Como estrellas dispuestas en formaciones caprichosas, lucecitas diminutas quebraban la negrura de la noche. Ensimismado en mis reflexiones como estaba desde hacía varios días, se me ocurrió asociar su centelleo con los focos ígneos que mi derrotero de rumbo incierto iba dejando atrás. No pude sino tragar con amargura, cándidamente sorprendido ante la simpleza con la que se veía todo desde esa distancia, a miles de metros de altura. El mundo lucía pequeño, insignificante, banal, ante una inmensidad cósmica que guardaba para sí misma el dramatismo, el misterio, el sentido inexpugnable de la existencia. ¿Qué dimensiones les damos a las cosas? ¿Cuál es la ideal, si es que la hay? Levanté la vista y la cubrí con mi mano sana del reflejo de la iluminación del interior del avión contra el cristal de la ventanilla. Las estrellas estaban allí, altivas, luminosas, distantes e inalcanzables como el mundo que yo pretendía para mí. Pero, ¿lo pretendía realmente, todavía? Mi caos interno impedía toda visión clara, toda conexión con mis aspiraciones. Supuse que probablemente la distancia, escollo insalvable entre Dardo y yo, colaboraría en algo de ahí en adelante, y pacificaría las aguas, colocaría todo en su lugar. Apoyé mi cabeza contra el frío marco de la ventanilla, con expresión vencida. La vibración, el zumbido sordo y constante, de efecto casi narcótico, de los motores, no tardaron en conducirme a los sucesos de los últimos días, que giraban aún, convulsionados, muy dentro mío.
- Che, ¿no sirven nada en estos vuelos de mierda? – La sutil pregunta de papá, sentado junto a mí, hizo añicos el inicio de mis evocaciones.
- Sí, supongo que sí... – repuse, ausente, echando un vistazo al pasillo del avión. No había señales de la tripulación. La mayoría de los pasajeros dormían, otros leían, ensimismados. Por una décima de segundo me pregunté cuál sería la razón que los tenía allí a cada uno de ellos. Me sentí estúpidamente original. Giré la cabeza perdiéndome nuevamente en el vacío más allá de la ventanilla.
La imagen del hospital con sus peculiares aromas y ruidos me acometió, como recapitulando una parte no concluida, algún cabo suelto. Surgiendo de entre las tinieblas, una enfermera regordeta me miraba fijo cuando había despertado, desconcertado, supongo que mucho después de la partida de Dardo.
- ¿Está bien, mi amor? – había preguntado. Yo sólo había meneado la cabeza, resoplando. El cuerpo me dolía. Supuse que sería plena madrugada.
- Gritaba mucho, mi vida, a ver, levánteme la cabecita que le acomodo la almohada... – sugirió, poniendo manos a la obra. – Lo soñaría, dulce, pero su amigo ya se fue, ¿sabe?
- ¿Mi... amigo? – inquirí tímidamente, sin saber a qué se refería exactamente.
- Ahá, pedía por él, a grito pelado, mi amor. – me sonrió con picardía, mostrando una hilera de dientes pequeños y desparejos. – Lo entiendo, eh... ojalá tuviese yo alguien así... Desde el primer momento en que usted llegó, todo descalabrado... la carita que tenía al verlo así, pobre, yo estaba ahí, era mi turno, sí... no se movió de al lado suyo, vigilando, mirándolo de vez en cuando, como un soldado, quietito, leyendo,... salía apenitas para sus... cosas... - soltó una risita pícara, que sonó como el gorjeo de un pájaro. - ...ahí era cuando conversábamos un poquito... De linda su vida... – suspiró. - ...cómo me gustaría ya a mí pasármela al lado de un lago y montañas... Y con un amigo así... En fin... Se puso un poco nervioso cuando llegó ese hombre, Nevares, así se llama, no? Hacía preguntas, tdo el tiempo, que está bien, tenía que saber cómo había pasado todo, pero con su amigo, no sé, parecía como ensañado... - Ese detalle me sobresaltó, pero sabía que no podía esperar otra cosa del chismoso de Nevares. - Me hizo acordar a cuando Raúl, mi marido, sale con su banda de amigotes. - prosiguió, efusiva. - Así los llamo, porque eso son, amigotes, y yo le pregunto qué hicieron, dónde fueron... "Lo de siempre", me contesta, el muy zorro, y me tengo que conformar, porque si hay algo con lo que no me meto es con sus amistades, y mire que mucho no me gustan, eh! - Mientras hablaba alegremente, me sacudía, acomodaba las mantas, ajustaba los caños plásticos del suero. - Y qué increíble, porque justo, pero justo, cuando usted se despertó, él no estaba al lado suyo, su amigo, digo, ...me había dicho, cuando se despierte y me vea, se va a alegrar mucho y se va a olvidar de todo... pero se moría por un café, qué se le va a hacer... Me pidió especialmente, mirándome con esos ojazos que tiene, que lo cuidara mucho antes de despedirse, pero ya está usted mejor, se lo repetí un millón de veces... Si ya le queda poco acá... mañana puede comer, ¿sabe?.
