lunes, 24 de marzo de 2008

Nadie te Amará como Yo - 23a. parte



Palabras y gestos, encadenados entre sí y vistos desde el prisma de mis coloridas circunstancias me hicieron reaccionar de la manera menos sospechada. Memoriosa y profética Mariana. El embrujo de su discurso sentido y pensado me acompañaba y retumbaba, aún, entre las paredes de mis sienes, cuando llegué a casa luego de despedirla. Se había acomodado, grácil, sobre el asiento del vetusto taxi, un ruidoso Peugeot 504, la palma de su mano tibia, levemente húmeda, posado sobre mis dedos apoyados sobre el marco de la ventanilla.
- Una fija. Auto viejo, pendejo al volante. – susurró, sonriente, arqueando las cejas. – Y no está nada mal... – me guiñó un ojo. - Espero no haberla embarrado con tanta mierda de clichés y frases hechas... Prometeme algo, Ro.
Me limité a contemplarla, expectante.
- Que no sea el miedo lo que te eche atrás. Por favor. – Sus palabras sonaron como un latigazo que pareció cortar el aire en dos. Asentí con lentitud. Encimé mi mano enyesada sobre la suya.
- Ojalá. – repuse. - Te llamo, hermosa.
El rostro de Mariana, esperanzado, vaporoso, como encerado por el reflejo del alumbrado sobre el cristal trasero del auto, permaneció grabado por unos segundos quietos en mi conciencia mientras se alejaba raudo. Me recordó la escena de algún viejo largometraje en blanco y negro, del cual mi frágil memoria sólo atesoraba ese instante.
El garage era todo silencio y sombras cuando me deslicé subrepticiamente dentro de mi auto, con la estúpida impresión de sentirme un delincuente que portaba un valioso y secreto botín. Una vez más, mi pecho se agitó y un sudor tenue descendió por mi espalda cuando, refugiado en ese espacio privado y reducido, repasé las fotografías, una por una, una y otra vez, bajo el incandescente haz de la luz interior. Mi dedo índice contorneó el dibujo que los labios de Dardo formaban al sonreír, rozó sus ojos como lunas de miel, acomodó el lacio de su pelo. Casi pude oler el aroma de su aliento, la fragancia de su presencia junto a mí. Escuché la música de su risa contagiosa, el siseo de sus pies descalzos acercándose, el roce de su pecho frotándose contra mi espalda, el murmullo de sus brazos rodeándome fuerte. Un chirrido metálico me obligó a girar en derredor mío, alzando los ojos, estremecido. El reflejo de un tubo incandescente que comenzó a titilar anunciando su final dibujaba intermitentes formas de neón sobre la pulida carrocería de los automóviles estacionados. Mi mirada se perdió sobre los caprichosos ángulos que formaban sobre un guardabarros, donde mi imaginación creyó presentir la silueta de una montaña escarpada, y allí permaneció, inmóvil, adherida al metal gris como el hielo. Algo se desprendió desde dentro mío, emergió, viajó lejos, voló rasante por entre las piezas flotantes de un pasado furibundo y reciente. Regresó al cabo de un largo rato, con una estela de resplandecientes evocaciones cual lastre de embarcación. La fotografía en la que Dardo y yo intentábamos burlarnos del mundo temblaba entre mis dedos. La luz que tiznaba nuestras caras encandiladas parecía ahora venir desde nuestro interior, poderosa, salvadora. Reprimí algo como un sollozo que no era de tristeza, ni tampoco de alegría, las volví al sobre que las contenía y las oculté en el espacio que dejaba una barra metálica bajo mi asiento.
Desplegué un ingreso a casa digno de un agente secreto, tan cauteloso como inútil, porque Cecilia y los chicos no habían llegado aún. Me vestí con mi ropa de dormir, engullí, de pie, un gran bocado de un sandwich de jamón y tomate preparado en segundos, tragué la mitad de una botellita de cerveza y, acariciado por la suma de todas esas sensaciones placenteras, me senté frente a mi computadora portátil y me dispuse a comenzar a escribir. Inhalé profundamente con la pantalla en blanco frente a mí. Las ideas borboteaban en mi cabeza, las unas sobre las otras, como burbujas de agua hirviente, pugnando, frenéticas, por moldearse en palabras y oraciones, embrollándome, impidiéndome hilar los orígenes de esta historia sin fin aún. Terminé la cerveza de un gran trago, eructé con violencia. Los esbozos del rompecabezas en el que me movía o en el que me encontraba estancado, no sé bien, fueron surgiendo tímidamente. Una suerte de proceso reflexivo tan catártico como purificador, así lo sentía, guió el ansioso traqueteo de mis dedos sobre el teclado. El yeso acompañó golpeando duramente, de tanto en tanto, cuando olvidaba mi limitación, el borde de la mesa. Detuve la acompasada y febril sinfonía de mis dedos sólo cuando oí las puertas del ascensor cerrarse en el pasillo, y luego, sigilosa, la llave girando dentro de la cerradura. La puerta se abrió para dar paso a Cecilia portando a Clarita en brazos y a Martín llevando a Francisco en los suyos. Ambos se sobresaltaron al ver mi silueta iluminada por el resplandor de la pantalla de mi notebook. Cecilia dejó caer su cartera sobre el sillón llevando el dedo índice a su boca fruncida, exigiendo silencio. Martín me dedicó un breve ladeo de su cabeza y corrió tras ella, que se había encaminado, presurosa, hacia la habitación de los chicos. Abajo, en la calle, tronó el rugido de un colectivo o un camión alejándose. Mis pensamientos fluyeron una vez más, como girando en trompo.
