martes, 22 de julio de 2008

Un Cumpleaños Especial


Nieves algo tardías tapizan el sur cordillerano.
Aires tropicales se burlan de la estación en el norte y el centro.
Una puja de connacionales agita ánimos, desparramando vendavales de pasión económico-política.
Valles y riberas de árboles desnudos ya no rivalizan con la gris estepa en los helados meandros del vaquero hoy errante.
Mientras tanto, amigos de todas las regiones celebraron recientemente su día, homenajeando uno de los sentimientos más puros que pueden experimentar los seres humanos.
El vaquero falto de tiempo suficiente quiere hoy hacer otro tanto con un Hada que se halla algo menos al Sur del Mundo que él.

Hada ésta de aleteo inquieto, de palabras siempre poéticas que conoció una luminosa tarde de agosto. Hada de sonrisa franca, de mirada dulce.
Hada que cumple años y que el vaquero soñador quiere felicitar de corazón.

Cómo quisiera también él regalarle sueños cumplidos, deseos llevados a cabo, paz garantizada, música celestial, la flor más bella.




El sol se despedía en silencio, frente a un recodo del río, cuando pensó en ella.
Capturó el momento y lo convirtió en su presente.
No contento con ello, borroneó unas nubes que enmarcaban el horizonte marino.
Pintó de naranja un retazo de cielo.
Arrojó unas piedras al cielo que cayeron sobre la arena en una forma caprichosa.


¿Cuántas veces dijimos que Brokeback nos hizo bien?
Y no ha dejado de hacerlo…

Feliz Cumpleaños, Hada Vaquera, Ana querida, con todo mi cariño.

JfT

miércoles, 2 de julio de 2008

Nadie te Amará como Yo - Epílogo

Amigos, he aquí el final de esta historia que tanto se ha prolongado. Nunca pensé, desde que tipié las primeras palabras, que me estaba sumergiendo en una nueva travesía emocional, en un flashback incesante de hechos y deseos que sería plasmado en tantas páginas. Pero, llegué hasta aquí. Y eso ha sido posible solamente gracias al aliento y al afecto incondicional de todos quienes han gozado, o mejor dicho, padecido, con esta historia. Vaya entonces mi humilde agradecimiento a su lealtad de tantos meses, a sus comentarios llenos de elogios y aprecio. Y mi más sincero perdón a la mayoría por no haber correspondido sus visitas todavía. Han conseguido mucho más que hacer de este vaquero soñador un pichón de narrador satisfecho con cada entrega, se los aseguro.
Vaqueras, vaqueros, miembros de la hoguera, bloggers, los invito a compartir esta conclusión que les dedico con todo mi cariño.

JfT, un vaquero soñador.