No había tenido ningún deseo de probar bocado. Tuve que hacerlo a la fuerza, obligado por ella, Mari, ese era el nombre de la afectuosa enfermera. No dejó el hospital hasta que yo hube terminado con todo el almuerzo. Ese día, también, pude dejar la cama para ir al baño. Como un engranaje que hacen funcionar después de mucho tiempo, mi cuerpo chasqueó al incorporarme, con un sonido seco. La habitación se meció como un navío en el agua y puntitos de colores bailaron ante mis ojos. Fui consciente del grado de debilidad que aún me embargaba. Mis pies descalzos rozaron el piso de baldosas frías en el preciso momento en que papá entró, cuando iba a hacerlo solo, por primera vez. Lo miré de reojo y comprobé que dudó un instante fugaz. El contacto con su piel, al tomarme de las manos para sostenerme, sin decir nada, me sobresaltó. No habíamos sido jamás de acercarnos físicamente, a decir verdad. Los besos casi no existían entre nosotros. Para mi vergüenza, permaneció dentro del pequeño baño, brindándome el parte médico del día, en tanto yo me ocupaba de mi fisiología. Con un día más de reposo tendría suficiente, así que al día siguiente tomaríamos un vuelo hacia Buenos Aires, me contó. El golpe en la cabeza había sido superficial, afortunadamente, las costillas soldarían pronto, evitando movimientos bruscos gracias a la incómoda faja que me cubría el torso. El brazo permanecería escayolado cerca de un mes más, y los raspones más severos seguirían sanando con curaciones comunes. No volvería a mi trabajo hasta la semana siguiente, aunque debía ponerme en contacto a poco de llegar, le había dicho Nevares. La fatiga y el desaliento me impidieron siquiera comentar algo. Sumiso, había asentido lentamente en señal de obediencia.
Cecilia aguardaba en el hall de Aeroparque. Su rostro, grave, lúgubre, desaprobador, me escrutaba entre la multitud que circulaba febril. Aún separados por varios metros como lo estábamos, noté que llevaba las marcas de horas de llanto. Mi corazón latía frenético. ¿Cómo se regresaba de algo como lo que me había tocado vivir? ¿Qué me había hecho llegar tan lejos? ¿Cómo podía haberme olvidado de mi verdadera vida? Los cuestionamientos obraban como puntazos sobre mis castigadas sienes mientras caminaba con dificultad. Francisco y Clara corrieron a mi encuentro, esquivando gente, gritando “papi”, cuando surgí de la sala de desembarques. Pude ver la alarma en sus miradas al ver la venda rodeando mi cabeza, el brazo enyesado, mi andar vacilante, antes de prenderse de mi cuello. Cecilia los apartó al ver la dificultad con la que me mantenía con la espalda encorvada, luego me besó con levedad, y abrazó a mi padre efusivamente. Todo me supo más a despedida que a recepción. Una sencilla muestra de los tiempos que vendrían.
Pero debo confesar que quien más desentonó fui yo mismo durante el proceso que siguió a mi regreso. Mis hijos estuvieron junto a mí con un amor que me conmovía, ocupándose por todo cuanto acelerara o, al menos, no entorpeciera mi restablecimiento. Fueron ellos quienes me leían cuentos a mí, quienes buscaban pasatiempos que me tuvieran entretenido, me ofrecían algo de beber o comer en todo momento, aunque yo no tuviese tal imposibilidad. Con los ojos nublados de lágrimas, los contemplaba y me detestaba. Cecilia se comportó como una eficiente enfermera de tiempo casi completo, esmerándose en atenderme y complacerme con un tesón conmovedor. Aún cuando tratara de molestarla lo menos posible, siempre sentía que la fastidiaba con mis pedidos o cualquier cosa que necesitara. Jamás evidenció siquiera una mueca de fastidio o disgusto, por el contrario, su obediencia silenciosa, su abnegación imperturbable sólo conseguían incrementar la enorme culpa que, como un callo endurecido, sentía dentro de mí.
