jueves, 28 de febrero de 2008

Nadie te Amará como Yo - 22a. parte



No recuerdo con precisión cuántos días transcurrieron, absolutamente todos y cada uno de ellos se convirtieron en un monótono calco del anterior. Mis excesos fueron menguando, en parte, debido a que las reservas de alcohol pronto llegaron a su fin, pero sobre todo porque las sesiones de pornografía virtual y autosatisfacción cedieron, no sin alguna resistencia, su lugar a la culpa, la autocompasión y a un atisbo, mínimo, de orgullo. El reposo y el trabajo, entonces, consiguieron, finalmente, derribar las oscuras vallas que había levantado, para sumergirme en ellos, devolviéndome, lenta y casi dócilmente, allí de donde nunca debería haberme apartado. La vida normal, con aires victoriosos y aleccionadores, gobernaba nuevamente el timón de mi vida y alejaba las réplicas de los furibundos vientos de rebeldía que tanto la habían sacudido.
Estimo que fue en la semana en que, sintiéndome un novato, un pendejo descarriado, me reincorporé a la empresa, cuando, repentinamente, se apoderó de mí un súbito sentimiento de pérdida que asaltó todo mi ser. Como un aguacero que se derrama sin aviso, me encontré encapotado por los nubarrones de una sensación pesada como una losa inamovible, donde nada me entusiasmaba, nada me animaba ni justificaba mi respiración. Un mundo adverso me señalaba que no había lugar para mí, allí donde buscara. La falta de rumbo constituyó mi rumbo.
Era un jueves por la tarde, poco antes de que cayera el sol. Llegué a la puerta del edificio de casa en el momento en que Cecilia y los chicos, divertidos y vestidos como para una gala, partían hacia la fiesta de cumpleaños de la hija de Martín y Pía Pérez Cantón. No insistieron en que fuera esta vez, y me saludaron festivos, agitando sus manos. Entré en el departamento en penumbras, me serví un buen vaso del whisky que llevaba oculto en mi bolso de correcto especialista en sistemas, me quité el saco y, ausente y exhausto, me eché sobre la poltrona del balcón. Arrojé lejos los zapatos y las medias, y extendí mis piernas sobre la baranda. Una brisa tibia alborotaba las ramas de los helechos y refrescaba mis pies hinchados, mi semblante pálido y demacrado. Tan fulminante y certera como esperada, una punzada en el medio del pecho me tuvo allí, llorando un océano en tanto el cielo parecía cepillado por nubes teñidas de azules y rojos. Imágenes, palabras, hechos y juicios, como un pelotón marcial, dispararon sobre mis sienes. Di varios puñetazos sobre el apoyabrazos con mi brazo sano, me restregué los ojos, me tomé del cabello. No grité, creo que no podía, el llanto ahogó todo lo que hubiese intentado decir, si es que había realmente algo que decir.
Mis dedos, temblorosos, atraparon el teléfono celular luego de mucho dudar. Incapaz de pronunciar palabra, mi dedo pulgar martilló las embutidas teclas. Tardé más de lo ordinario en completar la escritura del mensaje de texto. Pero con eso bastó. La respuesta fue inmediata, casi diría que hubiese parecido que me esperaba. Eso es lo que siempre admiré en Mariana, su incondicionalidad, sin solemnidades, sin rodeos.
Cuando llegué al bar ubicado en una esquina de Palermo Viejo ella ya se encontraba sentada en una apartada mesa junto a un gran ventanal, sorbiendo de una taza muy blanca y redondeada. Su cara se iluminó al verme, su sonrisa de labios morados se ensanchó alegremente. A la velocidad del relámpago se puso de pie, radiante, y extendió sus brazos, invitándome. El entorno se desvaneció y avancé hacia su cálida bienvenida, hipnotizado. Atolondrado como de costumbre, uno de mis pies se atascó contra la pata de una silla, choqué contra la punta de la mesa y casi aterricé en sus brazos, los cuales, atentos, me atajaron con una fuerza desusada.
- ¡Pero, Ro, bolas! ¡Dale, matate de nuevo, salame! – Reímos con ganas mientras nos abrazábamos y yo le estampaba un beso ruidoso. – No te das una idea del alegrón que me diste con tu mensaje, guachito... – exclamó, con las mejillas encendidas. Se había vestido con elegancia. Una discreta blusa color marfil y una falda de flores negras la hacían lucir encantadora de verdad, o quizá todo era fruto de mi desesperación. Su pelo, perfectamente peinado, caía lacio sobre sus hombros. – Sé todo lo que te pasó por Juanjo... y por Tolo, que no sé qué le pasa que me llama a cada rato... O sí que sé qué le pasa, en fin... - me guiñó un ojo. Enrojecí tontamente. - ... Bueno, cómo te explico, a ver... no te llamé... – carraspeó, titubeante. – ...no por colgada ni nada parecido, sino por no joder, ¿sabés? – Su voz tembló imperceptiblemente. Le creí. – En realidad, qué boluda soy, para qué mentir... sí te llamé, pero corté al oír la voz de tu mujer, qué ridícula, ¿no? Por no enquilombar más todo, supongo, nunca contesté. – Ella no lo notó, pero lo que dijo apagó un poco el entusiasmo que sentí al verla. Ahora sabía quién había hecho las llamadas misteriosas. - ¿Qué vas a tomar? Desde que entré el pesado del mozo no me saca los ojos de encima, y eso que hoy estoy discreta.
