lunes, 28 de abril de 2008

Vida Nueva en matices de Abril



El vaquero soñador bien sabe del poder del deseo.



De sus alcances, de sus logros, cuando se manifiesta.
Ese poder, ahora que los lejanos efectos de su sorpresiva irrupción se han desvanecido, lo tiene ensayando esbozos de una vida distinta a mil quinientos kilómetros de su hogar. O, cuanto menos, del que habita con mayor frecuencia, porque este distante lugar también es su casa.
Siempre lo ha sido.
Durante el largo y solitario viaje conduciendo, contrariamente a lo imaginado, no hubo especulaciones, planes ni fantasías que bosquejaran lo que acontecería a su llegada.
Nada de lo que merodeaba su mente los agitados días previos a su partida distrajo su atención del camino por delante.
La energía, sin que lo decidiera concientemente, pareció estar puesta en su resistencia física.
En llegar, sin escalas.

Lo consiguió, no sin pocos titubeos, producidos por un cansancio prematuro.



Unos iniciales días de zozobra, merced al cambio de circunstancias y lugar, lo confundieron, y desplegaron una prematura sinfonía de ideales algo heridos.
De tiempos que, confirmó, nuevamente, jamás serían los propios.
De expectativas que parecían esfumarse.
Una helada, oscura y húmeda soledad nocturna en una casa de playa sin resabios de verano ayudó a completar la sensación.
El frío y las sombras, omnipresentes, penetraron cimientos, entrañas y huesos.
Llegó a preguntarse qué hacía, realmente, allí.
Se cuestionó, profundamente, si era eso lo largamente anhelado, al fin y al cabo.



En la mañana, el mar gris azulado y rugiente frente al ventanal le dio la bienvenida a un nuevo día. Nubes arañadas pintaban un cielo ilimitado y azul, que surcaban de tanto en tanto gaviotas tempraneras.
Un sol perezoso, de luz perlada e incandescente, intentaba templar el frío aire matinal.
El vaquero, ante semejante espectáculo frente a sus ojos somnolientos, sonrió débilmente.
Algo le indicó que estrenaba, así, la nueva vida, la que durante meses había añorado.
Y aunque la escena no fuese más que un poético prólogo de la misma, se sintió casi afortunado.
Lo que siguió, después, no fueron las líneas exactas de lo imaginado, aún a sabiendas de lo que venía a encontrar. El guión bocetado en mente, al adaptarse a la realidad, sufre importantes cambios, cuando no se modifica por completo.
La desilusión merodeaba, dispuesta a pulverizar ideales.
Estaba, de todos modos, listo para la flamante misión que lo había llevado hasta allí. Misión que es un compuesto de propiedades familiares algo abandonadas, en primer lugar, y de entrañables relaciones afectivas profundizadas sólo a lo largo de memorables veranos, y esporádicas llamadas telefónicas.


El vaquero no recuerda un abril en estas tierras.
Han sido siempre eneros, febreros, algún julio o septiembre.
Es en esta época cuando las costas se agrisan con reflejos de plata, los valles a espaldas del mar se tiñen de amarillos y ocres que estallan al sol.
El viento amaina, aunque jamás del todo, el frío cala prematuramente.
Un mundo puertas adentro comienza a reinar.
La soledad es un fantasma constante, poco amistoso la mayoría de las veces, pero que pronto se vuelve familiar.


El tiempo allí se le ha hecho de esperas, de trámites, de idas y vueltas, de largas charlas mate en mano, de sonrisas, de cálido abrigo, de acercamientos sigilosos, de esperanzas propias y ajenas sin retorno visible.
De fe y sueños protegidos, de comida de hogar, de alguna que otra feliz regresión, de empecinadas tristezas de otros, de sorpresas insospechadas.
De inmimentes estrenos, de obligados ordenamientos, de logros a futuro, de juegos de niño, de cálidos abrazos.
Para un vaquero soñador al que no le resulta simple conformarse. . .




Pero hoy que llega la hora de partir, se siente satisfecho.

Porque la soledad fue, quizá, una sensación.
Y, en todo caso, una buscada sensación.

