El tiempo robado a la vida convencional, a la vida previsible, a la que suelo llamar normal, estaba llegando a su fin. Los retazos de vida deseada habían comenzado a esfumarse de a poco, igual que el arco iris había marcado el ineludible fin de la tormenta al fundirse dócilmente con el rebaño de obedientes nubes en incesante marcha. Ese fenómeno simple, natural e irrelevante, obró de manera semejante a las ilusiones y deseos cumplidos durante nuestro breve período de felicidad compartida. Secreta e ilusoriamente, me obcecaba en retenerlos, como si, cual hechicero o genio, tuviese la facultad de mantenerlos atrapados férreamente entre mis puños, sólo porque así era mi voluntad. Y ellos, obedeciendo un ciclo tan natural como insensible a mis aspiraciones, al no poder encarnarse y verse cristalizados, pugnaban por filtrarse a través de los minúsculos resquicios de los pliegues de mis manos, titubeantes entre fundirse con el aire puro del lugar y quedarse allí, a salvo, o disolverse con el viento y desaparecer, sumisos, conscientes de su fatídico designio.
Era de noche. Las copas de los cipreses se balanceaban elegantes, una tímida pero brillante estrella ya había hecho su aparición y un tenue resplandor azul claro recortaba la silueta de las montañas. Habíamos comido sopa de sobre y pasta sazonada con queso y ajo desecado. Dardo dio cuenta de todo con excelente apetito, yo di varios rodeos para finalmente apartar el plato a medio terminar. Bebíamos vino ahora, apoltronados sobre dos desvencijadas reposeras, en la galería. La temperatura había descendido varios grados. Mi vista, indecisa, se clavó en Rodríguez, que husmeaba los alrededores ansiosamente. Un inusitado sentimiento de envidia me invadió al contemplarlo. Mi rostro se crispó. Y odié al pobre animal. Por su descarada inconsciencia, su natural irresponsabilidad, su irritante indiferencia ante lo que constituía su mundo. El mismo mundo que podría pertenecerme a mí pero que debía abandonar inexorablemente. Qué cruel ironía. El perro podría estar en cualquier otro lugar, con cualquier otro amo, y estaría tan bien como allí. Y yo...
Mi corazón comenzó a acelerarse y me revolví, entre inquieto e incómodo. Un inesperado dolor en el pecho hizo que me estremeciera. La madera de la poltrona crujió como si fuera a partirse. Mi corazón se aceleró y mis órganos digestivos desaparecieron dejando un doloroso vacío. Era el momento. Tuve que tragar varias veces antes de poder hablar.
Era de noche. Las copas de los cipreses se balanceaban elegantes, una tímida pero brillante estrella ya había hecho su aparición y un tenue resplandor azul claro recortaba la silueta de las montañas. Habíamos comido sopa de sobre y pasta sazonada con queso y ajo desecado. Dardo dio cuenta de todo con excelente apetito, yo di varios rodeos para finalmente apartar el plato a medio terminar. Bebíamos vino ahora, apoltronados sobre dos desvencijadas reposeras, en la galería. La temperatura había descendido varios grados. Mi vista, indecisa, se clavó en Rodríguez, que husmeaba los alrededores ansiosamente. Un inusitado sentimiento de envidia me invadió al contemplarlo. Mi rostro se crispó. Y odié al pobre animal. Por su descarada inconsciencia, su natural irresponsabilidad, su irritante indiferencia ante lo que constituía su mundo. El mismo mundo que podría pertenecerme a mí pero que debía abandonar inexorablemente. Qué cruel ironía. El perro podría estar en cualquier otro lugar, con cualquier otro amo, y estaría tan bien como allí. Y yo...
Mi corazón comenzó a acelerarse y me revolví, entre inquieto e incómodo. Un inesperado dolor en el pecho hizo que me estremeciera. La madera de la poltrona crujió como si fuera a partirse. Mi corazón se aceleró y mis órganos digestivos desaparecieron dejando un doloroso vacío. Era el momento. Tuve que tragar varias veces antes de poder hablar.
- ¿Qué vamos a hacer ahora, Dardo? - lancé, sin rodeos, escrutando el horizonte, alarmado no tanto por mi franqueza como por la voz aflautada que surgió de mi garganta.
Permaneció en silencio, sin moverse. Me preparaba a repetir la pregunta cuando habló finalmente.
- ¿Hacer? ¿A qué te referís? - dudó, en un hilo de su voz grave.