Eran más de las nueve de la noche y los últimos rayos de un sol que rehusaba irse rasgaban el horizonte en lonjas naranja purpúreo. Man on the moon sonaba por enésima vez, mientras me retorcía en mi asiento. Hacía ya rato que había dejado atrás Plottier, algo más allá de la ciudad de Neuquén. La temperatura había descendido notoriamente. Mi auto devoraba kilómetros en la misma proporción con que las dudas crecían dentro de mí. Tenía aún más de trescientos por recorrer, pero si no me detenía allí mismo, me orinaría en mis pantalones. Maldecía por no haber parado en alguna de las estaciones de servicio casi pegadas las unas a las otras que había cruzado. La iluminación de una beatífica YPF hizo su aparición tras un denso cordón de álamos, cuando creía ya no resistir más. Había logrado mantener mi mente en blanco por casi diez horas, pero mis obligaciones fisiológicas pedían ser atendidas ahora. Como mis necesidades afectivas, supongo. Mi pie izquierdo sacudiéndose sin parar, mis piernas se cerraron para sujetar mi vejiga. Frené con un estrépito violento. Un par de empleados y las pocas personas paradas junto a los surtidores me miraron con reprobación, mientras luchaba por liberarme de un leve atasco en el mecanismo del cinturón de seguridad. La fuga de algunas gotas mojó mi calzoncillo. Corrí al baño, sin escuchar las voces que intentaron advertirme. Forcejeé el picaporte sin éxito. Un cartel manuscrito pegado sobre la puerta indicaba que las llaves debían ser pedidas en el mostrador. Llave escrito con "b", fue en lo que reparé aliviado por el cauce de pis que ya bañaba mis piernas. Demasiado avergonzado por el enorme manchón en mi bragueta como para ordenar que completaran el tanque de mi auto, me zambullí dentro. El grupo que seguía reunido alrededor de los surtidores me escudriñó con extrañeza cuando aceleré bruscamente.
Tenía hambre. Tenía sueño. La cara me ardía extrañamente. Recordaba los consejos que dan a los automovilistas que salen a la ruta cuando divisé una pequeña edificación pegada a un galpón, alumbrada por débiles faroles. Había dos vehículos vetustos estacionados, lo que demostraba presencia humana. La casita blanca debió expender combustible en tiempos remotos, ahora se la veía abandonada. El galpón de chapa acanalada era un comedero, o intentaba serlo, cuanto menos. Entré y una mujer de modales retraídos me anunció en un murmullo que habían cerrado. Un hombre de aspecto burdo que apareció a su lado la hizo callar, diciendo que harían una excepción conmigo. En la única mesa ocupada tres hombres y dos mujeres compartían una serena sobremesa. Me dirigieron una mirada furtiva, las mujeres rieron. Los hombres murmuraron algo por lo bajo. Estiré mi buzo para tapar la bragueta de mi pantalón manchado, alisé mi cabello por las dudas. El pollo que me trajeron sin que lo eligiera, aunque muy seco de tan cocinado, sabía rico. El puré estaba duro. Apuré el contenido de mi plato cuando el grupo a mi lado nos abandonó, me higienicé como pude en un baño minúsculo, sin espejos, y salí del lugar. Soplaba un viento frío que me hizo estremecer. A mis espaldas, las puertas se cerraron con doble llave. Pronto todo quedó a oscuras, salvo un farolito débil en lo alto de un poste y una luna difusa, agazapada tras las ramas de unos arbolitos. Hecho un ovillo en el asiento del auto, su resplandor de cuarto creciente se grabó en mi retina segundos antes de caer vencido por el sueño, intentando recordar cuántos años habían transcurrido hasta que los vaqueros de la montaña se encontraron por segunda vez.
Desperté cuando el amanecer era aún una promesa inminente. Sacudí la rigidez de mi cuerpo y mi modorra, bebí un poco de agua. Salí del auto, afuera helaba. Derramé otro poco de agua sobre mis manos para refrescarme la cara, miré hacia todos lados antes de orinar sobre unos pastizales y partí veloz. La ruta, desierta a esas horas, lucía invitadora. Me sentí el único ser vivo en un universo de estepa. Encendí el estéreo y me dejé llevar por la música.
En menos tiempo del que había calculado arribé a Junín de los Andes. En el bar de una estación de servicio bebí un café con leche y aproveché a cambiar mi ropa por una muda limpia, una chomba negra y un cargo que no había usado todavía. Entablé una feroz lucha con mis cabellos enmarañados que, después de numerosos intentos, creí empatar, puliéndolos con manotazos del acondicionador que siempre llevo conmigo. Me pregunté el por qué de mi frente, nariz y mejillas enrojecidas. La emoción, supuse. Ya en medio de los tumbos del camino que lleva al lago Curruhué recordé la intensa resolana durante mi chapuzón de la mañana anterior. Me faltaba el aire. El pecho parecía querer abrírseme en dos. No podía pensar en nada coherente y lógico, pero a la vez, todo lo pasado, presente y futuro acudía a mi mente en tropel. El bosque que se abría a ambos lados del estrecho sendero se me apareció más denso y tupido ahora. Flores silvestres blancas, amarillas y celestes adornaban las orillas. Los rayos del sol cayendo en picado contrastaban el abanico de verdes, volviéndolos mucho más verdes. La cabaña surgió repentinamente luego de un pronunciado recodo. Carraspeé un millón de veces antes de que el motor se apagara con un bramido. Mis manos temblaban cuando soltaron el volante y empujaron la puerta. La camioneta de doble tracción estaba estacionada a un costado, el rumor de música proveniente de una radio flotaba en el aire. Pasé mis dedos por mi cabello, sacudí el polvo en mi ropa antes de encaminarme hacia la caseta. Me encomendé a Dios, pero acto seguido reparé en que el Señor no aprobaba relaciones como la que yo pretendía. “Que el espíritu de la montaña me ampare, entonces“, rogué para mí. Un rumor de matorrales rozándose y de ramas quebrándose con violencia fue aumentando a mi izquierda. Me paré en seco, paralizado de miedo. Rodríguez surgió de entre la vegetación, ladrando, dirigido hacia mí como un cohete. Reprimiendo un vahído, mi cara transfigurada de alivio, me abordó con un empellón que por poco no me hizo caer de espaldas. Sin dejar de ladrar, apoyó sus gruesas patas sobre mi pecho y pasó su lengua pegajosa por toda mi cara. Sonreí y lo acaricié con alegría sincera.
- Parece que te conoce. – exclamó alguien desde la galería.
Tragué saliva y volví la vista hacia la voz. Su dueño ya se acercaba.
- Buen día y bienvenido. – saludó con calidez. – Soy el oficial Morelli.
“Morelli, ¿qué?”, pensé para mí. “no tenés por qué ser tan formal conmigo, nene, si yo sé todo.” Pero no dije una palabra, en su lugar lo estudié mientras el perro no dejaba de mordisquear mis dedos. No me había equivocado: un gendarme, tal como había pensado. Morelli, un hombre ciertamente atractivo, debía de tener treinta y pocos años, era casi tan alto como yo, delgado, pero con un vientre algo abultado para su contextura. Su piel cetrina, la nariz redonda y achatada, los ojos negros y rasgados daban cuenta de su raíz aborigen.
- ¿Qué tal? Soy Rodrigo Leiva, un... – no pude concluir mi presentación.
- ¡El famoso Rodrigo Leiva! Vos sabés que me imaginaba que serías vos... Davese no se cansa de hablar de lo que hacían juntos... Encantado, che. – exclamó con una ligera tonada, y estrechó mi mano con un apretón que me hizo doler. Me pregunté qué sabría de nosotros. Decidí no hablar para no arruinar nada. Como me limité a asentir mientras acariciaba al perro, siguió él. – Pero qué valiente lo tuyo, venirte hasta acá, al culo del mundo. – rió. – Sabés que justo el loco anda de ronda estos días, en el puesto norte... Muchos pescadores, es la temporada.
Moví la cabeza sin saber qué significaba esa noticia.
- Vos lo andás queriendo ver, venís de lejos, ¿no? – sus ojos oscuros parecían perforarme.
- Sí, bastante. – respondí ruborizado, haciendo referencia a la segunda parte de su pregunta.
- Hay un trechito hasta el puesto, medio largo, pero no te preocupés, que si viniste a ver al loquito de Davese, eso vas a hacer. – dijo, mostrando una hilera de dientes pequeños y muy parejos.