Y esa sensación le enseñó mucho.



Porque la distancia, al final, fue tan sólo física.
La emocional, a esa, no le quedó otra alternativa que aceptarla,
apuntalando, cuanto menos, puentes ya construídos.
Porque lo nuevo, confirmó, sólo lo inquietó porque era terreno desconocido.
Entre otras tantas cosas...

Parte satisfecho, porque redescubrió que la lejanía de un lado no es más que intensa cercanía del otro.
Porque corroboró que nunca nada es tan claro a los sentimientos. Más cuando estos, de tan ideales, asustan.
Porque lo verdaderamente tremendo, por el momento, y afortunadamente, existe tan sólo en su mente infatigable.
Parte satisfecho porque agradece que en poco tiempo más, volverá.
Y no duda de que será otro capítulo intenso en su vida.

lunes, 21 de abril de 2008

Nadie te Amará como Yo - 24a. parte


La gravilla crujió bajo mis pasos ágiles que me condujeron por entre el gentío que, departiendo animadamente, fue completamente indiferente a mi ruidosa entrada. Vacilé al atravesar el ajetreado e iluminado vestíbulo. Mamá, con un plato atiborrado de canapés en sus manos, me abordó no bien me detuve.
- ¿Qué te pasaba que tardaste, Rodrigo? – inquirió, apoyando su mejilla en la mía, la boca moteada de miguitas.
- No encontraba algo... ¿Qué le pasa a papá?
- ¿A Papá? Nada, ¿por qué preguntás? – volvió a la carga, pestañeando nerviosamente. – Qué lindo que estás, hijo. – agregó, con una dulzura rara en ella.
- Mamá, no soy ciego. Decime por favor qué carajo tiene el viejo. – espeté.
Torció la cabeza de lado a lado en tanto sus párpados no dejaban de moverse. Sus labios ondularon, emitiendo chasquidos que intentaron ser algo parecido a una disculpa, o una negación. Clavó la vista en el cielorraso, como si allí se encontrara escrita la respuesta.
- Está bien, Nora, vaya, llévele el plato a Santiago. – interrumpió Cecilia, surgiendo de la nada. Mamá titubeó un segundo. – Yo me encargo, vaya tranquila. – Insistió. Mamá obedeció y nos dejó, sonriendo en tono de disculpa, cabizbaja. Cecilia volteó la cabeza con gesto teatral y susurró: - No irás a hacer otra escena acá, me imagino.
Reprimí la oleada de ira que ya subía por mi garganta.
- No, si me explicás lo que parece vos conocés muy bien. – dije, mis palabras teñidas de un odio creciente.
Tragó saliva, escudriñó algo o alguien más allá de mi espalda y balbuceó:
- Decidimos no decirte nada porque nos enteramos justo cuando tuviste el accidente... se dio así, de la nada, terrible, y recién ahora se... se nota.
- Se nota qué mierda, me podés explicar bien, por favor. – me impacienté.
- ¿Necesitás que te lo diga yo? Está enfermo. – su boca se frunció en un sollozo sobreactuado, sus pupilas brillaron. – Muy enfermo. Lo sabe todo, imaginate, lo conocés a tu viejo... – sus ojos se entrecerraron con fiereza. - ¿Ahora te cierra por qué fue él a verte a Neuquén y no yo?
La sangre se me heló en ese preciso instante, en que el mundo pareció detenerse por completo. Un sabor agrio y amargo proveniente de alguna parte de mi estómago inundó mi boca. Como afilado estilete, una sensación punzante tajeó mi corazón. No, en realidad, no me cerraba un carajo por qué él había ido a verme al hospital de Neuquén. Tampoco me cerraba nada de lo que estaba ocurriendo. Odié a Cecilia. Con toda mi alma, y no sólo a ella, sino a todos. Quería rugírselos, como león enfurecido, y saltar sobre guirnaldas, lucecitas titilantes, santa claus y todos esos adornitos de mierda que colgaban por doquier, y despedazarlos, y huir lejos, y no poner nunca más un pie en esa maldita casa. Pero no hice nada de eso. En su lugar, tragué sonoramente, me pasé ambas manos por el pelo y llegué a murmurar algo ininteligible. El enojo no me permitía pensar con prudencia ni tino, así que, estúpidamente, disparé: - ¿Y se puede saber quién carajo los invitó?
