viernes, 30 de mayo de 2008

Nadie te Amará como Yo - 25a. parte




De jovencito, un pensamiento fatídico me perseguía con frecuencia. Caprichosamente convencido estaba de que el día que alguno de mis padres se fuese para siempre llovería a cántaros, y el funeral sería como los montan en las películas, con los asistentes de riguroso oscuro, bajo negros y goteantes paraguas abiertos. Nunca comprendí por qué solía adelantarme a esos acontecimientos; extrañamente fascinado, sin una pizca de tristeza o dolor. Armaba una imaginaria puesta en escena que me permitía examinar los detalles en frío, estudiar los comportamientos posibles de todos los involucrados, regodearme confeccionando una lista pormenorizada de quiénes llorarían, con cuánta intensidad, con qué grado de autenticidad.
Papá murió la soleada mañana de un nueve de enero, después de una espantosa agonía que lo había postrado para siempre cinco días antes. Como respondiendo a los efectos de una bomba de succión instalada dentro de su organismo; sus ojos se hundieron, adhiriéndose a sus cuencas, la mucosa labial desapareció y la piel se convirtió en una fina capa que apenas cubría sus huesos desgastados. Cadavérico, pero sin las marcas del rigor mortis todavía, así lo ví por última vez, la noche previa a su fallecimiento. Curioso fue para mí apreciar que ese cruel panorama no me horrorizó tanto como su mirada rapaz, irreductible bastión que el cáncer no había logrado aniquilar, último vestigio de su inquebrantable autoridad, permanecer inalterada, incólume, clavada en mí, cuando ingresé a su sombría habitación del sanatorio. Mamá, casi tan pálida como él, penaba a su lado, un rosario blanco enredado entre sus dedos. Jamás antes hubiese imaginado una situación semejante. Ojalá, alguna vez, en medio de aquellas fantasías y escenificaciones de niño lo hubiese hecho. Hubiese sabido de qué manera comportarme; qué decir, frente a mi padre agonizante y moribundo. El fragor de los desorbitados ojos de papá me vació por completo y no pude hacer o decir nada. Tal como había sido durante toda mi vida delante de su intimidante presencia.
El velatorio tuvo lugar en una sala atestada de luces amarillentas y paredes revestidas en madera artificial, a media tarde del día de su muerte. Mamá, sin derramar una lágrima, se comportó como la atildada anfitriona de una conmemorativa reunión social. Una y mil veces la escuchaba repetir, impostada, dramáticamente, la acongojada versión de los últimos instantes de papá con vida. Con cada nueva condolencia la riqueza de su relato iba en aumento, y la contención del pariente de turno, en igual proporción. Cada renovado pésame le brindaba la oportunidad de aportar algún detalle de cariz cuasi sobrenatural a sus veladas intenciones de hacer de la muerte de papá una experiencia de orden místico. El desfile de familiares fue incesante. Un enjambre de tías, tíos, primos cercanos o lejanos rodeaba a mi madre toda vez que depositaba mi nómade atención en ella. Se me antojó pensar que era, quizá, la primera vez, a lo largo de su existencia junto a papá, por demás leal e incondicional, que el interés estaba puesto exclusivamente en ella. La vida parecía darle una tardía pero significativa oportunidad de revancha, y ella, sin el más mínimo atisbo de turbación, lo disfrutaba.
Cecilia, en tanto, interpretaba el descollante papel que se había probado en la cena de Navidad en casa de su primo adorado. A un ritmo de gente mucho menor al de mamá, se encargaba, con aplomo, de recibir amigos y conocidos de mi familia, en un tono solemne, y apenas lúgubre. Pálida, suavemente maquillada, el cabello peinado en una tirante cola de caballo, la observé recibir a Martín, que, extrañamente, llegó sin Pía. Un tenso segundo de duda precedió un efusivo abrazo entre los dos.
Mis hermanos parecían tomar planeados turnos para llorar, reunidos en derredor del ataúd cerrado. Evité acercármeles, el destello de las falsas velas, la fuerte fragancia de las flores que forraban enormes coronas a los costados, me provocaban náuseas, como así toda la larga y tediosa ceremonia.
