jueves, 30 de agosto de 2007

Y los nominados son...



¡Vaya honor!

Este espacio ha sido nominado al Thinking Blogger Award por la querida Hada Vaquera de Palabras al Sur del Mundo.

Un tempranero mensaje de texto en primer lugar, y la lectura del post detallando las instancias de semejante galardón inmediatamente después estamparon una suave pero muy amplia sonrisa en el rostro cansado de este vaquero soñador, haciendo sus ojos brillar de indisimulable satisfacción en una tibia mañana de invierno, y su corazón hincharse de orgullo al ver compartida su nominación con bloggers de la talla de la sra. Pon, el sr. Hermes, Rosa de Fuego y el Hombre Virtuoso.

Menuda tarea le ha dejado el Hada Vaquera ahora a este vaquero, quien, tomando coraje y, esperando no subestimar a nadie, ha confeccionado su lista, sintiendo que absolutamente todos los blogs lo han hecho pensar y sobre todo, sentir, con los siguientes cinco:

Ahora bien, para estar acreditado y recibir el "Thinking blogger award", los galardonados deberán cumplir con los siguientes requisitos:



1º - Escribir un post citando (premiando) a cinco blogs que "le hagan pensar".



2º - Enlazar el post original, para que se pueda encontrar el origen del premio.



3º - Mostrar la imagen del premio enlazando la nota en la que le han reconocido su valía, en el caso del soñador, en lo del Hada Vaquera, en http://palabras-al-sur-del-mundo.blogspot.com/2007/08/y-el-thinking-blogger-award-es-para.html

Habiendo cumplido con su tarea, y, contento con el camino emprendido, los frutos cosechados, lo mucho pensado y luego expresado, este Vaquero Soñador 47% addicted to blogging se inclina ante todos, agradecido profundamente a Dios y la Vida por tanto recibido.

domingo, 26 de agosto de 2007

Nadie te Amará como Yo - Undécima parte



Mi intempestiva reacción no modificó el ánimo de Martín ni el de Pía, nuestros diplomáticos anfitriones, y, salvo algún que otro vistazo cargado de intimidante reprobación de parte de un par de invitados varones, la reunión, afortunadamente, siguió su curso como si ninguna interferencia o hecho aislado hubiesen quebrado el espíritu que nos tenía allí congregados. Cecilia no habló del tema al volver a casa ni tampoco al día siguiente, muy por el contrario, pareció haber olvidado todo al respecto, y con ello, conseguí, muy despacio, retornar a la serenidad que me había propuesto y que los hechos, ahora sin duda complotados entre sí, se empecinaban en arrebatarme.
La plataforma del software que estábamos desarrollando presentó algunas fallas que tuve que revisar así que debí cancelar mi regreso a Mendoza hasta el miércoles siguiente por la noche. Ese día volví a casa a media tarde, con tiempo suficiente para preparar las cosas que necesitaría en los diez días que me tendrían fuera de la ciudad. Estaba empacando, obedeciendo el dictado de la lista mental que mi ratio matemática había ya preparado cuando Cecilia entró en el cuarto. Me observó una fracción de segundo y luego se sentó sobre la cama, junto a la pequeña maleta donde iban cayendo los implementos que yo lanzaba a medida que iba abriendo los cajones de mi placard.
- ¿Te ayudo? - preguntó.
- No, gracias, amor, ya casi termino. – repuse.
La imaginé asintiendo a mis espaldas. Luego de un corto silencio dijo suavemente.
- ¿Sabés, Rodri? Me quedé preocupada por lo que pasó en lo de Martín...
Tragué saliva y mis hombros se contrajeron. ¿Cómo podía haber pensado que Cecilia soslayaría un hecho como el que me tocó protagonizar, algo que yo y sólo yo había desencadenado? Mi creciente ingenuidad, afanosa por alcanzar niveles siderales, y yo, en tanto, jactándome de mi ratio matemática. Alguna de las dos se hallaba, indudablemente, en el cuerpo equivocado.
Giré apenas la cabeza en señal de que la estaba escuchando pero no dije nada. Fingí estar concentrado en calcular la cantidad de ropa interior que me haría falta.
- Me extrañó mucho que reaccionaras de esa manera, sobre todo eso, entonces... – continuó. - Entonces me puse a pensar en lo que dijiste, lo que se dijo, y... - titubeó, hizo una pausa, por el rabillo del ojo vi cómo su mirada, ensimismada, se había posado sobre las vetas de la madera del piso. - ... sin saber bien la razón, decidí ir a alquilar la... la película dichosa esa... la que provocó todo lo que pasó... - hablaba lenta y en un hilo de voz. - ...la pido, y cuando la está registrando en el listado de socios, el muchacho del local comenta, como al pasar, cuánto nos debía haber gustado... yo no entendí a qué se refería así que le pregunté por qué lo decía... “porque su esposo la alquiló hace poco tiempo”, me contestó... y pensé... pensé que eso no tendría ninguna importancia si se tratase de cualquier película, ¿no?, pero no, obvio que esa no es cualquier película... es la película que viste cuando los chicos y yo viajamos a Tandil... la misma que negaste a Pía haber visto.
El resplandor que entraba por el ventanal dibujó, nítida, sobre las puertas del placard, la sombra de Cecilia acomodándose, nerviosamente, el cabello con los dedos e irguiendo la cabeza para escudriñarme. Un estremecimiento, como los chispazos que dan algunos enchufes, recorrió, íntegra, mi espina dorsal, erizándome la piel. El escudo con el que había creído proteger mi mundo seguro me mostraba sus incipientes fisuras, fruto de tantos perseverantes y despiadados embates.
- Rodri... Rodrigo, date vuelta por favor.
Giré sobre mis talones con la sensación de encontrarme frente a un pelotón de fusilamiento.
- Vení, acercate. - me indicó, palmeando la cama.
Me senté a su lado. Agaché la cabeza, vencido, confuso y, una vez más, como si un letrero con lucecitas de todos colores anunciara a las claras mis avergonzantes fechorías de los últimos tiempos. Me tomó de la barbilla, y la alzó con inmensa delicadeza, obligándome a dirigirle la mirada. Sus pupilas verdeámbar me estudiaron unos segundos, sus párpados no se movieron. Intenté descifrar lo que me decían sus ojos pero el temor me tenía doblegado e incapaz de inferir nada. Recuerdo, sin embargo, no haber reconocido en ellos algo que evidenciara compasión, condena o comprensión alguna. Simplemente, me estudiaron, con una intensidad tal que jamás podré olvidar del todo, enfocando, precisos, los sitios más recónditos de mi alma, sin osar perturbarlos, más si advertirles, hacerles saber de su presencia. Reprimí a duras penas un segundo escalofrío.
Por fin habló, en un tono desafectado y monocorde, como si su voz llegara, apagada y lejana, a través del extremo de una línea telefónica defectuosa.
- Rodrigo, pase lo que pase, siempre... Siempre... - enfatizó cada letra. - ...serás el papá de Clara y Francisco, y, en última instancia, para mí, mi marido. No lo olvides jamás, sin importar a lo que sea que te lleve la vida.
Asentí sin pensarlo, paralizado por el cariz admonitorio y la enorme intuición que encerraban sus palabras. Acto seguido, en tanto se disipaban las tinieblas del profético mundo al que ella había acudido por un poco de lucidez y equilibrio, su semblante mutó, como si hubiese despertado de un trance hipnótico y volviera ahora la Cecilia acostumbrada, la definitivamente terrenal.
- Te dejo tranquilo, voy a terminar de preparar la cena. – anunció formal, palmeó mi pierna, rozó sus labios con los míos y abandonó la habitación.
Ignoro cuánto tiempo permanecí en la misma posición hasta que recobré la consciencia y mi sentido del deber y terminé de empacar.