El rostro de Cecilia se transfiguró en una mueca que irradiaba estupor, rabia e incredulidad. Su párpado inferior se infló extrañamente, repetidas veces. No llegó a responderme. Martín y Pía, cual consecuentes presentadores de televisión, rodearon cada uno de mis flancos. Encandilaban con sus pieles bronceadas en exceso. Pía descollaba con su escotado vestido fucsia, su rubio recién teñido, sus pestañas como púas.
- ¡Feliz Navidad, Rodrigo, qué bien se te ve! – tarareó alegremente, agitando su cabello, cruzando su brazo con el mío. – ¡Estás recuperadísimo! ¡Ceci, es increíble, qué buenoo! – estiró el sonido de la o más de lo soportable por mí.
- Bienvenido, che, Feliz Navidad. – proclamó con una sobreactuada solemnidad Martín, palmeándome el hombro con brutalidad.
- Gracias, igualmente. – El tono seco de mi voz fue cualquier cosa excepto convincente.
Cecilia, veloz, salvó la situación haciendo referencia a la exquisita decoración que, ahora apreciaba, no había dejado rincón de la casa sin pintarrajear de rojo, verde o dorado. Dondequiera que posase mi mirada el espíritu navideño se había corporizado en merchandising variopinto. Carteles donde letras bailoteando gritaban MERRY XMAS, HO HO HO o SEASONS GREETINGS, moños, coronas y ramitas de muérdago, nieve simulada, renos y papás noel en todos los tamaños y posiciones posibles, pululaban por el enorme salón. Junto a dos grandes mesas cubiertas con manteles rojos y verdes se arremolinaba un enjambre de desconocidos que, conversando y riendo, hundían cucharas y tenedores dentro de fuentes y platos atiborrados de comida. Certera como la lengua de un batracio atrapando un insecto, mi mano hizo lo propio con una copa que pasó, rasante, sobre una oscilante bandeja. El vertiginoso ademán me obligó a dar una vuelta en círculo que dejó libre el espectáculo que menos hubiese querido presenciar. El de ver a mamá luchando por alimentar a mi padre, quien, aunque tembloroso y endeble, la escrutaba con mirada severa y desaprobadora.
- ¿Ay, viste qué divinos los candelabros? Los ví justo, te juro, y no sabés, re-ga-la-dos. Me matás si te digo el precio. – vociferaba Pía, con sus clásicos e irritantes mohines.
- Discúlpenme. Ya vengo. – anuncié, apuntando hacia el sofá donde mamá trataba de complacer a papá, servilmente. Rostros vagamente conocidos me saludaron con tímida simpatía, les sonreí escuetamente. Papá ya había atajado mi llegada con ojos hostiles. Vacié el contenido de la copa de un trago y la apoyé por ahí. Mi celular vibró dentro del bolsillo de mi pantalón.
- Tu madre no entiende que me cuesta tragar el hojaldre, Rodrigo, y que la mayonesa se me pega en los dientes. – me recibió con tono de reprimenda.
- Hola, papá. – mi beso fue un chasquido en el aire que no tocó su mejilla. Mamá buscó mi mirada, compungida, sin dejar de masticar nerviosamente. - ¿Cómo te sentís?
- Como cualquiera con un cáncer galopante adentro. – escupió, despiadado. – Cecilia no mintió con respecto a vos, eh. – añadió, estudiándome de la cabeza a los pies. – Seguís el tratamiento, ¿no?
- En eso estoy... – dije, ruborizado, sintiéndome más fuera de lugar aún, como disfrazado de payaso en un funeral. - ¿Vieron a los chicos? – tartamudeé, sin saber qué decir realmente.
- Sí, de lejos, divirtiéndose. – murmuró papá entre dientes. - ¿Quién se quiere acercar a un viejo enfermo como yo?