- A partir de ahora, digo... que yo... - carraspeé con fastidio. - ... que yo me voy, que me vuelvo y... y vos te quedás acá... - tragué sonoramente. - ¿Cómo siguen nuestras vidas?
No contestó enseguida. Bebió un gran trago de vino. Cuando lo hizo, su tono había cambiado ligeramente, expresando un dejo de seriedad.
- Tal como estaban antes de que vos vengas acá, Rodri, nada tiene por qué cambiar.
Fué como si me hubiese rociado con gas paralizante. Una puntada en el medio del pecho humedeció mis ojos. Inspiré profundo.
- ¿Nada?¿Cómo, que nada...? - logré balbucear.
Se incorporó ágilmente, entró a la cabaña y regresó con la botella del vino que estábamos bebiendo. Llenó su copa y la acabó de un solo trago. Continuó hablando mientras servía la mía.
- Rodri, vos ya tenés una vida hecha, con una mujer, hijos... ellos no tienen nada que ver en todo esto. Sería injusto cambiar algo de sus vidas por nosotros, ¿no te parece? - determinó.
Sonó tan claro, acertado y decidido que me estremecí. Rodríguez se había acercado a mí. Lo espanté con irritación cuando lamió una de mis manos.
- Además, mi viejo, nada de todo esto es real. - anunció, sombrío.
Me limité a contemplarlo sin disimular mi estupefacción ni mi respiración cada vez más agitada.
- ¿Sabés? Tuvimos suerte... mucha, creo... - murmuró. - ... de estar acá, de encontrarnos... Habitualmente, ésta es la época de concesión de las licencias de pesca, y tengo que patrullar y controlar constantemente el movimiento de gente, que suele ser numerosa y que siempre se manda alguna... Increíblemente, no hubo un sólo pescador este fin de semana. - lanzó una risotada. - Ni uno sólo, qué loco... tal vez se hayan enterado de la tormenta... - volvió a beber el contenido de su copa de un trago y la llenó una vez más. - ... o de la cogida que nos íbamos a pegar! - me miró con picardía y palmeó mi pierna con fuerza.
Esbocé una débil y temblorosa semisonrisa. Mis ojos seguían escudriñándolo, expectantes.
Permaneció en silencio, sin moverse. Me preparaba a repetir la pregunta cuando habló finalmente.
- ¿Hacer? ¿A qué te referís? - dudó, en un hilo de su voz grave.
- A partir de ahora, digo... que yo... - carraspeé con fastidio. - ... que yo me voy, que me vuelvo y... y vos te quedás acá... - tragué sonoramente. - ¿Cómo siguen nuestras vidas?
No contestó enseguida. Bebió un gran trago de vino. Cuando lo hizo, su tono había cambiado ligeramente, expresando un dejo de seriedad.
- Tal como estaban antes de que vos vengas acá, Rodri, nada tiene por qué cambiar.
Fué como si me hubiese rociado con gas paralizante. Una puntada en el medio del pecho humedeció mis ojos. Inspiré profundo.
- ¿Nada?¿Cómo, que nada...? - logré balbucear.
Se incorporó ágilmente, entró a la cabaña y regresó con la botella del vino que estábamos bebiendo. Llenó su copa y la acabó de un solo trago. Continuó hablando mientras servía la mía.
- Rodri, vos ya tenés una vida hecha, con una mujer, hijos... ellos no tienen nada que ver en todo esto. Sería injusto cambiar algo de sus vidas por nosotros, ¿no te parece? - determinó.
Sonó tan claro, acertado y decidido que me estremecí. Rodríguez se había acercado a mí. Lo espanté con irritación cuando lamió una de mis manos.
- Además, mi viejo, nada de todo esto es real. - anunció, sombrío.
Me limité a contemplarlo sin disimular mi estupefacción ni mi respiración cada vez más agitada.
- ¿Sabés? Tuvimos suerte... mucha, creo... - murmuró. - ... de estar acá, de encontrarnos... Habitualmente, ésta es la época de concesión de las licencias de pesca, y tengo que patrullar y controlar constantemente el movimiento de gente, que suele ser numerosa y que siempre se manda alguna... Increíblemente, no hubo un sólo pescador este fin de semana. - lanzó una risotada. - Ni uno sólo, qué loco... tal vez se hayan enterado de la tormenta... - volvió a beber el contenido de su copa de un trago y la llenó una vez más. - ... o de la cogida que nos íbamos a pegar! - me miró con picardía y palmeó mi pierna con fuerza.
