viernes, 16 de noviembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 18a. Parte


Eviscerado. Arrebatado. Dividido. La inercia me conducía por aquella ruta gris, ajena y hostil, encargándose, ella sola, de engullir los dolorosos kilómetros que me alejaban de mi edén. Mi ser se desmembraba y lo mismo me daba ya. Sentía desintegrarme de a poco, y, con ello, emular a Hansel y Gretel, dejando un claro rastro de órganos, extremidades y secreciones sobre el asfalto caliente que se extendía a mis espaldas. Un rastro que a mí no me serviría para hallar el camino de vuelta porque yo no regresaría con Dardo. No, al menos, ahora que arterias y vasos irrigaban mi cerebro con el eco de la quejumbrosa y bramante voz de Cecilia. Cecilia, mi mujer, mi esposa. ¿Había pensado en ella en todo este tiempo? Tragué saliva. No lo había hecho. De inmediato supe la razón que me justificaba forzadamente. Ella pertenecía a otro universo, a uno que nada tenía que ver con Dardo, ni con nada de lo que había ocurrido durante todos estos días. El universo donde ella sí encajaba, a la perfección, era aquel de mi vida anterior a él. Mi vida anterior a él, la vida a la que regresaba, inevitablemente. Un escalofrío barrió con cada una de las vértebras de mi espina dorsal. Temblé. Me pregunté cómo diablos haría para soportar su ausencia, ahora que tenía el corazón y el alma marcadas a fuego abrasador. Miré hacia el cielo y nombré a Dios, y le reclamé, le imploré, que me diese una señal de cómo hacer para vivir en paz, de cómo seguir, después de este sentimiento que comenzaba a carcomer cada átomo de mí. Dardo había dejado su huella en mis años adolescentes, que había renacido para convertirse en un hito nuevo y sin comparación con nada de lo que me había sucedido anteriormente.
Mis pensamientos continuaron fluyendo como el aire que entraba a raudales. Repentinamente, ajenos a mi ausente voluntad, fueron esbozando un balance prematuro, presumido, que fue aventurándose a clasificar las etapas de mi vida adulta de acuerdo a situaciones únicas que establecieran un nítido antes y después. El nacimiento de mis hijos apareció instantáneamente, sin lugar a dudas, como la primera. El descubrimiento del amor, atacó inmediatamente después. Ni mi casamiento, ni mi graduación universitaria pugnaron por un puesto en el selecto podio. Volví a tragar, como si mi garganta hubiese estado obstruída por un muñón de género reseco, en tanto las palabras que habían construído mi breve contabilidad vivencial hacían latir mis sienes. Entonces, caí en la cuenta de lo que significaban, y, como escritas en una marquesina de bombillas titilantes, impactaron sobre mi débil corazón. El descubrimiento del amor, del verdadero amor, lo había conseguido con un hombre. Un hombre que siempre había tenido un sitio en mi corazón y del que, ahora, una vez más, me estaba alejando velozmente. Un hombre con el que no tendría, si es que cabían, más que esporádicos encuentros de vez en cuando. Un hombre con el que no podría planear ni proyectar. Un hombre al que, lo sabía, desearía cada hora de cada día. Mis ojos se inyectaron en sangre. Mis puños se crisparon alrededor del volante. Comenzó a faltarme el oxígeno a pesar de las potentes ráfagas que se colaban por los resquicios de las ventanillas, envolviendo el interior del coche. Casi sucumbo cuando un bombardeo de ideas infantiles, de deseos de niño con ansias de pulverizar distancias y decisiones, convenciones y leyes, etiquetas y formalismos me atravesó como un estilete de cirujano. Quise, en ese momento, tener el poder de borrar y escribir de nuevo. Quise ser otro, alguien desprovisto de toda impronta humana. Alguien que no necesitase mucho. En un mundo que fuese otro. Entonces, un ápice de alegría me estremeció, y un millón de fantasías y quimeras centelleantes, liberadas de estigmas irrealizables consiguieron entusiasmarme, porque nada sonaba tan descabellado, al fin y al cabo. Porque, si luchaba por ello, hasta era posible. Pero, a la vez, otra parte de mí, abatida, escéptica, vencida, me traicionaba, quitándome las fuerzas necesarias, convenciéndome de lo que implicaría realmente toda esa epopeya romántica, lejana, imposible. Y la realidad volvía a tornarse agresiva, extraña, una esfera en la que yo estaba de más, y volvía a sentirme limitado, preso dentro de mí, sin escapatoria alguna.