- Che, ¿no sirven nada en estos vuelos de mierda? – La sutil pregunta de papá, sentado junto a mí, hizo añicos el inicio de mis evocaciones.
- Sí, supongo que sí... – repuse, ausente, echando un vistazo al pasillo del avión. No había señales de la tripulación. La mayoría de los pasajeros dormían, otros leían, ensimismados. Por una décima de segundo me pregunté cuál sería la razón que los tenía allí a cada uno de ellos. Me sentí estúpidamente original. Giré la cabeza perdiéndome nuevamente en el vacío más allá de la ventanilla.
La imagen del hospital con sus peculiares aromas y ruidos me acometió, como recapitulando una parte no concluida, algún cabo suelto. Surgiendo de entre las tinieblas, una enfermera regordeta me miraba fijo cuando había despertado, desconcertado, supongo que mucho después de la partida de Dardo.
- ¿Está bien, mi amor? – había preguntado. Yo sólo había meneado la cabeza, resoplando. El cuerpo me dolía. Supuse que sería plena madrugada.
- Gritaba mucho, mi vida, a ver, levánteme la cabecita que le acomodo la almohada... – sugirió, poniendo manos a la obra. – Lo soñaría, dulce, pero su amigo ya se fue, ¿sabe?
- ¿Mi... amigo? – inquirí tímidamente, sin saber a qué se refería exactamente.
- Ahá, pedía por él, a grito pelado, mi amor. – me sonrió con picardía, mostrando una hilera de dientes pequeños y desparejos. – Lo entiendo, eh... ojalá tuviese yo alguien así... Desde el primer momento en que usted llegó, todo descalabrado... la carita que tenía al verlo así, pobre, yo estaba ahí, era mi turno, sí... no se movió de al lado suyo, vigilando, mirándolo de vez en cuando, como un soldado, quietito, leyendo,... salía apenitas para sus... cosas... - soltó una risita pícara, que sonó como el gorjeo de un pájaro. - ...ahí era cuando conversábamos un poquito... De linda su vida... – suspiró. - ...cómo me gustaría ya a mí pasármela al lado de un lago y montañas... Y con un amigo así... En fin... Se puso un poco nervioso cuando llegó ese hombre, Nevares, así se llama, no? Hacía preguntas, tdo el tiempo, que está bien, tenía que saber cómo había pasado todo, pero con su amigo, no sé, parecía como ensañado... - Ese detalle me sobresaltó, pero sabía que no podía esperar otra cosa del chismoso de Nevares. - Me hizo acordar a cuando Raúl, mi marido, sale con su banda de amigotes. - prosiguió, efusiva. - Así los llamo, porque eso son, amigotes, y yo le pregunto qué hicieron, dónde fueron... "Lo de siempre", me contesta, el muy zorro, y me tengo que conformar, porque si hay algo con lo que no me meto es con sus amistades, y mire que mucho no me gustan, eh! - Mientras hablaba alegremente, me sacudía, acomodaba las mantas, ajustaba los caños plásticos del suero. - Y qué increíble, porque justo, pero justo, cuando usted se despertó, él no estaba al lado suyo, su amigo, digo, ...me había dicho, cuando se despierte y me vea, se va a alegrar mucho y se va a olvidar de todo... pero se moría por un café, qué se le va a hacer... Me pidió especialmente, mirándome con esos ojazos que tiene, que lo cuidara mucho antes de despedirse, pero ya está usted mejor, se lo repetí un millón de veces... Si ya le queda poco acá... mañana puede comer, ¿sabe?.