Esbocé una débil y temblorosa semisonrisa. Mis ojos seguían escudriñándolo, expectantes.
- Este mundo no está hecho para nosotros, viejito... - continuó, meneando la cabeza. - ...qué va... ni para nosotros ni para ningún puto que ame a otro. - sentenció.
Esas últimas palabras vibraron dentro de mí, dejándome una amarga sensación. Abrí la boca pero mi lengua estaba enroscada en un nudo imposible. Un chasquido de ramas hizo que giráramos nuestras cabezas en dirección a la negrura del bosque. Las grandes orejas de Rodríguez se enarbolaron como antenas en estado de alerta. Distinguí una sombra, o algo parecido, deslizándose entre los arbustos. Asustado, busqué la mirada de Dardo, pero él la tenía fija en algo situado más allá de la espesura. Sin descuidar la atención de aquello que parecía vigilar, siguió hablando.
- Esto que nos tocó vivir a los dos, pasó acá... en la única clase de mundo posible para nosotros, Rodri, y sólo porque no hubo ojos ni dedos que rompieran las pelotas... De no haber sido así, jamás se hubiese dado. - afirmó. - Fuera de acá, no tenemos huevos suficientes... nadie los tiene, bah! Somos circunstancias, Rodri. Eso somos, cir-cuns-tan-cias... - pronunció cuidadosamente cada sílaba. - Sin darnos cuenta, nos comportamos de acuerdo a ellas, como si fuésemos soldados... o, mejor dicho, robots. Cuando te encuentres de regreso a tu vida de todos los días vas a comprobarlo. Tu casa, tu trabajo, tu ciudad, se van a encargar de hacer de todo esto un recuerdo, muy pronto. - No había un solo dejo de amargura en su voz, hablaba como si leyera un discurso preparado de antemano. - Y de marcarte qué lejano está de tu realidad.
Mi mente bullía como si fuese a entrar en erupción. Lo escuchaba y quería decir algo que le diese una pista del universo que latía dentro mío, pero no tuve el coraje. Aunque detesté sus dichos, era verdad. Las perspectivas que teníamos por delante no daban lugar a ninguna opción lógica. Aún así las cosas, me resultó extraña, dado el espíritu de Dardo, siempre libre e irreverente, su capitulación temprana, sin condiciones. En el estado en el que me encontraba solo pude pronunciar las palabras más banales, las más políticamente correctas, las menos comprometidas, las que, de alguna manera, absolvían al homosexual desaforado en que me había convertido.
- Dardo, vos... - mi voz temblaba, con tono vencido. - ... vos sos mi... sos mi amigo, y quiero... - tragué varias veces antes de poder seguir. - ...no me gustaría perderte... - mascullé apenas.
Su mirada se había vuelto vidriosa, los músculos de su rostro, tensos. La nuez de su garganta subía y bajaba. Mordió sus labios y se pasó una mano por el cabello desordenado. Giró y me estudió con gesto cansado.
- ¿Y quién dijo que me vas a perder, boludito? - Su rostro todo se deshizo en una sonrisa que me inundó con su luz, su voz exhaló una súbita serenidad. - Dije que no estaría bien que cambies tu vida, pero no dije nada acerca de que le sumes algo... alguien. - se sentó, ágil, sobre mi regazo. Su respiración inundó mis vías nasales con el aroma ácido del vino. Sus labios se movieron lentos, rozando los míos, al confiarme; - Ya vamos a encontrar la manera de que esto no termine aquí, no te preocupes. Y me abrazó.
- Esto que nos tocó vivir a los dos, pasó acá... en la única clase de mundo posible para nosotros, Rodri, y sólo porque no hubo ojos ni dedos que rompieran las pelotas... De no haber sido así, jamás se hubiese dado. - afirmó. - Fuera de acá, no tenemos huevos suficientes... nadie los tiene, bah! Somos circunstancias, Rodri. Eso somos, cir-cuns-tan-cias... - pronunció cuidadosamente cada sílaba. - Sin darnos cuenta, nos comportamos de acuerdo a ellas, como si fuésemos soldados... o, mejor dicho, robots. Cuando te encuentres de regreso a tu vida de todos los días vas a comprobarlo. Tu casa, tu trabajo, tu ciudad, se van a encargar de hacer de todo esto un recuerdo, muy pronto. - No había un solo dejo de amargura en su voz, hablaba como si leyera un discurso preparado de antemano. - Y de marcarte qué lejano está de tu realidad.