El fuerte viento sur que sopló el resto de esa semana en Mendoza trajo consigo un denso manto de arremolinadas nubes gris violáceo que presagiaban nevadas en la cercana cordillera de los Andes. Estaba ensimismado contemplándola a través de los grandes ventanales de la moderna oficina en la que me encontraba resolviendo los últimos y, por ende, más complejos procesos del proyecto cuando el timbre de mi teléfono celular me devolvió a tierra. Atendí con tono ausente, sin comprobar de quién era la comunicación.
- Sabía que no ibas a llamarme, así que lo hice yo, guachito lindo... - insinuó una voz sugerente, que reconocí de inmediato.
- ¡Marianita! ¿Cómo andás, linda? - exclamé con alegría sincera.
- Todo bien, dulce, ¿vos?
- En Mendoza, laburando en el proyecto...
- ¡Ay, la puta madre, no me digas, me va a costar una fortuna mi ocurrencia! - me interrumpió. - ¿Otra vez ahí?... ¿Cuándo terminás? Bah, qué me importa, ¿no? En fin, ¿todo bien? no te quiero quitar tiempo, estás ahí porque estás laburando... Escuchame una cosa, papa frita...
Sonreí. Hacía mucho tiempo que no oía a nadie tratar a otro de "papa frita".
- ... por no decirte otra cosa, claro. - rió. - Escuchame bien, eh... ¿estás ahí?
- Sí, estoy acá.
- Bueno, esto que voy a decirte es mío, ¿está claro? No hablo más que por mí, ¿de acuerdo?, y si no te lo digo de una vez creo que muero asfixiada.
Sonreí, meneando la cabeza como si ella pudiese verme.
- Róo, bolas, ¿me oíste?
- Sí, Mariana, te escuché perfectamente, ¡dale, decime!
- ¿Te acordás cómo me gustaba cantar a mí?
Lo pensé una décima de segundo, y la recordé claramente, guitarra en mano, torturándonos con sus interpretaciones de cuanta balada hubiese conseguido sonsacarle al pobre instrumento.
- Claro que me acuerdo... - contesté dubitativo, ignorando hacia dónde se dirigía.
- ¿Ah, sí? No te imaginás cómo mejoré... cuando nos veamos... - se entusiasmó, luego se detuvo brevemente y continuó, apresurada. - El tema es que mi marido, mis hijos y la mayoría de los que conozco no opinan lo mismo, pero a mi me gusta hacerlo de todos modos, ¿entendés? Al principio me mortificaba, no te voy a mentir a vos... tantos años estudiando y practicando como una loca, para qué carajo, me preguntaba... después me hice la superada, convenciéndome de que tampoco era tan importante cantar después de todo, si al fin y al cabo yo no le gusto a nadie, ¿me seguís? - no esperó mi respuesta. - Ahí, precisamente A - HI fue cuando algo adentro mío me hizo saltar... No le gusto a nadie cantando, pensé, excepto a mí misma... entonces descubrí, chá-chánnn, algo que hasta ese momento no me había dado cuenta, ¡qué ciega boluda, no se puede creer!... algo que era lo único que me hacía seguir adelante aún cuando tenía a todos en contra... Sí, podría ser lo cabeza dura que soy, pero no, no es eso, sino el mismo hecho de cantar, nada más y nada menos. Yo soy otra persona cuando canto, Ro, yo soy feliz, FELIZ, cantando, aunque nadie me ovacione ni me felicite ni muchísimo menos, y, ¿sabés por qué? Porque no necesito todo eso. Me importa un carajo llenar teatros o estadios con público aplaudiendo a rabiar... No busco la aprobación ajena, no canto para eso ahora. Canto porque me hace muy bien, y punto.
Una enorme gota bañó el centro de la hoja del informe que tenía en mis manos. Me pregunté de dónde habría caído.
- Así como cuando a veces, y no vayas a reirte, me hago la Cher, sola en el living de casa, micrófono en mano y todo, no significa que sea ella ni que alguna vez vaya a serlo... - prosiguió. - ...que yo no haya hablado ni hable de ciertas cosas tampoco quiere decir que no vea o no haya visto o que no me dé cuenta... - se detuvo una décima de segundo para enseguida agregar secamente. - No hagas más pelotudeces, Ro querido.
Una segunda gota, más grande, arrugó el papel y borroneó la tinta, catapultada, descubrí, por mi párpado inferior.
- Y- yo no... - intenté decir.
- Estás más cerca de lo que pensás. - repuso, cortante. - Hasta la vuelta, guachito lindo. Te quiero. - agregó con ternura y cortó la comunicación sin más.
Agaché la cabeza para que nadie reparara en mi estado, buscando desesperado mi caja de pañuelitos de papel. Cuando logré encontrarla enjugué las lágrimas que, asomando, delatoras, amenazaban fluir sin freno devastando lo poco que todavía quedaba de mí.
- Leiva, acá te dejo los diagramas que me pediste. – anunció al pasar, sin mirarme, Esteban, el encargado de plataformas, en tanto que depositaba una pequeña pila de folios sobre el escritorio.
- Ah, sí, gracias. – respondí, con voz temblorosa.
Levanté la pila para comenzar a revisarla y, al hacerlo, quedó al descubierto la contratapa del periódico local que él mismo me había alcanzado muy temprano. Mi vista se quedó fija en el mapa que, poblado de pequeños íconos y datos informaba lo relativo a la meteorología para la región, mientras, como cuando de niño seguía, uno a uno, para no extraviar la mirada del bloque de texto, los renglones del libro de lectura, mi dedo índice recorría la línea que demarca el límite entre la provincia de Mendoza y su vecina al sur.
Resoplé ruidosamente al tiempo que me lanzaba sobre el teclado de la computadora y escribía, fervoroso, la dirección de un sitio de la red. Abrí un nuevo explorador, y otro, y otro, hasta que, satisfecho con lo que me mostraba la pantalla del monitor, imprimí varias páginas con la información que me haría falta, y las uní abrochándolas por el margen en tanto que mi pulgar presionaba, decidido, la tecla de llamada sobre el nombre de Juanjo Iriarte.

