miércoles, 31 de octubre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 17a. Parte


El tiempo robado a la vida convencional, a la vida previsible, a la que suelo llamar normal, estaba llegando a su fin. Los retazos de vida deseada habían comenzado a esfumarse de a poco, igual que el arco iris había marcado el ineludible fin de la tormenta al fundirse dócilmente con el rebaño de obedientes nubes en incesante marcha. Ese fenómeno simple, natural e irrelevante, obró de manera semejante a las ilusiones y deseos cumplidos durante nuestro breve período de felicidad compartida. Secreta e ilusoriamente, me obcecaba en retenerlos, como si, cual hechicero o genio, tuviese la facultad de mantenerlos atrapados férreamente entre mis puños, sólo porque así era mi voluntad. Y ellos, obedeciendo un ciclo tan natural como insensible a mis aspiraciones, al no poder encarnarse y verse cristalizados, pugnaban por filtrarse a través de los minúsculos resquicios de los pliegues de mis manos, titubeantes entre fundirse con el aire puro del lugar y quedarse allí, a salvo, o disolverse con el viento y desaparecer, sumisos, conscientes de su fatídico designio.
Era de noche. Las copas de los cipreses se balanceaban elegantes, una tímida pero brillante estrella ya había hecho su aparición y un tenue resplandor azul claro recortaba la silueta de las montañas. Habíamos comido sopa de sobre y pasta sazonada con queso y ajo desecado. Dardo dio cuenta de todo con excelente apetito, yo di varios rodeos para finalmente apartar el plato a medio terminar. Bebíamos vino ahora, apoltronados sobre dos desvencijadas reposeras, en la galería. La temperatura había descendido varios grados. Mi vista, indecisa, se clavó en Rodríguez, que husmeaba los alrededores ansiosamente. Un inusitado sentimiento de envidia me invadió al contemplarlo. Mi rostro se crispó. Y odié al pobre animal. Por su descarada inconsciencia, su natural irresponsabilidad, su irritante indiferencia ante lo que constituía su mundo. El mismo mundo que podría pertenecerme a mí pero que debía abandonar inexorablemente. Qué cruel ironía. El perro podría estar en cualquier otro lugar, con cualquier otro amo, y estaría tan bien como allí. Y yo...
Mi corazón comenzó a acelerarse y me revolví, entre inquieto e incómodo. Un inesperado dolor en el pecho hizo que me estremeciera. La madera de la poltrona crujió como si fuera a partirse. Mi corazón se aceleró y mis órganos digestivos desaparecieron dejando un doloroso vacío. Era el momento. Tuve que tragar varias veces antes de poder hablar.



- ¿Qué vamos a hacer ahora, Dardo? - lancé, sin rodeos, escrutando el horizonte, alarmado no tanto por mi franqueza como por la voz aflautada que surgió de mi garganta.
Permaneció en silencio, sin moverse. Me preparaba a repetir la pregunta cuando habló finalmente.
- ¿Hacer? ¿A qué te referís? - dudó, en un hilo de su voz grave.
- A partir de ahora, digo... que yo... - carraspeé con fastidio. - ... que yo me voy, que me vuelvo y... y vos te quedás acá... - tragué sonoramente. - ¿Cómo siguen nuestras vidas?
No contestó enseguida. Bebió un gran trago de vino. Cuando lo hizo, su tono había cambiado ligeramente, expresando un dejo de seriedad.
- Tal como estaban antes de que vos vengas acá, Rodri, nada tiene por qué cambiar.
Fué como si me hubiese rociado con gas paralizante. Una puntada en el medio del pecho humedeció mis ojos. Inspiré profundo.
- ¿Nada?¿Cómo, que nada...? - logré balbucear.
Se incorporó ágilmente, entró a la cabaña y regresó con la botella del vino que estábamos bebiendo. Llenó su copa y la acabó de un solo trago. Continuó hablando mientras servía la mía.
- Rodri, vos ya tenés una vida hecha, con una mujer, hijos... ellos no tienen nada que ver en todo esto. Sería injusto cambiar algo de sus vidas por nosotros, ¿no te parece? - determinó.
Sonó tan claro, acertado y decidido que me estremecí. Rodríguez se había acercado a mí. Lo espanté con irritación cuando lamió una de mis manos.
- Además, mi viejo, nada de todo esto es real. - anunció, sombrío.
Me limité a contemplarlo sin disimular mi estupefacción ni mi respiración cada vez más agitada.
- ¿Sabés? Tuvimos suerte... mucha, creo... - murmuró. - ... de estar acá, de encontrarnos... Habitualmente, ésta es la época de concesión de las licencias de pesca, y tengo que patrullar y controlar constantemente el movimiento de gente, que suele ser numerosa y que siempre se manda alguna... Increíblemente, no hubo un sólo pescador este fin de semana. - lanzó una risotada. - Ni uno sólo, qué loco... tal vez se hayan enterado de la tormenta... - volvió a beber el contenido de su copa de un trago y la llenó una vez más. - ... o de la cogida que nos íbamos a pegar! - me miró con picardía y palmeó mi pierna con fuerza.