Mi mente bullía como si fuese a entrar en erupción. Lo escuchaba y quería decir algo que le diese una pista del universo que latía dentro mío, pero no tuve el coraje. Aunque detesté sus dichos, era verdad. Las perspectivas que teníamos por delante no daban lugar a ninguna opción lógica. Aún así las cosas, me resultó extraña, dado el espíritu de Dardo, siempre libre e irreverente, su capitulación temprana, sin condiciones. En el estado en el que me encontraba solo pude pronunciar las palabras más banales, las más políticamente correctas, las menos comprometidas, las que, de alguna manera, absolvían al homosexual desaforado en que me había convertido.
- Dardo, vos... - mi voz temblaba, con tono vencido. - ... vos sos mi... sos mi amigo, y quiero... - tragué varias veces antes de poder seguir. - ...no me gustaría perderte... - mascullé apenas.
Su mirada se había vuelto vidriosa, los músculos de su rostro, tensos. La nuez de su garganta subía y bajaba. Mordió sus labios y se pasó una mano por el cabello desordenado. Giró y me estudió con gesto cansado.
- ¿Y quién dijo que me vas a perder, boludito? - Su rostro todo se deshizo en una sonrisa que me inundó con su luz, su voz exhaló una súbita serenidad. - Dije que no estaría bien que cambies tu vida, pero no dije nada acerca de que le sumes algo... alguien. - se sentó, ágil, sobre mi regazo. Su respiración inundó mis vías nasales con el aroma ácido del vino. Sus labios se movieron lentos, rozando los míos, al confiarme; - Ya vamos a encontrar la manera de que esto no termine aquí, no te preocupes. Y me abrazó.
Esa noche tuve una pesadilla. Andaba por una calle sombría, oía voces a mi alrededor pero no comprendía qué decían. Cosas informes, como meteoritos opacos, de aspecto amenazador, surcaban el aire, y yo caminaba casi agachado porque les temía. La calle se convirtió después en una sala amplia, blanca, pero atestada de cosas y gente que reía entre haces de luces de colores. Aunque las caras que me observaban con desdén no me resultaban familiares, ellas representaban a algunos compañeros de oficina. Un espejo como los de parque de diversiones, en algún rincón del lugar, deformaba mi figura pálida, ensanchándola como un barril, revelando mi completa desnudez. Espantado, quise huir pero algo pegajoso sujetaba mis piernas al piso. Bajé la vista y no me sorprendió encontrarme con mi pene enrojecido y muy erecto, y mis pies enterrados en un pantano oscuro. De entre la muchedumbre surgió un hombre con una copa en la mano que, con gesto lascivo, tomó mi miembro. No tenía brazos sino largos y venosos tentáculos que se enroscaron en mí mientras no dejaban de contorsionarse como serpientes. La sensación de asfixia hizo que despertara, jadeando. Dardo roncaba suavemente a mi lado. La tersura de su piel pegada a la mía me calmó de inmediato, y después de un rato volví a quedarme dormido.
Consulté mi reloj pulsera cuando abrí los ojos. Eran casi las siete de la mañana. Volteé la cabeza para encontrarme con Dardo que, bañado por la luz muy blanca y espectral que se filtraba a través de la ventana, me contemplaba con dulzura. Sus dedos siguieron la línea de mis mejillas, luego la comisura de mi boca, y se detuvieron para acariciar mi barbilla y mi labio inferior.
- Lo logramos, Rodri. - susurró. - Nos olvidamos de todo lo que nos dijeron, mandamos al carajo lo correcto. ¡Nos recagamos en todo el puto mundo heterosexual!
Le sonreí compasivamente.
- Te voy a extrañar... - murmuré.
- Lo sé, viejito.
