sábado, 29 de diciembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 19a. parte



Un resplandor hiriente, cegador, proveniente de un tubo de luz incandescente castigó mis retinas cuando mis párpados, pesados como compuertas de concreto, se entreabrieron perezosamente. De inmediato, antes de que mi mente pudiera siquiera esbozar una remota idea del lugar donde me hallaba, un malestar incómodo y doloroso apuró su aparición, lanzando, con ello, fogonazos de lo acaecido. Mi frente y el costado derecho de mi cara ardieron, provocándome un aturdimiento tal que me obligó a cerrar los ojos con fuerza. Volví a abrirlos, estimo, mucho después. Los sueños habían sido tan reales, tan arrebatadores, que los confundí con una realidad, por lejos, absurda pero muy acorde a mi desbarajuste mental. Dardo, barbudo, harapiento, gris, se alejaba cuanto podía de mí, por entre calles laberínticas que luego se transformaban en montañas verdes y pobladas de pinos, con gente gritando o riendo. Yo, gustosamente perdido en ese mundo colorido y agitado, acudía a todos quienes se cruzaban en mi tortuoso camino. Les hablaba y, prestos, ellos me enseñaban mapas sobre los que aparecían dibujadas toda clase de líneas y letras, que me indicaban algo que no lograba comprender. Creía ver a Dardo en cada rincón, en cada cara. Eran él, y a la vez, no lo eran. Seguía en mi búsqueda frenética y calma a la vez, cuando lo descubría a mi lado, sonriéndome despreocupado. Nos besábamos y entonces desaparecía, y una Cecilia inmensa, muy rubia y con mechones de cabellos como si una amenazante medusa se hubiese instalado en su cuero cabelludo me atraía inevitablemente. Corría desaforado cuando desperté del todo. Clavé mis ojos en el cielorraso, hasta sentir que todo había dejado de dar vueltas, y, entonces, luego de un rato en el que me mantuve inmóvil y en blanco, comencé a pasearlos lenta, desconfiada, temerosamente. Ante mí fueron desfilando, alternativamente, como diapositivas intercaladas y fuera de foco, el brillo plateado de las partes metálicas que rodeaban la cama sobre la que yacía, las paredes pálidas, las grietas en la pintura del techo, las hilachas de gasa que asomaban por encima de mis cejas. La inspección de reconocimiento continuó, con dubitativa pereza, sobre mi flanco derecho, deteniéndose sobre el conducto que partía de un envase plástico transparente y parecía llegar a alguna de mis extremidades conduciendo suero o alguna sustancia vital. Esa simple visión, la irrupción del eco de la carrocería girando y mi sofocación desesperada me alejaron un poco más del umbral de oscuridad que acababa de abandonar, devolviéndome la consciencia de lo que realmente había sucedido conmigo. Reaccioné desesperado, con el corazón comenzando a galopar. Mi respiración se agitó, en tanto un abanico de consecuencias posibles bullía dentro de mí. Una vez más, los espantosos crujidos del metal y el vidrio, la polvareda invadiendo la cabina, el mundo dado vuelta, me sobrecogieron, y, al asociar, toda mi atención se dirigió, cual bólido, hacia mi cuerpo, hacia mis extremidades. Moví apenas mis brazos, aterrorizado ante lo que pudiese encontrar. El izquierdo opuso una punzante resistencia, embutido dentro de un yeso duro y áspero. Mi mano derecha, libre y aparentemente ilesa tanteó, sigilosa, conmigo al borde del desmayo, buscando comprobar que mis piernas estuviesen en su lugar. Respiré entrecortadamente, aliviado, cuando las yemas de mis dedos tocaron mis muslos, y, aunque lejano, sentí un débil cosquilleo en los pies. Esbocé una mueca amarga al recordarme, apenas horas atrás, fantaseando con falsas excusas que explicaran mi inaudita ausencia de tantos días. Qué iluso. Qué estúpidamente ingenuo. Ahora sí que no me harían falta, en absoluto, todo lo explicaría la situación que me había procurado sin molestarme demasiado. Intenté incorporarme apoyándome sobre mi codo sano, pero el esfuerzo fue tan grande que mis músculos flaquearon tras sostenerme unos pocos segundos. En el asiento de una desvencijada silla contigua un viejo libro abierto reposaba sobre su lomo, pero no le presté atención. El sopor monumental, el turbador cansancio que me abatían deben haberme sumido nuevamente en sueños.