- Por ahora nada, después pido algo. – respondí. Tenía la garganta bloqueada por mi corazón expectante. Hizo señas de que pediríamos algo más tarde, pero el mozo se acercó de todos modos.
- Por ahora no va a tomar nada, gracias. – Dicho esto, el hombre, de gesto aburrido y portador de una gran nariz de donde emergía vello muy crecido giró sobre sus talones y gruñó algo ininteligible. – Mirá si será, éste, ¿para qué corno le hice señas? En fin... No te voy a decir que te veo fantástico, pero pensé que estarías peor... Ay, Ro, recé por vos, mucho, todas las noches, increíble en mí, dejame decirte. Ando medio... ¿mística, se dice?, últimamente... o algo así, qué sé yo... Cuando me enteré de tu accidente, casi me muero, y me dije, ¡ay, pero qué bolas, éste Ro, pobre! No me entiendas mal, no quería decir exactamente eso, bueno, en parte sí, pero es que me sentí tan cul... – La contemplé con extrañeza. – Metafóricamente, eh... olvidá lo de mística, mejor. – Agregó, divertida, levemente ruborizada. Yo seguía sin entender del todo. – Bueno, che, pero contame Vos, porque si me dejás, no paro más... ¿Cómo estás? – inquirió con dulzura.
Mis ojos, vidriosos, esquivaron los suyos y, raudos, se posaron sobre las ramas de los frondosos árboles de la acera de enfrente. Fue en ese momento exacto cuando me di cuenta real del pánico que me producía intentar abordar el motivo que me tenía ahí sentado. Lo había ensayado una y mil veces, había elegido las palabras justas, las oraciones ensambladas con lo que quería decir, manifestar de una maldita vez, vociferar a grito pelado, pero algo desde dentro mío, mucho más fuerte que mis intenciones y anhelos, sujetaba mi lengua férreamente. Mariana puso sus manos sobre la mía, agarrotada a los extremos desflecados de un yeso ya muy sucio y gris. Acarició mis dedos entumecidos, se mordió el labio inferior y, decidida, tomó su cartera. El mozo merodeaba impacientemente, Mariana lo ignoró con antipatía.
- Tengo algo para vos. – anunció, mientras extraía un sobre de papel marrón. Hurgó en su interior y me entregó unas fotos enfundadas en otro sobre de plástico transparente. Mientras me estudiaba con una mezcla de ansiedad y picardía, meneé la cabeza, intrigado, escudriñando la primera de una pequeñísima pila. Con los ojos fuera de las órbitas, rojos por el fogonazo del flash, la boca fruncida en una mueca desencajada que a las claras reflejaba lo inesperado del disparo, el pelo inmundamente enmarañado y la cara como maquillada para hacer de ciruja, cubierta de café y tierra secos, así aparecía yo en aquella foto por la que tanto había protestado a mi porfiada, tozuda y torpe llegada a la cabaña de Dardo a orillas del lago Curruhué. Asombrado ante mi olvido, caí en la cuenta de que había pasado completamente por alto el constante afán de él por eternizar algunos de nuestros momentos durante esos días gloriosos, y mis permanentes protestas cada vez que empuñaba su fastidiosa cámara fotográfica. Cuando, en medio de la agitación que se adueñó de mí, logré imaginar las que seguirían, agradecí al Señor que Dardo jamás hubiese tenido en consideración mis estúpidas y caprichosas quejas. Nuestras mejillas pegadas la una a la otra, las sonrisas confiadas, casi desafiantes, las pupilas llameantes de alegría mutua, así aparecíamos los dos en la siguiente, recortados contra retazos de un cielo azul tormentoso. Una luz espectral, nívea, como de efecto especial, bañaba nuestros rostros ingenuamente felices, destacaba nuestros semblantes esperanzados. Exhalé un profundo suspiro mientras tragaba con cierta dificultad. A esa instantánea sucedió una toma mía, de espaldas, desnudo, contemplando, presumiblemente, el lago frente a mí. Un hilo líquido y brilloso asomaba por entre mis piernas. Dardo había gatillado cuando yo orinaba despreocupado y mis nalgas blancas y velludas reflejaban el vehemente sol de ese día. Me sonrojé y escondí la foto entre las demás.