Eché un vistazo piadoso al espejo retrovisor. La infinita cinta asfáltica que iba dejando detrás pareció burlarse, agigantándose implacablemente. Mi corazón dolió. Mi pecho todo se contrajo, y, por unos segundos, creí no poseer más respiración ni consciencia. Sentí convertirme en un despojo, un olvido de mí mismo, encerrado en una cosa metálica y rodante con vida propia, que me había arrancado del lugar donde debía estar. Donde debía estar en ese preciso instante. Sin embargo, no debía parar. No podía detenerme ahora, aunque no hubiese dicho lo que sentía. Aunque no hubiera dicho jamás lo que sentía por él. Nuestros labios se habían unido un millón de veces, nuestros cuerpos, también. Nos habíamos explorado, saboreado, penetrado. Pero ni una sola palabra, ni una sola vez, había reflejado mi sentir y ahora me detestaba por ello. Sí se lo había demostrado, pero nada, ni una sola sílaba que describiera lo que me embargaba había salido de mis labios. ¿Ni una sola? No, ni tan siquiera una. Una vez más, me había portado como un imbécil. Como un maldito imbécil. ¿Es que jamás aprendería? ¿Podía seguir comportándome como un completo idiota aún, a mis treinta y siete años? ¿Podía, después de todo lo que había pasado? Bueno, él tampoco había dicho lo que yo esperaba, lo que ansiaba oir de sus labios. De hecho, su rendición temprana me había pasmado, barrido con mis ilusiones. "¿Y qué esperabas, pelotudo, que te propusiera casamiento? ¿O, tal vez, que te encadenara a un poste de la cabaña? Forro del orto, te anuncio, y escuchá bien, muy bien, que vos tenés tu vida, ¿te acordás? Tu puta vida heterosexual, derechita, limpita, bien ordenada, como te gusta a vos, así que jodete, ¡maricón! Esto lo tendrás de vez en cuando, si es que lo tenés, claro, ¡si no te volvés a cagar en las patas de nuevo, putito!. Porque ahora el señorito quiere pija, ¿no? Te encantó, ¿no es así? Bueno, viejo, a recorrerse miles de kilómetros, a romperse el alma, si eso es lo que querés." Me odié más. Mis pensamientos me castigaban y herían sin cesar, sin piedad. Y no era así. Yo no quiero pija. Yo quiero a Dardo. A mi Dardo. Tan sólo a él.
El viento de un enorme camión de carga rugiendo en sentido contrario sacudió violentamente el auto. Tuve que sujetar vigorosamente el volante para evitar morder el fin de la calzada. Quizás haya sido eso lo que, de alguna manera, me hizo reaccionar de todo el daño que me estaba infringiendo. Lo cierto es que, para aliviar en algo ese viaje de pesadilla, ese recorrido eterno y torturante, hice el denodado esfuerzo por evocar algo que no fuese Dardo, y que me reasegurara en mi vuelta a la vida normal, que me ratificara que estaba haciendo lo correcto. Mi rostro se iluminó en el acto. Ilusionado, comencé a buscar entre mis cosas, la foto de Clarita y Francisco. Hurgueteé con desesperación entre el lío de objetos en mi mochila sin sacar mis ojos del parabrisas, hasta que las yemas de mis dedos chocaron con el borde de la instantánea que siempre llevaba conmigo. La extraje para contemplarla y mi vista se nubló. Evité llorar. La encajé, ajustándola dentro de una ranura del tablero, bien de cara hacia mí. Desde allí sonreían felices, mirándose de reojo con complicidad, sus miradas chispeantes, sus mejillas brillosas, ajenos a todo, llenos de rebosante inocencia. Nuevamente enjugué mis párpados chorreantes. El paso de un enorme autobús de larga distancia esta vez, zarandeó el auto de lado, introduciendo una violenta corriente de aire que arrebató la foto de su sitio y la echó a volar en remolinos enloquecidos. Veloz, levanté el cristal de la ventanilla de mi puerta. El hecho de que las del lado contrario también se encontrasen abiertas produjo un efecto mucho peor, pues la fotografía siguió girando sin control, como en torbellino, chocando contra el techo y las paredes del auto, mientras yo, expectante, seguía su rumbo frenético y trataba de atraparla como si fuese una mosca zumbona. Cuando, peligrosamente, sin dejar de aletear hacia todos lados, se acercó a las amenazantes rendijas abiertas del lado derecho, me desesperé, y, sin pensarlo, como si en ello arriesgara mucho más que una simple fotografía, me arrojé sobre ella dispuesto a recuperarla. El Palio debe haber mordisqueado el escalón entre el pavimento y la banquina en el momento en que solté el volante, pues lo único que recuerdo, hasta el día de hoy, es el coche inclinándose súbitamente, los espantosos e interminables giros del vuelco, el sonido de la carrocería crujiendo y estrellándose contra el duro suelo patagónico, los cristales haciéndose pedazos, la polvareda inundándolo todo y metiéndose en mis pulmones, los golpes contra todo lo que me rodeaba y la dócil apatía que me dominó por completo. La calma sobrevino, finalmente, cuando algo de lo que orbitaba sin control se aplastó contundentemente contra mi cabeza. El automóvil detuvo su violenta carrera, balanceándose sobre su techo destrozado, contra un colchón de matas duras y espinosas.
No sé bien cuánto tiempo habría pasado cuando recobré fugazmente el conocimiento. Entreabrí los ojos, completamente aturdido, ignorando dónde me encontraba, mientras oía, atenuadas, las voces de desconocidos que discutían cómo sacarme del coche. Tosí, invadido por un horroroso malestar en el centro del pecho. El sacudón de mi cuerpo contra los restos del tablero removió el dolor de las acechantes contusiones, multiplicándolo. No pude gritar siquiera, el olor del combustible derramado me asfixió y aterrorizó, tanto como la pestilente convicción en ciernes, de que había desafiado a la controladora fracción del mundo que no perdona al rebelde, al insolente que osa alzarse en contra del sistema .
Y de que debía pagar un altísimo precio por ello.
Continúa.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Noche estrellada




Esta es la melodía que bailaron Dardo y Rodrigo aquella noche que la tormenta se fue...