Rodríguez avanzaba sin respiro, jadeando acompasadamente. Sendos hitos habían sido emplazados a cada kilómetro del sendero que, alternadamente, serpenteaba a través del bosque u orillaba el lago. Yo sudaba tratando de seguir su paso incansable. Más de una hora de marcha había transcurrido cuando debimos ascender un promontorio rocoso y empinado. Desde la cumbre se apreciaba el panorama de un enjambre de pescadores dentro de sus flotadores, caña en alto, en medio de la serenidad más absoluta. El sol arreciaba, el lago encandilaba en su verde aturquesado, las abejas revoloteaban sobre la profusión de flores. Ráfagas de viento erizaron mis pelos untados en acondicionador mientras me deleitaba con la escena. Fue en ese momento que sentí que la vida, aunque insistiera en ensañarse con mi cabello, volvía a esbozar una sonrisa para mí. El hocico frío de Rodríguez empujando mi mano me recordó que el camino continuaba. Del otro lado, el peñasco caía en un declive por el que hube de resbalar con lentitud, atrapando cada rama y cada saliente para no caer en picada. Rodríguez se había adelantado considerablemente cuando terminé mi descenso. Eché una carrerita y para cuando lo alcancé, se encontraba al otro lado de una pequeña ciénaga formada por las crecientes del lago. Ladrando ansiosamente, me estimulaba a seguirlo saltando sobre sus patas. Iba a buscar otra alternativa, cuando se perdió entre la maleza. Lo llamé a los gritos, él ladró a lo lejos. Resoplando, arremangué mis pantalones y tanteé el terreno próximo, pisando sobre las zonas que se me antojaban más firmes. Mis pies se hundieron sin remedio algo más allá de la mitad de mi tambaleante recorrido sobre el suelo pantanoso. Cuando quise dar otro paso el lodo succionó mi pie izquierdo casi hasta la rodilla. Intenté levantar la pierna, pero el esfuerzo, de tan exagerado, me hizo perder el equilibrio, me ladeé, mis brazos trazaron círculos en el aire. Con desesperación me así de las hojas de un juncal cercano. Sus espinillas se me clavaron en la piel, haciéndome aullar de dolor. Al soltarlas trastabillé y caí pesadamente sobre mis asentaderas. Mis manos, enterradas en el fango, fueron a quitar el agua sucia que había salpicado mi rostro y las cubrió con más barro aún. Reí cuando caí en la cuenta de mi estupidez. Pestañeé para quitar la suciedad en mis ojos y detecté un puente rudimentario, hecho de troncos y ramas secas unos metros más a mi derecha. Por ahí debió haber cruzado el perro, por eso sus patas no estaban embarradas. Reí más, con ganas, como hacía mucho tiempo no lo hacía. Mis carcajadas resonaron en la tranquilidad del bosque. El sonido de pasos apurados y ladridos quejumbrosos me hizo voltear la cabeza. A través de la humedad que inundaba mis ojos se dibujó una silueta que corría hacia donde me encontraba tirado.
- Rodri...– exclamó Dardo, sin aliento, ataviado con su uniforme de guardaparque. - Rodri... decime que no sos vos...
Rodríguez bufó a su lado.
Me encogí de hombros. - No soy yo. – bromeé.
- ¡Pero la reputa madre, carajo! – sacudió la cabeza, se apretó la frente lamentándose o maldiciendo por lo bajo. - ¿Me querés decir... – no encontraba las palabras para hablar. - ... me querés decir qué hacés acá? ¿Cómo se te ocurre aparecer así, por Dios?
Estudié mi aspecto, divertido.
- Ya me conocés, me gusta hacerlo a mi manera... – dije con voz aguda, reprimiendo la risa.
Dardo mordió sus labios nerviosamente.
- Veo, sí... No sé si es algo karmático lo tuyo, pero de lo que no hay duda es que ya tenés un estilo. – señaló en tono de reprimenda. Me puse de pie trabajosamente y avancé hacia él, chorreando ríos de agua fangosa, el corazón amenazando con salírseme del pecho. Dardo ni siquiera sonreía, su gesto serio me turbó pero no evité su mirada. Por ello mi pie tropezó con un tronco hundido y volví a resbalar. Zarandeándome de un lado a otro pude finalmente frenar mi derrumbe manoteando unas ramas. Dardo caminó hacia mí en sus botas impermeables de caña altísima, su brazo extendido. Sumido en mi espíritu festivo lo miré divertido mientras tiró de mí con fuerza, sin abandonar su expresión admonitoria.
- Qué tipo... ¡Sos grande, carajo! – masculló. – Ahora, ¿me podés decir qué hacés acá?
Negué con la cabeza.
- Mejor decímelo vos, porque yo no lo sé. – susurré.
Limpió sus manos frotándolas contra sus pantalones y se quitó las gafas negras que cubrían sus ojos, trabándolas sobre su frente. Su mirada ojerosa se posó sobre la mía con vacilación.
Luego el iris verde ámbar de sus pupilas pareció centellear como supernova estelar. Pasé mis manos sucias por mis costados antes de rodearlo lentamente y acercarlo más hacia mí. La proximidad de su calor pronto agitó más mi respiración, mi pecho se hinchó con un espasmo. Mis dedos recorrieron su espalda, palpando en sus huesos salidos la delgadez que lo dominaba todavía. Extravió su vista en algún punto detrás de mí y me palmeó con energía. Una vez que el saludo de machos varones hubo concluido se hizo una pequeña distancia entre los dos. Mis labios se arrojaron sobre los suyos sin un atisbo de duda. Él, luego de aceptarme por un fugaz momento, se apartó de mí forcejeando suavemente. Quedó contemplándome con un gesto de reproche.
- Rodrigo, yo trabajo acá, comportate por favor. – me retó.
Insistí, inclinándome una vez más sobre sus labios moteados de barro. Me apartó de sí empujándome con una violencia inesperada, que me hizo trastabillar hacia atrás una vez más, pero antes de perder por completo el equilibrio alcancé a sujetarme de su brazo, arrastrándolo conmigo. A un gemido de alarma siguió un rumor de mojadura y ambos terminamos yaciendo sobre el suelo húmedo. Reí en silencio y busqué su mirada. Dardo apretaba sus dientes, chorreando agua turbia, las venas hinchadas bajo la piel. Se incorporó velozmente, maldiciendo en voz baja. Con un ademán automático se calzó los lentes oscuros, derramando más agua barrosa sobre su cara. Estallé en una carcajada que enseguida ahogó su entrecejo fruncido. Fastidiado, me ordenó: - Vení, seguime.