- Ah, ya despertó usted... - Una voz seca y rasposa, sonó desde algún punto a mi alrededor. Pestañeé, luchando por despabilarme. Esperé unos instantes para recuperar fuerzas, luego giré apenas la cabeza, para ver quién me hablaba. Un hombrecillo de unos sesenta años, con su cabello algo alborotado y gris, me escudriñaba con gesto embarazoso. Traté de incorporarme, pero no conseguí sostenerme por más que un segundo, así que, vencido, me dejé caer pesadamente sobre la almohada, despidiendo un retumbante y penoso suspiro.
- Nada de esfuerzos, por el momento... – dictaminó, negando con su dedo índice.
Observó el monitor que vigilaba mi ritmo cardíaco, revisó mis brazos, levantó la cobija que me cubría e hizo otro tanto con mis piernas. Quise decir algo, pero tenía la lengua anudada y tiesa.
- ¿Cómo se siente? – preguntó, sin mirarme.
Me limité a mover débilmente mi mano como toda respuesta. Su rostro imperturbable no me daba pista alguna de mi estado real, y no tuve el coraje de preguntar nada. Supuse que había tenido suerte, porque, cuanto menos, respiraba y podía ver. El médico escribió algo en una especie de ficha, me palmeó suavemente, y, antes de salir de la habitación, dijo:
- Descanse. Lo veo más tarde.
Casi caigo presa de la desesperación. Con la fuerza de una avalancha, las situaciones que tendría que afrontar de ahora en más me fueron aplastando. Cecilia se empecinaría en abrumarme con sus fastidiosas preguntas hasta obtener de mí una explicación lógica, la dilucidación a sus indiscutibles interrogantes acerca de mis ausencias, de mis evasivas, de mi comportamiento peculiar. O, quizá también, mantendría un silencio tan opresor como inquebrantable, hasta que yo me decidiese a confesar algo. En la empresa habrían hecho averiguaciones de todo tipo. Cuando comprobaran que lo de mi tío de Neuquén era un invento no sólo pondrían en duda mi palabra y mi honor, sino que decidirían que el endiablado proyecto continuaría, prescindiendo de mí, de mi aprobación final, después de tanta dedicación, de tanto empeño. Y a todo ello, se interpondrían los engorrosos trámites policiales y judiciales de las pólizas de seguro, si es que las tenía, del auto de alquiler. Sentí que algo en el centro del colchón me succionaba y yo comenzaba a hundirme sin remedio. Una náusea súbita me invadió y tuve que reprimir una arcada violenta, tragando saliva y ácidos estomacales.

Esteban Nevares, el encargado de plataformas en Mendoza, se asomó silenciosamente, interrumpiendo mis angustiadas cavilaciones.
- Leiva, por fin, che... – exclamó, con sus brazos abiertos. – El doctor te encontró bastante bien, ¿te lo dijo? Te vas a recuperar en seguida, y eso que casi no contás el cuento, no sabés cómo quedó el auto, chatarra y gracias. Estas rutas, si no las conocés bien, son traicioneras, y más, si manejás a los pedos... – Cabeceó y se rascó el cuero cabelludo. – Los de Buenos Aires me ordenaron que nos hagamos cargo de todo, por eso estoy acá... Lindo chiste nos encajaste, eh... Corrimos como liebres por vos. – hizo una pausa. Se inclinó y pude oler su aliento pestilente. – Guacho, el cuentito del tío, entre nosotros, yo nunca me lo tragué, ¿okay? – rió entre dientes. - Pero bueno, vos sabrás...
Sus palabras me invadieron de odio. Debo haber enrojecido rotundamente Si hubiese podido, lo habría echado a puntapiés. Como en otras ocasiones, sentí que él podía leer a través mío.
- Se trata de disfrutarla, ¿no? – añadió. – Pero, con una salvedad, sin cagar a nadie, así, sí... En fin, tengo que hacer un par de trámites acá, antes de volverme a Mendoza. Porque te aclaro que estoy en este bendito hospital desde el miércoles... tengo una familia, ¿sabés? – Sus ojos se instalaron un instante en el libro sobre la silla. Brillaban, cínicos, cuando volvieron a posarse en mí. – Vos vas a estar bien, no te preocupes.
Al atravesar la puerta, se oyó un sonido seco, luego disculpas y una breve conversación. Nevares habló con una voz que identifiqué de inmediato. Me sacudí nerviosamente.