No olíamos bien. Nuestros ojos lucían lagañosos, nuestros cabellos, sucios y enmarañados, nuestros cuerpos, sudorosos bajo la gruesa capa de cobijas. Mi boca estaba seca y pastosa. La de él, aún apestaba a alcohol. Sin embargo, hicimos el amor de la forma más deliciosa que recuerdo. Un preludio oral y manual exquisito preparó serenamente los acordes para la sinfonía de movimientos que sobrevinieron. Luego todo él fue hundiéndose en mí, suave, mesurado, el dolor, de a poco fue cediendo, el regocijo fue creciendo, al sentirlo llegar cada vez más adentro mío. Así, hasta que, adivinándolo en sus iris centelleantes, poco antes de llegar al éxtasis mutuo, nos separamos el tiempo necesario para invertir nuestra posición. Entonces penetré en él, lento, jubiloso, mi boca sellando cada incursión con un beso intenso, vivo, tan sentido como esculpido en nuestras pieles, en nuestras carnes. Eyaculé un instante después de ver su carga blanca y abundante caer sobre el abdomen chato y fibroso. Y ese instante de exuberante pasión me reveló la noción real, me brindó la dimensión más acabada, del sentido más pleno de libertad, aquel del cual nadie nunca me había hablado, y que, sabía, tampoco yo sería capaz de transmitir. El más relativo, el incompleto, ahora que conocía el verdadero significado, me esperaba junto con mi vida convencional, muy lejos de allí en todos los aspectos posibles. Supe, a partir de ese momento, que los términos que denominan cantidades y magnitudes de tiempo se relativizarían y caerían sobre mí con un peso distinto al literal, al que conocía. Una dimensión nueva, la que atesora el poder verdadero de la pérdida y sus catastróficas derivaciones internas, sabía, me aguardaba agazapada esperando que me alejara de allí.
Consulté mi reloj pulsera cuando abrí los ojos. Eran casi las siete de la mañana. Volteé la cabeza para encontrarme con Dardo que, bañado por la luz muy blanca y espectral que se filtraba a través de la ventana, me contemplaba con dulzura. Sus dedos siguieron la línea de mis mejillas, luego la comisura de mi boca, y se detuvieron para acariciar mi barbilla y mi labio inferior.
- Lo logramos, Rodri. - susurró. - Nos olvidamos de todo lo que nos dijeron, mandamos al carajo lo correcto. ¡Nos recagamos en todo el puto mundo heterosexual!
Le sonreí compasivamente.
- Te voy a extrañar... - murmuré.
- Lo sé, viejito.
No olíamos bien. Nuestros ojos lucían lagañosos, nuestros cabellos, sucios y enmarañados, nuestros cuerpos, sudorosos bajo la gruesa capa de cobijas. Mi boca estaba seca y pastosa. La de él, aún apestaba a alcohol. Sin embargo, hicimos el amor de la forma más deliciosa que recuerdo. Un preludio oral y manual exquisito preparó serenamente los acordes para la sinfonía de movimientos que sobrevinieron. Luego todo él fue hundiéndose en mí, suave, mesurado, el dolor, de a poco fue cediendo, el regocijo fue creciendo, al sentirlo llegar cada vez más adentro mío. Así, hasta que, adivinándolo en sus iris centelleantes, poco antes de llegar al éxtasis mutuo, nos separamos el tiempo necesario para invertir nuestra posición. Entonces penetré en él, lento, jubiloso, mi boca sellando cada incursión con un beso intenso, vivo, tan sentido como esculpido en nuestras pieles, en nuestras carnes. Eyaculé un instante después de ver su carga blanca y abundante caer sobre el abdomen chato y fibroso. Y ese instante de exuberante pasión me reveló la noción real, me brindó la dimensión más acabada, del sentido más pleno de libertad, aquel del cual nadie nunca me había hablado, y que, sabía, tampoco yo sería capaz de transmitir. El más relativo, el incompleto, ahora que conocía el verdadero significado, me esperaba junto con mi vida convencional, muy lejos de allí en todos los aspectos posibles. Supe, a partir de ese momento, que los términos que denominan cantidades y magnitudes de tiempo se relativizarían y caerían sobre mí con un peso distinto al literal, al que conocía. Una dimensión nueva, la que atesora el poder verdadero de la pérdida y sus catastróficas derivaciones internas, sabía, me aguardaba agazapada esperando que me alejara de allí.
El rumor de un motor y de grava crepitando nos devolvió violentamente a la consciencia. Dardo me dio un último beso antes de salir catapultado del aplastamiento al que lo había sometido. Se vistió rápidamente y, antes de atravesar la puerta, se detuvo para guiñarme un ojo al tiempo que, sin emitir sonido alguno, gesticulaba un claro "Te quiero", que quedó repicando en mi interior como las reverberaciones de una estruendosa campana de iglesia.
Salí de la cabaña después de tomarme el tiempo para poner un poco de orden y ocultar cualquier señal comprometedora. Dardo conversaba animadamente, recostado contra una camioneta de mayor porte que la de él, con otro guardaparque y un gendarme. La imagen fue el contraste exacto, la representación que necesitaba para darme cuenta de lo fuera de la ley que habíamos vivido durante estos gloriosos días, y de que todo, finalmente, había terminado. Por un segundo fugaz fantaseé con que, al abordarlos, me anunciaran que quedábamos detenidos por recontraputazos. No lo hicieron. Por el contrario, me saludaron efusivamente.
