viernes, 28 de septiembre de 2007

Nadie te Amará como Yo. 14a. Parte

Abrí un ojo y la claridad me encegueció. Con la cabeza embotada, como entre algodones, sentí despertar de un largo y acogedor período de hibernación. Estiré con algún esfuerzo mis brazos y piernas entumecidos, que chocaron contra los límites del lugar donde yacía recostado. Encandilado, paseé la vista por lo que me rodeaba. La habitación, inundada por la penetrante luz del sol, cobró vida real mostrándome toda su sencillez y austeridad. El desvencijado catre, tapizado de un revoltijo de mantas, se encontraba junto a la cama cucheta donde yo había dormido, perpendicular al gran ventanal. No pude recordar cómo había llegado yo a parar allí, sí, en cambio, todas y cada una de las instancias previas, que, como en ráfaga vaporosa, desfilaron por mi mente aún aletargada y la sacudieron levemente, rememorando la pasión encarnizada de la noche anterior. Me percaté, así, de mi desnudez bajo la capa de frazadas que me cubría, y ese hecho sólo, causó un hormigueo profundo que no pudo sino revolverme en una convulsión fugaz que hizo que mi cabeza golpeara una de las columnas de la cama. Giré, maldiciendo, y me detuve a mirar largamente una pequeña biblioteca de madera barata, sin barnizar ni tratar, poblada de libros de todos los tamaños, ubicada justo frente a mí. Algunas, pocas, fotografías reposaban sobre los estantes, tapando los lomos de algunos ejemplares y fue precisamente una, la más grande y descolorida, la que ocupaba el centro, la que hizo que me incorporara, sorteando el catre y su revoltijo, y la tomara entre mis manos entumecidas y temblorosas. Entre las paredes de acrílico opaco y muy rayado de un portarretratos pasado de moda se veía a dos muchachitos sonrientes, algo borroneados, bañados por un sol muy amarillo y tomados de los hombros, que mis pulgares acariciaron en un movimiento lento y circular. Dardo, con su flequillo sobre la frente, sostenía un sapo enorme y gris con su mano libre, y yo, con aquella remera azul y roja que por esos días casi nunca me quitaba, empuñaba un palo largo, a modo de bastón de explorador. Nuestros ojos, entrecerrados, brillaban como los reflejos sobre el arroyo marrón a nuestras espaldas, y nuestros mentones, firmes, ingenuamente rebeldes, apuntaban al cielo.
- ¿Te acordás de esa foto? - La voz de Dardo, parado junto a la puerta de la habitación, masticando, con un cúmulo de migas sobre su barba de pocos días, hizo que diera un respingo. Rodríguez se deslizó por entre sus piernas y vino a mi encuentro, derecho hacia mi entrepierna. Lo aparté, acariciándolo, mientras me husmeaba y lamía mis rodillas. Mi mirada turbia estudió a Dardo por primera vez. Vestía una camiseta blanca y el pantalón de su uniforme de guardaparque, y los dedos de sus pies descalzos tamborileaban sobre el piso. La luz, impiadosa, me revelaba los mismos rasgos, bellos, alargados, de la foto, pero subrayados por tenues surcos sobre la piel curtida, un tajo diagonal en una mejilla y una hendidura al final de su ceja derecha. Su sonrisa de dientes blancos y parejos, como de publicidad de pasta dental, esa que siempre me había obnubilado y abrumado, no se había alterado en absoluto, podía decirse que constituía el sello, la marca indeleble de aquel jovencito que no quería abandonarlo todavía, tanto como el pelo lacio, de mechones claroscuros, atado en una cola desordenada. Una puntada en el pecho, certera como una flecha, me estremeció junto a una idea que deseché de inmediato.
- ¿La tomó tu viejo, no? - inquirí, menos curioso que ávido por desalentar cualquier boicot de mi consciencia.
Asintió y dijo, - La segunda vez que viniste a la quinta. ¡Rodríguez, fuera! - ordenó. El perro salió disparado de la estancia.
Meneando la cabeza y contemplando la imagen observé: - Se nos ve felices.