A continuación, liberando una fresca corriente de aire, la puerta se abrió nuevamente, mis pupilas se dilataron, mi pecho se comprimió, y mi padre hizo su intempestiva entrada a la habitación, lanzándome una mirada desaprobadora. Las venas hinchadas, como a punto de atravesar la piel de sus sienes, me intimidaron, llevándose lejos mi ilusión, y trayendo, en su lugar, viejos temores y amarguras. Su paso marcial se detuvo junto a la cama, donde inspiró, frunció los labios, los mordió con gesto impaciente, y, en tono grave, por fin habló.
- Ah, bueno, te despertaste, al final. Nos tenías a todos... Acabo de bajar del avión. Hablé con ese tal Esteban Fernández, o algo así, el de tu empresa, bueno, acabás de verlo, gran tipo, se ocupó de todo... Cecilita no pudo venir, como te imaginarás, con los chicos, la casa... un lío. Está destrozada, pobrecita. No les dijo nada todavía. A Fran y Clari, me refiero. – Su empecinamiento en llamar con diminutivos a cada miembro de mi familia me exasperaba toda vez que lo hacía. – Tomé el primer vuelo disponible, después que los de tu empresa pudieron avisarnos. Estuvieron en t-o-d-o, el traslado, la internación... Lindo dolor de cabeza les diste, decí que son demasiado buena gente. – Hizo una pausa durante la cual se dedicó a inspeccionar la estancia y alisar imaginariamente su cabello cortado al ras. Sin mirarme a los ojos, añadió, como al pasar. - Y vos, che, ¿cómo es que te sentís?
Lo miré con fijeza, como para decir algo, pero sólo meneé la cabeza. Me escudriñó con severidad irritante.
- ¿A quién, a ver, decime solamente, a quién, se le ocurre dejar a su familia en vilo tantos días? – bramó, con gesto teatral. Me sobresalté como cuando me retaba de niño. - Sólo a vos, como no podía ser de otra manera... Pero, ¿se puede saber qué mierda tenés en la cabeza para hacer algo así? ¿Pensaste en tus hijos? – Tragó saliva, aferrado a las barandas de la cama, que se sacudieron con un chirrido, los nudillos blancos de crispación. - ¿En qué carajo andás, Rodrigo? –Espetó, escupiéndome. Pegué un salto que rogué no notara. Un silencio viscoso, espeso, eterno, sobre el que cualquiera hubiera podido cincelar o esculpir formas antojadizas se hizo sentir con todo su peso, extinguiéndome. Mi padre no desistía de escrutarme con su mirada desorbitada, de halcón acechante, cuando ví la puerta volver a abrirse tímidamente y a Dardo, botella de agua en mano, hacer su salvadora y luminosa aparición. Su rostro, impávido, se encendió en una sonrisa blanca y ancha cuando nuestras miradas se encontraron, y fue después, mucho después, que reparó en la figura de mi padre a mi lado. Le dedicó una breve inclinación de cabeza y, raudo, se abalanzó sobre mí. Tomó mi mano con fuerza y, sin dejar de sonreír, suavemente, me dijo:
- Te dije que no intentaras acrobacias con ese auto tuyo.
Enrojecí furiosamente. Tragué saliva, asentí, intentando mostrarle una mueca simpática. Insegura, mi voz sonó cavernosa y gutural al hablar por primera vez.
- Ya me conocés... – logré decir. El terror que me invadía ahogó la sílaba final.
- ¿Cómo está usted? – Dardo ofreció su mano libre a mi viejo, que observaba la escena inmóvil, pétreo. Como toda respuesta, mi padre emitió un gruñido.
- ¿Pero,... vos no sos...? – atinó a decir, glacial. Su mano no se movió.
- Dardo Davese, sí, señor. Me recuerda usted. – El tono de Dardo no perdió la alegría ni la frescura al dirigirse a mi viejo, cuya mirada se hizo brumosa y oscura en tanto sus órbitas nos estudiaban alternativa, repulsivamente.
- ¿Cómo olvidarlo, no? – Separó sus labios como para decir algo más pero se paró en seco. – Voy a... – añadió, señalando hacia afuera, sin terminar la frase, luego retrocedió en dirección a la puerta mirándonos con estupefacción. Sus dedos, creyendo el picaporte a más distancia, lo embistieron con un ruido ahogado. Avergonzado, giró enérgicamente sobre sus talones, y se marchó sin más.

Para Dardo la situación no revestía la más mínima consideración, porque habló con una naturalidad admirable.
- Rodri... unos días nada más, y ya vas a estar bien. – Acarició mi pelo tras el vendaje que me cubría la cabeza al hablarme. Su suavidad me enterneció, pero algo muy dentro mío rechazó el gesto. Mis ojos se humedecieron.