- Hijo de puta... – apenas pude murmurar entre dientes. Mariana levantó las cejas y paseó lujuriosamente la lengua por sus labios sin quitarme los ojos de encima. Lo estaba disfrutando, y eso me estremeció profundamente. Me sentí mucho más expuesto que mi desnudez en la fotografía, y un siniestro refucilo de desconfianza me hizo pensar, de pronto, en una trampa armada como un intrincado mecanismo de relojería. La sutileza en el golpe bajo eran muy propias de Dardo. Como la araña que espera, pacientemente, el temblor de la presa en el hilo de su tela mortífera. El golpeteo dentro de mi pecho, a la manera de redobles de tambor, acompañó mi respiración cada vez más entrecortada. No podía mirar a Mariana, ni mascullar algo que fuese lógico o adecuado. Continuaba dudando entre permanecer adherido a la silla o lanzarme en enardecida fuga. Comencé a sudar. Mis dedos, bruscos, torpes, sin quererlo, acariciaron la foto que venía. Me sorprendió verme con la boca abierta, muy sonriente, mate en mano, con un destello contento y sereno en la mirada. Algo había dicho en aquel momento, pero no recordaba qué. Un Rodrigo Leiva rejuvenecido, feliz, como un extraño a quien envidié con nostalgia, plácidamente recostado contra unas rocas mohosas y descascaradas fue la descarnada postal de aquello ajeno e inalcanzable, el aviso publicitario de la utopía que la parte secreta de mí se empecinaba en atesorar, y la otra parte, la oficial, la moralmente correcta, en infamar, en denostar como algo aborrecible y contrario a mi naturaleza. Siguieron un par de tomas con el lago color esmeralda presidiéndolo todo, rodeado de bosques de verdes centelleantes, de montañas de fantasía. Irónicamente, su belleza me impactó mucho más reproducida en papel. La última fotografía la había tomado Dardo también, pero esa vez, recordé, a instancias mías. Me había escrutado fijamente, y sonreído satisfecho ante mi inesperado pedido, durante aquel atardecer púrpura, después de mecernos, entrelazados, al compás de la exquisita música, sobre los gastados tablones de la galería de la cabaña. Sus pupilas se habían agrandado más que nunca, asombradas, y había dicho, con suavidad: “Seguro, es la luz perfecta...” “Y ésta es la última, basta de fotos”, había añadido yo, fingiendo autoridad y hartazgo, cuando lo real era que anhelaba con desesperación eternizar, de la manera que fuese, aquel tiempo majestuoso, único, que ya se escapaba de mis manos. “Prometido”, había musitado él, sellando su compromiso con un beso pegajoso. Prodigiosamente, el disparador automático de la máquina había engarzado el instante exacto en que nuestros rostros, desaliñados, fatigados, ensombrecidos por la tenue y calma luz del crepúsculo, y sin que las pieles se rozaran siquiera, reflejaban el lazo que ya fundía nuestros corazones y nuestras almas. Ni en mis fantasías más desbocadas hubiese podido imaginar lo bien que lucíamos juntos. Curiosamente, no sentí vergüenza al verme a su lado, sí otras cosas, pero no vergüenza. Allí estábamos, Dardo y yo. Los dos, después de lo vivido, y lo no vivido. Juntos, después de tantos años. El y yo, Dardo y Rodrigo, finalmente, juntos. El sentimiento a la luz, expuesto en carne viva. Pero lo que tenía entre mis manos no era más que una fotografía. Una hermosa fotografía de algo que no tenía sentido ni lugar en mi mundo. Un reflujo de mucosidad y saliva acometió mis vías respiratorias. Tosí, estornudé, resoplé, todo a la vez. La mano de mi brazo sano cubrió, nerviosamente, mis ojos. No hubo turbación en ese gesto, tampoco pudor. Las lágrimas, frías, quejumbrosas, fueron colándose a través de mis dedos trémulos. Lo que había era dolor, un dolor mucho más inmenso de lo que hubiese sido capaz de suponer.
- Ro, amor... – susurró Mariana, tiernamente. El mozo se acercó a nuestra mesa y ella lo espantó con sequedad. – Todavía no queremos nada, gracias. ¡Qué rompepelotas este tipo! – exclamó por lo bajo. - Ro, escuchame... mirame, cielo, dale.
Enjugué la profusa humedad de mi mirada turbia y asentí, pero no pude sostenerla en la de ella más que por un segundo fugaz. Mariana, entonces, pestañéo nerviosamente, llenó sus pulmones de aire, exhaló con delicadeza y, acto seguido, habló.