Continúa.

martes, 21 de agosto de 2007

Nadie te Amará como Yo - Décima parte

Antes de que la imagen de Dardo se fundiera por completo con lo que lo rodeaba y se convirtiera en una mancha gris y difusa pude verlo agitar sus brazos y luego llevar una mano a la frente. Instantáneamente, insinuándose lejanas, las notas se fueron reproduciendo en mi mente, en un burlón acto reflejo, como una suerte de conjuro impiadoso y vengativo.
I can see Daniel waving goodbye,
oh it looks like Daniel,
must be the clouds in my eyes...

Las nubes en mis ojos, sí, quizá.
No había cerrado el cierre relámpago de la entrada de la carpa a propósito, de manera que la brisa suave y fresca que soplaba se colara acariciando nuestras pieles sedientas. Afuera las luciérnagas revoloteaban por doquier, encendiéndose intermitentemente en paciente cortejo. Nuestros pies descalzos se tocaban apenas, produciéndome un cosquilleo abrasador, a duras penas contenible.
- Escuchá. - me pidió, introduciendo un auricular en mi oído, el otro ya estaba en el suyo, y ambos conectados a su inseparable walkman en aquella juventud rebosante de bandas y cantantes que por entonces se reproducían como conejos.
Lo hice.
- Está bueno... ¿quién es? - pregunté, no tan sincero como curioso, alzando la voz por encima de la melodía.
- Elton John... cantando Daniel. - leí de sus labios susurrantes, y, como confesándome un secreto, agregó. - Rodri, si alguna vez, por alguna remota razón Vos y Yo nos tenemos que separar... - hizo una pausa breve - ...esa, y sólo esa, va a ser la canción con la que te voy a recordar siempre.
- Ah... ¿y por qué esa? - pregunté, ignorando su presagio, tratando de sonar distraídamente sugerente.
Acercó su cara a apenas unos centímetros de la mía. Su aliento, tibio, oliendo a menta, penetró mis fosas nasales, acariciando algo en mi interior que no pude definir o describir, ni en ese instante ni ahora, algo que conectaba con la raíz de mi más profundo y salvaje deseo sexual. Un estremecimiento lento, que recorrió mi espina dorsal como la electricidad lo hace con un cable de alta tensión, sacudió mis sentidos y mi percepción, llevándome consigo, dócil, a una dimensión que me iba a enseñar más de mí mismo de lo que era capaz de imaginar.
- No sé, suena a vos, nada más...
- ¿Suena a mí? - pregunté divertido, mis labios rozando ya la humedad de los suyos.
- Sí, a Vos. No lo olvides, nunca... - murmuró, sugestivo, mientras me giraba con ternura y me daba el primero de una serie de besos prolongados, exquisitos, inolvidables.
Instintivamente, como en mi niñez, enjugué la humedad de mis mejillas y mi nariz con la manga del saco. Reparé en ello y de un manotazo tomé un pañuelito de papel de la gaveta. Me limpié con irritación. Mientras lo hacía, detenido en la luz de un semáforo, pensé en cuán ridículo e ingenuo había sido al conmoverme por el palabrerío pretendidamente romántico de un pendejo tan puto y cagón como egoísta y despreciable, alguien que ante la primera señal de peligro había elegido hacerme a un lado, convirtiendo en añicos nuestra relación, lanzándome, solo, al centro de un océano de agobiantes cuestionamientos donde permanecí mucho tiempo a la deriva, para luego, sin otra opción que dejarme guiar por comportamientos y juicios ajenos, verme obligado a obedecerlos e imitarlos sin chistar. Aparté de mi la molesta maraña de recuerdos sacudiendo la cabeza violentamente, como espantando un enjambre de imaginarios y dañinos insectos que no cesaban de rondarme. Dardo se merecía mi abandono y todo mi olvido, la exacta dosis de su propia medicina, sin miramiento alguno, tal como lo había hecho conmigo.
Mecánicamente, como un autómata, conduje el resto del trayecto que me separaba de casa, trazando un repertorio de argumentos que no me permitieran vacilar, convencido, como lo estaba ahora, de que lo que acababa de suceder era, definitivamente, lo mejor que podía haberme pasado. La confesión de la falta cometida por Dardo era, sin lugar a duda, la señal de que jamás debí haber osado apartarme de mi camino, del resguardo incondicional y el cobijo de mi familia, del cumplimiento de mi trabajo. Fogonazos, como refucilos amenazantes, de lo que, enceguecido y sigiloso, me había propuesto, me asaltaron como en un último y desesperado intento por tentarme, por reanudar el acecho de mis bajas inclinaciones. Afortunadamente, un sexto sentido, la salvadora franja de cordura y equilibrio que aún en medio de la más honda confusión había conseguido reaccionar ante el riesgo, felizmente, desbaratándolo todo, me trajo a tierra una vez más. Y entonces me repugnó ver lo que mi inescrupulosa depravación, mi perversidad desenfrenada, mi necedad, ajenas a todo mínimo rasgo de sensatez, habían tenido entre manos. Sabotear primero, para luego, de a poco, acabar rotundamente con mi sagrado presente de normalidad, de confianza y equilibrio, el feliz resultado de una vida de lucha tenaz y de una muy larga espera. ¿Qué hubiese sido de Cecilia, Clarita y Francisquito, con qué cara hubiese debido mirarles si mis intenciones tenían éxito? ¿Yo, yo, Rodigo Leiva, deseando otro hombre? ¿Podía haber coqueteado con la locura más absoluta, como lo había hecho, sin medir consecuencias de ningún tipo? ¿Cómo era posible, qué me había hecho pensar, concebir de manera irracional, la remota posibilidad de que dos hombres pudiesen estar juntos de alguna manera, si lo único que podía enredarlos emocionalmente era, ni más ni menos que, estaba probado, una furiosa y fugaz cogida? Pelotudo de mi, ¿en dónde pensaba que estaba viviendo? La memoria me trajo a Pablo y su dedo acusador, su referencia a la obligatoriedad de ver la película de la montaña de nombre casi impronunciable, a lo que reaccioné con una mueca de hondo disgusto.
Me acercaba ya a casa cuando me alivié cavilando sobre la verdadera razón de ser de lo que, en un primer momento, creí identificar como una suerte de conspiración celestial, una oportunidad, tardía pero concreta, de saldar deudas del pasado. Había estado perdidamente equivocado, aquí no había deudas, sólo existían errores, irresponsabilidades, frutos lógicos de la inmadurez y la confusión de los resabios de un adolescente incompleto y frustrado. Deduje entonces que lo que había vivido no podía ser, en realidad, otra cosa que una prueba, una suerte de desafío, que Dios, algún ser superior o quien fuera, había decidido que Yo debía superar. Entonces, sonreí algo más satisfecho, y me comprometí a enfocarme concienzudamente en borrar de mi mente todo trazo, toda huella, del tembladeral que había experimentado.
Me deslicé dentro de la cama luego de desvestirme silencioso. Envolví, cautivado por una serenidad tan repentina como singular, con mis brazos a Cecilia, que se revolvió somnolienta, pero no despertó. Exhausto como me sentía, ese día no volví a abrir los ojos hasta las primeras horas de la tarde.
La semana que siguió me tuvo, una vez más, en Mendoza trabajando a reloj, sin descanso y ejerciendo una tarea de supervisión y control que no dejaba lugar a la más ínfima distracción. Toda mi actividad se redujo a trabajar, marchar al hotel a darme un baño, mirar algo de televisión y dormir. Apenas si comí, el desayuno y un sandwich que tragaba con desgano por la tarde fueron toda mi dieta durante esos días. No consulté mi correo electrónico personal ni los mensajes de texto en mi celular, el contacto con el mundo de mis afectos se restringió a los llamados a Cecilia y mis hijos por las noches. Estuve a punto de decir sí al ofrecimiento de quedarme allí el fin de semana, cuando recordé el compromiso social que le había prometido a Cecilia cumplir. Regresé entonces a Buenos Aires en el último vuelo de los viernes, casi a medianoche, sorprendentemente exultante y renovado. Cecilia me recibió con los chicos acostados hacía rato, una lasagna increíble, preparada por ella misma, y el Merlot que necesitaba, recién descorchado. Los detalles exactos para la bienvenida que me hacía falta en la que mi mujer no había dejado nada librado al azar. La amé por eso, mucho más que antes. Esa noche hicimos el amor como en nuestros mejores tiempos, bañados por la luz de un par de velas que exhalaban un aroma cítrico exquisito, rozados con suavidad por una ventisca inusualmente tibia para la época, proveniente de la ventana apenas abierta. La piel de su cuerpo, tersa, nacarada, ligeramente untada por una deliciosa mezcla de cremas y lociones, exudaba el perfume que adoro inunde mis conductos respiratorios cuando la exploro minuciosa, lentamente. Llegamos al éxtasis casi juntos, atravesándonos con las miradas, agotados y felices. Se acurrucó, después, a mi lado, mientras yo, en tanto observaba ensimismado las curiosas formas y colores, como de caleidoscopio, que la vista capta en la oscuridad, pensaba en todo el tiempo que, sin que lo haya notado hasta ese preciso momento, había llevado sin masturbarme.