- No me mientas... – murmuré, apenas separando los labios.
- No te miento, boludo. – Dijo con firmeza. La palma de su mano se posó sobre mi mejilla. Por un segundo me restregué en la calidez de su piel.
- No me sale una, la puta madre... – balbuceé, conteniendo el llanto.
- Pará un poco, ¿estás tan seguro, de verdad? – inquirió Dardo, inclinando la cabeza con fastidio. – No pienses eso, bolas. Todo va a estar bien, date tiempo...
- ... Sí, puede hablar, te lo paso. Sí, sí, quedate tranquila... te digo que no... Sí, correcto. Mañana, ¿para qué más? Bueno, te paso. Besalos a Fran y Clari de mi parte. – mi viejo entró haciendo girar la puerta violentamente. – Atendé a tu mujer. – ordenó, extendiéndome su teléfono celular.
Mi respiración agitada resonó contra el micrófono del aparato.
- Ceci... hola.
- Me dice tu papá que en un par de días te dan el alta. – declaró, cortante.
- Sí, algo así... ¿los chicos?
- Bien, como te podrás imaginar. Yo... – carraspeó. - ...iba a viajar, después tu padre me convenció de que lo mejor era que me quedara con ellos...
- Hiciste bien, no te preocupes, yo estoy cuidado... – miré a Dardo fijamente, luego a mi viejo. Me arrepentí de haberlo dicho.
- Sí, ya lo sé. – señaló, sombría. – Rodrigo... - Debió haber alejado el auricular porque a mi oído llegó algo como un sollozo sofocado. No pude agregar nada. Esperé a que volviera a hablar. Lo hizo luego de un paréntesis en que lo único audible era mi propia respiración perturbada. -... Nada, cuidate.
- Sí, prometido... – Pero Cecilia ya había cortado la comunicación.
- Yo me voy al hotel. Acá tienen mi teléfono, por cualquier cosa. – Anunció mi padre, sin sacar su mirada de mármol de encima de Dardo. – Supongo que nos estaremos viendo.
Nos dejó solos, y después de que hube superado la estupefacción, volví a hablar.
- ¿Estoy muy hecho mierda? Decime la verdad, Dardo, por favor. – supliqué.
- Un par de costillas rotas, fractura del radio y cúbito, por eso estás enyesado. Lo más serio fue el golpe en la cabeza, pero te estabilizaron enseguida. Y raspones varios, tampoco tantos, considerando las vueltas que pegó el coche...
- Dardo, ¿qué hicimos? Mirá en qué terminó todo... – No quería llorar, pero las lágrimas ya surcaban mi rostro desconsolado.
Habló con firmeza.
- Primero, no terminó nada. Segundo, lo que hicimos no tiene un carajo que ver con esto. Rodri, por Dios, fue un accidente, nada más.
- ¿Nada más? - levanté la voz. - Casi me mato, tengo a mi familia desesperada a mil y pico de kilómetros de acá, a los de mi laburo dudando de cada cosa que hago, y vos me decís que fue nada más que un simple accidente... Qué fácil es todo para vos, eh... cómo se ve que no tenés a nadie más que a un perro rompepelotas al lado tuyo... ¿Me querés decir cómo carajo arreglo todo este quilombo ahora? – continué, esquivando su mirada. - ¿Cómo pude ser tan inconciente, tan ciego? ¿Qué me hiciste para que yo arruinara todo de esta manera, Dardo? – Aullé, babeándome. - ¿Cómo no me paraste, cómo no me advertiste de toda esta locura? ¿Por qué fuiste tan egoísta, tan hijo de puta? – y rompí a llorar ahogadamente.
Dardo se limitó a contemplarme sin pronunciar palabra. Esperó a hacerlo hasta cuando, al cabo de unos cuantos minutos, pude calmar mi angustia.
- Rodri, la concreción del deseo no debe hacerte sentir culpable. Una cosa nada tiene que ver con la otra. Lo nuestro no desencadenó nada malo, lo sabés bien.
- No me vengas más con esa filosofía de mierda tuya... – lancé, sin contener mi súbita e inexplicable ira. – De gurú de cuarta... Por vos es que no he parado de hundirme cada vez más en toda esta mariconada.
- ¿Por mí?
- Sí, por vos. Yo antes no era así... yo antes... – dudé.
- Dale, seguí, vos antes... – me incitó. – ¿O preferís que lo haga yo? – inquirió, desafiante.