Esbocé una débil y temblorosa semisonrisa. Mis ojos seguían escudriñándolo, expectantes.



- Este mundo no está hecho para nosotros, viejito... - continuó, meneando la cabeza. - ...qué va... ni para nosotros ni para ningún puto que ame a otro. - sentenció.
Esas últimas palabras vibraron dentro de mí, dejándome una amarga sensación. Abrí la boca pero mi lengua estaba enroscada en un nudo imposible. Un chasquido de ramas hizo que giráramos nuestras cabezas en dirección a la negrura del bosque. Las grandes orejas de Rodríguez se enarbolaron como antenas en estado de alerta. Distinguí una sombra, o algo parecido, deslizándose entre los arbustos. Asustado, busqué la mirada de Dardo, pero él la tenía fija en algo situado más allá de la espesura. Sin descuidar la atención de aquello que parecía vigilar, siguió hablando.
- Esto que nos tocó vivir a los dos, pasó acá... en la única clase de mundo posible para nosotros, Rodri, y sólo porque no hubo ojos ni dedos que rompieran las pelotas... De no haber sido así, jamás se hubiese dado. - afirmó. - Fuera de acá, no tenemos huevos suficientes... nadie los tiene, bah! Somos circunstancias, Rodri. Eso somos, cir-cuns-tan-cias... - pronunció cuidadosamente cada sílaba. - Sin darnos cuenta, nos comportamos de acuerdo a ellas, como si fuésemos soldados... o, mejor dicho, robots. Cuando te encuentres de regreso a tu vida de todos los días vas a comprobarlo. Tu casa, tu trabajo, tu ciudad, se van a encargar de hacer de todo esto un recuerdo, muy pronto. - No había un solo dejo de amargura en su voz, hablaba como si leyera un discurso preparado de antemano. - Y de marcarte qué lejano está de tu realidad.
Mi mente bullía como si fuese a entrar en erupción. Lo escuchaba y quería decir algo que le diese una pista del universo que latía dentro mío, pero no tuve el coraje. Aunque detesté sus dichos, era verdad. Las perspectivas que teníamos por delante no daban lugar a ninguna opción lógica. Aún así las cosas, me resultó extraña, dado el espíritu de Dardo, siempre libre e irreverente, su capitulación temprana, sin condiciones. En el estado en el que me encontraba solo pude pronunciar las palabras más banales, las más políticamente correctas, las menos comprometidas, las que, de alguna manera, absolvían al homosexual desaforado en que me había convertido.
- Dardo, vos... - mi voz temblaba, con tono vencido. - ... vos sos mi... sos mi amigo, y quiero... - tragué varias veces antes de poder seguir. - ...no me gustaría perderte... - mascullé apenas.
Su mirada se había vuelto vidriosa, los músculos de su rostro, tensos. La nuez de su garganta subía y bajaba. Mordió sus labios y se pasó una mano por el cabello desordenado. Giró y me estudió con gesto cansado.
- ¿Y quién dijo que me vas a perder, boludito? - Su rostro todo se deshizo en una sonrisa que me inundó con su luz, su voz exhaló una súbita serenidad. - Dije que no estaría bien que cambies tu vida, pero no dije nada acerca de que le sumes algo... alguien. - se sentó, ágil, sobre mi regazo. Su respiración inundó mis vías nasales con el aroma ácido del vino. Sus labios se movieron lentos, rozando los míos, al confiarme; - Ya vamos a encontrar la manera de que esto no termine aquí, no te preocupes. Y me abrazó.
Esa noche tuve una pesadilla. Andaba por una calle sombría, oía voces a mi alrededor pero no comprendía qué decían. Cosas informes, como meteoritos opacos, de aspecto amenazador, surcaban el aire, y yo caminaba casi agachado porque les temía. La calle se convirtió después en una sala amplia, blanca, pero atestada de cosas y gente que reía entre haces de luces de colores. Aunque las caras que me observaban con desdén no me resultaban familiares, ellas representaban a algunos compañeros de oficina. Un espejo como los de parque de diversiones, en algún rincón del lugar, deformaba mi figura pálida, ensanchándola como un barril, revelando mi completa desnudez. Espantado, quise huir pero algo pegajoso sujetaba mis piernas al piso. Bajé la vista y no me sorprendió encontrarme con mi pene enrojecido y muy erecto, y mis pies enterrados en un pantano oscuro. De entre la muchedumbre surgió un hombre con una copa en la mano que, con gesto lascivo, tomó mi miembro. No tenía brazos sino largos y venosos tentáculos que se enroscaron en mí mientras no dejaban de contorsionarse como serpientes. La sensación de asfixia hizo que despertara, jadeando. Dardo roncaba suavemente a mi lado. La tersura de su piel pegada a la mía me calmó de inmediato, y después de un rato volví a quedarme dormido.