- Lo éramos. - sostuvo con firmeza, aunque la voz le tembló ligeramente. Acomodó el mechón rebelde que proyectaba una sombra su rostro y continuó, cambiando el tono, tratando de sonar divertido. - Te hablaste todo anoche... pero salvo un "tal vez" y un "fuera", no entendí ni medio.
- Menos mal... - repuse. Odiaba esas manifestaciones involuntarias tan mías.
- Y tu culo dió un festival de cañonazos. ¡Casi te levanto un acta por alterar la paz del bosque! - señaló, burlón, mostrándome las dos hileras de dientes perfectamente alineados.
La cara me ardió de vergüenza, me puse de pie y manoteé una cobija para cubrirme.
- No te enojes, boludito, es lo más normal del mundo... además, viniendo de tu retaguardia... mmmmm! - Me tranquilizó, sugestivo, arqueando una ceja, y torciendo sus labios en una mueca de lujuriosa aprobación.
Lo fulminé con seriedad, mordiéndome nerviosamente. Avanzó hacia mí de un salto, hundió sus manos entre mis nalgas y me besó con fruición.
- Qué trolo que sos. - murmuré, esquivando sus labios.
- Sí, claro, yo sólo... - Dijo. Lo escudriñé, fingiendo enfado, en los escasos diez centímetros que nos separaban. Exploté, liberando una llovizna de saliva que lo empapó. Reímos, cómplices, y nos estrechamos aún más. Mi miembro, erguido por una súbita erección, chocó contra los pliegues de su pantalón.
- Aápa, cómo estamos, ¿eh, Leiva? - continuó besándome, su aliento sabía a pan. - Vestite con ropa liviana, dale, que nos vamos de excursión.
- ¡Upa! ¿De excursión? - exclamé, entusiasmado. - ¡Qué bien! ¿Y se puede saber a dónde?
- Seguro. - me contestó, desafiante. - Al paraíso.
Enigmático, desapareció hacia el cuarto contiguo, y mientras sonaba un febril estrépito de trastos y cubiertos que se apoyaban y llenaban, puertas de armarios que se abrían y cerraban, y un tentador aroma a pan tostado invadía mis fosas nasales, tomé mi ropa y me vestí velozmente.





El fresco aire matinal se había extinguido cuando emprendimos la marcha por el sendero descendente. Una brisa tibia, limpia y prometedora reinaba ahora, y un sol esplendoroso lo iluminaba todo, en una sinfonía de destellos que partía de cada hoja, cada pétalo, cada charco, cada gota, que Rodríguez, trotando a la par nuestra, se encargaba de olfatear sin descanso. El caminito, a poco, se internó en un bosque muy cerrado, de árboles altísimos, convirtiéndose en una pendiente revestida de pastos altos que fue pronunciándose y torciéndose por entre grandes arbustos espinosos. Insólitamente, ante la visión de un par de mariposas revoloteando aquí y allá, me invadieron unas inexplicables ganas de cantar, pero, consciente de mi incapacidad canora, no lo hice, y tarareé, en su lugar, para mis adentros, la melodía de una canción que mucho después identifiqué, pero de la cual, en ese momento sólo podía recordar la fonética del estribillo que decía, I wanna know what love is, I want you to show me...
Dardo, ágil, con paso marcial, se me había adelantado unos cuantos metros, para cuando salí, jadeando, de la empinada subida que atravesaba el bosquecillo. Me detuve a recobrar el aliento para divisarlo aguardándome sobre un promontorio rocoso, en un recodo del sendero, con los brazos abiertos en cruz, exultante de alegría.
- ¡Bienvenido al paraíso! - exclamó, invitándome a acercarme. Apuré el trecho que me separaba esquivando las traicioneras piedras sueltas que parecían formar una escalera hasta el lugar. Atiné a mirar cuando, rodeándome con un brazo, agregó: - Aquí es donde la Creación se demoró un poco más a esmerarse... para vos.