Era medianoche cuando, asintiendo de vez en cuando, fingía escuchar los lamentos de tía Nené, una de las hermanas de papá. El calor, sofocante, no había menguado más que en uno o dos grados. Un rumor de pasos tímidos hizo que levantara la vista. Mariana y Dardo, tomados del brazo, aparecieron sobre el rellano de la escalera, intentando algo parecido a una semisonrisa. Mi corazón se detuvo, el aire no llegó a mis pulmones. Una ráfaga de congoja repentina invadió mis fosas nasales. Dardo, sudoroso, el cabello echado hacia atrás, mechones lloviendo sobre su frente, se paró en seco al verme. Oscuras ojeras se adivinaban a través de sus anteojos de intelectual, remarcando su acentuada delgadez. En contraste, su piel, curtida por el sol andino, lucía un saludable tono cobrizo. Marianita, desencajada, se veía impecable como la última vez que nos vimos, enfundada en una blusa negra y un pantalón sastre gris claro. Fue ella quien primero me abrazó con fuerza, sin decir una palabra, por un largo rato. Antes de liberarme de su afecto contenedor se detuvo unos segundos para sonreírme, comprensiva. El ámbar acuoso en las pupilas de Dardo me quebró como lo hubiese hecho la afilada mecha de un taladro y entonces, sin pretender evitarlo siquiera, rompí a llorar antes de desplomarme entre sus brazos. Desconsolado, incapaz de frenarme, sollocé ahogadamente, sus amorosos dedos acariciando mi nuca, la calidez de su cercanía disparando mis deseos de revolverme en ella. Adheridos por el dolor, nuestros cuellos entrelazados, mi barbilla hundida en su hombro, Dardo susurraba dulcemente en mi oído cuando Cecilia se me apareció nítida, contemplándome incrédula, recortada contra el borroso fondo donde figuras desconocidas se apiñaban en cámara lenta. Martín asomaba por detrás suyo, con el ceño fruncido. Provocadores, mis labios recorrieron, lentamente, las mejillas de Dardo, dejando un rastro de saliva húmeda, antes de apartarme de él. Ignoro de dónde pude sacar las fuerzas necesarias para no besarlo en ese momento. Mi respiración, de a poco, consiguió serenarse, mi mirada se sostuvo sobre sus labios entreabiertos y palpitantes. Mariana, rauda, atajó la comprometida situación perforando nuestros codos con sus uñas afiladas, empujándonos fuera de allí con sutileza enérgica. Cecilia, escrutándome con ojos llameantes, se plantó en nuestro camino. Timoneando como pude la embarazosa situación, me ví ante la ineludible obligación de presentarlos, en medio de formales y forzadas frases de rigor. Cuando un silencio incómodo ganó el ambiente, salimos a la calle, donde una brisa ligera había comenzado a soplar. Propuse tomar algo en un café cercano. Mariana se excusó, la esperaba un viaje al alba junto a su familia. He de decir que papá no eligió el mejor momento para morir. Muchos de aquellos a quienes avisamos de la noticia debieron de darnos su pésame a la distancia, telefónicamente, desde allí a donde se habían trasladado a pasar sus vacaciones de verano.
La despedí callada, sentidamente. El mutismo omnipresente, cuanto menos para mí, tenía menos que ver con la solemnidad de la circunstancia que con el confuso arrobamiento que Dardo me provocaba.
Tomamos asiento en un pequeño bar a media luz, que milagrosamente aún se encontraba abierto. El suave frío del aire acondicionado pronto me relajó, aún cuando experimentaba un sobrecogimiento extraño, casi un temblequeo. No tenía ganas de beber nada, pero pedí un té con limón y Dardo un café doble. Ambos levantamos las cejas, nuestra mirada se movió vacilante, al encontrarnos frente a frente. Ninguno de los dos habló enseguida, y cuando decidimos hacerlo, nuestras voces se encimaron. Sonreímos.
- Dardo, no sé cómo agradecerte este gesto, yo... – musité, la voz frágil.
- No tenés nada que agradecer, Rodri, entre amigos no es necesario. – dijo con mansedumbre.