No había tenido ningún deseo de probar bocado. Tuve que hacerlo a la fuerza, obligado por ella, Mari, ese era el nombre de la afectuosa enfermera. No dejó el hospital hasta que yo hube terminado con todo el almuerzo. Ese día, también, pude dejar la cama para ir al baño. Como un engranaje que hacen funcionar después de mucho tiempo, mi cuerpo chasqueó al incorporarme, con un sonido seco. La habitación se meció como un navío en el agua y puntitos de colores bailaron ante mis ojos. Fui consciente del grado de debilidad que aún me embargaba. Mis pies descalzos rozaron el piso de baldosas frías en el preciso momento en que papá entró, cuando iba a hacerlo solo, por primera vez. Lo miré de reojo y comprobé que dudó un instante fugaz. El contacto con su piel, al tomarme de las manos para sostenerme, sin decir nada, me sobresaltó. No habíamos sido jamás de acercarnos físicamente, a decir verdad. Los besos casi no existían entre nosotros. Para mi vergüenza, permaneció dentro del pequeño baño, brindándome el parte médico del día, en tanto yo me ocupaba de mi fisiología. Con un día más de reposo tendría suficiente, así que al día siguiente tomaríamos un vuelo hacia Buenos Aires, me contó. El golpe en la cabeza había sido superficial, afortunadamente, las costillas soldarían pronto, evitando movimientos bruscos gracias a la incómoda faja que me cubría el torso. El brazo permanecería escayolado cerca de un mes más, y los raspones más severos seguirían sanando con curaciones comunes. No volvería a mi trabajo hasta la semana siguiente, aunque debía ponerme en contacto a poco de llegar, le había dicho Nevares. La fatiga y el desaliento me impidieron siquiera comentar algo. Sumiso, había asentido lentamente en señal de obediencia.
Cecilia aguardaba en el hall de Aeroparque. Su rostro, grave, lúgubre, desaprobador, me escrutaba entre la multitud que circulaba febril. Aún separados por varios metros como lo estábamos, noté que llevaba las marcas de horas de llanto. Mi corazón latía frenético. ¿Cómo se regresaba de algo como lo que me había tocado vivir? ¿Qué me había hecho llegar tan lejos? ¿Cómo podía haberme olvidado de mi verdadera vida? Los cuestionamientos obraban como puntazos sobre mis castigadas sienes mientras caminaba con dificultad. Francisco y Clara corrieron a mi encuentro, esquivando gente, gritando “papi”, cuando surgí de la sala de desembarques. Pude ver la alarma en sus miradas al ver la venda rodeando mi cabeza, el brazo enyesado, mi andar vacilante, antes de prenderse de mi cuello. Cecilia los apartó al ver la dificultad con la que me mantenía con la espalda encorvada, luego me besó con levedad, y abrazó a mi padre efusivamente. Todo me supo más a despedida que a recepción. Una sencilla muestra de los tiempos que vendrían.
Pero debo confesar que quien más desentonó fui yo mismo durante el proceso que siguió a mi regreso. Mis hijos estuvieron junto a mí con un amor que me conmovía, ocupándose por todo cuanto acelerara o, al menos, no entorpeciera mi restablecimiento. Fueron ellos quienes me leían cuentos a mí, quienes buscaban pasatiempos que me tuvieran entretenido, me ofrecían algo de beber o comer en todo momento, aunque yo no tuviese tal imposibilidad. Con los ojos nublados de lágrimas, los contemplaba y me detestaba. Cecilia se comportó como una eficiente enfermera de tiempo casi completo, esmerándose en atenderme y complacerme con un tesón conmovedor. Aún cuando tratara de molestarla lo menos posible, siempre sentía que la fastidiaba con mis pedidos o cualquier cosa que necesitara. Jamás evidenció siquiera una mueca de fastidio o disgusto, por el contrario, su obediencia silenciosa, su abnegación imperturbable sólo conseguían incrementar la enorme culpa que, como un callo endurecido, sentía dentro de mí.
En pocos días mi mejoría fue notoria, pero Cecilia insistía con que descansara cuanto pudiera. Si tenía ganas de un té con tostadas, en los escasos momentos en que mi constante inapetencia daba tregua, al cabo de unos minutos aparecía en la habitación con una bandeja enorme, rebosante de pan, manteca y mermelada, bizcochos, sandwiches y dos tazas humeantes. Respondía mis preguntas y me observaba comer, pero raramente hablaba. Y si lo hacía, sus conversaciones sólo hacían alusión a mi recuperación, a alguna noticia o comentario que le hubiese llamado la atención. No había preguntas, reclamos, nada. Parecía poder leerlo todo en mis ojos, y, en esto la conocía bien, poseer la paciencia suficiente para esperar el tiempo que fuese a que yo dijese la verdad.