- Yo no la tengo clara en nada, pero en nada de la vida. Aunque parezca que me llevo el mundo por delante, te lo aseguro. Sin embargo, hay un par de cosas que sé bien. – rozó mi mejilla con su mano delicada, de uñas largas y esmaltadas. – La primera es que uno debe ser quien es realmente, Ro. Siempre. Nunca, jamás, otro, porque no está bien. Es como luchar contra la naturaleza, contra el cosmos, ¿vos creés que podés? Además, ¿para qué, para que te acepten? ¿Qué querés, ser como los demás, para pasar desapercibido? Demasiado sacrificio, para algo que, aunque te mates, aunque te propongas no dejar ni un aspecto de tu vida suelto, no resulta, bebé. A la larga, y muy larga, a veces, ese que tuviste encerrado en algún lugar dentro tuyo, sale a la luz, porque así es con la verdad... no estoy inventando nada con esto... Decime una cosa, ¿cuánto tiempo llevabas escondiendo al Rodrigo que ves en estas fotos? ¿Cuánto, Ro? Vos te pensás que podés vivir así, robándole esos momentos maravillosos a la vida cada veinte, o más años? ¿De verdad lo pensás, Ro? Oíme bien, y mirame... Mirame, che. – obedecí, estremecido por el tono imperante de su voz. – Esto que viste en estas fotos no es publicidad armada, Ro, esto puede ser la vida para vos... Tu vida, ¿te das cuenta? ¿Acaso creés, con esa cabezota que tenés, que todos somos lo que mostramos, que vivimos como realmente queremos? – Hasta no mucho tiempo atrás, cavilé, sí lo pensaba, a rajatabla. Mis desventuras, Cecilia y sus llamados telefónicos irrumpieron en mi mente. - Pues pelotudo de vos, porque hacés mal en creer eso. Es todo una comedia, un teatro lo de la vida... Todos nos complicamos, nos embrollamos, nos torturamos, Ro, no sé por qué carajo, vemos espinas y piedras por todos lados, hasta donde no las hay, supongo que eso nos hace humanos, ¡yo qué sé! Si te asomaras dentro mío, te cagarías todo, Ro, te lo aseguro... ¿Vos querés seguir mirando hacia otro lado todavía? ¿Vos te pensás que cuando éramos pendejos yo no me daba cuenta de nada? ¿Pensás todavía que no veía cómo te miraba Dardo, con los ojos en blanco, hechizado de deseo cada vez que aparecías? Y vos, esquivándolo, temblando, aguantándote las ganas de estar con él, haciendo como que no pasaba nada... Ro, enterate: me hacía la recontraboluda, a conciencia, eh, sin reproches ni nada... lo único que faltaría, después de tanto tiempo. Y yo, yo te quería igual, a los dos, yo los amaba, en serio, como ahora, tal cual como ahora... En aquellos años, pendeja histérica y malhumorada como era, no podía hacer mucho por ustedes, mi propia vida estaba primero, ¿no?... Ahora, no sé si puedo hacer aunque sea algo, pero, al menos, lo intento, a mi manera... Qué loco, todo, fijate... ¿te paraste a pensarlo? La vida te pone, una vez más, en una situación similar... Cambió todo, pero todo, y a la vez, nada. Como el boomerang, o algo así... Ves que estoy mística... – sombría, bebió de su taza. – ¡Ajjj, esto está helado, la puta madre! Che, ¿pero con qué calentaron este té? ¿Con un fósforo debajo de la taza?
La sola imagen de su ironía hizo que no pudiera contener la risa que salió por mi nariz, en medio de mi lloriqueo silencioso.
- ¿Ves, bolas, que podés reirte, a pesar de todo? Hay que cagarse de risa, Ro, de todo, y vas a ver cómo las cosas no digo que cambien de la noche a la mañana, no, el que cambia es uno, que las ve diferentes, sin tanto drama, sin tanta culpa.
Sacudí la cabeza con tristeza. Quería convencerme, empaparme de sus palabras, que cada una de mis células se convenciera también y reprodujera esa información y transformara mi ser, y, al mismo tiempo, subirme al auto, escapar a toda velocidad y no escuchar nada más, y volver a la vida normal, al marido, padre y empleado que siempre fui.
- Todo bien, Mariana, de tu boca suena todo perfecto... – vacilé, con voz aguda. – Pero todo eso funcionó ahí, sólo ahí, a kilómetros de distancia de todo, si continuara acá, ¿con qué cara podría yo mirar a mis hijos? ¿Qué van a pensar de su padre? Que es un farsante, como mínimo... Y Cecilia, mi viejo, mi familia, la gente con la que trabajo... no da, Marian, sentirían asco de mí...