Exhalé profundamente, mis dedos fueron a revolver mi cabello endurecido por el fijador. Las palabras salieron disparadas de mi boca.
- Amigos... – meneé la cabeza. – Yo no puedo verte como amigo, Dardo... no puedo. – susurré, abatido.
El tragó saliva, ajustó sus lentes, que habían resbalado por su nariz.
- Lo intenté, sigo haciéndolo, no te imaginás todo lo que he luchado por no extrañarte, por no sentirte, por no desesperarme por no tenerte cerca... – me lamenté, asombrado por mi impensada verborragia.
Dardo parecía haber adquirido la consistencia del mármol. Tuvo que carraspear repetidas veces antes de poder hablar.
- Rodri... – balbuceó.- Rodri, vos me tenés, lo sabés bien.
- A mil putos kilómetros no es tenerte. – espeté, la voz contenida por un llanto amenazante. – Hice de todo, de todo, te lo aseguro, por olvidarte, por convencerme de que tengo una familia, una vida... una vida heterosexual. Y fue al pedo, al reverendísimo pedo, porque hay una parte mía que no es así, que no logra conformarse, que te necesita, que no puede sacarte de adentro...
- Rodri, escuchame... – me interrumpió.
- No, escuchame vos, ahora que puedo decirte lo que siento, ahora que de una encarajinada vez por todas, puedo decirte qué me pasa. – casi sollozaba, desconocido de mí mismo. – Dardo, no hay un maldito segundo que no piense en vos, esa es la verdad. Me lo he negado, evito pensarlo todo lo que puedo, y lo único que logro es que te hundas, te enquistes más profundo en mí, con cada día que pasa. Dardo, a ver si me entendés... Es la primera vez en mi vida que puedo poner lo que me pasa en palabras, y lo estoy haciendo frente a vos. – Mi voz se quebró pero pude terminar la frase.
La escasa luz ambiente acentuó el tono sombrío en su expresión, la hinchazón de sus ojos. Sus labios se movieron, trémulos, indecisos.
- Rodri, viejito, no sé por qué tenés que decirme todas estas cosas justo ahora, en un día como el que estás pasando... ya lo hemos hablado, lo recordás... Lo que nos ocurrió a los dos en el sur fue producto del pasado que no pudimos, o no supimos vivir, y cuando tuvimos la oportunidad de revivirlo, no nos dimos cuenta de que lo hicimos en circunstancias idílicas, lejos de tu realidad, lejos de la vida que ya armaste. Vos no podés echar por la borda a tu familia por eso. – sentenció gravemente.
- ¿Y por qué no? – inquirí, enjugando mis lágrimas.
- Porque yo te digo que no. – resopló, mirando el cielorraso. – Porque no está bien, porque vas a herir a mucha gente, a tu mujer, a tus hijos, Rodri, no quiero hablar de esto, no es el lugar ni el momento, ¡acabás de perder a tu viejo, che!
- Ah, no querés hablar... – ironicé, tragando con fuerza. - ¿Cómo carajo podés menospreciar así, algo que puso en peligro mi vida? ¿O acaso ya te olvidaste de mi accidente?
- Pero Rodri, ¿cómo pensás que me puedo olvidar de algo así? Además, ¿qué tiene que ver con lo que estamos discutiendo? Ir a verme al lago fue decisión tuya, y, como cualquier decisión de la vida, tiene sus lógicos riesgos... – declaró con firmeza.
La mano de la mesera portando nuestro pedido, quebró el espacio entre los dos. No quise mirarla, y encontrar reflejado en sus ojos risueños el patetismo de nuestra riña de pareja gay en crisis. Dardo alcanzó a atisbarla fugazmente, en un tácito gesto de agradecimiento.
- No podés decirme eso, Dardo. – insistí, vehemente, una vez que las tazas se ubicaron frente a nosotros y la moza hubo desaparecido. - ¿Vos te das cuenta, te das puta cuenta de lo que estoy tratando de hacerte entender?
Tragó un par de sorbos de su café negro, apartó los mechones sueltos de su cabello y volvió a carraspear con fuerza.