Su palma, blanca y lisa, indicaba el escenario que se desplegaba ante nosotros, más allá del acantilado. Un lago de un azul intenso en el centro, y verde esmeralda en sus orillas, se extendía, altivo, por entre elevaciones redondeadas, tapizadas por una profusión de pinos y alerces, las cuales, antes de tocar el cielo turquesa rabioso, devenían en un cordón de achatadas cimas forradas de nieve, tan majestuosas como incólumes. Tragué saliva. La espectacular visión me cortó la respiración, tanto como el viento que, soplando violento, se alzaba desde abajo embolsando nuestras camisetas y pantalones, zarandeándonos como si fuéramos banderines.
- Increíble, ¿no? - me consultó, anhelante.
Fruncí mis labios en un gesto que fue menos de maravillada aprobación, que de conquistado alivio, como si el espectáculo que tenía ante mis ojos por fin me hubiese permitido desembarazarme de aquella presencia espectral, amenazante, que había percibido durante el viaje hasta allí, y, en su lugar, otra, plena de luz y satisfacción, desde algún puesto oculto en ese vergel nos contemplaba complacida, bendiciendo nuestra unión. Permanecimos así, inmóviles, mudos, hasta que, casi logrando que pierda el equilibrio, Dardo me empujó y chilló, antes de salir a la carrera:
- ¡Puto el último que llega!
Eché a correr tras suyo todo lo que daban mis piernas, evitando caer con cada raíz, planta, arbusto o rama que se cruzó en mi persecución, y aunque fui ayudado por el ángulo que fue tomando la dirección que Dardo, cual liebre, recorría a una velocidad envidiable, me fue imposible alcanzarlo. Con la respiración entrecortada y el pecho retumbándome, empapado en sudor, llegué a un claro salpicado de flores amarillas donde abruptamente reduje el ritmo de mis pasos. Los únicos sonidos eran el de mi agitación y el zumbido de algún abejorro. Un alarido que surgió desde arriba me heló la sangre, y, enseguida, Dardo cayó con todo su peso sobre mi espalda. Un corcoveo, un par de oscilaciones, una corrida en zig zag, hasta que pude recuperar la postura sin que el golpe y su peso me tumbaran al suelo. Rodríguez también surgió de la nada ladrando con desesperación.
- ¡Dardo y la puta que te parió!
- ¡Arre, arre, Silver! Sooo, sooo... - gritó, entre risas, sacudiéndose como vaquero de rodeo.
Y entonces, recordé, y comencé a girar enloquecidamente, dando vueltas sin parar, y reí, reí con ganas, y Dardo aulló, prendido de mi cuello, sus piernas atenazadas contra mi cintura, y, antes de que decidiera que ya había tenido suficiente, perdí pie, y juntos rodamos sobre la hierba mullida. Sin poder parar de reír, percibí los lastimosos resoplidos de Dardo, su nuca apoyada sobre uno de mis muslos, sus dedos que tantearon los míos y se entelazaron con fuerza.
- Eso es traición, maricón... - murmuró débilmente. - ...del orto.
- Te lo merecés por conchudo. - espeté, atisbando el cielo destellante, contento de haber recordado uno de sus talones de Aquiles, las náuseas que le producían los giros en trompo.
- Bala pedorrero... - disparó.
- Guardabosques cagón. - contraataqué.
- Forro...
- Tragasables...
Callamos. El único ruido, como canción de cuna, era ahora el suave oleaje del lago rompiendo contra la orilla que se vislumbraba por detrás de una hilera de alerces.
- Mi monstruo del lago azul... - se incorporó, con los ojos llameantes tras los vidrios sucios de sus anteojos. Su mirada, enajenada, tan misteriosa y translúcida como cercana y lejana, por enésima vez, me hipnotizó, encendiéndome de deseo carnal, hambriento de llenarme de él, de hundirme en el cobijo de su cuerpo.
- ... mi Rodri putito. - continuó.
- Pará, ¿cómo putito? - actué un enfado. - ... muy putito, querrás decir... - agregué, incrédulo ante mi fescura.