- Problema de ellos si les das asco. Que hagan ver ese asco, en todo caso. En serio, Ro, no te cabe a vos resolver eso. Vos debés resolver lo que vos querés, lo que decidas. Además, y espero no lastimarte con esto, pero algunos de los que nombraste ya lo deben saber. – El corazón me dio un vuelco. Era verdad. - Y tus hijos, ellos lo van a entender, sos su papá y te van a amar igual, lo sabés. Hagas lo que hagas, siempre los traumás, por lo que hiciste o por lo que no hiciste, decímelo a mí, que tengo un coro angelical que me recuerda las cagadas que me mando, todo el tiempo. Insoportables, uffff. – Su voz adquirió un dejo cristalino, claro. - ¿Te acordás... te acordás cómo me encantaban las cosas que me escribías, lo bueno que eras para las redacciones del colegio? Siempre sacabas las mejores notas... siempre te elegían para escribir algo en los actos patrióticos... y yo me decía, toda la facilidad y el talento que éste tiene para escribir es lo que le falta cuando habla, porque no era que hablaras mucho, vos... aturdirme no me aturdiste nunca, para eso estaba... estoy yo, claro... – rió suavemente. – Apelá a ese talento tuyo para hablarles, entonces, a su debido tiempo. Hablales bien, del amor entre las personas, de sentimientos que no se pueden controlar, de cosas de la vida que no se manejan bien por miedo, por leyes sociales pelotudas, hablales de un mundo al revés, que es indiferente a las muertes, reales y actuadas, pero que se horroriza de ver a dos tipos besándose, explicales que querer a quién sea siempre es bueno, que los maricones de verdad son los que se aprovechan de los demás usando el poder o la violencia, hablales de sentimientos que perduran en el tiempo, de lazos que ni los años pueden romper, deciles lo que te pasó, de lo valiente que fuiste en ir hasta él para ver qué te pasaba, cuando otros no se molestan ni dos pasos... ¡por Dios, Ro, hablales, deciles! Y nada de cuentitos ni fabulitas, los chicos ven todo. Dejame que me tome el atrevimiento de preguntarte, ¿está todo bien ahí, ahora, en tu casa? ¿Cuánto se están comiendo de todo esto? ¿Cuánto ya se comieron, Ro? – Tragué ruidosamente. Los tumbos del auto girando sin control volvieron a mi mente. La faja alrededor de mi cuerpo pareció envolverme con más fuerza. - ¿Y cuánto más se pueden llegar a comer, si no hacés algo, algo de verdad? ¿Qué mundo querés para vos, Ro? Hablo del mundo real, ¿cuál debería ser para vos?
Permanecimos unos minutos en silencio. La sirena una ambulancia sonó a lo lejos.
- Ro, para muchas personas, el mundo real es el que ocultan a todo el mundo. Nadie habla de eso, pero es así, creéme, guachito lindo. ¿Vos te ves viviendo así toda tu vida?
No tenía una visión de mi vida futura, ni inmediata, ni la tendría hasta que desapareciera la fantasía que borroneaba mi inquietante destino. Pero lo más real era que no quería mirar hacia adelante.


- Todo pasa, absolutamente todo, Ro, y pocas cosas son las importantes de verdad, las que debemos conservar así vengan degollando... ¿Sabés? - prosiguió. - Cuando te miro veo a un tipo sufrido, temeroso, sometido a una condena por una ley que no existe, que vive en la piel de otro, parecido a vos, pero que no sos vos, ciento por ciento... Pero cuando te miro bien a los ojos veo un muchachito que sueña y cree, todavía. Por ese Rodrigo es que viniste hoy hasta acá, ¿o no? – susurró, emocionada. - Lo hecho, hecho está, Ro, tenés un pasado que no podés cambiar, pero sí podés modificar lo que está por venir.
- No sé... no sé si pueda, Marian, de verdad...