Mi teléfono volvió a vibrar. Iba a utilizarlo como excusa para apartarme de ellos, pero deseché la idea. Aquí y allá se oían campanadas y melodías con los hits de moda provenientes de los aparatos de los presentes, a ellas seguían exclamaciones y gritos de alegría. Más allá de los ventanales, sonaban, tímidos aún, los estruendos de fuegos artificiales y pirotecnia de todo tipo. La Navidad estaba en todo su esplendor, y el mundo la celebraba. Y yo, allí, incapaz de actuar con un mínimo de tacto o coherencia, observaba, abstraído, perplejo, a papá, masticar como un roedor, su boca ocupada en movimientos lentos, espasmódicos y circulares, a mamá, ausente, ajena a casi todo, despedazando una presa de pollo en trocitos microscópicos, mientras la certeza de que la desdicha había decidido ensañarse, un poco más, conmigo, se instalaba dentro de mí. Cecilia asomó con sus amigables tíos Berta y Luis, quienes nos saludaron efusivamente y procedieron a desgranar todo tipo de comentarios destinados a apiadarse de mi deteriorado padre. Resuelto, sin excusarme, cuando hube escuchado suficientes lamentos y conmiseraciones, aproveché para ir por otra copa. La organización era tal que las había por todos lados, fuese de champagne o vino del mejor, ya vertidas o paseándose en bandejas que el personal contratado blandía constantemente. Vacié dos de golpe, casi sin pausa entre una y otra. El suave ardor del champagne en mi garganta aquietó, en parte, mi ánimo. Dos parejas conversaban de pie cerca de la mesa cerca de la cual yo me encontraba. Una de las mujeres, la mayor, se escabullía, veloz, a pinchar trozos de queso y aceitunas sobre una fuente de metal, que luego parecía tragar sin masticar. El hombre de menor edad, de contextura atlética, bien parecido, tenía el cabello surcado por sospechosas franjas claras y peinado con un cuidado tan minucioso que me fastidió. Interrumpido en varias oportunidades por el timbre de su teléfono, jamás dudó en atender, riendo, o súbitamente hablando en voz bajísima, impasible ante la mirada entrecerrada y furibunda que su acompañante, una joven aburrida, con apariencia de modelo de revistas, le lanzaba. Ese hecho sin importancia inquietó algo dentro de mí que me dejó cavilando un buen rato.
Con mi tercera copa consecutiva en la mano, esquivando a medio mundo, me encaminé hacia los jardines. Necesitaba respirar aire limpio. El cielo, atravesado por escasas nubes compactas y oscuras, emenaba una luz enrarecida, verdosa, que parecía reflejar el arco iris lumínico desplegado en esa zona de la ciudad. Una estrella pinchuda, aislada, en el medio del firmamento, atrajo mi atención. Recordé mi afición, de niño, a permanecer mirándolas, embobado, cada noche desde la terraza de casa. Saboreé la fascinación con la que me empecinaba por ubicar la Cruz del Sur y las Tres Marías, allí donde me encontrase. Sonreí, al evocar mi ingenua fantasía de construir una nave que, velocidad de la luz mediante, cubriera la gigantesca distancia que me separaba de ellas. Gloriosos tiempos aquellos, en que todo, hasta los sueños más fantásticos parecían posibles. Poco, estaba seguro, me podía diferenciar de cualquier súper héroe de capa flameante si me lo proponía de verdad. Las agallas necesarias estaba seguro las poseía, a fuerza de leche chocolatada, vainillas, y contextura más grande que la de la mayoría de los niños. Los tembladerales de mi mortificante adolescencia bien se encargarían, luego, de hacerlas añicos. Sacudí la cabeza exhalando profundamente, entonces fue que reparé en las llamadas que no me había tomado el trabajo de revisar siquiera. La pantallita registraba una llamada perdida y un mensaje de texto, pertenecientes ambos, a un número no identificado, de cifra interminable. Presioné la tecla de leer el mensaje.