Rodríguez correteó tras él, ladrando alegremente, pero Dardo lo espantó con un bramido áspero. Yo todavía reía a sus espaldas en el más absoluto silencio. El puesto de control no estaba mucho más allá de una pequeña elevación rocosa flanqueada por matorrales de flores amarillas. Demoró unos pocos minutos en asegurarse de que todo estuviese en orden, examinando el lago con sus prismáticos. Se calzó una gorra y me arrojó un sombrero de pescador gastado por el uso. Con un ladeo de su cabeza me indicó la canoa apoyada sobre la orilla. Rodríguez nos contempló cabizbajo mientras nos alejábamos de la costa. Sin decir palabra remamos hasta el lugar donde el lago abre una pequeña bahía en las paredes de la montaña. Desde allí, los pescadores se habían convertido en ínfimos puntitos que quebraban la superficie lisa del lago. El sol ardía y la piel me picaba. Mi mente bullía en deseos de contarle el millón de cosas que la rondaban, pero tan pronto como Dardo comenzó a hablar, el espíritu risueño me abandonó y me sentí insignificante, fuera de lugar, un perfecto estúpido.
- ¿Puedo saber dónde están tus hijos en este momento? ¿Tu mujer? – preguntó secamente. - ¿No tenés un trabajo vos?
- No te preocupes por eso, estoy de vacaciones. – lo tranquilicé, dando un salto sobre la playa pedregosa. Levantó la canoa y la arrastró lejos de la orilla, dejándola caer con furia.
- Rodrigo, decime, ¿estás en pedo vos? No puedo creer que otra vez hayas dejado a tu familia por venir hasta acá, no me cabe en la cabeza tu manía de seguir haciendo boludeces, te aseguro que no me entra... Sos cabezón, carajo...– agitó su cabeza, el pelo enredado cayó sobre su rostro. – Con todo lo que te pasó... ¡Qué porfiado de mierda, la puta madre!
Miró a su alrededor, mordió su labio inferior, pateó una piedra que fue a dar al agua. Ambos respirábamos aún con agitación. Se hizo un silencio que duró unos cuantos minutos. Cuando ya casi habíamos recuperado el aliento, dijo:
- ¿No habíamos hablado, no había quedado todo aclarado ya? ¿A qué viniste ahora? – insistió, suspirando largamente.
- ¿Es eso lo que te aleja de mí, no? Es eso, decime la verdad, Dardo.
- Eso, ¿qué? ¿de qué hablás?
- No es mi familia, ni mi trabajo. No es que esté mal lo nuestro. No es Claudio, creo, tampoco... - Sus párpados se abrieron alarmados. Desde mis entrañas ascendió un fulgor de angustia que hizo temblar levemente mi voz ya débil. - Vos tenés miedo de que te abandone, de que vaya a saber en qué momento, me canse, o me asuste, y te deje, es eso, ¿no? Porque si te rechacé una vez, si lo volví a hacer, si fui capaz de abandonar a mi mujer y mis hijos por venir hasta acá, no una, sino dos veces, a escondidas de todos, lo mismo puedo hacer con vos cuando se me antoje... Es eso lo que sentiste todo este tiempo... Decime que es eso, decímelo, Dardo, por favor.
Dirigió la mirada hacia las olas con que el lago lamía un manto de piedras aceradas. Un pájaro aleteando desde lo alto se lanzó hacia algo que flotaba más allá. Dio unos pasos hasta quedar de espaldas a mí. Cuando al cabo de un rato que se me antojó eterno giró hacia mí sus ojos habían enrojecido. Los surcos que habían dejado algunas lágrimas se secaban sobre sus mejillas. No habló en seguida.
- Bueno, y si fuese así, ¿qué? ¿No tengo derecho acaso? ¿O te pensás que fue fácil? – inquirió, sin mirarme.
- Para ninguno de los dos ha sido fácil...
- No, vos ya tenés una familia, Rodri. Una familia que está con vos, incondicionalmente, pase lo que pase.
- Y vos tenés la libertad de hacer lo que se te cante, sin dar explicaciones a nadie.
- ¿Por qué lo decís? Insinuás acaso que...
- No seas forro, no insinúo nada. Es más, no comparemos, mejor. Cada uno está donde puede, supongo, y ese no es el tema.
- No soy ningún forro, y no estoy comparando. – su voz se crispó. – Lo que pasa es que para vos parece muy simple todo. Venís, lo pasamos bien, cogemos como los dioses y después, como si nada, te volvés a tu vida normal, a tu vida de macho. Total, a mil y pico de kilómetros difícil que veas algo...
Mi corazón golpeaba las paredes de mi pecho. Tuve ganas de zamarrearlo violentamente y gritarle: “Forro, dejate de pelotudeces, que estoy acá, al lado tuyo, y esta vez no pienso dejarte”, pero sólo dije: - Qué boludo que sos, sabés muy bien que no es así.
- ¡No me insultes, Rodrigo, por favor! – rugió. – Yo sí sé, sé muy bien, pero vos ignorás todo, todo, ¿me oís bien? TODO.
- ¡Bueno, entonces explicame todo eso que no sé. Para eso me hice todos estos putos kilómetros que nos separan... – aullé. - ...y que no me dejan vivir en paz!
Dardo suspiró, sacudió su cabeza como vencido, pasó sus dedos por el pelo y volvió a atarlo con una gomita. Luego se tumbó sobre un montículo de hierba bajo un árbol de tronco enorme. Titubeé unos segundos, luego me agaché y me recosté a su lado. La hierba se sentía increíblemente fresca y mullida. Una nube esponjosa cubrió el sol. Separó sus labios pero no dijo nada hasta varios minutos después.
- Rodri, es que...– tosió con fuerza para aclarar su voz cuando habló finalmente, al cabo de un rato interminable. – ¡Dios, Dios, por qué tanto quilombo, la reputa madre que me parió! Má sí, a la mierda con todo, de qué me sirve ahora... – se lamentó, lo escruté sin comprender. – ¿Sabés en qué pienso casi todo el tiempo? En que los seres humanos somos unos reverendos forros... Y yo soy el primero de la lista si no te digo de una vez todo lo que tengo adentro. – tragó sonoramente. - Rodri, vos no te das una puta idea de lo que fue mi vida después de...desde que te fuiste de mi lado, desde que aquellos días inolvidables que pasamos acá, en este mismo lugar, se terminaron. Acá todo es hermoso, florido, la paz del verde y el azul lo cubren todo, lo ves, no te lo tengo que decir. ¿Y querés saber que más hay detrás de esa paz serena y colorida? Algo que comprobé con tu partida. Mucho, muchísimo, demasiado tiempo para pensar, para sentir. Fijate qué imbécil que fui, que en algún momento de mi vida decidí venir acá para evitar sufrir. Justo acá, más ingenuo no pude haber sido. – intentó reír, pero su risa se transformó en un suspiro lánguido. - La vida te alcanza, Rodri. Donde sea. Te sigue, sin que vos te des cuenta, silenciosamente. Cuando reaccionás, ya te tiene acorralado. ¿Me creés si te digo que enfermé la misma tarde del día que partiste? Enfermé mal, feo, algo raro en mí... tuve vómitos, fiebre altísima, como nunca. – súbitamente, lo recordé retorciéndose en la galería la noche antes de mi partida. Y me vi a mí mismo espiándolo, parapetado tras la ventana, incapaz de hacer nada. – No me di cuenta, creo, no relacioné, no al principio al menos, mi padecimiento con el tremendo dolor que me embargaba... ¿Cuánto tiempo fue? Apenas