jueves, 11 de septiembre de 2008

Nieve - II



Los cascos se hundieron como hojas que calaban el terreno mullido. A ambos lados, algo más allá, moteadas de cipreses apiñados en bosquecillos, se extendían praderas de un verde destellante. El monte Whitmore, acordonado por picos que se prolongaban hacia el oeste, se alzaba desafiante en un azul añil. Estaban a finales de septiembre, y el calor apretaba aún. El alazán corcoveó cuando Rafael Sheeler lo azuzó con un tirón de las riendas. En un mar de ovejas mantenidas a raya por dos perros pastores, el señor Flynn impartía órdenes a dos hombres. Su hijo ya se encontraba cerca, la cabeza gacha. Preparaba un lazo sin decir nada. Rafael, devenido flamante extraño en el rancho, se acercó con gesto vacilante. No fue necesario que se presentara.
- ¡Ea, Sheeler! – gritó el hombre por sobre el berreo de los animales. - ¿Eres tú, verdad? Los peones parecieron mirarlo con desconfianza. Inclinó su sombrero en un gesto que fue mezcla de afirmación y saludo. “Ya me habían advertido acerca de esta región”, pensó mientras lo hacía. Su padre solía decir: “Wyoming. El estado de la arrogancia y la suficiencia inconmensurables. Ah sí, y hay bosques, lagos y montañas también.”
- Harlow, Conroy. Ellos ayudan aquí. – anunció Flynn, señalándolos con brusquedad. Los hombres se miraron con un aire de sorna. A Sheeler se le antojaron cómplices de algo que no acabó por discernir. Tenían el acostumbrado aspecto rudo y viril de los pastores y vaqueros con los que había trabajado. Conroy era bajo, menudo y le faltaba uno de los dientes frontales. Le extrañó que no llevara sombrero sino una raída gorra de los Yankees. Harlow era flaco, algo desgarbado, con el mentón en punta hacia arriba. Se le ocurrió que era aficionado a fumar en pipa.
– Ya conoces a Joshua. Él te dirá qué hacer. – prosiguió el Sr. Flynn. Encendió un cigarrillo, lo observó de soslayo. – ¿A qué esperas? Hay mucho que hacer aquí.
Josh Flynn comenzaba a alejarse lentamente. Sheeler inclinó su cabeza en inútil señal de saludo y no tardó en seguirlo.
- Y muchacho... – exclamó Flynn por entre una nube de humo. - ...a los de esta parte del país nos importa un soberano carajo lo que creen en el sur, ¿entendido?
Sheeler lo contempló. Repasó el lema que su padre repetía. Se limitó a hacer un gesto de afirmación casi imperceptible.
Las pasturas tiernas abundaban sobre el faldeo del monte Whitmore, en los límites del rancho. Condujeron el rebaño hasta el punto donde la pradera comienza a trepar. Harlow, algo más atrás que los dos jóvenes, guiaba una docena de vacas maldiciendo constantemente. Dóciles y a raya bajo la tutela de los perros, las ovejas pastaron mansamente. Josh Flynn pretendió de Rafael la imitación de todas sus acciones y movimientos, pues no soltó palabra durante esa tarde. Diestro en la faena, el joven oriundo de Virginia decidió imitar la presunta discreción oficial del estado. Después de todo, estaba allí por la paga, que no era tan mala.
Soplaba una brisa ligeramente fresca, anticipo del ocaso, cuando su impuesto superior pareció tomar una pausa. Sentado sobre un leño entrecerró su mirada asustadiza. Harlow era una mancha borrosa forcejeando de un ternero indeciso. Sin quitar los ojos de ese panorama fundido en el verde ahora azulado del prado mucho más abajo encendió un cigarrillo.
- ¿Fumas? – preguntó Joshua Flynn al cabo.
Rafael examinaba las patas de un cordero algo cojo. La pregunta con lejanos tintes de invitación lo hizo titubear. – Seguro. – replicó. Echaba la primera pitada cuando la voz seca del muchacho lo disuadió del paso que planeó dar a continuación.
- Será mejor que no pierdas de vista ese cordero. – murmuró Josh, ya recostado todo el largo del añoso tronco, el ala de su sombrero apoyada sobre su nariz.
Jirones de nubes rosáceas coronaban el cordón montañoso cuando se ubicaron en sus sitios a cenar. Rafael dedujo que Conroy y Harlow no estarían allí porque faltaba una oxidada Ford F100 que había visto al llegar ese mediodía. Creyó escuchar que vivían en las afueras de Signal. La señora Flynn los acogió con uno de sus ya característicos gruñidos. Rafael ya había vislumbrado su nariz prominente entre los paños de la cortina de la cocina comedor cuando desmontaba su caballo. Sudaba y cada tanto se abanicaba furiosamente ahora. Mechones de su cabello blanco, liberados de un pulcro nudo atado con una cinta celeste a su espalda se mecían con cada arremetida y le daban una apariencia hostil. Sonrió para sí al asociarla con una bruja ilustrada en un cuento de su infancia. Stanley Flynn bostezaba apoltronado en su puesto a la cabecera de la mesa. Las niñas se miraban de reojo. Blandiendo una cuchara, el bebé lanzaba pequeños trozos de comida en todas direcciones con una mueca de disgusto. Migajas de carne y papa cayeron sobre la mejilla del ausente Joshua cuando su madre se acercaba tambaleante, portando una soberbia fuente que humeaba y despedía un delicado aroma a huevo y cebollas.
- Has llegado al límite, pequeño Stan. – vociferó la mujer. Alzó la silla con el pequeño dentro y la trasladó al rincón más sombrío de la estancia. El niño ensayó un sollozo que pronto se perdió en el ríspido ambiente. – Stan, la oración por favor. – ordenó suavemente cuando tomó asiento, las mejillas hechas un manchón morado. Las niñas se consultaron furtivamente, Josh había clavado su mirada vacía en el vaso con agua que tenía frente suyo. Aunque no era su costumbre, Rafael oró también. Ya tenía en claro que no lo beneficiaría en nada desairar a esa gente. Por un largo momento, luego de la breve plegaria, el aire se inundó del rumor ininterrumpido de vajilla y cubiertos, chasquidos de mandíbula y dientes masticando.
- Madge. – susurró Stanley Flynn, cortante.
La señora Flynn no se excusó cuando, presurosa y todavía sudando, se acercó a Rafael con su plato. Lo apoyó descuidadamente sobre la pequeña mesa del costado donde él esperaba quedamente. Una parte del contenido se derramó sobre el mantel bordado.
- La paga no incluye carne, el señor Flynn ya te lo habrá dicho. – espetó. Los ojos de Rafael ignoraron el menjunje en el plato que le correspondería a diario y, por un segundo, se posaron en el pálido perfil de Joshua, en la huesuda nuez que descendía y ascendía por su garganta.
- ¡Muchacho! – Rafael no reparó en el grito del jefe de la familia. – ¡Sheeler! – cuando lo hizo, un bollo de pan atravesaba el aire hacia él. Lo atajó con un latigazo de sus brazos.
- Niñas, un susurro más y... – amenazó la señora Flynn. – Coman ya. – dictaminó, y lo mismo hizo cuando añadió: – Hace demasiado calor para la época. No nevará hasta Navidad este año. – no había queja ni pesadumbre en su voz, sólo convicción.
Stanley Flynn la escudriñó sonriente. – Si tú lo dices, Madge, así será. – sentenció.