- No te molestes, sé bien de lo que hablo. Yo antes no era un puto, un... un degenerado. Todo era normal, todo... Ahora siento asco de mí, me desconozco, me convertí en un extraño, un negado de su propia vida...
Dardo seguía contemplándome con fijeza, sin pestañear.
- La libertad suele asustar, a muchos les pasa.
- Cortala con esa mierda de autoayuda, por favor, no me des más sermones... Dejame solo, ¿puede ser? – ordené en un alarido agudo, detestando mi ilógico comportamiento.
- No hay problema. Yo... ya debo volver a mi puesto, hoy mismo, así que... – Sentí mi corazón partirse en dos, en tanto él titubeaba, desencajado. – Me... me voy, feliz de verte repuesto. – Sonrió, con esa sonrisa suya que amaba a morir, y permaneció callado el rato en que ninguno de los dos parecía dispuesto a manifestar nada más. – Rodri, te amo, y eso me hace aún más feliz. – Su voz se quebró y, antes de que pudiera eludirlo, posó sus labios, húmedos, tersos, sobre los míos. Su efecto, por un mágico, breve instante, me hizo levitar, transportándome, con la fuerza de un relámpago, a esa tierra acogedora, secreto amparo de nuestro sentimiento, feliz encarnación de mis rugientes deseos. Como si con ello pudiese aferrar la parte mía que algo o alguien quería matar, mordí su boca, enlacé su lengua, tragué su saliva. Se incorporó, tomó su libro y una mochila pequeña que se encontraba tras la silla. Agitó su mano bajo el marco de la puerta.
- Chau, mi amor. – se despidió.
Cuando se cerró debo haber llorado, en silencio, hasta que, rendido, me sumí en sueños una vez más.


Continúa.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Vientos de cambio en Navidad

Es Navidad, una vez más.

Y el tiempo transcurrido desde la última, veloz, silencioso, pareciera haber especulado con mi descontada distracción, una vez más también. Y aún cuando los recuerdos, ruidos, fotografías, capturados en aquella noche me resulten cercanos, y apenas si note diferencias físicas propias, algunas ajenas y pueda recordar cada detalle, cada instancia, cada sensación, un año ha pasado. Al mirar hacia atrás, puedo verme, a lo lejos, sumergido, por un lado, en mi mundo que siempre constituyó mi cálido refugio y el motor de mi incesante búsqueda, y por otro, quebrando la bruma de mi segura e inalterada rutina, compartiendo una Nochebuena inusual, entre sonrisas corteses y conversaciones formales, deseando poco más que salud y bienestar para quienes amo, y tranquilidad y bonanza para un viaje en ciernes.



Trescientos sesenta y cinco días, de veinticuatro horas cada uno, con todo lo que eso significa, han pasado desde entonces. Y la vida, súbitamente, sin preaviso o advertencia alguna, se me ha transformado en más de un sentido. Circunstancias involuntarias, muchas lágrimas, deseos, hechos, dichos y decisiones ajenos, fortuitos o no, han tenido que ver.
Tal y como le sucede a todo el mundo, porque así debe ser la vida.
Hoy, vientos de cambio que me han tenido demasiado tiempo alejado de aquí y de casas amigas, acarician mi piel y alborotan mi interior, desplegando ante mí un camino incierto y enigmático, y no por ello menos seductor y, sin duda, prometedor. Porque así como a cada recodo habrá riesgos también estará colmado de oportunidades, y, sobre todo porque, quizás ahora que los acontecimientos recientes me han vuelto un poquitín más sabio, sepa verlas mejor.
O, cuanto menos, más claramente.
Es Navidad nuevamente, y con ese año cumplido, va también el tiempo transcurrido desde que la pluma e imágenes de este Vaquero Soñador hicieron su tímida aparición por primera vez. Cuánto debo agradecer a este maravilloso espacio, cuánto, nadie lo imagina.
Hoy, en virtud de este especial momento, de esta celebración única, entonces, quiero, exclusivamente, dedicar mi fugaz regreso a desearles a miembros de la hoguera, brokies y bloggers amigos, visitantes, cibernautas, todos quienes hayan o no, dejado su afectuosa, elogiosa y fiel huella aquí, una hermosa Nochebuena, acompañada de un tendal de bendiciones y suaves vientos de renovación para cada uno de los días de, lo que espero sea, un venturoso 2008.



Feliz Navidad, buena vida y mucho Amor para todos.
JfT