un par de noches que ocupaste la cama a mi lado, y sin embargo, no podía tolerar tu ausencia, el estar sin tu calor después... Llegué a tener tantos cuestionamientos, tantos... Odié el principio de todo, la bendita reunión de ex alumnos, me pregunté para qué había ido, para qué, si mi vida estaba bien hasta entonces, y vos eras el recuerdo que más atesoraba, y yo con ese recuerdo estaba tranquilo... Cuando me cansé de hacerme la víctima, y puse mis estúpidos arrepentimientos de lado, recordé el motivo que me había arrastrado hasta el colegio esa noche. Había una herida que nos habíamos provocado de chicos, y que en mí, no había cicatrizado bien. Fue esa herida abierta lo que me llevó a verte. No dudaba de que el tiempo te habría hecho olvidarme y olvidarlo todo, estaba segurísimo de que no quedaría nada de todo aquello dentro tuyo. Pero cuando nos vimos sentí que el aire se electrificaba, y que sí había algo en vos, pero cargado de bronca y de rencor, y me asusté y discutimos, y regresé sintiéndome peor de lo que me había ido... y entonces viniste a mi encuentro. Esa misma noche, la del día que te fuiste, te soñé, nos soñé, seguía siendo todo tan lindo, tan real... La fiebre, supuse... Me revolví en la cama como un loco, perdido en mis alucinaciones, hasta que desperté sobresaltado, en plena madrugada, sintiéndome peor de lo que me había acostado. Palpé las cobijas a mi derecha, donde vos dormiste. La desazón me convenció de que debía hacer algo. Qué carajo, lo ignoraba. Sabrás de los caminos a los que te lleva la desesperanza... Bueno, por primera vez en mucho, pero mucho tiempo, te lo juro, decidí pedirle a Dios... No, no pedirle, lo que de verdad hice fue rogarle, clamarle de rodillas que hiciera algo que me permitiera verte de nuevo, aunque fuese sólo un momento, tan sólo un momento más, esa noche era todo lo que me importaba. Me arrastré de la cama, llevándome todo por delante salí a la galería, y, aunque deliraba, me lancé de bruces al suelo, clavé los ojos en el cielo estrellado, y le exigí que si era Dios Todopoderoso, y yo pocas veces le había pedido algo, me tenía que conceder el verte de nuevo, porque... ¡porque que ese era mi deseo, qué mierda!... A cambio, le prometí que me olvidaría de vos en serio, que te borraría de mi vida y te dejaría vivir la tuya. – tragó repetidamente antes de proseguir. - De casualidad, viene el relevo a la mañana temprano, y ahí me entero de tu accidente. Maltrecho como seguía, tragando a duras penas los mates que compartía con el otro guardaparque y un gendarme, éste va y me cuenta, como al pasar, que un Palio celeste había volcado cerca de la salida a la ruta. De entrada supe que eras vos, así que, sin confirmarlo, sin que me importara mi estado desastroso, me lancé a la ruta. Con cada kilómetro aumentaba el convencimiento de que era yo, y sólo yo, el culpable de lo que te había pasado, por egoísta, por quererte solo para mí... En el medio del camino volví a pedir a Dios... – la voz se le quebró pero continuó. - ...le imploré, llorando, que se olvidara de mi otro pedido, y, no te exagero, aunque vos habías renovado mis ganas de vivir, mi fe en el..., en la amistad, le juré que no me entrometería en tu vida, que respetaría la vida hermosa que habías construido junto a tu mujer y tus hijos y te olvidaría si te salvaba, si te ponías bien. El alma me volvió al cuerpo cuando los médicos me aseguraron que habías zafado, que estabas fuera de peligro... pero, ¿querés saber qué fue, en el fondo, lo que más me tranquilizó, lo que me alegró no te imaginás de qué forma? Que no te tuvieran que trasladar a Buenos Aires, que tuvieras que quedarte en el hospital de Neuquén, así seguía teniéndote cerca mío... – las palabras de Mari, la enfermera de la noche, vinieron a mi mente. Tragué saliva ruidosamente, mi vista seguía clavada en las copas de los árboles. – ¿Un hijo de puta, no? Sí, un egoísta hijo de mil putas que enseguida se olvidó de Dios y de vos... ¿Cómo podía sentir así, qué me pasaba? Me asusté de mí mismo, pero es que nada me importaba, nada que no fuese tenerte a mi lado, del modo que fuera. A la mierda pedidos y promesas elevadas que había hecho, te tenía conmigo, el resto me chupó un huevo. Pero apareció tu viejo, y con él la cordura y la sensatez que me eran esquivas. En sus ojos cargados de rechazo pude ver escrito el lugar que me correspondía, y el que yo había prometido ocupar. El lugar al que me debía si te quiero bien. Y Rodri, tuve que aprender a quererte bien, porque yo me moría por vos, de verdad... pero no podía ni debía demostrártelo, ni en ese momento ni nunca después. Y porque sentía lo que sentía fue que me obligué a usar toda, absolutamente toda la fuerza de la que soy capaz, te aseguro, para que no adivinases, para que no fantaseases siquiera con lo que me ocurría por dentro. Pura careteada, pura pose ridícula. Como la de la gran mayoría... – murmuró. - ...porque después, cuando ya no estabas de verdad, cuando ya no hubo reuniones de ex alumnos, ni escapadas fugaces, ni excusa posible que nos volviera a reunir, cuando tuve que asumir la realidad cruda, la que me marcaba que lo nuestro sería imposible, entonces ahí, toda la fortaleza de la que alardeaba, toda la firmeza de la que me creía capaz flaqueó primero y me abandonó después... y entonces sentí desaparecer, Rodri, de verdad creí sucumbir. Me había metido con Dios, y él me lo hacía saber... – bebió agua de una botellita plástica que luego me pasó. – Pero no sucumbí, ni morí. Agonicé, me extinguí un poco, nada más que eso. Supongo que a eso se le llama resignación. Lindísimo, no sabés... Repasar cada segundo, cada momento que pasamos juntos, cada cosa que nos dijimos, cada vez que toqué tu piel, cada vez que vos abrazaste la mía, acá, en este lugar, este puto lugar que tengo que ver a cada segundo de cada día que pasa... Mi vida se tiñó de vos desde el día en que te fuiste. – se irguió para posar sus iris ambarinos sobre los míos. – Rodri, volviste a convertirte en la razón de mi vida, como aquel verano cuando éramos pendejos. Exactamente igual a cuando éramos unos pendejos cagones llenos de ilusión... Lástima que del pendejo aquel sólo queda el corazón y algo del cagazo, el cuerpo ya pasó los treinta y siete... Habían sido tantos años de serenidad, tantos años... y de pronto apareciste y quebraste mi tranquilidad, la paz que había conseguido, y ocupaste mis