Martín Pérez Cantón y Pía, su mujer, nos recibieron en la puerta de su flamante residencia en un distinguido country de Bella Vista al día siguiente. Martín, adorado primo hermano de Cecilia por parte de su padre, exitoso ingeniero civil de treinta y cinco años, menudo, bastante más bajo que yo, pero muy apuesto, dueño de un cabello rubio a lo Robert Redford, tan pulcramente acicalado y brilloso que aviva, toda vez que nos encontramos, mi ardiente fantasía por despeinarlo sin piedad, me esperaba ya con su mano extendida, su sonrisa de publicidad de pasta dental y su sweater de rombos con el cocodrilo bordado. Tan católico devoto como engreído, petulante y soberbio hasta el tuétano, es el único miembro de la familia con el que debí siempre esforzarme especialmente en tratar cortesmente, cosa que me inquietaba sobremanera y no me permitía comportarme naturalmente a la hora de vernos. La excusa de permanecer en Mendoza hubiese funcionado a la perfección si no hubiésemos recibido la invitación a la inauguración de su nueva casa un mes y medio antes de la fecha, y si, en virtud de ello, Cecilia no me hubiese obligado a prometerle, solemnemente, que no faltaría a la cita bajo ninguna circunstancia.
Pía, escoltando la cálida bienvenida al lado de su marido, no puede representar mejor el arquetipo de mujer que detesto. Delgada hasta la crispación, siempre con ropa de diseñador exclusivo, de lacio cabello castaño con mechones teñidos un tono más claro, que somete a regulares y nerviosos bamboleos es la dueña de un modo de expresarse que oscila entre la complacencia cínica y la ironía desaprobatoria hacia todo lo que se cruce en su camino y no concuerde con su visión del mundo. Defensora a ultranza de un modelo de vida tradicional, religioso y correctamente político, heredero del hecho que señala con una frecuencia rayana en lo físicamente tolerable, los varios años en que estuvieron radicados en los Estados Unidos, Pía me saludó con uno de sus clásicos e impersonales besos, un mero choque de mejillas con chasquido de labios en el aire.
- ¿Qué hacés, Ro? Tanto tiempo... Che, ¿estás más gordito, vos, no?
La miré con el ceño fruncido, y repuse secamente:
- No, todo lo contrario, adelgacé unos cuantos kilos.
- Ahh, sí puede ser, es que vos usás la ropa tan... - me estudió unos segundos. - ...como abuchonada, ¿no?
No le contesté y giré para apartarme de ella. Martín y Cecilia seguían confundidos en un interminable abrazo todavía. Clara y Francisco, en tanto, no dudaron en correr al encuentro de sus hijos, dos niñas y un varón que se habían asomado a la puerta al oir nuestra llegada y que, de tan bonitos y tan bien vestidos como lo están en todo momento, sin importar si la ocasión lo merece o no, parecen salidos de un catálogo de ropa infantil de primera marca.
El nuevo hogar estaba hecho a la exacta medida de sus dueños. La enorme construcción, de dos plantas, seguía el estilo de la arquitectura señorial norteamericana, con grandes ventanales abovedados, bow windows y techo a dos aguas, adornada con profusos canteros de flores y verdes arbustos prolijamente cortados. Una empleada doméstica de uniforme celeste pálido recibió nuestros abrigos en un vestíbulo sumamente acogedor y de allí los anfitriones nos condujeron a la gran sala donde ya unas seis parejas, todas treintañeras, conversaban y bebían animadamente.
- Chicos, se acuerdan, ¿no? - anunció Pía, sonora y divertida. - Cecilia, la prima de Martincho... Mi presentación, menos audible, se perdió en medio de las exclamaciones y saludos que siguieron a nuestra tímida irrupción. Una vez que hubimos saludado, para mi disgusto, uno por uno, a todos los invitados, tomamos lugar, Cecilia sentándose en un amplio sillón de cuero negro, yo en uno de los apoyabrazos, junto a un matrimonio que conocíamos de sus fiestas de cumpleaños y que gozaban de mi escueta simpatía. La comida fue increíble, el tedio me obligó a probar cada bocadito, sushi, empanadita, arrolladito o lo que fuese que me ofrecían, mientras me limitaba a asentir o comentar con débiles interjecciones mis escasas intervenciones en las conversaciones cuyos temas giraban en torno al elevadísimo precio de las propiedades, la dificultad de conseguir un buen hotel en los países del este de Europa, o la cantidad de putas que se veían en casi todos los programas de televisión. Cuando ya había escuchado suficiente me levanté para ir al baño y aproveché también para ir a ver en qué andaban mis, hasta el momento, silenciosos hijos. Los encontré en el cuarto de juegos contiguo a la piscina, sumamente entretenidos junto a los demás niños, por dos jovencitas que, munidas de guitarras y disfrazadas, una de granjera y la otra de pollito, los estaban haciendo bailar y cantar alegremente. Los saludé desde la puerta haciéndoles morisquetas y guiñándoles un ojo, a lo que respondieron circunspectos, agitando los deditos de una mano tímidamente, como si mi atrevida presencia interrumpiera algo sumamente importante. Paseé bordeando los amplios ventanales que daban al increíble jardín trasero antes de volver a mi puesto junto a Cecilia. La animada charla los había unido a todos ahora, en animado debate sobre películas.