- ¿Trabajando, todavía, che? Qué fanático. – murmuró sorpresivamente Martín, palmeando mi hombro con rudeza. Veloz, minimicé la ventana del procesador de texto, giré y lo observé con fingida atención, asintiendo. Me devolvió la mirada con una débil pero evidente turbación. – Y con una mano sola... ¿Todo bien?
- Es tarde. Te acompaño. – intervino Cecilia desde la penumbra, rozándolo con suavidad. Martín me saludó sin decir nada más, levantando su dedo pulgar y desapareció, escoltado de cerca por mi mujer. Perplejo, abstraído, los seguí con la vista hasta que la puerta se cerró detrás de ellos con un endeble chasquido. Cecilia regresó como a la media hora, los zapatos colgando de los dedos de sus manos. Sin hacer el menor ruido, se encerró en el baño. Mis manos dejaron de aporrear las teclas en ese momento, al advertir que mi dolorida espalda necesitaba urgente descanso. Cuando, alrededor de un cuarto de hora después, Cecilia entró en nuestra habitación en puntas de pie, yo no dormía todavía. En voz apenas audible, mientras se escurría con delicadeza entre las sábanas, me preguntó si estaba despierto. No le contesté. Tardé mucho más de lo usual en dormirme esa noche.
El escribir, como lo hace, lentamente, cualquier pasatiempo o adicción, fue adueñándose de mis tiempos libres y de los que, fugaz y clandestinamente, robaba a mis responsabilidades. Mi avidez por reconstruir y enmendar episodios que, se me antojaba, eran el compendio de las claves de mi vida, fue tornándose un rito catalizador que me permitió, aunque muy de a poco, repensar y aprehender ciertos aspectos velados de mí y de lo que había ocurrido, e, ilusoriamente, salvaguardar el vínculo con Dardo, aunque de eso era conciente yo y nadie más. El escribir nuestra historia era la forma, la única por el momento, que se me ocurría para mantenerla viva. La imposibilidad, el miedo de comunicar o participar a alguien cuanto me había sucedido realmente multiplicaba mi imperiosa e insaciable necesidad de relatarlo, de manifestarlo, escribiéndolo concienzudamente, como si con ello pudiese exorcizar o santificar su sentido, su razón de ser. Oportunamente también, me daba cuenta, la narración de mi derrotero tomaba la posta que la inacción, la falta de decisión y de convicción dejaban vacante. Esa cobarde y pasiva parte de mí que no se atrevía, aún, y muy a pesar mío, a asir las alocadas riendas de mi destino, que, cual cabellos al viento, se bamboleaban sueltas, por un recorrido con rumbo desconocido. La mera recopilación de instantes y hechos, si bien analizados y desmenuzados, se convirtió, así, en la coartada que yo necesitaba para que la historia, en otro tiempo, en otro lugar, aquel que ella conviniese, fuera escribiéndose sola, sin que tuviera que mediar mi frágil voluntad, mi carácter débil. Como un niño exageradamente atemorizado, enfrascado en la redacción de los sucesos de mi tumultuoso pasado, evitaba mirar hacia adelante, confiando en que la vida, como lo había hecho hasta el momento, decidiría lo mejor, o lo que debía ser. Y yo, una vez más, obedecería el desenlace, sin titubeos.
