frío cuando se despidieron con un beso del que no querían separarse. Joshua anduvo el camino hasta el rancho con las botas de Rafael en sus pies. Ya vería cómo se las arreglaría para devolvérselas. Nada le importaba demasiado ahora que sabía lo que deseaba. Nada le importaría tampoco de ahora en adelante.


La señora Flynn despertó antes que de costumbre. La casa se sentía de hielo. Metió sus pies en sus pantuflas y manoteó el grueso batón que colgaba de un gancho detrás de la puerta de su alcoba. Abrió el armario de la habitación de los niños y extrajo dos gruesas mantas con las que cubrió a las niñas y al bebé. Bajó pesadamente las escaleras y corrió a encender los leños que mantenía siempre junto al hogar. El sol se las arregló para perforar los débiles resquicios que dejaban las nubes cuando puso agua a hervir. Fue cuando oteó a través de la cortina que las vio. Las huellas, pequeños hoyos salpicados sobre el manto de nieve, dibujaban una línea casi perfecta que unía el granero con la ventana de la habitación de su hijo. Harlow no le había mentido. Ni siquiera había exagerado, comentando como al pasar, “Joshua debe haber llegado justo a tiempo para el servicio el domingo”. “¿Qué diablos dices? Josh no asistió a la iglesia porque estaba enfermo”, le había espetado ella. “Pues entonces Conroy está más ciego de lo que yo creía”, había agregado él, sin más. Madge Flynn no había necesitado indagar. Su sexto sentido jamás le había fallado, y no lo había hecho tampoco en esta ocasión. Todos conocían su don. No por nada a ella acudían tantas mujeres desesperadas por algún consejo o una palabra que tranquilizara su angustia. Ella se las daba, gustosa. Era nada a cambio de toda la información que adoraba recibir. Y seguramente era como ella lo sentía, seguramente tenía la capacidad de ver más allá. Un poco más allá, y tan sólo algunas cosas. Conroy, un tipo no muy aficionado a la discreción, se había guardado sin embargo de mencionarle a Harlow que había visto al joven Sheeler en la orilla del arroyo sólo vestido con su sombrero negro. No sabía bien por qué lo había hecho. Le había parecido un dato jugoso, que daría tela para cortar por mucho tiempo. Además, distraería a las alimañas del pueblo. Pero le agradaba el muchacho, simplemente. Quizás demasiado, pero eso es algo de lo que no debe hablarse. Ni pensarse siquiera, ¿qué hubiese dicho Harl? La mujer no dudó. Tomó una de las carabinas que se agolpan contra la pared del recibidor. Descorrió el cerrojo, penetró en la intemperie. El frío la golpeó como un puño certero. La nieve se había vuelto una masa compacta y dura. Con andar decidido e intimidante enfiló hacia el granero cuyo rojo ajado parecía atraerla como la carne a un oso famélico. La escarcha crujió bajo sus pantuflas. No había completado ni la mitad del trecho cuando resbaló violentamente. En su pesada caída su dedo índice se trabó con el gatillo. El disparo, como un latigazo, pareció retumbar hasta el cordón de montañas gris violáceo. Rafael despertó aturdido y muerto de frío. Se incorporó de un salto y se abrigó con su chaqueta. El caño de la carabina asomaba por el recodo del granero cuando sus pies descalzos pisaron el hielo. Oyó el estampido pero no sintió la bala penetrar su piel, calar sus tejidos. Sus ojos sí leyeron los labios de la señora Flynn gritándole cerdo depravado, maldito demonio, antes de caer. Stanley Flynn y las pequeñas Megan y Sue Ann vieron todo a través de las ventanas de sus cuartos. Como una sombra, trastabillando repetidas veces, Josh avanzó desesperado a través de la nieve aplastando las marcas que había dejado apenas unas horas antes. El frío quemaba, pero él sólo era capaz de sentir con el corazón. Y el corazón no conoce de estaciones ni climas. Cuando dobló para alcanzar la entrada del granero, su madre se le apareció de espaldas, la carabina aun en sus manos. Inmóvil, Rafael yacía unos pasos más allá, sobre la nieve congelada, rodeado de un charco de sangre oscura. Los labios de la mujer temblaban de indignación en tanto su cabello se desprendía en mechones que agitaba un viento repentino. Josh no la miró siquiera. Se abalanzó sobre el muchacho para sostenerle la cabeza, y por primera vez dijo su nombre. Lo repitió hasta que lo aulló suplicándole que no se fuera. Sus lágrimas se mezclaron con el brillo acerado del sereno rostro de Rafael, y se quedaron allí, convertidas en pequeños cristales.
Conroy se apeaba de la camioneta cuando creyó ver a Josh cargando un saco. El muchacho tambaleaba y lloraba, abriéndose paso en la nieve dura. Cuando se acercó lo suficiente descubrió que tenía la camiseta y el pantalón pijama empapado en sangre. Y que el saco era el muchacho Sheeler. Harlow los abordó cuando ya estaban en la cabina y Conroy giraba la llave del encendido. Ninguno de ellos reparó en su patrón, que caminaba lentamente, cuidando de no resbalar, en dirección a su mujer. Harlow iba a preguntarles a dónde creían que iban, pero no tuvo tiempo. Los neumáticos envueltos en cadenas crepitaron sobre la nieve, la camioneta corcoveó levemente y pronto se perdió en el sendero que conduce a la interestatal. El lloriqueo del bebé disuadió finalmente a Sue Ann. Megan permaneció con la nariz pegada al vidrio de la ventana doble un momento más. Sonrió cuando comenzó a nevar copiosamente. Tendrían, cuanto menos, una Navidad blanca.
Alrededor de cinco años más tarde, para la misma fecha, Conroy bebía una cerveza en el Wandering Horse. Moe Stubbs, el cartero, le había alcanzado una tarjeta postal, la última entrega de su recorrida. Había mirado la caligrafía en el frente del sobre con extrañeza. Había sonreido luego, al leer el remitente. Rasgó el papel con prisa. Unas palmeras decoradas con luces festivas se recortaban contra el cielo dorado de California. Y atrás de la imagen, ahí estaban, las líneas con la noticia que, ahora caía en la cuenta, había esperado todo este tiempo. Él no lo había olvidado, como sí lo habían hecho finalmente los chismosos del pueblo. Sacó la postal del bolsillo de su camisa y le echó una mirada una vez más. Suspiró. Hay quienes, al final, llegan a cumplir sus sueños. Eso hay que celebrarlo, pensó. Siempre. Ordenó otra cerveza. Harl no tardaría en unírsele.