La armonía familiar, entonces, permanecía inalterada. En ese panorama de fingida tranquilidad yo fui hundiéndome en un período de oscuridad creciente. Los primeros días no salí de la cama más que para ir al baño o higienizarme. La luz me irritaba, así que le pedía a Cecilia que no subiera las persianas. No me afeité la barba muy crecida ya. Tampoco me peinaba. Cuando me retiraron la venda que cubría la cicatriz en mi frente, obligué a un mechón a que la ocultara porque a los chicos les impresionaba. Estaba todo el día en pijama y descalzo. Me sentía indigno, deshonesto, vil. Miraba televisión y atendía llamados telefónicos, que Cecilia, hábilmente, filtraba todo cuanto le fuera posible. El primero de los días en que me sentí lo suficientemente seguro como para moverme con libertad por el departamento deambulé probando mi creciente capacidad física. Mis pasos, lentamente, se hicieron más firmes, pero el dolor que atravesaba mi caja torácica continuaba. La faja que la comprimía sin piedad me molestaba sobremanera, así que una vez que gané la seguridad que buscaba para mis desplazamientos se me hizo relativamente fácil abandonar la cama. Cecilia había sido tan eficiente en interceptar los llamados teleónicos que, descubrí, había escrito una meticulosa lista con nombres y cantidad de llamados realizados. Me acerqué a ella, no sin una brusca sensación de zozobra en tanto vagaba por la cocina. Mis ojos consultaron la elegante letra redondeada, anhelantes. Juanjo Iriarte encabezaba la sucinta serie de nombres, con tres llamados, Tolo Benítez, extrañamente, le seguía, con dos. Varios colegas de la empresa, mis padres, mis suegros desde Tandil, y otros familiares cerraban el listado, con un par de comunicaciones cada uno. Al dar la vuelta la página del bloc de anotaciones, Cecilia había escrito, subrayándolo con una línea más gruesa, "ocho llamados sin que nadie contestara". Tragué saliva, e inmediatamente pensé en mi teléfono celular, perdido en el accidente, seguramente aplastado por el coche. Me pregunté si la audacia de Dardo se atrevería a tanto y me estremecí. Fue a partir de esa tarde que mi corazón comenzó a sobresaltarse exageradamente cada vez que la campanilla del teléfono sonaba. Aún así, jamás, en esos largos períodos de soledad, me preocupé por atender. No era tiempo ni lugar, me justificaba de manera ciega e infantil.
La armonía familiar, entonces, permanecía inalterada. En ese panorama de fingida tranquilidad yo fui hundiéndome en un período de oscuridad creciente. Los primeros días no salí de la cama más que para ir al baño o higienizarme. La luz me irritaba, así que le pedía a Cecilia que no subiera las persianas. No me afeité la barba muy crecida ya. Tampoco me peinaba. Cuando me retiraron la venda que cubría la cicatriz en mi frente, obligué a un mechón a que la ocultara porque a los chicos les impresionaba. Estaba todo el día en pijama y descalzo. Me sentía indigno, deshonesto, vil. Miraba televisión y atendía llamados telefónicos, que Cecilia, hábilmente, filtraba todo cuanto le fuera posible. El primero de los días en que me sentí lo suficientemente seguro como para moverme con libertad por el departamento deambulé probando mi creciente capacidad física. Mis pasos, lentamente, se hicieron más firmes, pero el dolor que atravesaba mi caja torácica continuaba. La faja que la comprimía sin piedad me molestaba sobremanera, así que una vez que gané la seguridad que buscaba para mis desplazamientos se me hizo relativamente fácil abandonar la cama. Cecilia había sido tan eficiente en interceptar los llamados teleónicos que, descubrí, había escrito una meticulosa lista con nombres y cantidad de llamados realizados. Me acerqué a ella, no sin una brusca sensación de zozobra en tanto vagaba por la cocina. Mis ojos consultaron la elegante letra redondeada, anhelantes. Juanjo Iriarte encabezaba la sucinta serie de nombres, con tres llamados, Tolo Benítez, extrañamente, le seguía, con dos. Varios colegas de la empresa, mis padres, mis suegros desde Tandil, y otros familiares cerraban el listado, con un par de comunicaciones cada uno. Al dar la vuelta la página del bloc de anotaciones, Cecilia había escrito, subrayándolo con una línea más gruesa, "ocho llamados sin que nadie contestara". Tragué saliva, e inmediatamente pensé en mi teléfono celular, perdido en el accidente, seguramente aplastado por el coche. Me pregunté si la audacia de Dardo se atrevería a tanto y me estremecí. Fue a partir de esa tarde que mi corazón comenzó a sobresaltarse exageradamente cada vez que la campanilla del teléfono sonaba. Aún así, jamás, en esos largos períodos de soledad, me preocupé por atender. No era tiempo ni lugar, me justificaba de manera ciega e infantil.