Consulté mi reloj pulsera cuando abrí los ojos. Eran casi las siete de la mañana. Volteé la cabeza para encontrarme con Dardo que, bañado por la luz muy blanca y espectral que se filtraba a través de la ventana, me contemplaba con dulzura. Sus dedos siguieron la línea de mis mejillas, luego la comisura de mi boca, y se detuvieron para acariciar mi barbilla y mi labio inferior.
- Lo logramos, Rodri. - susurró. - Nos olvidamos de todo lo que nos dijeron, mandamos al carajo lo correcto. ¡Nos recagamos en todo el puto mundo heterosexual!
Le sonreí compasivamente.
- Te voy a extrañar... - murmuré.
- Lo sé, viejito.
No olíamos bien. Nuestros ojos lucían lagañosos, nuestros cabellos, sucios y enmarañados, nuestros cuerpos, sudorosos bajo la gruesa capa de cobijas. Mi boca estaba seca y pastosa. La de él, aún apestaba a alcohol. Sin embargo, hicimos el amor de la forma más deliciosa que recuerdo. Un preludio oral y manual exquisito preparó serenamente los acordes para la sinfonía de movimientos que sobrevinieron. Luego todo él fue hundiéndose en mí, suave, mesurado, el dolor, de a poco fue cediendo, el regocijo fue creciendo, al sentirlo llegar cada vez más adentro mío. Así, hasta que, adivinándolo en sus iris centelleantes, poco antes de llegar al éxtasis mutuo, nos separamos el tiempo necesario para invertir nuestra posición. Entonces penetré en él, lento, jubiloso, mi boca sellando cada incursión con un beso intenso, vivo, tan sentido como esculpido en nuestras pieles, en nuestras carnes. Eyaculé un instante después de ver su carga blanca y abundante caer sobre el abdomen chato y fibroso. Y ese instante de exuberante pasión me reveló la noción real, me brindó la dimensión más acabada, del sentido más pleno de libertad, aquel del cual nadie nunca me había hablado, y que, sabía, tampoco yo sería capaz de transmitir. El más relativo, el incompleto, ahora que conocía el verdadero significado, me esperaba junto con mi vida convencional, muy lejos de allí en todos los aspectos posibles. Supe, a partir de ese momento, que los términos que denominan cantidades y magnitudes de tiempo se relativizarían y caerían sobre mí con un peso distinto al literal, al que conocía. Una dimensión nueva, la que atesora el poder verdadero de la pérdida y sus catastróficas derivaciones internas, sabía, me aguardaba agazapada esperando que me alejara de allí.

El rumor de un motor y de grava crepitando nos devolvió violentamente a la consciencia. Dardo me dio un último beso antes de salir catapultado del aplastamiento al que lo había sometido. Se vistió rápidamente y, antes de atravesar la puerta, se detuvo para guiñarme un ojo al tiempo que, sin emitir sonido alguno, gesticulaba un claro "Te quiero", que quedó repicando en mi interior como las reverberaciones de una estruendosa campana de iglesia.
Salí de la cabaña después de tomarme el tiempo para poner un poco de orden y ocultar cualquier señal comprometedora. Dardo conversaba animadamente, recostado contra una camioneta de mayor porte que la de él, con otro guardaparque y un gendarme. La imagen fue el contraste exacto, la representación que necesitaba para darme cuenta de lo fuera de la ley que habíamos vivido durante estos gloriosos días, y de que todo, finalmente, había terminado. Por un segundo fugaz fantaseé con que, al abordarlos, me anunciaran que quedábamos detenidos por recontraputazos. No lo hicieron. Por el contrario, me saludaron efusivamente.
- El es Rodrigo Leiva. - me presentó Dardo, vivaz. - Ellos son el oficial Firpo y el cabo Corvalán. Se ofrecieron a escoltarte hasta el cruce con la ruta.¿Qué tal?
"Para la reverendísima mierda", dije para mí, "Yo no quiero ir a ninguna parte, quiero quedarme acá, con Vos", pero estreché sus manos sin decir una palabra, con la decepción impresa en mi gesto circunspecto ante el plan de abducción de mi paraíso conquistado.
- El camino es un barrial con tramos casi intransitables, así que van a remolcarte hasta allá... buenísimo, ¿no? - me informó Dardo, animado.
- Msí, genial... gracias. - dije, a regañadientes. - ¿Cuándo?
- En cuanto esté listo, saldríamos, si le parece. - contestó el tal Firpo.
Sostuve la mirada en los taciturnos ojos de Dardo unos segundos. La inclinación de sus párpados me indicó que sería mejor que me diera prisa.
- Seguro, voy a recoger mis cosas. - repuse secamente.
Metí las pertenencias que pude encontrar en la mochila, mis dedos chocando todo lo que intentaba asir. Me higienicé a duras penas y, cuando salí disparado del cuartito que hacía las veces de baño, embestí a Dardo impetuosamente. Se aferró a mí, desesperado. Todo él temblaba.