“Feliz Navidad, Rodri. Que Dios te bendiga. Te pienso, Siempre. Dardo.” Mis ojos salidos de sus órbitas, volví a leer, boquiabierto, lo que constituía la primera señal de vida de Dardo, ahora caía en la cuenta, en demasiado tiempo para mí. Frenético, tembloroso, mi pulgar se hundió sobre la tecla de responder sin dudarlo un sólo segundo. Un hilo de sudor descendió por mi frente, mis pies comenzaron a moverse en círculos, mis ojos vigilaron a la gente reunida frente a la entrada de la casa. El auricular me transmitió un silencio sordo, luego un distante zumbido metálico y, por último, la irritante señal de línea ocupada. Marqué una vez más, y otra, y otra más, hasta que una voz grabada me advirtió que el teléfono al que llamaba se hallaba fuera del área de cobertura. La premura con la que mis dedos castigaron las teclas del teléfono descuidó la copa, que se balanceó, indecisa, hasta que resbaló para terminar estrellándose contra unas piedras lajas que servían de base a un gran macetón. Los fragmentos del cristal, desparramados en trozos filosos, reflejaron los destellos de bengalas que crepitaban en el cielo. Los contemplé, absorto, como quien estudia una especie insectívora poco común, a la vez que desolado por una lóbrega sensación de quebranto. Claudiqué en mis intentos, descorazonado. “Te pienso, siempre. Dardo”, los píxeles que daban forma a esas benditas palabras palpitaban aún dentro mío, regocijándome y angustiándome a la vez. Me pensás, me pensás siempre, y yo, que hago lo imposible, que me desvivo por no pensarte, Dardo querido, por no revivir lo que pasamos, por olvidar que existís. Y todo, sin resultado alguno, porque es, al fin y al cabo, lo mismo que luchar contra mí mismo, contra quién soy, contra mi más pura esencia. Y, de encontrar la manera de quitarte de los latidos de mi corazón, de las fantasías de mi mente, de cada exhalación de mi existencia, ¿lo haría en realidad?
Miré hacia la estrella nuevamente. Distancias, malditas distancias de años luz entre uno y otro. Bajé la vista hacia la casa que se alzaba jovial, encendida, resplandeciente. Y lejana. Malditas distancias entre todos.
Las voces y chillidos provenientes del movido salón, el estampido de fuegos de artificio desde todas partes, ininterrumpidos, me volvieron al motivo real que nos tenía a todos allí reunidos. Mis hijos y los otros niños ya no corrían por el césped. Música bailable sonaba en una casona vecina, y muchos se movían a ritmo en alegres grupos. Cuando retorné a la casa, Pía, las venas de su cuello tensas, supervisaba un nuevo servicio de comidas humeantes. Sus labios, en una mueca rígida que tensaba sus fulgurantes mejillas, emitían órdenes breves, su índice señalaba sitios en las mesas. Como si, de pronto, hubiese adivinado mi entrada, la vi girar, y, resuelta, abruptamente, dirigirse hacia donde yo me había detenido. Su mirada enfocaba algo por detrás de mis atentas pupilas, algo inesperado que ella no terminaba de descifrar, pero que, sin manifestarlo de hecho, intentaba decir de alguna manera. Sutil, frenó su vigorosa marcha un par de apenas perceptibles segundos. El rictus cordial que era su marca registrada la abandonó y una Pía desarmada, vulnerable, casi genuina asomó, necesitada, anhelante. Pero sólo duró esa ínfima fracción de tiempo, alguien a mis espaldas exclamó su nombre y algo más que no pude oir. Ella pestañeó, como limpiando lo que nublaba su vista, y me escudriñó fría, secamente, sin un mínimo atisbo de su actuada jovialidad habitual. No se molestó en excusarse cuando se abrió paso, casi violentamente, para atender el llamado tras de mí.
Mamá no había abandonado su puesto en el sillón junto a papá. Escarbaba una porción de cerdo color escarlata, en tanto papá monologaba esforzadamente, tomando cortos respiros cada tanto. Su auditorio, con cara de tedio, no se había movido de su lugar y fingía escucharlo con atención. El viejo, sus ojos clavados en una araña que pendía del techo, no disertaba más que para sí mismo, como lo había hecho toda la vida.