- El es Rodrigo Leiva. - me presentó Dardo, vivaz. - Ellos son el oficial Firpo y el cabo Corvalán. Se ofrecieron a escoltarte hasta el cruce con la ruta.¿Qué tal?
"Para la reverendísima mierda", dije para mí, "Yo no quiero ir a ninguna parte, quiero quedarme acá, con Vos", pero estreché sus manos sin decir una palabra, con la decepción impresa en mi gesto circunspecto ante el plan de abducción de mi paraíso conquistado.
- El camino es un barrial con tramos casi intransitables, así que van a remolcarte hasta allá... buenísimo, ¿no? - me informó Dardo, animado.
- Msí, genial... gracias. - dije, a regañadientes. - ¿Cuándo?
- En cuanto esté listo, saldríamos, si le parece. - contestó el tal Firpo.
Sostuve la mirada en los taciturnos ojos de Dardo unos segundos. La inclinación de sus párpados me indicó que sería mejor que me diera prisa.
- Seguro, voy a recoger mis cosas. - repuse secamente.
Metí las pertenencias que pude encontrar en la mochila, mis dedos chocando todo lo que intentaba asir. Me higienicé a duras penas y, cuando salí disparado del cuartito que hacía las veces de baño, embestí a Dardo impetuosamente. Se aferró a mí, desesperado. Todo él temblaba.
- Rodri... - su mandíbula tiritaba. Las palmas de sus manos se apoyaron en mis mejillas, untándolas vigorosamente con su transpiración. Se mordió los labios, levantó su dedo índice, lo agitó en un gesto que presentí admonitorio, y lo apoyó sobre mi boca. La abrí, introduje su dedo, resuelto, y lo succioné bañándolo de saliva. Lo retiró mientras yo asentía lentamente, comprensivo, sin sacar mis ojos de los de él. Tomándolo de la cintura, lo atraje hacia mí, y le di el beso con el que nos despediríamos de esos días por última vez. Nuestros labios se apartaron con un chasquido cuando Rodríguez hizo su aparición ladrando desesperado. Lo fulminé con mirada asesina.
- Vamos. - imploró Dardo, y salió presuroso, en tanto el perro, jadeante, se erguía y con mirada brillosa apoyaba sus patas delanteras sobre mí. Lo aparté con exasperación.
Revisé el motor antes de partir, no tanto por mi conciencia de conductor responsable, sino por distraer mi mente con algo. Los oficiales engancharon una sólida cuarta de remolque al paragolpes delantero del Palio para, de esa forma, sortear los lodazales y remontar la empinada cuesta que lleva al camino provincial, según explicaron. Subí al auto hecho un incontrolable manojo de nervios. No había terminado de cerrar la puerta cuando un tirón violento y súbito lanzó el coche hacia adelante, iniciando así mi temida partida. Dardo se apareció junto a la ventanilla, corriendo a la par.
- No te olvides, Rodri, lo logramos... - vociferó entusiasmado. - ¡Eso es lo que cuenta! - riendo, agregó. - ¡Y la próxima, elegí otro color de auto, el turquesa da muy gay!
Las lágrimas ya rodaban por mi cara cuando extendí mi mano hacia afuera y él pudo aferrarla antes de que la camioneta acelerara y yo tuviera que atenazarme al volante, que se mecía con espasmos secos y pendulares. En cuanto pude controlar la dirección asomé la cabeza para ver su silueta, que ya se había detenido y me despedía, uno de sus brazos en alto, agitándose, el otro apoyado sobre su corazón. Permanecí observándolo un momento más, cerciorándome de que esa imagen, la de él despidiéndome, se hubiera cincelado en mi memoria.
Salí de la cabaña después de tomarme el tiempo para poner un poco de orden y ocultar cualquier señal comprometedora. Dardo conversaba animadamente, recostado contra una camioneta de mayor porte que la de él, con otro guardaparque y un gendarme. La imagen fue el contraste exacto, la representación que necesitaba para darme cuenta de lo fuera de la ley que habíamos vivido durante estos gloriosos días, y de que todo, finalmente, había terminado. Por un segundo fugaz fantaseé con que, al abordarlos, me anunciaran que quedábamos detenidos por recontraputazos. No lo hicieron. Por el contrario, me saludaron efusivamente.