Mi brazo, flaco y pálido al salir del encierro, se liberó de la prisión del yeso unas dos semanas más tarde de mi iniciación en la escritura. Algo después, a exactos mes y diez días desde el accidente, los médicos retiraron también la faja alrededor de mis reconstruidas costillas. Consternado, descubrí que no suspiré aliviado, ni acepté de muy buena gana la satisfacción del doctor que siguió mi recuperación. En breve advertí que la coraza en la que había amparado mis limitaciones, fortalecido mis caprichosas justificaciones, distraído preguntas y reclamos ajenos, se había, de una vez por todas, escabullido, y, en consecuencia, de ese momento en adelante, no habría lugar para evasivas, ni excusas o pretextos para hacerme cargo. De inmediato debí iniciar una rehabilitación, traducida en una terapia kinesiológica leve, y una rutina progresiva de ejercicios de fortalecimiento, elasticidad muscular y entrenamiento aeróbico. No volví a mi gimnasio de años, allí donde había conocido a Pablo. La idea de reencontrarlo me revolvía las tripas, tanto como el poder que aún ejercía sobre mí el evocar el encuentro que habíamos tenido, aún cuando me pareciese que había tenido lugar en otra vida, así que me inscribí en otro, menos pretencioso y más cerca de la oficina, adonde comencé a acudir dos o tres veces por semana, con algún que otro reparo y sin demasiado entusiasmo. Pero allí hacía sólo lo que debía hacer, y me retiraba. Apenas si prestaba atención a cuanto me rodeaba.
La vida normal, por otro lado, estaba en todo su cauce. Mis colegas en la oficina celebraron mi total recuperación con palpables muestras de afecto, aunque yo no dejaba de percibir un molesto tufillo a conspiración chismosa que, intuía, se desarrollaba a mis espaldas. Mi teléfono celular volvía a sonar intermitentemente, aún fuera de mi horario laboral, y, en cada ocasión, mi corazón daba un vuelco. Echaba un vistazo apresurado y furtivo a la pantalla pero, para mi secreta desazón, siempre se trató de consultas o inconvenientes a subsanar, que abundaban, y, aunque sospechaba que no sin algún recelo, eso significó que todos volvían a depositar su confianza en mí, como había sido siempre. Mis renovadas devoción y predisposición laboral se los garantizaban con creces. El regreso a una normalidad fingida, brillantemente interpretada gracias a mi voluntaria mansedumbre, deambulaba por rectos y paralelos carriles sin bifurcaciones ni desvíos. Mi ser escindido, por un lado, se enfrascaba cada vez con mayor intensidad, en sus clandestinas inclinaciones literarias que, con meticuloso registro, iniciaban, sin que yo lo supiera, la reconstrucción de identidad y deseo propios, y, por otro, se refugiaba en el diario y anhelado rito de contemplar las fotografías ocultas bajo el asiento de mi auto, un vistazo breve y sediento al catálogo perfecto de la vida imposible, a cada regreso diario. Una melancólica disciplina dominó cada uno de los segundos de aquellos extraños días.
Mi matrimonio, en tanto, fluía, navegando las serenas aguas de una sosegada indiferencia que inquietantes omisiones, cual oleaje avieso, pretendían zozobrar. La perfecta calma antes de la consabida tempestad fatal. Aun cuando mi plenitud física fue afianzándose gracias a la terapia y los ejercicios, unidos a mi pasado de fervoroso deportista, que hizo el resto, para mi espanto, Cecilia no despertaba en mí, ahora, más que una tibia nostalgia, una sólida compasión. Ya no tenía acabada idea del tiempo que llevábamos sin hacer el amor, los besos se habían convertido en apurados roces de nuestros labios, las conversaciones sólo en comentarios acerca de nuestros hijos o temas sin relevancia, siempre acerca de nuestros trabajos, alguna noticia o alguien que conocíamos. Tácitamente, evadíamos lo personal y, aunque conscientes de ello, ninguno de los dos se atrevía a hacer algo al respecto. Sus salidas nocturnas se volvieron repentina y desusadamente frecuentes, ella raramente decía dónde iba y yo soslayaba cualquier clase de interrogatorios. “Mamá está trabajando mucho y necesita reunirse con gente”, les explicaba a los chicos. “¿Y por qué se tienen que reunir siempre de noche?”, disparaba Clarita, perspicaz. Me encogía de hombros como toda respuesta y acto seguido proponía juegos, mirar dibujos animados o bailar desenfrenadamente en el living. Aceptaban de buena gana y lo pasábamos fenomenal. Cecilia, en todo momento, se mostraba correcta, afectuosa y muy jovial conmigo frente a los chicos, pero ya no me trataba de “amor”. Jamás lo había hecho desde mi regreso, en realidad. Su manera de pronunciar mi nombre completo, ya tampoco había “Ros” ni “Rodris” para dirigirse a mí, muchas veces me estremecía ligeramente. En las contadas ocasiones en que estábamos solos, los chicos ya en la cama, se conducía con un trato claramente forzado, cuando no con apatía, y casi glacial, la mayoría de las veces. Pero a mí no me preocupaba, o eso creí, porque, repentinamente, volví a beber cuando un irredimible estado de insomnio comenzó a asaltarme a mitad de la noche. Las pesadillas empezaron también por esos días. Corría tras algo o algo me perseguía a mí, y en un determinado momento, nunca pude recordar qué me obligaba a detenerme y así permanecía, sumido en una horrorosa parálisis hasta que despertaba, empapado en sudor.