pensamientos otra vez, desenterrando un sentimiento que, a pesar de los años se conservaba intacto, qué increíble... Y no es que te culpe, no... Pero, pensé, ¿cómo podía yo resistir no tenerte cerca? ¿Cómo mierda, acá en el medio de la nada? – casi gritó – ¿cómo carajo sacarme de la cabeza el placer de tu compañía, de nuestros cuerpos juntos, de nuestras bromas, de tu risa contagiosa? De la única manera que me quedaba, haciendo como que no existían para mí, limitándote al lugar que habías tenido siempre, el de ser el recuerdo más lindo de toda mi vida, y agradecer que había podido confirmarlo. Y quererte mejor, sólo por eso. – rió forzadamente. - Los días y las noches pasaron, y pronto creí convencerme, a fuerza de repetirme todo el tiempo que había venido a este paraíso a protegerme, a resguardarme del mundo en la soledad de las montañas que amo... Otra careteada... porque esa soledad que es mi compañía elegida, mi refugio del mundo frío y hostil, es la misma soledad que me traicionó señalándome, cada maldito segundo, que vos no estabas junto a mí sino lejos, lejísimos de mí en todos los sentidos posibles. Entonces, cuando ya no pude negar que tu recuerdo se había convertido en una tortura, en un castigo que no me dejaba vivir en paz, que no me dejaba ser yo, que no me dejaría jamás si no hacía algo, y que yo no tenía ni mierda de espíritu elevado ni bondad divina ni mucho menos, fue que el sentido real de mi promesa a Dios se hizo sentir y fue posible y así, en medio de este aislamiento que por primera vez detesté con toda mi alma, me juré olvidarte y hacer lo imposible por quitarte de mi corazón. Y aunque cada árbol, cada nube, cada estrella, cada montaña me llevaran a vos y me recordaran todo lo que significás para mí, me juré ser fuerte, por mí, por Dios porque le había prometido, pero por sobre todas las cosas, por vos y tu familia... A regañadientes, sí, y además, me obligué, ante los pocos con que trato acá, a fingir que todo estaba normal, que todo estaba como siempre. Para ellos, yo con Rodríguez, el lago y los bosques tengo suficiente. El loco de Davese no necesita más...– sonrió obligadamente, sus ojos cruzados por cientos de ramificaciones nerviosas, las lágrimas inundando sus párpados. - Pero sí que necesita, necesita mucho más de lo que ellos y cualquiera puede imaginar. Pese a que prometió, pese a que juró, Dardo Davese necesita de vos, mi buen Rodri, de vos que venís en su búsqueda, de vos remontando el pasado que de chicos los supo unir fraternal... – se interrumpió un breve instante. Meneó la cabeza. - ...y carnalmente. Rodrigo Leiva, viniste, y reviviste un pasado que yo creía muerto y bien sepultado. Viniste y volviste a arrancarme de mí de la misma manera que veinte años antes... Viniste, y sacaste a la luz lo que siempre había soñado, lo que venía anhelando secretamente cada día de mi vida.
Con el borde de su camisa hizo sonar su nariz, enjugó sus ojos.
- Y fue entonces que caí en la cuenta de que a nadie, a nadie nunca podría amar como te amo a vos, Rodri. A nadie. Qué puto patético, ¿no?
Lloró con sollozos mudos. Lo rodeé con mi brazo torpemente. Quería decirle tanto, tanto, y no tenía una sola palabra que lo demostrara.
- Tal vez no fuiste vos sólo... Tal vez los dos nos metimos con Dios, y él desde hace tiempo nos lo está haciendo saber... – sugerí con timidez.
En un movimiento felino, giró, tomó mi cara con sus manos, me atravesó con su mirada de estilete y unió su boca a la mía con ansia, aferrando mi nuca, alborotando mi cabello, atenazando mi cintura. Me dejé caer encima suyo, nuestra respiración se entrecortó, las lenguas se enlazaron salvajemente. Tragué saliva, lágrimas, sudor, las manos se chocaron hurgando el contorno de nuestros cuerpos. Nuestra hambre por el otro, nuestra necesidad largamente contenida finalmente quedaba sellada con ese beso del que no me podía desprender, del que buscaba más. El ruido de ramas removiéndose nos separó con suavidad. Mientras jadeábamos quedamente un hilo de baba unía aún nuestros labios. Una liebre surgió de entre los arbustos. Nos escudriñó sin dejar de mover el hocico y desapareció.
- Che, guardaparques, ¿ves lo que lográs? Espantás a la fauna local con tus arrebatos... – lo reté, y los dos estallamos en carcajadas.
Sus manos me aferraron de las mejillas.
- Rodri, ¿qué vamos a hacer ahora?
Mi dedo índice se apoyó sobre sus labios. Sus ojos me enfocaron con ternura. Los míos lo correspondieron con picardía.
- ¿No adivinás? – inquirí.
La ropa sucia que nos cubría pronto quedó desparramada por el suelo. Me arrojé sobre Dardo y nos trabamos en una corta lucha en la que alcancé a tomarlo de las piernas y, mientras no dejaba de forcejear y gritar, lo subí a mis hombros. Aullando como un indio comanche corrí a la orilla y me zambullí en el agua profunda y deliciosamente tibia. Emergí lentamente, demorando la suave humedad, el torrente de burbujas que acariciaban mi desnudez. Sacudí el exceso de agua de mis ojos y recorrí las montañas alfombradas de bosques, los picos salpicados de nieve, el cielo azul intenso, para encontrarme con el verde esmeralda del lago reflejado en el iris de Dardo, que me contemplaba fascinado.
- ¡Puto! – gritó, salpicándome un fuerte torrente de agua.
- ¡Trolo! – espeté, haciendo lo mismo.
- ¡Maricón!
- ¡Tragasables!
Y entablamos una rabiosa guerra de mojaduras hasta que se abalanzó sobre mí y los dos caímos sobre el lecho blando del lago. Sin dejar de reír nuestras bocas se encontraron repetidamente, nuestros dientes colisionaron.
- No tengo escapatoria con vos... – susurré, arqueando las cejas. Mis labios raspaban los suyos al hablar. – Yo también llegué a mis propios confines, viejito... ¿Y sabés qué descubrí? – lo estrujé con mis brazos para que su piel se hundiera aún más en la mía. - Simple. Lo mismo que vos. Que haga lo que haga, vaya dónde vaya, me pese lo que me pese, aún con la vida que me construí, no puedo evitar quererte, por eso estoy acá otra vez. – susurré y tragué saliva. Su dedo índice recorrió mis labios. Estúpidamente, en ese instante en que el mundo se detuvo, estuve a punto de preguntarle por Claudio, pero, en su lugar, sin que pudiera frenarlas, las dos palabras que había evitado tan siquiera imaginar o pensar, brotaron tan natural como espontáneamente de mi boca: – Te amo, Dardo.
Y por primera vez en mi vida fui libre.
Y el universo dejó de existir.