Sus dientes chocaron los míos, sus dedos se enterraron en mis mejillas. Se paró de un salto como de judoka, me tendió una mano que con energía inaudita tiró de mí hasta ponerme de pie, haciéndome trastabillar del impulso.
- ¡Dale, apurate! - sugirió.


Me sacudí la tierra del cuerpo y lo seguí hasta la costa donde, entre tallos y juncos, una canoa roja con un emblema indígena nos esperaba. Con el calor del sol apretando con dureza nos alejamos de la orilla dejando a Rodríguez contemplándonos mansamente, y remamos sin descanso hacia el centro del lago, y desde allí, trazando una diagonal, hasta una playa de grandes rocas y arena, oculta por una gran saliente de montaña. La proa se frenó al tocar los guijarros que poblaban su orilla. Dardo se desnudó, veloz, arrojando desenfrenadamente su ropa sobre el piso de la embarcación, escudriñándome con complicidad.
- ¿Qué esperás? - inquirió con prisa.
Me deshice de mi mochila, y en cuestión de segundos estaba con los genitales al aire. La brisa caliente me hizo cosquillas aumentando la reconfortante sensación que me provoca la total desnudez. Dardo brincó fuera de la canoa, trepó la enorme piedra a nuestra izquierda y, con movimientos de experto nadador, se zambulló de cabeza al verde agua del lago. Presa de un ansia tan infantil como risueña, lo seguí torpemente, mis pies no estaban acostumbrados a la aspereza del terreno. En el momento en que me preparaba para un chapuzón de clavadista, patiné y caí totalmente despatarrado, golpeando dolorosamente el agua con mi panza. El frío del agua me cortó la respiración. Manoteando, nadé desesperado hasta la superficie para encontrar a Dardo haciendo la plancha, completamente muerto de risa.
- ¡Está helada, la puta madre! - aullé.
- Qué porteño más marica resultaste vos, al final, che... - comentó, soberbio.
Lo hundí antes de que terminara de hablar. Emergió embravecido, escupiendo un gran chorro de agua que dió de lleno en mis ojos, luego se elevó tomándose de mis hombros y me sumergió con fuerza. Allí aproveché para tantear sus pies escurridizos y, cuando pude atraparlos, tiré de ellos, obligándolo a dar una vuelta de carnero submarina. Así, forcejeando, jugando como chiquilines, seguimos durante un buen rato, hasta que, atemperando el combate, mientras quitábamos el exceso de agua de nuestros ojos, descubrimos en el otro una mirada en la que bramaba un mensaje tácito, una orden como un chispazo que, no necesitando de nada más de tan elocuente, fué la mutua señal que nos condujo, chapoteando ruidosamente, hasta la pequeña playa en forma de U. Allí, rendidos y jadeantes, nos dejamos caer uno encima del otro, bajo un sol centelleante y abrasador, hirviendo de deseo, obedeciendo nuestra avidez del uno por el otro, como dos animales asaltados por un repentino celo salvaje, instintivo, que jamás antes yo había experimentado. Un cortejo breve preludió un apareamiento tan interminable como apasionado, en el que, siguiendo la avezada guía de Dardo, probamos, una a una, todas las maneras y modos imaginables de unirnos, y, así, yo dentro suyo, él dentro mío, alternamos un salvaje enroque de nuestras cavidades y protuberancias tan húmedas como sedientas. Febril, bestial, feroz y amorosamente envueltos en esa cópula repetida y exquisita, sólo la abandonamos cuando la embriaguez llegó al punto en que, exhaustos y sudorosos, nos dejó jadeando profusamente sobre la arenisca.
Si hacer el amor había cobrado, para mí, un nuevo significado la noche anterior, esa mañana cálida y luminosa me brindó la acepción más literal, más cabal, la más fascinante, por lejos, de lo que era, realmente, el sexo propiamente dicho, lo que era coger de verdad.