- Podés. – dio un puñetazo tan vigoroso sobre la mesa que me sobresaltó. El mozo atisbó con expresión entre intrigada y hostil. Le hice torpes señas de que me trajera un café. – Si querés, claro está. El puto miedo te hace pensar que no. ¿Qué entendés por vida, Ro? Vida con todas las letras, no vida a medias... Dardo te espera, aunque jamás me lo haya dicho, y jamás vaya a hacerlo. – hizo una pausa. Constantemente desviaba sus ojos hacia mi costado izquierdo, con fastidio. – Y nunca fue su idea lo de las fotos, te aclaro. - La taladré, boquiabierto.- Nada de eso. Fue la turrita que tenés enfrente. – anunció, desafiante. – Después de la reunión de egresados, quedamos muy en contacto, estaré mística, pero tampoco tanto, ¿viste? Soy mina, nene, brava, pero de buenísima leche, otra, en mi lugar... ¿Pensabas que fue casualidad cuando te llamé a Mendoza, salamín? Nadie me dijo que hiciera nada, simplemente aproveché las oportunidades que ustedes dos, bolas tristes, no veían. – añadió, pícara. – Y no te das una idea de todo lo que tuve que insistirle a Dardito para que me mandara esas benditas fotos... por Dios, conseguiría laburo en las Naciones Unidas, con todos los artilugios que tuve que usar, o en la mafia, a esta altura... si lo pienso un poco, convencerte a vos de que lo vayas a ver a la madriguera en la que se esconde no fue nada, en comparación... Tanto que me hablaba de cómo lo habían pasado, Dardito digo, de qué maravilla esto, qué fantástico lo otro, cero detalles, eh, no te asustes, que Rodri de aquí, que Rodri de allá, se me ocurrió pararle el embale y preguntarle qué era lo que, de verdad, había sentido con vos. – Se detuvo para escudriñarme intensamente. – ¿Sabés qué me contestó? “Nos amamos, Mariana, nos amamos como jamás lo hice con nadie” Me acuerdo que, del nudo que se me hizo en la garganta al escucharlo decir eso, le disparé, “Bueno, pelotudo, entonces enviame ya mismo esas fotos, que a Ro le van a encantar.”
Mis dedos jugueteaban con los sobrecitos de azúcar que Mariana no había usado para endulzar su té. Había, una vez más, enrojecido furiosamente, mientras luchaba por controlar el temblor en mi labio superior, mordiéndolo con fuerza. Suspiré unas cuantas veces, hasta que tuve el valor suficiente para balbucear algo coherente. El mozo cortó mi coraje depositando, ruidosamente, el pocillo de café frente a mí. Mariana lo fulminó ordenándole, tajante, otra taza de té.
- Te juro que este desubicado, hoy, se liga un puteadón.
Asentí, luego sollocé, - Pero... ¿cómo hacer... cómo mierda hacer? – Tragaba tanto que no conseguía terminar las frases.
- ¡Ro, pero vos querés la chancha y los veinte chanchitos! ¡Yo qué mierda sé cómo hacer! – aulló. – Sí sé, en cambio, que si están juntos, JUNTOS, Ro, fuertes, sólidos, si se aman de verdad, si es eso lo que realmente sienten el uno por el otro, lo van a saber. Te juro, Dardo y vos, los dos, sin ayuda de nada ni de nadie, lo van a saber.
Me bebí el café negro de un trago. Mis labios se deshicieron en una mueca de disgusto. Sabía espantoso.
- ¡ ¿Se puede saber qué mirás, todo el tiempo?! ¿Lo tenés todo resuelto vos? – bramó Mariana, fuera de sí, dirigiéndose al mozo, que se encontraba a mis espaldas, fingiendo poner en orden la mesa contigua. Giré y lo vi enrojecer como llamarada. – No quiero el puto té, y el café ese tenía gusto a tinta china. Vamos, Ro, no quiero estar un segundo más acá. – Dejó un par de billetes sobre la mesa y nos marchamos tomados del brazo. – Caminemos un rato, ¿dale? – propuso cuando pisamos la vereda.
Había una plaza a una cuadra. La noche era tibia, y, afortunada y extrañamente, solitaria.
- ¿Sabés? – tartamudeé. – Desde hace un tiempo estuve pensando en todo esta historia como una especie de confabulación... como un complot de cosas irresueltas que habían quedado flotando por ahí, inconclusas. - miré hacia el cielo sin estrellas. - Es que todo se fue dando de una manera tan... tan delirante, tan azarosa, que no puedo pensar en otra cosa.
- Una confabulación, sí, jamás se me hubiera ocurrido... – caviló Mariana. - Supongo que debe tener que ver con las fuerzas de la verdad y todo eso, ¿por qué no? Dardo y vos nacieron para estar juntos, convencete de una vez, bombón.
En labios ajenos, las palabras que yo no lograba pronunciar sonaban categóricas, simples, lindas. Mariana había allanado estigmas, caminos cruciales, ambigüedades, con su discurso cargado de ternura y emoción. No lo supe en ese momento, pero algo en mí había cincelado sus frases que se propusieron llegar, en todo momento, hasta el tuétano de la cuestión. Se había referido a nosotros con una naturalidad franca, sincera, evitando lo estudiado, lo forzado, lo incómodo. Jamás había dicho, ni tan siquiera sugerido, las palabras que más temía, que más odiaba, las que habían acechado mi adolescencia y parte de mi juventud. Mariana no había dicho nunca homosexual, jamás sus labios pronunciaron puto. Precipitadamente la rodeé con mi brazo y la atraje hacia mí.
- Sos un ángel. Te quiero. – susurré, y besé sus labios brillosos.