- Rodri... - su mandíbula tiritaba. Las palmas de sus manos se apoyaron en mis mejillas, untándolas vigorosamente con su transpiración. Se mordió los labios, levantó su dedo índice, lo agitó en un gesto que presentí admonitorio, y lo apoyó sobre mi boca. La abrí, introduje su dedo, resuelto, y lo succioné bañándolo de saliva. Lo retiró mientras yo asentía lentamente, comprensivo, sin sacar mis ojos de los de él. Tomándolo de la cintura, lo atraje hacia mí, y le di el beso con el que nos despediríamos de esos días por última vez. Nuestros labios se apartaron con un chasquido cuando Rodríguez hizo su aparición ladrando desesperado. Lo fulminé con mirada asesina.
- Vamos. - imploró Dardo, y salió presuroso, en tanto el perro, jadeante, se erguía y con mirada brillosa apoyaba sus patas delanteras sobre mí. Lo aparté con exasperación.
Revisé el motor antes de partir, no tanto por mi conciencia de conductor responsable, sino por distraer mi mente con algo. Los oficiales engancharon una sólida cuarta de remolque al paragolpes delantero del Palio para, de esa forma, sortear los lodazales y remontar la empinada cuesta que lleva al camino provincial, según explicaron. Subí al auto hecho un incontrolable manojo de nervios. No había terminado de cerrar la puerta cuando un tirón violento y súbito lanzó el coche hacia adelante, iniciando así mi temida partida. Dardo se apareció junto a la ventanilla, corriendo a la par.
- No te olvides, Rodri, lo logramos... - vociferó entusiasmado. - ¡Eso es lo que cuenta! - riendo, agregó. - ¡Y la próxima, elegí otro color de auto, el turquesa da muy gay!
Las lágrimas ya rodaban por mi cara cuando extendí mi mano hacia afuera y él pudo aferrarla antes de que la camioneta acelerara y yo tuviera que atenazarme al volante, que se mecía con espasmos secos y pendulares. En cuanto pude controlar la dirección asomé la cabeza para ver su silueta, que ya se había detenido y me despedía, uno de sus brazos en alto, agitándose, el otro apoyado sobre su corazón. Permanecí observándolo un momento más, cerciorándome de que esa imagen, la de él despidiéndome, se hubiera cincelado en mi memoria.


El camino, sumamente accidentado, sirvió, no para menguar la espantosa sensación de descuartizamiento, más sí para distraerla, al menos durante todo el trayecto hasta la ruta, larguísimo y tedioso. Concentré toda mi atención en seguir las constantes indicaciones de los guardaparques en cada acumulación de agua y fango, en cada estrechamiento del camino, en los innumerables bordes traicioneros y así conseguí, durante ese lapso, levantar precarias barreras a la tristeza y el dolor que, como tropilla de caballos en gatera, amenazaban con aplastarme desde todos los flancos.
Cuando, habiendo ya dejado a mis gentiles guías atrás, el coche se zambulló sobre el pavimento lanzando esquirlas de barro en un traqueteo tan ensordecedor que me hizo conjeturar que se desarmaría de un momento a otro, mi teléfono celular comenzó a sonar, enloquecido. Decenas de mensajes de aviso de llamada se agolpaban en la bandeja de entrada. Los borré sin consultarlos y luego, con furia, arrojé el aparato al asiento contiguo. No bien golpeó contra el tapizado, la campanilla de comunicación entrante taladró mis castigados oídos y mi corazón dio un vuelco. Hablaron antes de que llegara a contestar.
- ¿Dónde estás? - la aguda voz de Cecilia, metálica, subrayó cada consonante, reprimiendo una furia creciente. - ¿Ya enterraron a tu tiíto de Neuquén?
Tragué saliva.
- ¿Me permitís que te explique? - supliqué tímidamente.
- ¿Estás bien? - me interrumpió con aspereza.
- Supongo que sí. - repuse, dudoso.
- Entonces, dejá, ni te molestes. Mejor dejame a mí informarte que tu hija está enferma desde que perdimos el contacto con vos, y tu hijo hace dos días que no deja de marcar el número de tu celular desesperado por saber algo de su padre perdido. - espetó con fastidio.
Arroyos de lágrimas caudalosas surcaron mis mejillas. Gruñí.
- ¿Dónde carajo estás, Rodrigo? - gritó exageradamente, fuera de sí. - ¿Cómo pudiste cagarte así, en tus hijos?¿Cómo, me explicás? - Lloraba ahora, con sollozos que desintegraron las esquirlas de mi alma.
Una vez más, tuve que tragar repetidamente para poder balbucear algo que sonara a mí.
- Deciles... deciles que a su papá no le ocurrió nada malo... que... que en un par de días vuelvo. - Mi voz se quebró, pero pude pronunciar: - Y que los amo más que a nada en el mundo.
- ¡Andate a la mierda, Rodrigo Leiva! - sentenció Cecilia, con un aullido que me heló la sangre. Y cortó sin decir más.

Clavé los frenos y desvié el auto hacia la banquina. El vehículo que marchaba detrás del mío hizo sonar la bocina, maldiciendo mi brusca maniobra. Pero a mi ya poco me importaba. Lloré desconsolado, con la cabeza hundida entre los rayos del volante, y la idea de mandar todo al diablo y regresar con Dardo dando enardecidas vueltas a mi alrededor.