- ... excelente, sí, la vi, un flash total! - comentaba Martín a viva voz, mientras me clavaba su mirada cuando me sentaba. - Ah, pero no saben... No saben - remarcó las palabras. - ... lo que me hizo ver esta guacha la otra vez... - señaló a Pía con desdén, ella se encogió de hombros, culposa. - ...Pueden creer que un sábado va y alquila la de los dos maricones, ¿cuál era?... - fingió un olvido poco creíble. - Ah, sí... ¡Secreto en la Montaña, esa cagada!
- Uhhh, no... - exclamaron varios a coro.
- No me digas que la viste... - dijo uno.
- Ni me hagas acordar... no, ¿estás loco? Llegué hasta la parte en que los dos trolos empiezan a darse, ahí la saqué y no la arrojé a la basura porque había que devolverla, que si no...
En el momento en que, moviéndome nervioso, sentía cómo el rubor iba poco a poco invadiendo mi ya turbada expresión, Pía me observó con malicia. Un leve temblor, agorero, vibró bajo mis pies.
- ¡Obvio, no daba para pagar un mango por esa basura! - chilló, con voz aguda, una narigona regordeta sentada frente a Martín. Todos rieron, hasta que Pía sugirió, irónica, mirándome fijamente, regodeándose con la turbación que me había invadido por completo.
- Bueno, che, decían que era buena, yo que iba a a saber que era de cowboys homosexuales! Pero, - dijo, alargando el sonido de la é - ... me parece que Rodrigo sí la vio, y no opina lo mismo que vos, ¿o sí, Ro?
Todos giraron sus cabezas hacia mi, Cecilia lo hizo también, entre intrigada y sorprendida. Mis mejillas se habían encendido hasta llegar a un delator rojo vivo, el rabillo de mi ojo izquierdo midió la distancia entre mi lugar y la ventana mientras mi mente calculaba la energía que necesitaría para lanzarme a través del vidriado como en las películas de acción.
- N...no, no la vi... - mentí.
- Mmmm, no te creo... - repuso burlonamente, agitando su pelo con un mohín pícaro que algunos festejaron.
No fue la alarma en los ojos de Cecilia ni las canallas intenciones de la harpía de la dueña de casa lo que me hizo reaccionar con una violencia que no era mía, sino una fuerza desconocida que repentinamente me dominó por completo, arrojándome a una situación sin vuelta atrás.
- Yo tampoco me creo toda la mierda que vos y tu marido pregonan todo el puto tiempo. - bramé, con voz gruesa. - Y acá estoy... Además, si la hubiese visto, ¿qué?
Se hizo un silencio pesado, del que cualquiera de los presentes hubiese podido cortar un pedazo.
- Rodrigo, calmate, no es para tanto... - quiso intervenir Cecilia, avergonzada.
- Sí, tal cual, por algo será que te ponés así... - murmuró Martín, filoso, llevándose un vaso de whisky a la boca.
Me vi estallar, tomar impulso para arrojarme directo a su cuello y estrangularlo con ganas, pero no lo hice.
- Me ponga como me ponga, haya visto la película o no, no es a vos justamente a quien tengo que dar explicaciones. - afirmé, audaz. Me incorporé, resuelto, y, mirando a Cecilia, le anuncié con dulzura: - Amor, te espero en el auto.
Caminé pesada y ágilmente hacia la puerta de entrada, cuando me detuve en seco. Me volví, dirigiendo un breve vistazo cargado de ira contenida a todos los que me contemplaban boquiabiertos.
- Lamento muchísimo irme... - dije, con voz solemne. - ...sin saber qué carajo les hizo pensar que ustedes son mejores personas que los dos putos de la película.
El pesado portón vibró con un fuerte estruendo cuando se cerró a mis espaldas. Me arrepentí de no haber traído conmigo el trago que había dejado, intacto, sobre la mesa ratona. Necesitaba desesperadamente, ahora, beber algo. Me introduje en el auto, llevé mis dedos a la llave del encendido y entonces reparé que las había dejado en mi abrigo, con el resto de mis cosas. Proferí una rotunda maldición cuando descubrí mi aspecto en el espejo. Los ojos inyectados en sangre, las mejillas y el cuello de un tono cercano al escarlata. Me abochorné. ¿Qué demonios me había propuesto con lo que acababa de hacer y sobre todo, y lo peor, cómo lo arreglaría? Podía imaginar perfectamente los comentarios que siguieron a mi escena, pensé en la situación que había obligado a Cecilia a padecer. Al cabo de unos diez minutos que a mi me parecieron horas, ella salió de la casa, decidida. Se sentó a mi lado sin cerrar la puerta del auto.
- ¿Me podés explicar qué significa toda esta ridiculez, Rodrigo, por favor? - preguntó angustiada.
Solté un generoso suspiro. No sabía qué decirle.
- No tengo nada que explicar, amor...
- No me digas que no tenés nada que explicar... - me interrumpió hablando seriamente - ... Porque tampoco yo te creo. - me miró con ojos grandes, esperando que dijera algo. Permanecí en silencio, sin pestañear ni evitar sus ojos. - Muy bien... No sé qué harás vos, yo vine a pasarlo bien con mi primo y sus amigos. Me vuelvo a la reunión, vos hacé lo que quieras.
Dicho esto, iba a apearse cuando la detuve tomándola del brazo.
- Esperame, voy con vos.