- Lo nuestro no es posible, Rodri... – dictaminó. - ... no es posible porque yo conocí a alguien. Estoy con otro hombre. – machacó, su vista clavada fuertemente en la mía.
Mis maxilares se tensaron, uno de mis incisivos mordió el labio inferior, lastimándolo. El bar empezó a dar vueltas en espiral.
- Tenés que dejar de pensar en mí, Rodri, como lo venís haciendo, y vivir para tus hijos, para tu esposa, para tu vida real. Esa es la vida que te corresponde.
Lo escruté sin pestañear, mientras las lágrimas me inundaban, sin derramarse. Su imagen se volvió viscosa, deformada. Mi piel se erizó, mi garganta anudada no me permitió hilvanar el atolladero de palabras que pugnaban por transformarse en furibundas ondas sonoras. Jugué con la cucharita, clavándola con fuerza en la rodaja de limón que flotaba en mi taza de té intacto.
- Entonces, vos y yo... – logré tartamudear.
- Vos y yo, seremos siempre excelentes amigos, Rodri, siempre. – Apoyó las yemas de sus dedos fríos sobre mis antebrazos. – Siempre. – repitió, con una sonrisa forzada.
Agaché la cabeza, soné mi nariz con una áspera servilleta de papel. Sequé mis lágrimas con el dorso de mi muñeca.
- ¿Cómo se llama? – disparé. Sus pupilas dieron un salto, un músculo aletargado reaccionó súbitamente, tirando de las comisuras de su boca. Titubeó, o eso me pareció, y, entrecortadamente, contestó:
- Claudio. Se llama Claudio.
- Claudio... – susurré, absorto. No había nombre de puto que odiara más. No dudaba que sería algún afeminado que escondía su homosexualidad bajo el pretensioso uniforme de guardaparques. O peor aún, quizá se trataba de un gendarme aburrido al que, en medio de esos lagos y montañas inmensas, no le quedaba otra que cogerse a un hombre de vez en cuando. Dardo asintió en silencio, golpeando la mesa con sus nudillos, evitando mis ojos inyectados en sangre. Miré mi reloj pulsera.
- Tengo que volver. – anuncié secamente. Me puse de pie a la velocidad del rayo, mi mano extendida hacia él. – Amigos, entonces. – remarqué con frialdad. Dardo estrechó mi mano con fuerza, con una mueca que intentaba ser simpática. – Cuidate. – dije, y, sin esperar su respuesta ni probar mi té, salí del bar. “Y andate a la reputa madre que te parió, puto del orto”, añadí para mí, reprimiendo el deseo de lanzarme bajo las ruedas de un colectivo que cruzó la avenida cual bólido de fórmula uno. A paso ágil, la furia circulando por mis venas, me encaminé hacia la sala velatoria, como regresando de una dimensión paralela, de una suerte de limbo fatídico. Me sentí un estúpido, un ridículo sin remedio, una vergüenza de hombre que había malgastado su precioso tiempo en elucubraciones perversas e inútiles, el imbécil dueño de una ciega e imperdonable ingenuidad. Trabajo, familia, relaciones, menoscabadas, mancilladas gracias a mis prácticas degeneradas, a mi retorcida inclinación, a un pecado al que debí haber renunciado apenas comenzó a sugerirse. Malditos vaqueros de la puta montaña, maldito Pablo y su carne con papas a la crema, malditos Dardo y su casa del arroyo mugriento, maldita mi puta lujuria, malditas montañas, lagos, malditos sean el romance, la poesía de maricones y sus palabras de mierda que creen que la vida que pretenden honrar es posible. Y malditos sean todos los putos recogidos del universo porque lo único que han conseguido es cagarme la poca puta vida que tenía.
Un flujo ácido, súbito, que desde mis tripas ascendió a mi boca, me llenó de asco y repulsión. Tuve que afirmarme contra el tronco de un árbol para calmar las náuseas que amenazaron con tumbarme al suelo. Vomité en el instante en que un dolor semejante a un certero puñetazo en el estómago me dobló en dos. La vereda, afortunadamente, estaba desierta. No había para mí llorosos amantes arrepentidos a último momento, tampoco rescates épicos, ni heroicos abrazos ni fogosos besos de reconciliación en medio de la hollywoodense ovación de una sociedad fatalmente arrepentida de su condena de siglos, de su dedo acusador. No había para mí nada de todo eso, sino tan sólo un arremolinado horizonte de estoica resignación.