Han pasado ya seis meses desde nuestro reencuentro. Miro para atrás y aún me cuesta creer todo lo que sucedió después. Resabios del miedo intenso que me dominó suelen invadirme de vez en cuando, pero ya nada es lo mismo. Y no dejo de agradecerlo.
No le resultó difícil a Dardo encontrar alguien dispuesto a tomar su puesto, así que juntos pudimos pasar diez días totalmente perdidos entre lagos y montañas. El oficial Morelli nos observó con suspicacia cuando partimos, y yo lo correspondí con gesto divertido. La cordillera pareció celebrar nuestras andanzas, llenando de sol cada mañana y cada tarde. Anduvimos caminos remotos, marchamos por senderos inimaginados, acampamos, después de horas y horas de caminata, en bosques a orillas de espejos de agua soñados. Hicimos el amor con fragor en un paraíso que abundaba en lugares y en tiempos. Sobre la hierba fresca, junto a troncos ahuecados. Detrás de rocas apiladas, donde el sol conseguía entibiar el agua del lago. Tapizados con arenisca, en cada orilla, en cada playa. Al amparo del frío nocturno, dentro del calor de los sacos de dormir, en cada noche estrellada. Mis horas se llenaron de él, y las suyas, de mí. Y eso era todo para los dos, en ese mundo de libertad y placer que nos habíamos conseguido. Desnudos, o vestidos sólo con nuestras bermudas. Comimos, mateamos, conversamos durante horas, jugamos al truco. Nuestros alaridos y risas quebraron la quietud del bosque. Nos calzábamos sólo para escalar algún punto desde donde contemplábamos el atardecer, que siempre era distinto. Nuestros recelos parecieron irse con cada puesta de sol, al que despedíamos abrazados en silencio. Con el transcurrir de los días, curiosamente, jamás surgió esa maldita sensación de pérdida que antes partía mi alma. Ningún reloj cruel marcó las horas que nos restaban antes de separarnos. Cada día vivido, cada hora compartida fue construyendo el basamento de algo que ninguno de los dos se atrevía a aventurar todavía. Y yo sonreía. Dardo fotografiaba el poniente arremolinado de nubes escarlatas cuando se me ocurrió preguntarle la otra cosa que no dejaba de hacerme cosquillas:
- No me quedó claro algo todavía... ¿por qué me mandaste las fotos, guachito?
- Mmm... ¿Qué fotos?
- Las que tomaste la primera vez que vine, ¿te acordás? ¡Hijo de puta, si me sacaste con el culo al aire!
Volteó, la boca abierta con perplejidad. Su hilera de dientes blancos brilló en la luz del crepúsculo.
- Mariana, esa fue la chorra de Mariana... Te las dio ella, ¿no? – exclamó. Yo asentí. – ¡Me las afanó, y yo pensaba que las había perdido! Había tenido que ir a Buenos Aires por unos trámites, dos o tres días, y no dio para ver a nadie, pero ella me localizó, la conocés, no pude negarme, así que nos encontramos antes de que tomara el micro de vuelta, en Retiro. Acababa de hacerlas revelar, se las mostré... los ojos le brillaban raro cuando terminó de verlas... Me imaginé que el sobre habría caído al piso y ninguno se dio cuenta...Ahora me acuerdo que le dejé mi bolso cuando fui al baño... ¡Qué guacha linda! – Y reímos y nos besamos, y los recuerdos de mi charla con ella en el bar de Palermo acudieron a mí y pensé que, quizá, la idea de una conspiración generalizada no había sido tan descabellada, después de todo. Volviendo de nuestra expedición amorosa, no bien recuperamos la señal en nuestros celulares, la llamamos. Hablamos gritando, los dos a la vez, nuestras voces inflamadas de alegría contagiosa. Pensamos que la comunicación se había cortado, hasta que oímos los tenues sollozos de Mariana. “¡Pelotudos, me arruinaron el maquillaje!”, nos gruñó, llorando.
Cecilia me pidió el divorcio a poco de regresar. Vivimos, sin embargo, juntos, dos meses más, para preparar a Clara y a Francisco. Dos largos meses de tregua, en los que ninguno de los dos se atrevió a hacer nada que pudiera alterarla. Contarles a los chicos la noticia fue de lo más espantoso que me haya tocado enfrentar hasta el momento. No lloraron, sólo asintieron en silencio. Clarita pareció la más preocupada de los dos al preguntarme dónde iban a vivir, algo que su madre ya había resuelto muy eficazmente.
Pía y Martín, hábiles en el arte de la discreción, llevaron su situación matrimonial a buen fin, sin escándalos ni nada parecido. Ella calla lo que pude adivinar en su expresión agria y sombría una tarde que la encontré casualmente, tan sólo porque su posición económica no se ha visto modificada. Conservó la casona del country y Martín compró otra, algo más chica, en un barrio cerrado de Tigre, con chimenea y un balcón que da a una laguna con patos y gansos que mis hijos señalan todo el tiempo. Ellos y Cecilia ya viven ahí. No me agrada, pero sé que es lo mejor. Ya me convencí de que no puedo tenerlo todo. Adoptaron un retriever llamado Pongo y un hámster gordo al que Fran bautizó Pikachu. Los tres hijos de Martín duermen allí dos veces durante la semana y un fin de semana por medio, y juntos, los cinco chicos son muy felices. El mismo régimen de visita me corresponde a mí, pero Cecilia no se ha comportado tan inflexiblemente como Pía, así que puedo manejarlo con bastante libertad. La ideal, considerando mi situación actual.