Continúa.

lunes, 22 de octubre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 16a. parte

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domingo, 7 de octubre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 15a. parte


Con cada vía explorada, cada palmo del cuerpo adorado, cada orificio colmado, el sexo con otro hombre había dejado de ser un tabú infranqueable para convertirse en la encarnación del encuentro más profundo que, estaba seguro, podría lograr alguna vez con otro ser humano. El enorme, temible castillo que durante tantísimo tiempo yo había ido construyendo con ladrillos hechos de una amalgama de frustraciones, miedos y represiones de todo tipo para allí encerrar mis pasiones más ardientes, se había desmoronado de manera natural, erosionado por el caudal de emociones intactas, contenidas, pacientemente guardadas, que se habían desatado en la celebración más gloriosa que alguna vez hubiese podido imaginar, barriendo con hasta el último de sus cimientos. Nuestros pechos se henchían y relajaban cadenciosamente, mientras yacíamos rendidos, empanados de granitos de arena, bañados en sudor y fluidos corporales, arrebatados por un sopor embriagador que nos mantenía inmóviles y sólidamente unidos aún. Dardo, su mejilla apoyada sobre la unión de mis tetillas, su rostro cubierto por el pelo húmedo y enredado que yo no dejaba de acariciar, emitía al dormitar un ronquido lánguido, muy suave. Absorto, ensimismado, sin perturbar su ensueño, paseé la mirada por la situación idílica pergeñada en derredor mío. El horizonte se hallaba al nivel de mis ojos, y sin embargo, extraña y gratamente a la vez, mis sentidos me tenían elevado muy por encima del cielo. Ahí estaban, el lago, armonioso, resplandeciente, su superficie lisa, como la de un espejo perfecto, su arrullo hipnótico, errático, al romper y retirarse con una tímida, minúscula ola, de la orilla. El siseo de los alerces, cipreses y pinos, al mecerse sus ramas con la brisa tibia. Las paredes verdes, luego amarronadas e inalcanzables, del muro de montañas que nos rodeaban y parecían querer protegernos, mantenernos a salvo de cualquier presencia humana. El cielo, de un azul abrumador, regado por translúcidas nubes en miniatura, como de ilustración de cuento infantil. Sonreí. El mundo real había desaparecido, dejando, en su lugar, un escenario de fantasía, un paraíso de fábula, un regalo de la Creación. La confabulación que había, desde algún remoto lugar del universo, pactado nuestro anhelado encuentro, elegía el sitio ideal, trazando un fantástico paralelo con aquella carpa a orillas del arroyo marrón y sinuoso. Y todo por una simple decisión. Nada más, y nada menos que porque lo había elegido. ¿Podían nuestros deseos haber llegado a tanto? No quería respondérmelo. No, al menos, todavía. Todo, de pronto, se había vuelto tan bello, tan acogedor, tan sublime, que, de demorarme pensándolo un segundo más, temí desaparecería desvaneciéndose en el aire, como un hechizo que llega a su destino fatal.
Lejos de lo que constituye mi vida acostumbrada, el mundo, allí, se aparecía tan distinto, sólo atento a mis deseos y dispuesto a saciarlos, y cuánto más simple, más natural, más claro, más acorde a la vida deseada, la casi perfecta.
- Parecemos los únicos en el mundo, ¿no? - balbuceó un somnoliento Dardo, con sus ojos pegados.
Lo miré un instante antes de hablar.
- Pensaba exactamente en eso... - comenté, lanzando un profundo suspiro.
- ¿Qué te hizo venir, Rodri? - disparó, directo.
Me sorprendió y tardé en reaccionar.
- ¿Cómo, qué me hizo...? Vos, boludo.
Gruñó. - Eso es quién. Yo te estoy preguntando qué.
Suspiré otra vez. Eran tantos y, a la vez, tan pocos los motivos que no sabía de qué manera contestarle.
- ¡Yo qué sé, hincha pelotas! Vine, ¿no te basta eso? - con mis dedos sacudí su pelo.
- Sí y no. - entreabrió los ojos. - ¿Por qué te casaste?
Tragué saliva estrepitosamente. - Porque me enamoré, ¿por qué va a ser?
- ¿Y con cuántas saliste antes de concretar?
- ¿Cuántas?... Qué sé yo, un montón... - mentí.
- ¿Y sos feliz?
- Claro que sí, bolas, tengo una familia...
- Seguro... - Sus dedos juguetearon con mis pezones erectos.- Y decime, en todos estos años, nunca...?
- Ni en todos esos años ni después. - lo interrumpí secamente, adivinando a dónde se dirigía. No comprendí mi tono ridículamente defensivo.
Me escudriñó con una mueca de duda.
- Qué suerte tuviste. - dijo luego, melancólico. Hizo una pausa para girar apenas y acomodar su cabeza sobre mi hombro. -Yo, en cambio... aguanté unos años, como cuatro o cinco, hasta que no dí más, entonces, al carajo los estudios de ingeniería y proa a América central.