Las señales de alarma comenzaron cuando Cecilia debió empezar a dejarme solo, a poco de reintegrarme a la empresa. Sin pensarlo demasiado, o ser conciente de ello, me lancé de lleno a un camino en pendiente. Inicié así una rutina de pequeñas adicciones. A sesiones maratónicas de prácticas masturbatorias le siguió el insólito refugio que busqué en la bebida. El alcohol logró sofocar, de a ratos, y para mi sorpresa, mi persistente angustia, mi inquebrantable pena. Al principio bebía pequeños sorbos, y me obligaba a no pasar de una marca que, arbitrariamente, fijaba en la botella. Calculaba milimétricamente el tiempo que tendría hasta que volviera Cecilia con los chicos, y aún en mi estado vergonzoso, me preocupaba, después, por no dejar huella alguna. Internet me sirvió para distraerme también, y continuar explorando mis zonas densas y oscuras. Navegué por toda clase de sitios pornográficos, sediento de algo que no alcanzaba a entender del todo. Asombrado por la profusión del material que encontraba, bebía y me masturbaba. Me registré en un par de sitios de encuentros, ignorando qué me llevaba a hacerlo. Un émulo de Dardo, quizá, pero no estaba seguro. En tanto martillaba el teclado con furia, bebía más, sin que me importaran las ridículas marcas en las botellas. Entablé conversación con Babyhot, dotado78, porteñoardiente, y no sé cuántos más. Todos me dieron los números de sus teléfonos celulares. A todos les escribí que ya los había anotado en lugar seguro. Lo único que les había interesado de mí era la medida de mi miembro y qué rol tenía en la cama.
Una noche Cecilia asistió a una comida en lo de Martín y Pía, sus primos.
- No vas a venir, ¿no? – me había preguntado, y yo me había limitado a echarle una mirada furtiva. No había enfado o resignación en la expresión que registré en esas décimas de segundo. Esa noche no se despidió de mí al partir con Clara, que me estudiaba con ojos serios y resignados, tomada de su mano. Fran decidió permanecer conmigo, sin que nadie se lo pidiera. Le propuse preparar, los dos juntos, una rica pasta con crema y jamón, plato que le encantaba. Ese plan, de por sí, había salvado el día, y también, logrado hacerme olvidar el lúgubre manto que envolvía hasta el último rincón de mi vida. Muy entusiasmado, él solo, sacaba de la heladera lo que yo le iba indicando.
- Pá... – Me descuidé un momento y, al voltear, Fran lidiaba con todo lo que, a duras penas, apresaban sus manitos. Con mi único brazo libre, atajé la parte de la carga que estaba por caer al piso. Sonrió como si mi gesto lo hubiese salvado de las fauces de un monstruo. Debe haber sido mi arrojo, o mi gesto heroico, porque Fran me contemplaba como nunca antes lo había hecho. Sus pupìlas redondas como monedas que relucen bajo agua cristalina se posaron sobre las mías un par de segundos eternos. Permanecí agachado, quieto, contemplándolo con toda la dulzura de la que era capaz. Iba a decirle algo, pero la intensidad de su mirada logró turbarme. El acercó su mano y la apoyó sobre mi mejilla. Luego apartó el mechón enredado que me caía sobre la frente, con la misma suavidad y esmero con que hubiese tratado una pieza muy valiosa, algo muy frágil. Cuidando de que el manojo de pelo rebelde no volviese a caer, lo mezcló con los demás y luego siguió los contornos de mi cara, rozando con ternura los surcos de mis profundas ojeras, la barba de días, los labios secos, agrietados. Y sin dejar de acariciarme, susurró, orgulloso. – Papá. Vos sos mi papá. – Pronunciando cuidadosamente cada sílaba, y deteniéndose una fracción de segundo en el mi, remarcándolo, la boca ensanchada en una amplia sonrisa, repitió: - Mi papá. Su vocecita de niño dijo esas cuatro palabras con tanta firmeza como amor. Y cuando la demostración tan espontánea como natural de mi pequeño hijo estuvo a punto de aliviarme y purificarme, indicándome el lugar reciso, la vida a la que pertenecía realmente, el recuerdo de Dardo limpiando delicadamente las costras de barro seco adheridas a mi rostro cuando arribamos a su caseta frente al lago arremetió audaz, decidido, buscando también su lugar en el disputado podio de mis emociones. Como en aquella noche negra en el bosque frente al lago, también en esta tragué sonoramente. Lo contemplé, incapaz de decir algo que se acercase siquiera a la belleza de su elocuencia.