Ella cerró los ojos un breve instante, suspiró, y sonriendo, exclamó: - Dios mío, todo lo que tiene que hacer una para escuchar eso... Yo también te quiero, bobito. – Y me estrechó en un abrazo cálido.
No estaba seguro de mucho, ni siquiera me sentía convencido del todo. Sin embargo, sentí que al final del lúgubre callejón en el que me encontraba perdido, una débil lucecita, como la de una luciérnaga en solitario y esperanzado cortejo, había comenzado, tímidamente, a emitir, una vez más, su hipnótico y perseverante resplandor. Faltaba aún saber si yo, finalmente, le haría caso.

Continúa.
Fotos: stock.xchng

lunes, 11 de febrero de 2008

Nadie te Amará como Yo - 21a. Parte


Los días pasaron, pareciéndose demasiado, unos a otros. El médico que la empresa había designado para supervisar mi evolución día por medio, determinó que debía prolongar mi reposo. Mis costillas no habían soldado con el apremio acostumbrado para un caso como el mío. "Se debe mover usted mucho", me había retado. Y no había dicho más. Cecilia me había observado con una mirada hostil, y tampoco había hecho comentarios. Y yo, enmudecido por la evidencia, me había limitado a sonrojarme cual pira humana. A regañadientes me comprometí a permanecer más tiempo en la cama, y ella se aseguró de que todo lo que pudiese necesitar no quedara a más distancia de la extensión de mi brazo sano, dispuesto con orden rayano en lo obsesivo, sobre una mesita que había instalado a mi derecha.
Santiago Fuentes, un desarrollador de sistemas a mi cargo, apareció una mañana cálida, escoltado por una Cecilia sonriente y a toda hora servicial. Recuerdo que la odié por haberlo hecho entrar sin anunciármelo, cuando mis ojos parpadeantes pugnaban por acostumbrarse a la luz del nuevo día que entraba a raudales por el ventanal. Hablaron afablemente, entre ellos, ante el espectáculo que yo les ofrecía, despeinado, maloliente, yaciendo en medio de un mar de sábanas arrugadas y apenas vestido con una camiseta harapienta y un sudado calzoncillo con la tenue estampa de un sinfín de Bugs bunnies comprado no menos de cinco años atrás. Después de las conversaciones de rigor, de las formalidades acerca de los avatares del destino, Fuentes anunció, grandilocuente, que su presencia en casa sería breve, y la dedicaría a cargar datos y bases en mi computadora portátil que yo debería controlar e inspeccionar exhaustivamente. "Son las últimas fases del programa, y quieren que las veas", explicó, solícito. En la mirada escrutadora de Cecilia adiviné su entusiasmo, su satisfacción hacia quien, sin proponérselo adrede, se encargaba de engrosar el plantel de responsables de encauzarme, de devolverme de una vez por todas a la recta senda de la vida ordenada y previsible. Pero aquello que debía encarnar mi lazo con el deber, con el universo de obligaciones y responsabilidades por las que me pagaban, irónicamente, también sirvió como vínculo poderosísimo de tan tentador, con las zonas oscuras que ya me había ocupado de frecuentar.
Aún así, esa misma mañana, no bien todos hubieron partido, me puse a darle un riguroso vistazo a los archivos traídos por Fuentes. Corregí un par de procesos y diagramas, agregué otros tantos. El desarrollo seguía bien encaminado. Al poco rato me aburrí y mi vista fue a perderse en el cordón interminable de edificios blancos y grises coronados por un cielo que parecía arder. Lo dudé apenas unos segundos. Abrí un explorador y tipié la dirección de un sitio web. Abrí otro más y en el buscador encontré pronto lo que necesitaba. Con el corazón tontamente al galope, como un chiquillo extasiado, pasé el resto del tiempo sumido en el océano de sitios de la red. Bastaba con que pinchara en uno para que un sinnúmero de ventanas con enlaces tan nuevos como tentadores se desplegaran ante mi vista. Me sorprendió la cantidad de gente que se atreve a desnudarse inescrupulosamente ante una cámara. Todo tipo de hombres con pectorales y abdómenes de escultura grecorromana, glúteos de redondeces que superaban la geometría más perfecta, y erecciones monumentales se desplegaron ante mis ojos hambrientos. Señores de profuso vello en pecho copulaban acrobáticamente con jóvenes lampiños de labios exageradamente rojos, orgías de tres, cinco, diez muchachos asumían las poses menos imaginadas por mí alguna vez. Me pajeé con desesperación, mis fluidos empaparon mi ropa, las sábanas, el teclado y el mouse. Me pajeé nuevamente unos minutos después. Me deshice de la camiseta y el calzoncillo, casi arrancándomelos, en tanto me incorporaba, con cierta dificultad, para ir por cerveza fría. Con menos práctica que convicción, las operaciones que debía realizar para ponerme de pie se habían reducido a unos pocas pero seguras maniobras que conseguía desplegar con mayor rapidez cada vez. Ya casi no necesitaba punto de apoyo para mi brazo sano, mis piernas, históricamente robustas, hacían todo el trabajo. El pinchazo al rotar mi torso encorsetado se fue volviendo más leve, o parte excluyente de toda la veloz ceremonia. Gradualmente, y sin que lo advirtiera especialmente, todo un proceso de selección tan íntimo como sigiloso, se encargaba de horadarme, y pronto, los medios, fueran cuales fueran, perdieron todo dramatismo, todo sentido de moralidad frente a los pasatiempos que gestaron esas horas de prometedora soledad.