Continúa.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 13a. parte



Los dedos de Dardo se cerraron sobre mi mano desatando, para mi estupor, un abanico de fantasías apasionadas que se tradujeron de inmediato en un desfile de representaciones tan explícitas como cautivantes, uniendo alguna región de mi alborotado cerebro con mi entrepierna a la velocidad de un relámpago. Reprimí un temblor, mi pulso se aceleró, el corazón comenzó a palpitarme como un tambor redoblante y me puse rígido como una momia. Iba a decir algo para distraer su atención de la profusión de ondas electromagnéticas que, como géiser yo sentía que emanaba, pero cuando abrí la boca me di cuenta de que mi voz se había atascado en un océano de saliva que luchaba por tragar. Así fue que, durante el trayecto que siguió viajamos con nuestras manos entrelazadas, yo al borde de la parálisis de tan tieso, incapaz de proferir una sola palabra, pero radiante de una alegría tan extraña que pensaba que en algún momento estallaría en convulsiones. De alguna manera, durante ese breve lapso de tiempo, el silencio recíproco que reinó fue el símbolo de un entendimiento tácito, de algo como una amnistía elegida, desprovista de cualquier pretensión indulgente o de algún reclamo esclarecedor. Estábamos el uno junto al otro, y, sin que hubiese necesidad de explicitarlo ni mencionarlo, para ambos esa elección parecía ser suficiente.
Mientras la camioneta se desplazaba dando esporádicos tumbos comprobé que me hubiese resultado imposible orientarme en la negrura de ese territorio desconocido y hostil de no darse nuestro accidental encuentro. Una vez más recordé las sabias recomendaciones de Juanjo al observar de reojo a Dardo sortear sin dificultad el laberíntico trecho plagado de hondonadas y pozos gracias a la doble tracción de las ruedas. El último desvío que su conocimiento del rumbo le permitió adivinar sin aminorar la marcha nos condujo a una cabaña que repentinamente surgió de en medio del espeso follaje. Los potentes faros del vehículo dieron cuenta de una construcción de troncos pequeña, apoyada sobre postes que la separaban unos pocos centímetros del suelo, con una galería en su frente y un pronunciado techo a dos aguas. Dardo se apresuró a apearse y correr a la caseta, yo me demoré un poco en mi andar oscilante y taciturno, y, para cuando apoyé un pie en los escalones de la entrada, él ya había encendido un potente sol de noche que iluminó una habitación provista de un escritorio, un par de sillas, un equipo de radio, varios armarios, una pequeña salamandra y una pared cubierta de folletos, fotos, y hojas con información.
- Bueno... - exclamó, mientras acomodaba y hacía lugar. - ¡Bienvenido a mi guarida!
- ¡Gracias! Linda... - repuse, sin saber bien qué decir - Ahora, yo...
- Sí, ya sé. No te muevas. - y corrió hacia una puerta al final de un corto pasillo, de la que regresó al cabo de unos cuantos minutos.
- Perdoname, ya está. - dijo, y avanzó decidido hacia mí. Se paró en seco, acomodando las gafas que amenazaban con deslizarse por la pendiente de su nariz. Observó por unos segundos el ahora alumbrado espectáculo de mi aspecto antes de seguir. - Pero, ¿Dónde carajo anduviste vos, me querés decir?
Solté una risita antes de explicarle. - Lo que ves es el resultado de una cadena de incidentes casuales...
- Sí, me imagino... ¡qué pibe éste, por Dios! Levantá los brazos. - me ordenó, su boca torcida en un gesto de picardía.
Tiró del sweater y lo arrojó al piso y luego hizo lo mismo con los zapatos y los calcetines impregnados de barro negro. El corazón comenzó, una vez más, a batir con fuerza, y tuve que tragar repetidamente para aflojar la rigidez que también amenazaba con apoderarse de mí. Me quitó la camiseta, y no pude detectar en su proceder rastros de lascivia o gesto de seducción alguno.
- ¡Guacho, te mantenés en forma, eh! - exclamó, sincero, al ver mi torso desnudo. Sonreí y me ruboricé ligeramente. Por su proximidad no podía no oir los rugientes y delatores sacudones de mi pulso cardíaco, no registrar mi piel de gallina o el ligero temblor que me estremecía. En el momento en que sus dedos tomaron del cierre relámpago de mi bragueta, retrocedí como si me hubiesen aplastado un dedo del pie, golpeando mi cabeza con la pared con un ruido sordo.