- Y vos, mi hijo, mi vida, mi Fran. – Y nos confundimos en un abrazo. Tuve que toser para que no reparara en mis sollozos ahogados, refrenando con ello el raro e inusitado impulso de echar a correr a escribirlo, con pintura en aerosol, en todos los muros de la ciudad.
Una noche Cecilia asistió a una comida en lo de Martín y Pía, sus primos.
- No vas a venir, ¿no? – me había preguntado, y yo me había limitado a echarle una mirada furtiva. No había enfado o resignación en la expresión que registré en esas décimas de segundo. Esa noche no se despidió de mí al partir con Clara, que me estudiaba con ojos serios y resignados, tomada de su mano. Fran decidió permanecer conmigo, sin que nadie se lo pidiera. Le propuse preparar, los dos juntos, una rica pasta con crema y jamón, plato que le encantaba. Ese plan, de por sí, había salvado el día, y también, logrado hacerme olvidar el lúgubre manto que envolvía hasta el último rincón de mi vida. Muy entusiasmado, él solo, sacaba de la heladera lo que yo le iba indicando.
- Pá... – Me descuidé un momento y, al voltear, Fran lidiaba con todo lo que, a duras penas, apresaban sus manitos. Con mi único brazo libre, atajé la parte de la carga que estaba por caer al piso. Sonrió como si mi gesto lo hubiese salvado de las fauces de un monstruo. Debe haber sido mi arrojo, o mi gesto heroico, porque Fran me contemplaba como nunca antes lo había hecho. Sus pupìlas redondas como monedas que relucen bajo agua cristalina se posaron sobre las mías un par de segundos eternos. Permanecí agachado, quieto, contemplándolo con toda la dulzura de la que era capaz. Iba a decirle algo, pero la intensidad de su mirada logró turbarme. El acercó su mano y la apoyó sobre mi mejilla. Luego apartó el mechón enredado que me caía sobre la frente, con la misma suavidad y esmero con que hubiese tratado una pieza muy valiosa, algo muy frágil. Cuidando de que el manojo de pelo rebelde no volviese a caer, lo mezcló con los demás y luego siguió los contornos de mi cara, rozando con ternura los surcos de mis profundas ojeras, la barba de días, los labios secos, agrietados. Y sin dejar de acariciarme, susurró, orgulloso. – Papá. Vos sos mi papá. – Pronunciando cuidadosamente cada sílaba, y deteniéndose una fracción de segundo en el mi, remarcándolo, la boca ensanchada en una amplia sonrisa, repitió: - Mi papá. Su vocecita de niño dijo esas cuatro palabras con tanta firmeza como amor. Y cuando la demostración tan espontánea como natural de mi pequeño hijo estuvo a punto de aliviarme y purificarme, indicándome el lugar reciso, la vida a la que pertenecía realmente, el recuerdo de Dardo limpiando delicadamente las costras de barro seco adheridas a mi rostro cuando arribamos a su caseta frente al lago arremetió audaz, decidido, buscando también su lugar en el disputado podio de mis emociones. Como en aquella noche negra en el bosque frente al lago, también en esta tragué sonoramente. Lo contemplé, incapaz de decir algo que se acercase siquiera a la belleza de su elocuencia.
- Y vos, mi hijo, mi vida, mi Fran. – Y nos confundimos en un abrazo. Tuve que toser para que no reparara en mis sollozos ahogados, refrenando con ello el raro e inusitado impulso de echar a correr a escribirlo, con pintura en aerosol, en todos los muros de la ciudad.
Y una voz, que no era la de Dardo, ni la de nadie que pudiera identificar, desde alguna parte de mis entrañas, proclamaba ahogadamente, "el amor verdadero, Rodrigo, el amor verdadero". Entonces comprendí que vasos sanguíneos, kilométricos conductos nerviosos, arterias embravecidas, pugnaban, tesoneros, por encauzar aquello que seguía agitándose dentro de mi alma en duda. Y sentí náuseas.