- El es Rodrigo Leiva. - me presentó Dardo, vivaz. - Ellos son el oficial Firpo y el cabo Corvalán. Se ofrecieron a escoltarte hasta el cruce con la ruta.¿Qué tal?
"Para la reverendísima mierda", dije para mí, "Yo no quiero ir a ninguna parte, quiero quedarme acá, con Vos", pero estreché sus manos sin decir una palabra, con la decepción impresa en mi gesto circunspecto ante el plan de abducción de mi paraíso conquistado.
- El camino es un barrial con tramos casi intransitables, así que van a remolcarte hasta allá... buenísimo, ¿no? - me informó Dardo, animado.
- Msí, genial... gracias. - dije, a regañadientes. - ¿Cuándo?
- En cuanto esté listo, saldríamos, si le parece. - contestó el tal Firpo.
Sostuve la mirada en los taciturnos ojos de Dardo unos segundos. La inclinación de sus párpados me indicó que sería mejor que me diera prisa.
- Seguro, voy a recoger mis cosas. - repuse secamente.
Metí las pertenencias que pude encontrar en la mochila, mis dedos chocando todo lo que intentaba asir. Me higienicé a duras penas y, cuando salí disparado del cuartito que hacía las veces de baño, embestí a Dardo impetuosamente. Se aferró a mí, desesperado. Todo él temblaba.
- Rodri... - su mandíbula tiritaba. Las palmas de sus manos se apoyaron en mis mejillas, untándolas vigorosamente con su transpiración. Se mordió los labios, levantó su dedo índice, lo agitó en un gesto que presentí admonitorio, y lo apoyó sobre mi boca. La abrí, introduje su dedo, resuelto, y lo succioné bañándolo de saliva. Lo retiró mientras yo asentía lentamente, comprensivo, sin sacar mis ojos de los de él. Tomándolo de la cintura, lo atraje hacia mí, y le di el beso con el que nos despediríamos de esos días por última vez. Nuestros labios se apartaron con un chasquido cuando Rodríguez hizo su aparición ladrando desesperado. Lo fulminé con mirada asesina.
- Vamos. - imploró Dardo, y salió presuroso, en tanto el perro, jadeante, se erguía y con mirada brillosa apoyaba sus patas delanteras sobre mí. Lo aparté con exasperación.
Revisé el motor antes de partir, no tanto por mi conciencia de conductor responsable, sino por distraer mi mente con algo. Los oficiales engancharon una sólida cuarta de remolque al paragolpes delantero del Palio para, de esa forma, sortear los lodazales y remontar la empinada cuesta que lleva al camino provincial, según explicaron. Subí al auto hecho un incontrolable manojo de nervios. No había terminado de cerrar la puerta cuando un tirón violento y súbito lanzó el coche hacia adelante, iniciando así mi temida partida. Dardo se apareció junto a la ventanilla, corriendo a la par.
- No te olvides, Rodri, lo logramos... - vociferó entusiasmado. - ¡Eso es lo que cuenta! - riendo, agregó. - ¡Y la próxima, elegí otro color de auto, el turquesa da muy gay!
Las lágrimas ya rodaban por mi cara cuando extendí mi mano hacia afuera y él pudo aferrarla antes de que la camioneta acelerara y yo tuviera que atenazarme al volante, que se mecía con espasmos secos y pendulares. En cuanto pude controlar la dirección asomé la cabeza para ver su silueta, que ya se había detenido y me despedía, uno de sus brazos en alto, agitándose, el otro apoyado sobre su corazón. Permanecí observándolo un momento más, cerciorándome de que esa imagen, la de él despidiéndome, se hubiera cincelado en mi memoria.
El camino, sumamente accidentado, sirvió, no para menguar la espantosa sensación de descuartizamiento, más sí para distraerla, al menos durante todo el trayecto hasta la ruta, larguísimo y tedioso. Concentré toda mi atención en seguir las constantes indicaciones de los guardaparques en cada acumulación de agua y fango, en cada estrechamiento del camino, en los innumerables bordes traicioneros y así conseguí, durante ese lapso, levantar precarias barreras a la tristeza y el dolor que, como tropilla de caballos en gatera, amenazaban con aplastarme desde todos los flancos.