- Listo, seguí vos, cuando te llame vení para atrás. - me indicó, girando con enfado, para desaparecer tras la puerta del fondo.
Me saqué los pantalones sintiéndome un imbécil, odiando mi reacción de chiquilín. Un rosario de maldiciones desfiló por mi cabeza, dándole un sentido más concreto y acabado. Repelotudo, forro, idiota, cagón del orto, entre todas ellas, las que se me ocurre más pintaban mi ridícula estupidez. Había quedado en mis calzoncillos blancos de primera marca cuando Dardo pronunció mi nombre. Caminé con lentitud, taciturno, mis maltrechos pies descalzos aliviados por el frío del piso de madera, elucubrando mis próximas fechorías, hasta la reducida y fría habitación donde Dardo me esperaba, echando baldes de agua humeante dentro de una especie de tina metálica de formas redondeadas. La llama de un farol otorgaba una tonalidad rojiza, como de sauna, y había un débil aroma dulce, como de vainilla, flotando en el aire.
- Es algo chica para tus dimensiones, sabrás disculpar el deficiente servicio... - ironizó. - Pero te va a hacer muy bien, dale, metete antes de que se enfríe. - dictaminó enseguida.
En cuanto vio mis manos tirar del elástico de mi pantaloncito, volteó la cabeza con rapidez. De un salto introduje mis pies y luego, todo mi cuerpo al tiempo que lanzaba un alarido pavoroso. El agua casi hervía.
- ¡Dardo, la puta que te parió, está que pela!
- ¡Uh, pero qué tipo exagerado! - repuso, bajando el tono. - No es para tanto, vas a ver lo bien que te va a hacer un buen baño...
- ¿El instituto del Quemado, queda cerca? - inquirí, burlón.
- Sí, cerquísima. Agachá la cabeza. - me ordenó con una mueca.
Un reconfortante torrente de agua, que surgió de detrás de mis espaldas, como una lluvia sedativa, empapó mi maraña de cabellos duros y alborotados. Le siguió un chorro de algo cremoso y frío, y los dedos de Dardo que comenzaron a masajear suavemente mis sienes. Su relajante efecto me estremeció ligeramente.
- No abras los ojos... - murmuró, en un hilo de voz.
La delicada cadencia del movimiento circular, la presión apenas perceptible del frote de sus yemas, como si yo fuese una especie de lámpara mágica, y su roce pausado, el liberador de una parte cautiva de mí, me ingresaron, sumisa, dócilmente, en esa franja donde la consciencia comienza a fundirse con los albores del alma, y entonces me sentí flotar, liviano, y mecerme, embriagado por la luz tenue, los vapores del néctar de la esencia, los cálidos vahos del agua, todo como si fuese parte de una ceremonia de orden sagrado, donde nada parecía querer perturbar el espíritu del momento. Otro torrente me inundó y gemí, me sacudí acompasadamente, respirando profundo, restregando la cabeza contra mis rodillas. Tiritaba, también, pero no de frío. Los dedos de Dardo, deshaciéndose de los excedentes de jabón, barrieron ahora, desde la nuca, la trayectoria de mi pelo, enjugándolo con amable firmeza una y otra vez. Mis manos, entonces, allí, sin titubear, desesperadas, buscaron las suyas con ardor, las asieron, arrastrándolas consigo, y las obligaron a recorrer los contornos de mi cara y mis labios, y éstos besaron cada dedo, y mi boca húmeda y anhelante los cubrió luego, uno a uno, adorándolos, y ellos, sus dedos, en un reflejo impensado, automático, se deslizaron por mi cuello, como reconociendo cada pulgada de mi ser, hasta que, posándose sobre mis pectorales, giraron sobre los pezones con ternura y me atrajeron, despacio, hacia él, irguiéndome y haciéndome descansar sobre su pecho. Al oír el tañido sordo, violento, como a punto de salirse, de su corazón, giré. Choqué con su mirada increíblemente tierna que, sin gafas, húmeda de lágrimas a punto de escaparse de sus párpados, me contemplaba con adoración.