Martín estaba de pie en el vestíbulo, desde donde sin duda había vigilado nuestra breve escena en el auto, sonriente como de costumbre. Me palmeó el hombro con estudiada comprensión cuando pasé delante suyo, lo que me hizo sentir como un niño avergonzado que con la cabeza gacha vuelve a casa después de un absurdo e inútil rapto de rebeldía. Pía y los demás observaban de lejos con impostada compasión. En sus miradas se reflejaba claramente el efecto de lo dicho y hecho por mí, de lo que ya no había manera de cambiar, tal como mi paciente corazón lucía, estoico, los profundos surcos de lo sentido y vivido, de lo que yo me empecinaba en ignorar, de aquello que, hiciera lo que hiciera, tampoco tenía vuelta atrás.
Ya no.
Continúa.

viernes, 10 de agosto de 2007

Nadie te Amará como Yo - Novena parte



Un brindis multitudinario anunció el final de la celebración, muy avanzada la madrugada. Llovieron las promesas de encuentros futuros, de contactos frecuentes, de llamarse, de escribirse. Como en una hermandad de los cuentos que me habían fascinado de pequeño, proclamando un juramento que, ceremonioso, lideró Juanjo Iriarte, cada uno se comprometió, la mano apoyada en el pecho, a conservar intacto el espíritu de esa noche para siempre. Escéptico, convencido, como lo fui siempre, de que nada dura demasiado, juré sólo esperanzado por que el endeble compromiso mantuviera, cuanto menos, el trato con Dardo. Nos confundimos en abrazos y besos interminables, con repetidas promesas y expresiones de buenos deseos. Evité saludar a Dardo allí, toda vez que lo sentí cerca, esperando hacerlo de manera especial, lejos de los demás, buscando el momento. A propósito, actué como si su presencia me fuera completamente desapercibida, enfrascado en las últimas palabras de rigor con todo el mundo, cuando la realidad era que un escalofrío me apresaba cada vez que, desesperanzado, pensaba en lo que seguiría.
Ya fuera del colegio, la escena se repitió, en muchos con lágrimas sinceras asomando a los ojos. El gentío hizo que perdiera de vista a unos cuantos, y me estaba despidiendo de Mariana y Juanjo cuando Dardo desapareció por entre la marea humana. No sé qué me dijeron, yo no escuchaba, tan sólo veía sus labios moverse, en mi afán por ubicarlo por encima de sus hombros. Juanjo dió vuelta y salió disparado hacia su coche, Marianita fue interceptada por Marcela para enfrascarse en la anotación de sus respectivas direcciones y teléfonos y a mi no me quedó ya a quién saludar. Con cara desencajada permanecí unos minutos más escudriñando la oscuridad más allá de la muchedumbre, pero no había rastros de Dardo. Maldije y puteé mi formidable desempeño actoral por lo bajo, y los ojos se me humedecieron expresando, decididos, toda mi furia y desesperanza contenidas. Me encaminé hacia el auto lentamente, girando cada tanto. Me había alejado una cuadra cuando oí pasos agitados acercándose a mis espaldas. Atisbé con ilusión por sobre mi hombro. Era Mariana, alcanzándome, hecha una tromba.
- ¡Rodri, bolas, siempre escapándote vos! - me espetó, sin aliento. - ...me quedé porque con Marce todavía no nos habíamos dado las direcciones de mails... ¡Ah, ahí está mi auto!
Mi cara demostraba a las claras que no era ella a quien esperaba encontrar, pero no se dió cuenta.
- Me llamás, no es cierto, ¿guachito lindo? - me pidió tiernamente.
- Prometido, hermosa. - Le besé la frente y me marché agitando mi mano.
Arranqué el motor sin despegar los ojos del espejo retrovisor, rogando por que, como en las películas, apareciese reflejada la figura de Dardo corriendo desesperado hacia mi. Todo lo que se veía era una calle arbolada en penumbras. Me lo merecía, por mi inacción y mis constantes vacilaciones. ¿Por qué no había hecho nada teniéndolo allí, al alcance de mi mano? ¿Por qué diablos no lo había tomado de las mangas del abrigo y traído conmigo? ¿Por qué no tuve pelotas, por qué fui tan cobarde? Hundí mi cabeza en el volante maldiciéndome entre dientes.
- Marica, marica pelotudo, eso es lo que sos, Rodrigo puto Leiva, ¡cagón hijo de puta! - grité desaforado, babeándome todo.
Juanjo. Me calmé súbitamente, abriendo grande los ojos. Juanjo tenía sus datos. Ya está, le escribía y todo arreglado. Le escribía, sí, seguro. ¿Le escribía qué?... "Perdón, Dardito, por seguir comportándome como una basura todavía, por apartarme de tu abrazo concilidador como si me hubieses querido dar un mazazo, por huir de vos toda la noche, por no poder mover mi maldita lengua para decirte algo que te demuestre quién sos para mi..." Ese pensamiento me hizo detenerme en seco. ¿Quien era Dardo Davese para mi? Por cómo me había comportado, nadie que me importara tanto, si lo único que había hecho en toda la noche fue evitarlo. Ahora, que percibía su ausencia como una sombra que había, de repente, oscurecido mi vida, me daba cuenta. Recién ahora. Si nada de todo esto hubiera ocurrido, jamás me habría dado cuenta, ¿o sí? ¿En qué diablos había estado distraído? Tragué saliva con culpa. ¿Distraído? La familia que logré formar no era ninguna distracción, sino lo que más había ansiado en la vida. ¿Estaba seguro? Si era de ese modo, ¿qué hacía allí lamentándome, arrepentido de mi falta de agallas, de mi exagerado sentido de autoprotección, de mi ceguera, de mi homofobia? Una voz resonó dentro mío, como efecto de un eco lejano. ¿Y tu deseo, Rodrigo? ¿Qué pasa con tu deseo? Una ráfaga de viento depositó un manto de hojas secas sobre el parabrisas, y otra más, segundos después, barrió con ellas. Las contemplé, absorto, y algo en mi mente unió ese hecho casual con mis pensamientos. Ráfagas, las oportunidades eran eso si no se las aprovechaba a tiempo. Los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez en el instante en que los faros de un auto que se aproximaba a mis espaldas quebraron la negrura que me rodeaba. Se detuvo con un rechinar de los frenos cuando pasó a mi lado. La puerta del lado derecho se abrió con vigor, chocando contra el coche que estaba estacionado. Lo reconocí en ese momento, era el auto de Mariana. Dardo se apeó, enfocó su mirada hacia mi sitio al volante unos segundos, se inclinó hacia el interior del auto y justo cuando me secaba la cara con desesperación y soplaba mis mocos con el pedazo de trapo que uso para desempañar los vidrios ya lo tenía parado junto a la puerta de mi coche. Abrió la puerta con suavidad, se dejó caer pesadamente sobre el asiento y me escrutó con ojos graves.
- Te busqué entre el tumulto, y ya te habías ido... - me reprendió, algo agitado. - ...tuve suerte de ver a Marianita en el momento en que salía en su auto. - hizo una pausa, en la que yo volví a extraviar mi mirada más allá del vidrio, y enseguida lanzó: - Rodri... Rodri, mirame... o, al menos, escuchame bien. ¿Me vas a perdonar de una vez? - su voz expresaba una dulce súplica.
Tragué ruidosamente, luchando con el vacío que de pronto ocupaba la mitad de mi ser, y sin girar la cabeza, inquirí :
- ¿Perdonar?... - no entendí a qué se refería.
Me observó fijamente, luego divertido, reprimiendo una sonrisa. - Vamos a otro lado, ¿dale? - sugirió, palmeándome la pierna.