-¿Y, qué onda? - inquirí, no muy seguro de querer saber.
- ¡Jah! La peor, de parte de mis viejos... nunca aceptaron que echara por la borda todos esos años de estudio y me fuese a Costa Rica, nunca... y después, allá, de todo un poco... vendí ropa, trabajé como chofer, y, de tanto andar, conocí un tipo, en un bar... lindo, pero que resultó ser mucho más cagón que yo. - rió débilmente. - Salimos, sí, hasta que su miedo eterno, irremediable, insoportable, arruinaba todo lo que emprendíamos, cualquier cosa que intentáramos compartir, ¿qué podía pretender con alguien como él? Así que, para olvidarlo, o para seguir huyendo, no sé bien, me fuí a Perú por otro laburo que pude conseguir, como acompañante turístico, y en Lima conocí a César. Vivimos juntos, no estuvo mal, hasta que descubrí que me engañaba con el mejor amigo que me había hecho yo allá, ¿podés creer? Entonces, listo, se acabó, a la mierda con todo, agarré mis valijas y volví a Buenos Aires.
- Uh, qué de trotes... también, vos, si hubieras elegido una vida más ordenada, más tranquila... - murmuré, disfrazando mis celos con un comentario cargado de estúpida moralina. Inmediatamente me odié con toda el alma. Dardo se plantó con ojos de fuego frente a mí.
- Si hubiera elegido una vida más ordenada... , si hubiera elegido una puta vida más ordenada, ¿qué? - espetó, tan colérico que me asustó. - ¿Qué?, a ver, explicame... Ah, no lo sabés... pues yo sí... de haber llevado esa vida que vos sí elegiste, ¡ni a palos estaríamos acá, en este lugar de ensueño, amándonos, cogiendo como animales, como deberíamos haber hecho todos estos putos veinte años! - Las gotas de su saliva me obligaron a pestañear nerviosamente. - ¿O me vas a decir que viniste hasta el orto del mundo solamente para disculparte por lo que pasó en tu auto, frente al río, y de pronto, no sabés cómo, acá surgió todo? Rodri, ¿Te das cuenta de que tuviste que manejar miles de horas y tragar kilos de tierra para comprobar de que es imposible, im-po-si-ble, desviar una inclinación sexual sólo porque alguien lo dice? Apuesto que hasta anoche estabas tranquilo, orgulloso, de tener un cerebro y una pija tan obedientes a tu estirpe de macho... Pero, fijate vos, eh, cambian las circunstancias, cambia la cabeza. ¿Cuánto llevabas vos haciéndote el distraído, Rodri? ¿cuánto maldito tiempo? - Me escrutó, el ceño fruncido, la boca torcida en un rictus de amargura. No atiné a contestar nada lógico. - Mucho, más de lo que me imagino, ¿cierto? - se incorporó, dándome la espalda. - Yo me la dí de canchero en aquella época... cuando en realidad era un pendejo recagón, que no tuvo los huevos para agarrarte y decirte, caguémonos en el mundo y estemos juntos, aún viéndolo, a gritos, impreso en tus ojos llenos de duda y miedo en la librería del barrio esa puta tarde, aunque Yo lo tuviese marcado a fuego en el corazón... tenía la cabeza demasiado hecha pedazos por toda la basura de mis queridos viejos, de toda la mierda del sistema... ¿Qué me quedaba? Mis viejos me daban la espalda, a vos ya no te tenía... Irme lejos, la única, con toda mi represión a cuestas, al reverendo carajo a ver el mundo, que hasta sonaba bien cuando lo contaba... cuando la verdad es que huí, huí despavorido, del puto en que me iba a convertir, así ni mis viejos, ni mis amigos ni el resto de mi familia me verían... - rió forzadamente. - Toda ese quilombo para descubrir que cuanto más intentaba esconderme, más desenfrenado me volvía, para confirmar que así me fuera al Congo o al Polo, jamás podría escapar de mi homosexualidad, porque eso era lo que yo era. - Lagrimeaba apenas ahora, pero eso no le impedía descargarse con voz firme, cargada de amargura. - Te digo algo, Rodri, por mí este mundo de hijos de puta se puede ir a la reverendísima concha de su madre. Ya tuve bastante de toda su basura, de toda su crueldad, indiferencia e histeria del orto. ¿Por qué te pensás que me vine acá? Sí, me encantan los lagos y las montañas y no están mal algo de aislamiento y soledad... pero más, muchísimo más, me encantaría compartir todo esto con alguien, y que ese alguien... – giró, y con ojos que eran un caleidoscopio de matices, continuó. - ...que ese alguien sea un hombre que me ame como yo soy capaz de amar... o cerca, al menos. Pero, bueno, no lo logré, entonces, como ya tenía el lugar, me conseguí un perro... y armé mi vida, con un laburo decente, naturaleza a montones, paz, muuucha paz, mate, algún vinito de vez en cuando, y también... - Sonrió pícaramente. - ...mucha, pero muuuucha paja. A dos manos.