Nuevamente, la acostumbrada sensación de no encajar en ningún sitio se apoderó de mí. Apestando, con paso errante, ingresé a la ahora sigilosa casa velatoria como un autómata. Los pocos familiares que aún se encontraban allí bebían café de los pocillos que Eugenia, mi hermana, repartía con gesto adusto. Me hundí en un sillón en una sala apartada del resto, y en algún momento de la noche debo haberme dormido. Desperté con un repugnante sabor en la boca, cuando ya había amanecido. Una oleada de parientes rezagados intercambiaban murmullos formales y circunspectos en el recargado vestíbulo. Me deslicé dentro del baño a lavar profusamente mi cara. El espejo, cruel, reflejaba sin compasión mi aspecto decrépito. El cabello se había aplastado de un costado y enmarañado del otro. Cuando emergí, el cuello de mi camisa empapado, cuatro empleados de rostro severo y traje negro indicaron el esperado final de la pantomima rodeando el féretro de mi padre. Cecilia, agitada como si estuviese en medio de los preparativos de un desfile de modas que llevaba su nombre, me abordó con premura, extendiéndome su teléfono celular.
- Es Emilia, te quiere saludar. – anunció, y giró sobre sus talones. La voz de su hermana, desde Tandil, sonó sincera y cálida, al darme su sentido pésame. Atiné a pronunciar sólo un par de distraídas interjecciones, un indiferente “gracias”, y corté la comunicación. Iba a devolver el aparato a mi mujer cuando un recuerdo estremeció mi mente. Velozmente, con frialdad, busqué en la agenda de números almacenados. No dudé una fracción de segundo cuando presioné la tecla de llamar al llegar a las iniciales TC. Acordes armoniosos, de empalagoso violín, hicieron saltar a Martín, fielmente apostado junto a Cecilia a las cerradas puertas de la sala mortuoria. Perplejo, la contempló sin entender, mientras extraía su estridente celular del estuche enganchado a su cinturón. La rígida cola de caballo de Cecilia se meneó nerviosamente cuando volteó, el rostro descompuesto, para ver que me acercaba con mi brazo extendido, mi mano empuñando su moderno telefonito, mi boca toda ensanchada en una mueca de obvia satisfacción.
- No sé qué toqué al cortar... Ah, Emilia te manda saludos. – comenté como al pasar, malicioso. Martín ya había enrojecido profusamente. Perplejo, me alejé de ellos, asombrado por la lentitud con la que habían actuado mis acostumbradas deducciones de informático frente a un engaño tramado de manera tan poco inteligente. ¿Cómo había sido posible que Cecilia, tan perfeccionista ella, tan eficiente y obsesiva por los más mínimos detalles, hubiese cometido la absurda torpeza de disfrazar a Martín bajo las iniciales de Tincho Cantón? No me lo explicaba, pero tampoco me explicaba ya nada de lo que acontecía en mi vida.
El calor siguió castigando durante el entierro de papá en un cementerio privado, en las afueras de Buenos Aires. Una compacta comitiva integrada por Juanjo, Tolo, Lalo y Virginia Cárdenas, Marcela Auregui, Paulita Segredo y Alfredo Llorens donde Dardo, desaliñado y ojeroso, se camuflaba, se nos unió en el momento en que un pomposo y delgado sacerdote mascullaba una oración. Me saludaron afectuosamente, portando las condolencias de todos los que no habían podido acudir por estar fuera de la ciudad. Potentes paladas de tierra comenzaron a cubrir el cajón no bien nos alejamos unos pasos de la tumba abierta en el césped mullido y muy verde. Giré furtivamente, mi columna vertebral se heló en un espasmo que me sacudió con rudeza al caer en la cuenta de que esas paladas enterraban mucho más que el inerme cuerpo de mi padre para siempre.