Cuando, habiendo ya dejado a mis gentiles guías atrás, el coche se zambulló sobre el pavimento lanzando esquirlas de barro en un traqueteo tan ensordecedor que me hizo conjeturar que se desarmaría de un momento a otro, mi teléfono celular comenzó a sonar, enloquecido. Decenas de mensajes de aviso de llamada se agolpaban en la bandeja de entrada. Los borré sin consultarlos y luego, con furia, arrojé el aparato al asiento contiguo. No bien golpeó contra el tapizado, la campanilla de comunicación entrante taladró mis castigados oídos y mi corazón dio un vuelco. Hablaron antes de que llegara a contestar.
- ¿Dónde estás? - la aguda voz de Cecilia, metálica, subrayó cada consonante, reprimiendo una furia creciente. - ¿Ya enterraron a tu tiíto de Neuquén?
Tragué saliva.
- ¿Me permitís que te explique? - supliqué tímidamente.
- ¿Estás bien? - me interrumpió con aspereza.
- Supongo que sí. - repuse, dudoso.
- Entonces, dejá, ni te molestes. Mejor dejame a mí informarte que tu hija está enferma desde que perdimos el contacto con vos, y tu hijo hace dos días que no deja de marcar el número de tu celular desesperado por saber algo de su padre perdido. - espetó con fastidio.
Arroyos de lágrimas caudalosas surcaron mis mejillas. Gruñí.
- ¿Dónde carajo estás, Rodrigo? - gritó exageradamente, fuera de sí. - ¿Cómo pudiste cagarte así, en tus hijos?¿Cómo, me explicás? - Lloraba ahora, con sollozos que desintegraron las esquirlas de mi alma.
Una vez más, tuve que tragar repetidamente para poder balbucear algo que sonara a mí.
- Deciles... deciles que a su papá no le ocurrió nada malo... que... que en un par de días vuelvo. - Mi voz se quebró, pero pude pronunciar: - Y que los amo más que a nada en el mundo.
- ¡Andate a la mierda, Rodrigo Leiva! - sentenció Cecilia, con un aullido que me heló la sangre. Y cortó sin decir más.
Cuando, habiendo ya dejado a mis gentiles guías atrás, el coche se zambulló sobre el pavimento lanzando esquirlas de barro en un traqueteo tan ensordecedor que me hizo conjeturar que se desarmaría de un momento a otro, mi teléfono celular comenzó a sonar, enloquecido. Decenas de mensajes de aviso de llamada se agolpaban en la bandeja de entrada. Los borré sin consultarlos y luego, con furia, arrojé el aparato al asiento contiguo. No bien golpeó contra el tapizado, la campanilla de comunicación entrante taladró mis castigados oídos y mi corazón dio un vuelco. Hablaron antes de que llegara a contestar.
- ¿Dónde estás? - la aguda voz de Cecilia, metálica, subrayó cada consonante, reprimiendo una furia creciente. - ¿Ya enterraron a tu tiíto de Neuquén?
Tragué saliva.
- ¿Me permitís que te explique? - supliqué tímidamente.
- ¿Estás bien? - me interrumpió con aspereza.
- Supongo que sí. - repuse, dudoso.
- Entonces, dejá, ni te molestes. Mejor dejame a mí informarte que tu hija está enferma desde que perdimos el contacto con vos, y tu hijo hace dos días que no deja de marcar el número de tu celular desesperado por saber algo de su padre perdido. - espetó con fastidio.
Arroyos de lágrimas caudalosas surcaron mis mejillas. Gruñí.
- ¿Dónde carajo estás, Rodrigo? - gritó exageradamente, fuera de sí. - ¿Cómo pudiste cagarte así, en tus hijos?¿Cómo, me explicás? - Lloraba ahora, con sollozos que desintegraron las esquirlas de mi alma.
Una vez más, tuve que tragar repetidamente para poder balbucear algo que sonara a mí.
- Deciles... deciles que a su papá no le ocurrió nada malo... que... que en un par de días vuelvo. - Mi voz se quebró, pero pude pronunciar: - Y que los amo más que a nada en el mundo.
- ¡Andate a la mierda, Rodrigo Leiva! - sentenció Cecilia, con un aullido que me heló la sangre. Y cortó sin decir más.
Clavé los frenos y desvié el auto hacia la banquina. El vehículo que marchaba detrás del mío hizo sonar la bocina, maldiciendo mi brusca maniobra. Pero a mi ya poco me importaba. Lloré desconsolado, con la cabeza hundida entre los rayos del volante, y la idea de mandar todo al diablo y regresar con Dardo dando enardecidas vueltas a mi alrededor.
Continúa.
Fotos: http://www.stockxchange.com/