Yo continuaba en mi mutismo, incapaz de pronunciar algo que sonara adecuado.
- Puede que sea un hincha bolas, porque no está tan mal después de todo... - Dicho esto, la voz se le quebró como si sus cuerdas vocales se hubiesen cortado de repente. - Lo que no te imaginás es el estruendo que se escucha cuando caigo a veces... de verdad, no te lo imaginás, Rodri...
Me conmovió de tal manera, que por un instante perdí la capacidad de reacción. Luego lo rodeé con mi brazo y lo traje más cerca de mí.
- ¿Cómo no lo voy a imaginar, boludo? - lo consolé. Por fin pude hablar.
- ¿Qué hora es? - inquirió, zanjando abruptamente su congoja. Su gesto apenado desapareció tan rápido como se había hecho presente.
- ¿Hora? No sé, supongo que debemos estar cerca del mediodía...
- Vení, saquémonos todo este enchastre, que los tábanos no deben tardar en aparecer.
Corrió hasta la canoa, hurgó entre sus cosas y enseguida extrajo un pan de jabón blanco. El agua en la orilla estaba muy tibia ahora. Me aproximé a él, tomé el jabón de su mano y lo conduje hasta donde el agua cubría nuestras rodillas. Lo ayudé a sentarse sobre el lecho gris y sorprendentemente mullido, y, con la misma delicadeza y amor que cuando Clara y Francisco eran bebés, lo enjaboné entero, quitando, cada tanto, los sobrantes de espuma con suaves chorros de agua limpia, en tanto él, dócil, manso como la superficie del lago, se dejaba llevar por el delicioso recorrido del agua jabonosa, el lento frote de mis manos sobre su piel que reflejaba los rayos de sol. La melodía de la canción Daniel irrumpió en mi mente de forma tan repentina que, cuando reparé en ello, ya estaba tarareándola en un tímido falsete. Dardo se apoyó sobre sus codos, la cabeza volteada hacia atrás, extendiendo largamente sus piernas, sus labios ensanchados en una sonrisa de relajada satisfacción.
- Tu canción... - dijo dulcemente.
Asentí. Continué un poco más, mientras restregaba su cabello.
- Sabés... - susurré. - ...lo que te dije, de que una cadena de acontecimientos me trajo hasta acá, es totalmente cierto... de alguna manera, ahora que lo pienso, fué todo tan increíble que hasta me hizo creer, te vas a cagar de risa, en una especie de conspiración, un complot cósmico, no sé, como si algo sobrenatural estuviera digitando todo...
Dardo abrió los ojos y por una décima de segundo me miró desencajado, como si hubiese redordado algo. Tragué saliva, arrepentido, no sabía bien, de qué.
Emitió un silbido y acto seguido señaló, irónico: - ¡Ah, bueno! Mirá cómo le llaman ahora a "eran tantas las ganas de coger con vos que me banqué cualquiera".
- Qué pelotudo sos ... - reí muy a pesar mío. - ... te lo digo en serio! Días antes de recibir el mail de Juanjo invitándome a la reunión de egresados, había pensado en vos, y esa misma tarde subo al auto y adiviná qué tema sonaba en la radio?... - No esperé su respuesta. - ¡Daniel! ¡¿No es de locos?! - El rostro de Dardo se iluminó.
- Sí que es increíble... - comentó, abstraído durante unos segundos. Luego propuso, entusiasta:
-¿Qué tal si comemos? Estoy muerto de hambre. Dardo había preparado unos enormes sandwichs de carne ahumada y queso y unas manzanas que devoramos mientras hablábamos de nuestras vidas, yendo y volviendo en el tiempo, salteándonos años, sucesos, gente, de manera cómplice cuando riendo a carcajadas evocamos momentos juntos. El se refirió a sus aventuras centroamericanas y peruanas, a particularidades y rarezas de la vida en el bosque y la montaña con honda fascinación, y yo me aboqué a detallar apasionadamente los progresos, travesuras y payasadas de mis hijos, y a esbozar generalidades de mis ocupaciones en Buenos Aires. El contraste de su vida plagada de riesgos con la mía me hizo sentir cuánto había pasado por alto, y con eso, el pesado saldo de lo que había quedado en el camino amagó enturbiar el momento.
Desnudos como estábamos todavía, sentados sobre una enorme roca plana, a la sombra de un frondoso ciprés, sólo nuestros ojos cubiertos con anteojos oscuros, me avergoncé cuando una nueva erección comenzó a asomar al estudiar tras los cristales, una y otra vez, el tentador cuerpo de Dardo. Flexioné una pierna, tomé el termo con agua por su asa, bebí un poco y, distraídamente, cubrí con él mis genitales. La parte metálica, helada, tocó mi miembro, obligándome a saltar y aullar amaneradamente. Dardo estalló en una risotada, lanzando lejos parte del bocado que masticaba.