FIN
Imágenes: www.sxc.hu

lunes, 22 de diciembre de 2008

Llega Navidad...

...una vez más. Y por esta parte del mundo no solemos ser originales en nuestros comentarios, referidos en su mayoría a la velocidad con la que se escurre el tiempo. A lo rápido que pasa todo. Cuando abrí la caja en la que guardo mi árbol de Navidad tuve la misma extraña sensación de cada año. Me pareció que no había transcurrido el tiempo que marca el calendario. Y sin embargo, miraba hacia atrás y sí había un camino recorrido durante doce intensos meses. Camino que fue bien diferente a los anteriores. Celebrado la mayoría de las veces, lamentado algunas otras. Pero bueno, así es la vida.
Y llega Navidad y con ella a la mayoría se nos abre un cofre que guarda un sinfín de emociones encontradas. La tradición de alguna manera nos obliga a empaparnos de rojo, verde, dorado o plata, a decorar nuestras guaridas de manera festiva, instalando algún Papá Noel sonriente, un muñeco de nieve con nariz de zanahoria, un moño rojo, alguna campanita que tintinea alegremente al llevárnosla por delante. Excepcionalmente, algún pesebre que nos recuerda qué evocamos por estos días.



Personalmente, amo la celebración de la Navidad. Me encanta ver shoppings, vidrieras, calles, ventanas, balcones, ambientadas con guirnaldas, pinos y lucecitas de colores. Lo confieso, me encanta. Si fuese alcalde de mi ciudad, exigiría vestirse de rojo y blanco, o de duende, o de reno. Y si fuese Dios, crearía a Papá Noel y haría nevar durante la Nochebuena. En eso, el imperialismo sí pudo conmigo. Lo arrastro desde mi infancia. No hay año en que no caiga en las garras del consumo febril de este tiempo y regrese a casa con mi bolsa portando adornos nuevos. Contento como si el mundo fuese hermoso e idílico como las imagenes que abundan en esta época. Sé bien de la amenaza del Mal desde todos los flancos. Por eso me aferro a este aspecto que comparto poco o casi nada. Un refugio más. O, visto desde otro ángulo, quizá también, una alternativa.
Por todo esto, porque es Navidad, es que quiero hacerles llegar la alegría de estas fechas con mis bendiciones y mis mejores deseos.
Abramos el corazón a la bondad, al respeto, al cariño.



FELIZ NAVIDAD, FELIZ 2009 PARA TODOS
Imagenes: archivo personal