Diciembre llegó antes de que me diese cuenta y, con él, ligeras brisas que ventilaron la pesada atmósfera que respirábamos en privado. El último mes del año era uno, sino el más, de los que Cecilia disfrutaba especialmente. Acostumbrada como lo estaba desde niña a los grandes festejos con toda la familia reunida, se dedicaba con un entusiasmo desbordante a todo lo concerniente a los preparativos para la celebración de la Navidad. No pocas discusiones y peleas, de las escasas que atravesamos durante toda nuestra relación, tenían lugar en esta fecha. Pretendía contagiarme, a mí y al mundo entero, de su recargado afán decorativo, excesivamente consumista, y sutilmente espiritual, cuando a mí las fiestas de fin de año me tenían sin cuidado, aunque ignorase ciertamente el motivo. El crecimiento de Clarita y Francisco, con los años, resquebrajó mis férreas reticencias, y la conmovedora ilusión, la tierna fantasía que los arrebataba en esas fechas entusiastas fue cambiando, aunque parcialmente, mi idea de lo que debía ser, en verdad, la Navidad.
La multitudinaria reunión de Nochebuena tendría lugar, para mi desolación y sorpresa, en la casona de Martín y Pía esta vez. Turbado por la noticia, ya que no tendría posibilidad alguna de negarme a asistir, no fui capaz de imaginar por qué no iríamos a lo de mis padres, como lo hacíamos cada año. Tampoco fui capaz de averiguarlo. O, mejor sea dicho, no tuve ganas de hacerlo, las comunicaciones con ellos corrían por cuenta de Cecilia desde que, sabiendo de mi rápido restablecimiento, habían interrumpido sus formales visitas. Sonriendo burlonamente, me pareció, apenas dos días antes de la fecha ella se había limitado, cantarina y escueta, a comunicármelo como al pasar. Y yo, detestándome a rabiar, había asentido quedamente, cual temeroso soldado obedeciendo órdenes de su superior.
Alegres guirnaldas y estrellas de luces multicolores envolvían las aristas, columnas y barandas de la elegante fachada, encendiéndola, y destacándola notoriamente de las viviendas linderas, mucho menos adornadas. A un lado de la casa de los Pérez Cantón, un majestuoso pino centelleaba con breves intervalos. Clara y Francisco soltaron una ruidosa exclamación, impactados por el grandioso espectáculo lumínico, en tanto yo torcía mi boca en una mueca de disgusto que Cecilia no percibió. Frente a las puertas, abiertas de par en par, una pequeña muchedumbre se arremolinaba, con vasos y comida en sus manos. Una decena de niños corrían sobre el prolijo césped, tras dos rubias de moñitos rosa que, portando sendas bengalas ardientes, chillaban jubilosamente. Figuras en semipenumbra se movían nerviosas en derredor del auto detenido frente al camino de grava gris que conduce a la entrada de la casona. En medio de un enjambre de brazos que la sujetaban y sostenían, una silueta ligeramente encorvada, delgada, se recortó claramente contra el fulgor de luces festivas. Mi madre terminó de perfilarse en el instante en que frené. Reconocer a papá en la figura débil y tambaleante que se abría paso escoltada por Martín y otros hombres llevó algo más de tiempo, cuando entornando los ojos para apaciguar el reflejo de la intensa iluminación lo distinguí. Verlo de esa manera, cruel y repentina me golpeó tan certeramente como lo hubiese hecho un gancho dirigido a mi mentón. Giré en dirección a Cecilia con alarma y furia. Encogiéndose de hombros, sus labios en un rictus de dominada ironía, una de sus manos sobre la correa de la cartera, la otra a punto de accionar el picaporte, dijo:
- ¿Viste? No sos al único al que le pasan cosas. – y, cual trueno lejano, bramó, contenida: - Enterate de una vez.
Como disparados por una catapulta, los chicos emergieron del auto hacia el grupo que seguía persiguiendo a las niñas antorcha. Cecilia cerró con un portazo que de suerte no quebró los cristales y enfiló, altiva, contoneando su cabello, hacia el pequeño grupo que, entre besos y sonrisas, ahora rodeaba a mis viejos y Martín. Inmóvil, aturdido, privado de la capacidad de asociar nada, permanecí así hasta que Francisco apareció junto a mí, divertido, con un gorro de papá noel en su cabeza y una chispeante bengala entre sus dedos trémulos.
Continúa.
Fotos: stock.xchng