Francisco, en la otra punta del salón, picoteaba queso cortado en dados con unos palillos de forma alegórica. Un grupo de niños que lo secundaba, festejaba, entre risas, su travesura, incitándolo a continuar. Cecilia, rodeada de gente elegante y muy sonriente, parecía estar en su ámbito natural. Tocaba o mecía su melena perfectamente lacia, reía y gesticulaba como si un enjambre de fotógrafos la registrara todo el tiempo. Cruzaba sus brazos con otros ajenos, en una ceremonia tan confianzuda como exasperantemente cómplice. De vez en cuando, casi imperceptiblemente, quebraba su estado de encantamiento y dirigía un vistazo de águila, furtivo, pero calculadamente escrutador, en derredor suyo. Una Cecilia expectante y decidida se leía en la severidad de las líneas de su mentón, en la marcada inclinación de su ceño fruncido. Me estremecí cuando su mirada, al barrer con todo el ancho del salón, me interceptó sin verme. También ella, como Pía, semejaba buscar algo o alguien con una indisimulada ansiedad. Como aguijoneado por la hoja de un sable imaginario, me zambullí sobre las pinzas que sobresalían de una fuente atiborrada de pollo frito frente a mí. Clarita, sus ojos encendidos, pícaros, interrumpió mi acometida tironeando de la manga de mi camisa. Me sobresalté y la reluciente pechuga que había conseguido pinchar aterrizó sobre mi zapato lustroso. El séquito de niñitas de moños en el cabello y primorosos vestidos floreados que acompañaba a mi hija rió nerviosamente.
- Papá, páaa, ¿falta mucho todavía para que llegue Santa? - inquirió Clara, ansiosa.
- ¿Papá Noel? - corregí, sutilmente. Todas emitieron un gritito agudo y sonoro como respuesta. Boquiabiertas, aguardaban una confirmación tan precisa como significativa de mi parte. Agachado como estaba, limpiando la grasa adherida a mi zapato, con un ademán propio de quien está a punto de confiar un importante secreto, susurré:
- Síganme. - Tomé de la mano a Clarita, y ella hizo lo mismo con las otras niñas. Las conduje al parque por entre el gentío que se arremolinaba, aún, en el agitado vestíbulo. Una vez afuera, con mi dedo apunté a la estrella que se había hecho más cercana, más brillante, y hasta había adquirido un ligero tono anaranjado ahora.
- ¿Ven esa estrella, la que se diferencia de las otras porque es más grande? - pregunté, mi voz discretamente impostada.
- ¡Síiii! - aullaron a coro.
- ¿A que no saben quién es? - Las desafié.
- ¡Papá Noel!
- ¿Y pueden ver cómo va creciendo poco a poco? - mentí. - Quiere decir que ya está muy cerca y viene directo hacia acá... - anuncié, con tono de intriga. Gritando desaforadas, huyeron de regreso a la casa, vociferando la gran noticia. Reí, meneando la cabeza, en tanto las seguía con la mirada. Luego, volví a clavarla en la fulgurante estrella. De brazos caídos, inmóviles, a cada lado de mi cuerpo, los hombros relajados, la mente en blanco, así permanecí, como estaqueado al suelo. Un fugaz chispazo agitó mi interior un instante después. Mi cerebro, atascado en su última transmisión neuronal todavía, repetía, obcecado, las últimas palabras que habían salido de mi boca. "Está muy cerca, y viene directo hacia acá..." Repentinamente, un sexto sentido o el hemisferio inactivo dentro de mí quiso captar una señal premonitoria encerrada en esas inocentes e intrascendentes palabras. Saliva pegajosa, en forma de gran caudal, descendió ruidosamente hacia mis entrañas, que se revolvían inquietas, intentando procesar la vívida imagen de Dardo, bajo el mismo cielo, en las mismas circunstancias, pero a más de mil kilómetros de mí.
Continúa.
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