Obedecí en silencio. Conduje sin rumbo, expectante de sus palabras, pero no dijo nada en tanto nos alejábamos del colegio. No podía pensar en ningún lugar lógico ni coherente, así que enfilé hacia un lugar que adoro, sobre la costa del río, a donde solemos ir con Cecilia y los chicos. Un manto de vaporosas franjas anaranjadas surcadas por otras color lavanda intenso cubría un cielo diáfano y frío. Tímidos rayos de sol ya despuntaban en el horizonte. Una garza solitaria planeó dejándose caer entre los juncos. El río parecía un espejo de un azul gélido. Frené y apagué el motor. Hacía frío y mis manos temblaban, pero ya sabía bien que no era por la baja temperatura. Reprimiendo la risa me alcanzó un puñado de pañuelitos de papel.
- Tomá, ¿qué te hiciste en la cara?
Intrigado, me contemplé en el espejo del parasol. Un tizne negro me atravesaba de oreja a oreja, tanto horizontal como verticalmente. Parecía listo para hacer de negrito en un acto escolar. El trapo de mierda, pensé, ruborizándome con furia. ¿Qué habría limpiado con él?
- Rodri, no cambiás más vos, viejito...
Lo atisbé por el rabillo del ojo, con una mueca de fastidio. Entonces recordé, había repasado la carrocería antes de salir de casa. Qué imbécil.
- ¡Por Dios, Rodrigo, veinte años han pasado! - levantó la voz. - ¡Veinte malditos años! ¡Aflojá un poco, por favor! Eramos dos pendejos que no sabíamos lo que hacíamos... ¡Jamás hubiese pensado que te fuese a afectar tanto!
Enfrascado en borrar la mugre que cubría mi rostro, no solté palabra, a sabiendas de que había algo en nuestra historia que yo ignoraba, que moría por saber y que me estaba por ser revelado.
- Te pido por favor, por favor, que me perdones... yo no tuve nada, absolutamente nada que ver... - su voz se quebró, o eso me pareció, y entonces, luego de un silencio breve, que, terco, me obstinaba en no quebrar, me armé de coraje y volteé hacia él.
- ¿Que te perdone... que te perdone qué? - le espeté, ansioso por su explicación. Opté por seguir con la puesta en escena en la que era yo la inesperada víctima de alguna falta que estaba por descubrir. Hubiese sido estúpido confesarle ahora que era justamente al revés, que él era quien debía perdonar mi cobarde desdén y mi repugnante desprecio, habiendo actuado como lo había hecho hasta allí.
- Fue mi vieja la que llamó a la tuya, yo, te repito, no tuve nada que ver... Jamás en la vida hubiese dicho una palabra de algo así... Y ella lo hizo a pesar de que le juré y le perjuré que había sido yo quien te había tentado contándote mis fantasías...
Al escucharlo mi corazón se revolvió, agitado ahora menos por el miedo que por la sorpresa. Palpitaciones sordas, acompasadas, golpearon mi pecho y aceleraron mi respiración. Tuve la extraña sensación de sentir mi mente alejarse para encogerse vertiginosamente, a la manera de las lentes zoom cuando se alejan de un objeto, sumergiéndome en una especie de conmoción que me atontó, privándome de mis sentidos más elementales, de mi capacidad de reacción. La voz dentro mío, la que renació gracias a que algo o alguien, como si hubiese frotado una lámpara mágica de la que asoma un genio, la había dotado de vida poco tiempo atrás, se ocupó entonces de hilvanar y comprender las fatales palabras que iban reconstruyendo un episodio del pasado, veía ahora, lleno de malentendidos. Su madre. Ella. Claro, no podía haber sido de otra manera.
- Pero, ¿cómo... - pude decir, con voz aguda. - ... cómo supo? Nosotros no... - cavilé, pronunciando lentamente cada sílaba.
- Mis viejos, los dos, siempre supieron, siempre... - lo dijo con un dejo de triste resignación. - ... el día aquel, en la quinta, ¿te acordás?... vos... - carraspeó. - ...o yo, ya no recuerdo, en el apuro por escondernos y hacer como que nada había ocurrido, tuvimos un descuido... que mi viejo, zorro él, descubrió. Un calzoncillo, que apestaba a olor a semen cuando lo recogió del piso y lo llevó a la nariz. No me dijo nada en ese momento, simplemente me miró. En sus ojos fríos, despiadados, como de estatua, te aseguro, Rodri, vi reflejadas toda la vergüenza y la condena que yacían, luego me di cuenta, muy en el fondo de mi alma, tapadas por mi supuesta irreverencia... Recuerdo que, así y todo, aterrorizado y expuesto hasta la desnudez como me sentía, lo taladré desafiante, orgulloso de mi travesura. - giró la cabeza hacia el amanecer. Sus pupilas se volvieron acuosas, la piel de su rostro se encendió con el naranja del sol. Los rasgos afilados se acentuaron, la barba adquirió un tono rubio cobrizo. - Le contó todo a mi vieja, indignado, humillado, decepcionado... esas sus palabras literales según me contó ella, claro... y entre los dos decidieron tendernos una emboscada, o algo por el estilo, porque si no, se me hace imposible entenderlos, el fin de semana siguiente, no sé si te acordás, cuando no nos perdieron pisada, todo el tiempo atrás nuestro... y acampamos a orillas del río, y yo, tan... tan pelotudo al creerme tan pícaro, tan astuto, tan dueño del mundo, te arrastré así al fin de nuestra amistad... - tragó saliva, nerviosamente. - ... nuestra linda amistad.
Caprichosa, y respondiendo a su propia lógica, mi mente se comportó como aquel coche metálico y helado de una vuelta al mundo en un parque de diversiones en Rosario que giraba, enloquecido, sobre su eje, conmigo dentro a mis diez años, aterrado e inmóvil. Con la fuerza de un remolino de giros elípticos, los recuerdos de la quinta de Escobar regresaron para irrumpir vívidos y brutales, encimándose, ávidos por completar el ensamblaje de un interrogante que yo había conservado enmudecido e intacto pero reforzado por un letargo de veinte largos años. Recordé, entonces, mi tierno entusiasmo en el baño de la casa mientras limpiaba las huellas de mi primer encuentro sexual, la voz apagada del papá de Dardo y el prolongado silencio que siguió, las pisadas intimidantes y la puteada, clara, cortante, amenazadora, justo frente a la puerta detrás de la cual yo me aseaba, inconsciente y ajeno. La mirada turbada de Dardo cuando volví a su cuarto, el silencio incómodo y pesado de la merienda con medialunas y café con leche, la acostumbrada severidad de sus padres hacia mi, mi recién estrenada ilusión y mi ceguera protectora, después.
Paralizado como estaba, logré mover mis labios y musitar: - Tu vieja me acusó a mi, ¿no? Fue así, ¿verdad?
- Sí. Llamó a tu papá... y se lo contó.
- ¿Y... qué le dijo, exactamente? - no estaba seguro de querer saberlo, pero necesitaba descifrar un enigma de años.
Dardo tomó una gran bocanada de aire, la retuvo para luego suspirar con gesto cansado. - Le contó que vos... - hundió la cabeza entre sus hombros, su voz se hizo apenas audible - ...que vos habías intentado... propasarte sexualmente conmigo, y ... le... le ordenaron que tomara medidas para que ellos no te viesen nunca... nunca más a mi lado.
Imaginé las palabras que Dardo había censurado deliberadamente, y que no dudaba que su madre había utilizado con toda la saña de la que era capaz, con el padre junto a ella aprobando y agregando más. Y mi viejo escuchando, pétreo, incólume, las andanzas del putito de su hijo que andaba queriendo cogerse al amiguito. Me pregunté qué les habría contestado, si me había defendido, o, sin rodeos, impidiendo que siguieran mancillándome, lo había negado todo, indignado por que alguien hubiese puesto en duda mi hombría, colgando el tubo con rudeza. Decidí que lo más probable haya sido que, exagerando la discreción y el trato correcto hacia los demás hasta el fastidio, como era su costumbre, sencillamente les había permitido que terminaran con lo que tenían para decirle, para luego disculparse, y, entonces, en aras del honor y el buen nombre de la familia, armar la versión más decorosa posible que explicara oficialmente, en caso de que hubiese que hacerlo, el acontecimiento en cuestión. Para ambas familias, para los dos bandos en pugna, el culpable había sido, todo el tiempo, y sin que cabiera duda alguna, el otro. Con eso todo volvía a la normalidad, y de esa forma, el problema, si es que en definitiva existía, al fin y al cabo, quedaba fuera y con ello, la solución aparecía tan naturalmente como el sol cada mañana. Un sabor acre me asedió, trayendo consigo la amargura de mis lágrimas en esa tarde en la cocina después de hablar con mi padre, la tristeza de aquel verano eterno, pleno de angustias, de amor propio vapuleado y vacío, de constantes miedos y de una convicción menguada pero impiadosa de que a partir de entonces una parte de mi debería morir sin lamento alguno. Recordé también, con odio inusitado, el asfixiante control de mi padre sobre mis costumbres, ademanes y relaciones, los obligados domingos de pesca o fútbol a su lado con o sin mis hermanos, su insistencia encarnada en discursos tan mortificantes como repetidos e iguales porque me armase de una vida digna casándome y formando una familia, su crítica intimidante hacia todo lo que pusiese en tela de juicio el modelo de vida machista y cristiano y su único gesto de cariño en una década, cuando me abrazó dándome fuertes palmadas al anunciarle que me casaba con Cecilia.