Cuando acabé con la botella y mi tercera sesión masturbatoria consecutiva, abandoné la cama una vez más. Recordé que conservaba un Chivas regalo de algún cliente obsecuente de Cecilia. Vagaba, solamente cubierto por la faja alrededor de mis costillas partidas, botella en mano, cuando los acordes de una obertura de Debussy o un compositor por el estilo, sonaron desde la cocina. Aún en mi estado, me sobresalté y fui lo suficientemente conciente para dirigirme allí. El teléfono celular de Cecilia vibraba impaciente, retumbando contra el techo del horno a microondas sobre el que yacía olvidado. Apoyé la botella con violencia sobre la mesada y pulsé el botón de responder sin molestarme en consultar la pantalla. La comunicación se había cortado. Una fracción de segundo después volvió a sonar y antes de que pudiera decir hola, mi confusión y somnolencia sólo permitían una acción juiciosa por vez, una voz masculina dijo: "Ceci, me perdonás?" Siguió un silencio en el que una respiración quejumbrosa hizo eco en el auricular. "Ceci, amor, por favor..." Corté, contemplando el aparato con la mirada queda. Sonó nuevamente. Volví a cortar. Así, cuatro o cinco veces más. Reclinado sobre la mesada, mi brazo enyesado apoyado, mi mano aferrando el teléfono, así permanecí unos cuantos minutos. Cuando estuve seguro de que quien llamaba había desistido en sus intentos, fui directo a revisar la lista de llamadas recibidas. El dueño de las iniciales TC había realizado un sinnúmero de llamados que Cecilia no había tenido la precaución de borrar. Arrojé el aparato sobre la mesa del comedor con indiferencia y retomé el gozoso ritual que me había fabricado, bebiendo un gran sorbo de whisky. Algo que tenía tanto de fantasía como de desasosiego comenzó a germinar, inquietantemente, dentro de mí. Pero no le di cabida. La red presentaba alternativas tanto más apetecibles y anónimas como para dedicarme a barajar especulaciones que no sabía a dónde me conducirían.
El contenido de la botella de whisky había disminuido notablemente cuando la miré como quien mira a alguien de quien recuerda su fisonomía pero no su nombre. Me reí, fascinado con mi travesura. Volví la vista a la computadora. Lo último que recuerdo es la imagen, a pantalla completa, de un corpulento muchacho de espaldas, las manos separando sus brillosas nalgas, exhibiéndome, lujurioso, su tentador recto.
El sonido chirriante de la persiana elevándose fue lo que me arrancó del pesado sopor. Una ráfaga de aire tibio inundó el cuarto, y fuertes rayos solares dieron de lleno sobre mis ojos extraviados. Cecilia emergió de entre las tinieblas, lejana, como esas malvadas de película para chicos que me fascinaban, parada con los brazos cruzados, justo donde terminaban mis pies.
- Volví por mi celular. - espetó fríamente. - Busco los chicos, paso por el supermercado y después vengo para casa. Sus tacos se clavaron sonoramente en el piso cuando se frenó en seco bajo el marco de la puerta. Giró, y con mirada gélida, agregó: - Que no te vean así, por favor.
Luego de aquel fatídico día, el reencuentro con mis hijos a su regreso del colegio se vio teñido por un cono de sombra que Clarita percibió y no se molestó en disimular. Me observaba, estudiándome con una leve hostilidad. Cuando buscaba su mirada inquisidora, me sonreía con sorna y se encogía de hombros sin más. El murmullo de Cecilia al teléfono me llegaba atenuado por los estruendosos sonidos de los dibujos animados que compartíamos cada tarde, como un rumor acompasado y monocorde. Casi a la misma hora, a veces unos minutos antes, otras algo más tarde, tomaba el inalámbrico y la oía pasear, descalza, por la cocina, la sala, y cuando ya no oía nada, podía, sin embargo, sentir su presencia en el balcón. Jamás pregunté, jamás comenté nada acerca de sus regulares llamadas. Tampoco ella hizo mención alguna acerca de este hábito diario. Todo, aparentemente, estaba bien en ese clima de armonía cómplice y artificial.