El departamento que ocupábamos los cuatro se vendió en poco tiempo. Me vi obligado a mudarme con mamá hasta que conseguí el mejor que pude comprar, un tres ambientes pequeño pero lleno de luz en San Fernando, cerca del río, y sobre todo, de mis hijos. En apenas veinte minutos de auto puedo estar con ellos. Mi familia, como de costumbre, reaccionó con indiferencia cuando supo de la ruptura de mi matrimonio. Mamá atinó a preguntarme si había pensado en mis hijos al tomar la decisión. Cuando le contesté que era en lo único en lo que había pensado, sólo me dijo: “Buen hijo.” Una noche, mientras me duchaba en su casa, atendió un llamado de Dardo. “Ese chico siempre me gustó”, añadió, después de avisarme. “Qué bueno que vuelvan a estar juntos”, dijo sonriente, sin reparar en mi mirada incrédula.
Dardo obtuvo su traslado frente al gesto atónito del resto de los guardaparques, un mes después de mi partida. Temporalmente está prestando servicios en El Palmar de Entre Ríos, hasta que se concrete su inminente nombramiento en alguna reserva o parque en la provincia de Buenos Aires. Entretanto, nuestra relación se maneja con sendos viajes los fines de semana en que Clara y Fran no están conmigo. Supongo que en poco tiempo, también eso cambiará. Durante las últimas vacaciones de invierno, viajé con ellos a El Palmar. Hicieron excelentes migas con “el amigo de papá que es explorador”, como llaman ellos a Dardo, y sobre todo con Rodríguez. Pasamos días increíbles los cinco juntos. Dardo es mucho más físico que yo en sus juegos con ellos, y el perro es puro afecto, dos cosas que mis hijos celebran con risas y chillidos constantes. Trepamos cada árbol, investigamos cada hormiguero, no dejamos hoyo en el suelo sin husmear. En algún momento durante esas jornadas, mientras los veía lanzarse por un tobogán, recuerdo haberme detenido a elevar mi vista a un cielo poblado de nubes esponjosas. Mi pecho se hinchó de agradecimiento dirigido hacia quien fuese que había hecho posible lo que estaba viviendo. Agradecí a todos y a todo, también.
Hoy no estoy seguro de nada de lo que vendrá. Tal vez sea por eso que Dardo y yo no hicimos promesas grandilocuentes, ni juramentos solemnes. Tampoco trazamos más planes que el estar el uno con el otro, por el momento. Gracias a eso saboreo cada momento como nunca antes lo había hecho. El mundo se ve y se siente distinto ahora. Lo bueno, es infinitamente más bueno, y lo malo es totalmente ajeno a mí. La mirada desde el amor es el maravilloso velo que tiñe cada bendito segundo de mi existencia.
Dardo sigue tan exultante como cuando nos despedimos frente a la mirada furtiva de Morelli. Como ese mismo día, en que un mundo promisorio se abría ante nosotros, continúa irradiando alegría y entusiasmo por todos los flancos. Ha ganado los kilos perdidos, su mirada centellea constantemente. Hablamos cada noche de cada día. Nuestro trato no ha cambiado sustancialmente, salvo por el hecho de que antes de cortar la comunicación, alguno de los dos dice “te quiero”, y el otro corresponde, “yo también te quiero.”
Mi casa poco a poco se vuelve nuestra. Dardo, tímidamente, ha ido dejando su huella, la justa, la que quiero ver cada mañana al despertar. Su foto descansa sobre mi mesa de luz, su mate y bombilla reposan junto a la heladera. Un marco de madera oscura abraza nuestras sonrisas sobre la mesa de la sala. La cucha de Rodríguez, un manojo de frazadas viejas y mullidas, espera a su dueño en un rincón del balcón. Y en una percha clavada en la puerta de mi placard, cuelga el pedido que hice a Dardo el mismo día en que regresé a su lado. “No, no las laves”, le había dicho, y él me había escrutado con extrañeza. Ahora, su camisa de guardaparque manchada de lodo y agua terrosa cubre mi chomba negra, más sucia y embarrada que la suya. Se me antojó un buen símbolo de la probable conspiración en la que creí durante tanto tiempo. Y mi homenaje a los vaqueros de la montaña de nombre difícil.
Mis dedos dejan de hundir las teclas y se detienen en seco. Echo una mirada furtiva hacia atrás y veo el camino serpenteante por el que he andado. Acabo de cumplir treinta y ocho años. Mi voz ya no titubea. El temor a perder un ápice de decencia, o de dignidad, o de masculinidad, ha desaparecido. Me pasa que amo a otro hombre. No es la verdad. Es mi verdad. Y ya no me avergüenza. Tampoco lo guardo para mí. Porque mi mirada brilla cada vez que veo a Dardo. Y mi corazón late un poco más fuerte cuando sencilla, naturalmente, le digo que lo quiero. Y se desboca cuando él me contesta que me ama como no amó a nadie nunca jamás. En esa base tan simple y tan enorme a la vez, está justificada la vida a la que no me animaba. Vida que, finalmente, ha hecho de mí un hombre luminoso, feliz. Inmensamente feliz.
Y eso es más que suficiente para continuar un camino a su lado.

FIN
Fotos: archivo personal