Contuve un sollozo de autocompasión tragando esos retazos de mi memoria con dolor y dirigiendo mi vista hacia un barco de carga que navegaba, lento, a varios kilómetros de la costa. Cerré mis puños con fuerza reprimiendo un profundo desprecio hacia los padres de Dardo, y un creciente rencor hacia mi viejo.
- Rodri, perdoname... Puedo ver que va a ser difícil reparar el daño que te hicimos, pero quiero que sepas que tu perdón es el único motivo que me trajo hasta aquí. - me miraba suplicante. - El único, te lo aseguro.
Me mordí el labio inferior intentando disimular el temblor que comenzaba a dominar cada músculo de mi rostro. En lugar de romper a llorar, como me indicaban mis sentidos, perdí los estribos, arruinando los desesperados intentos de mi voz interior por olvidar y perdonar.
- Cuando pudiste haber hecho algo, no lo hiciste... - dije con voz ausente y fría. - ... te importé una mierda, vos me condenaste igual... o peor que tus viejos. - inspiré y, al cabo de unos segundos, dije - Bajate, Dardo.
- No, Rodri, no es así... no seas boludo, te lo ruego, de corazón...
- ¡Que te bajes, carajo! - grité, empapando de saliva el volante. - ¡Ahora!
- Rodrigo, por favor, escuch...
- ¡Bajate, puto de mierda, bajate de mi auto ya! - le espeté, estrellando mis puños contra el tablero, escupiéndole mi injusta ira con toda la violencia de la que fui capaz.
Pude experimentar la pena y el daño que mi desmedido insulto le causaron sin mirarlo siquiera. En un tono resignado y de profunda congoja, por último, me dijo:
- Sí, me bajo. Pero quiero que sepas que en todos estos años jamás... escuchame bien... - me apuntó con su dedo índice - Jamás dejé de pensar en vos, Rodri. Jamás.
Ya no podía soportar oírle decir más nada. En un hilo de voz le repetí: - Por favor, Dardo, bajate de una vez.
Lo hizo y yo aceleré en reversa. El auto se sacudió levantando una débil nube de tierra. Me alejé de Dardo contemplando en el espejo retrovisor cómo su silueta queda, su rostro desconcertado, sus cabellos agitados por el viento se empequeñecían velozmente.


Copiosas lágrimas, como un río de innumerables afluentes bañaron mis mejillas, mi cuello, mi alma en carne viva.
Continúa.