- Rodri viejo y peludo, no cambies jamás, por favor... - se acercó a mí y me dió un beso tierno. Lo festejé, fascinado con mi asombrosa capacidad de aceptación, con ese nuevo ser que le daba calurosa bienvenida a cada situación nueva. Ibamos a comenzar un nuevo round sexual, pero los anunciados tábanos y otros insectos de aspecto amenzante comenzaron a revolotear, fastidiosos. Dardo sugirió vestirnos y comenzar a andar.
Bordeando la accidentada orilla del lago por una media hora llegamos a un arroyito caudaloso, cuyo curso seguimos, para adentrarnos en el tupido bosque. Anduvimos otro tanto hasta que, poco antes del final del arroyo, nos sorprendió un rumor de agua cayendo, en tanto que bocanadas de aire frio y húmedo refrescaron agradablemente nuestras caras. Sorteamos una curva formada por un gran montículo de piedras donde, tras ellas, se erigía, majestuoso, imperturbable, un manantial, un chorrillo que nacía muchos metros más arriba. Dardo me atisbó con sus ojos de niño azorado, buscando lo mismo en los míos.
- ¿Te animás a subir? - inquirió, pleno de entusiasmo.
- ¡Con vos, a donde sea! - manifesté, la respiración agitada, con una alegría que exudaba sinceridad.
Trepamos, yo con dificultad, por una senda formada por los estrechos espacios que dejaban las rocas apiladas una sobre otra que, más allá, se transformó en un caminito propiamente dicho en zigzag, demarcado por la pared de piedra casi vertical a un costado, y una cerca de alerces y todo tipo de arbustos al otro. El origen del chorrillo se hallaba luego de una abrupta y escarpada cuesta al final del recorrido, cuando yo ya me encontraba al límite de mis fuerzas. Demoré más de la cuenta en treparla y Dardo, como ya era habitual, se me había adelantado hacía rato, y, preparando mate, canturreaba con sus pies inmersos dentro de la fuerte corriente de agua.


- ¡Ya era hora, plomazo! - exclamó.
- Vas a conseguir que me transforme en gato montés después de ésta... - comenté, resoplando.
- ¿Gato montés? ¡Carnero enclenque, dirás! - bromeó, muy risueño.
Una vez más, reímos a coro. Mi vista enfocó el paisaje que se extendía más allá de Dardo. No había reparado en la altura a la que habíamos llegado, que nos permitía contemplar el cordón blanquiazul y brumoso de la cordillera, un valle allende las estribaciones más cercanas y la panorámica del lago más espectacular.
-¡Dios! - chillé. - ¡Qué belleza!
Dardo asintió con la cabeza y palmeó el sitio junto a él, invitándome a sentarme. Mateamos en silencio, fundidos con la majestuosidad de lo que nos rodeaba, mientras mis pies latían bajo el agua helada.
- Uno se siente más cerca de El, aquí arriba... - señalé, luego de un rato.
Frunció el ceño, y, sugestivamente, anunció.
- Puede ser... aunque a mí me basta con sentirme cerca de Vos.
Lo miré con gesto pícaro, ruborizado.
- Lo estás, de eso no tenés que preocuparte... - murmuré. Nuestra maratón sexual tuvo un nuevo episodio, menos enardecido, quizá, en el que nuestras bocas apenas se separaron. Cuando eyaculamos, Dardo estaba sentado sobre mi entrepierna, su mentón enterrado en mi cuello, mis brazos como un candado alrededor de sus hombros. Supongo que nos habremos quedado dormidos, porque lo que recuerdo a continuación fué el estruendo de un trueno que nos heló la sangre, seguido de una ráfaga de viento tan fuerte que casi nos levanta por el aire. Desconcertados, temblorosos, miramos encima de nuestras cabezas para advertir un manto de nubes gris purpúreo que, enroscándose sobre sí mismas, en un inquietante movimiento de espiral, avanzaban temerariamente.
- Mas vale que volemos de acá, Rodri. - Se paró como un rayo, metió todo dentro de su mochila y regresamos, en medio de relámpagos que partían el cielo y truenos cuyo eco multiplicaban las montañas. El aguacero, de una fuerza que pocas veces había visto, nos pilló cuando nos acercábamos a la orilla del lago. Remamos sin cesar, esta vez sin apartarnos demasiado de la costa, para poder guiarnos. Dardo amarró la canoa en el momento que la tormenta arreció con todo su ímpetu, y, aunque estábamos empapados hasta los huesos, corrimos hacia la cabaña todo lo que daban nuestras piernas. Yo, completamente a ciegas, en medio de la cortina de agua, no registré el cambio en el ángulo del suelo, ni el resbaladizo lodazal en que se había convertido el sendero. En la ligera pendiente en bajada antes de la caseta patiné y caí rodando, derribando a Dardo en mi derrotero. Giramos como pelota humana hasta que piedras y un gran charco acabaron con la fuerza de nuestra inercia. Una vez que nuestra carrera en picada se detuvo, nos miramos, ansiosos por comprobar el estado del otro. Estallamos en fuertes e inacabables carcajadas mientras la lluvia cumplía su ciclo, apaciguando, fecundando, aumentando cauces, formando infinitas vertientes y alterando por completo mis planes de retorno.

Continúa.