Quiso asegurarse de que los Flynn permanecerían dentro de la casa fumando sobre un costal a un lado de uno de los corrales. Desde allí podía adivinar los movimientos dentro del rancho, guiado por las luces y las sombras que se desplazaban a través de los ventanales. Cuando éstas se hubieron calmado lo suficiente, Rafael tomó una gran cubeta que llenó en un barril hasta el borde de agua, cerca de la bomba. Si no se refrescaba, el intenso calor no lo dejaría dormir esa noche. Junto al catre y a un pequeño armario con una puerta que no cerraba, rincón del granero destinado como vivienda para él, se desnudó despreocupadamente. Deslizó el pan de jabón blanco por su cabello y el cuerpo ya humedecidos con una esponja. La sensación, sumada a una corriente de aire tibio que se coló por el portón abierto, lo reconfortó. Otra más, distinta, repentina, lo hizo girar e intentar ver a sus espaldas cuando restregaba su pelo. Una columna de espuma que se deslizó dentro de sus ojos lo obligó a cerrarlos con fuerza. El jabón los irritó de todos modos. Como pudo, a tientas, buscó la cuba y sumergió la cabeza. Mientras los enjuagaba ayudado por sus dedos, pensó que podía jurar que alguien lo observaba desde la oscura clandestinidad de los fardos apilados por todo el granero. Terminó de asearse, se secó con su toalla deshilachada, se vistió con una de las tres únicas mudas de ropa interior limpia que tenía, y se calzó las gastadas botas de corte texano. De ninguna manera ensuciaría sus pies en el suelo polvoriento. Resuelto, caminó hasta el sitio desde donde sospechaba lo habían estado vigilando. Huellas de otros pies descalzos se dibujaban entre hebras de heno y piedrecillas y luego se perdían en la negrura de la noche en dirección a la casa ahora en penumbras.
Continúa.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Sabes?, esas pinceladas de la otra montaña...

Un beso grande. Te espero

pon dijo...

Como una buena taza de té bien caliente.......y aromático.

Marga dijo...

Mi vaquerooooo!!!!!!!!!!, tengo que leerte con calma y un poco de paz, prometo hacerlo este lunes ¿si?

No pienses que me he evaporado jejejeje.

Besitos hombre de gran corazón y lindas palabras.

Rosa dijo...

Mmmm, ya me imagino quién espiaba a Rafael.
Con unos padres como los que tiene Joshua... la cosa va a ponerse color de hormiga.
Pero en fin, no haré especulaciones y a la espera de la próxima entrega.

Strawberry Roan dijo...

...y continúa

Estoooooo, ¿qué es lo que vio el espía?

Marga dijo...

Vaya con Signal..., este rancho promete.

Hay vaquero, me quedo fumando un cigarrillo dentro del granero a ver si veo quien espía a Rafael, este muchacho está tan solo...

No tardes mucho.

Besitos

El César del Coctel dijo...

mmm qué delicia encontrar de nuevo lugares ya conocidos... todo me gusta... hasta se me antojó fumar