- Dardo... - musité, la voz quebrada.
- Rodri, Rodri, Rodri... - repitió sin cesar. Sus párpados se cerraron, y él se acercó, y nuestros labios se unieron como imanes, y se quedaron allí, por unos segundos eternos, saboreándose, mordisqueándose con delicadeza infinita, pronunciando palabras inconexas, confusas, hasta que nuestras lenguas asomaron y se entrelazaron, acariciando cada palmo de la boca, voraces, afanosas por tragar cada bocanada de aliento tibio, cada signo de vitalidad del otro. Entonces sus labios se cerraron, y algo se detuvo, y yo tardé en descubrir sus débiles y ahogados sollozos. Me aparté de él con suavidad y pude ver su cara hecha un río de lágrimas, su respiración entrecortada por espasmos contenidos.
- Dardo, Dardito... no, no... - me interrumpí, sin poder terminar la frase. Rompí en un llanto agudo, infantil, y lo abracé, lo abracé con fuerza, como si fuese a huir, y él a mi, y se desplomó sobre mi, y volvimos a besarnos, y, fregando nuestras mejillas, narices, y bocas, nos empapamos de saliva y lágrimas y sudor, y él continuó llorando, y yo con él, y nos desgañitamos con una pena inagotable, hasta que, moqueando profusamente fuimos serenándonos y, con ello, en ese acto tan íntimo como sentido y esperado, ambos exorcizamos las culpas, desaprobaciones, condenas, represiones de aquellos dos chiquilines sentenciados prematuramente en la carpa a orillas del arroyo marrón y sinuoso.
Afuera el viento comenzó a soplar tan repentinamente como las yemas de Dardo se clavaron en mi espalda y me sujetaron con vigor. Hundió su cabeza en mi hombro y me suplicó, en un murmullo ronco:
- Nunca más vayas a irte, Rodri, por favor.
Lo arrullé, jugando dócilmente con sus cabellos.
- Nunca, te lo aseguro, Dardito, nunca más. - Prometí, apaciguando, para ambos, el efecto de sus palabras.
Su mirada enrojecida, preocupada, trepanó mis globos oculares para instalarse en lo más recóndito de mí, cerciorándose de mi dicho. Enseguida su boca esbozó una leve sonrisa, y sus ojos, translúcidos, nobles, reflejaron una gran calma. Su palma rozó mi mejilla, y, sin dejar de contemplarme, se incorporó y se desvistió con lentitud, pleno de la osadía que le concedía cada prenda que iba cayendo, decidida, al suelo. La sangre por dentro mío comenzó a circular enloquecida cuando tuve ante mí, desnudo, el cuerpo que tanto había evitado desear y que los años transcurridos casi no habían alterado. El momento había llegado en que no se me ofrecería clandestinamente, sino emancipado, incondicional, anhelante. Tomándome amorosamente se reclinó, recostándose sobre mí, acurrucándose, como queriendo fundirse, en tanto yo me atreví a recorrer cada palmo de su espalda, estrechándolo, dibujando caminos, transitándolos una y otra vez, hasta que alcancé la elevación de sus velludas nalgas y las empujé hacia mi, incitándolas, y nuestras bocas engarzadas se soldaron, y la tina crujió, y el agua se desbordó, y una de sus manos abandonó su puesto en mi rostro incrédulo para desaparecer en algún lugar, y cuando volvió se aferró más aún a mí, y entonces, todo él se incorporó, echándose apenas hacia atrás y, tomando mi miembro, lo ayudó a internarse dentro suyo, sutil, exquisitamente, y, gimiendo, respirando profundo, como queriendo tragar todo el aire que nos rodeaba, llevó a sus nalgas a atornillarse a mi pelvis. Y yo, de a poco, tímidamente, cuidando de no hacerle daño, penetré dentro de él, viajando por entre sus paredes tibias, lisas, como de terciopelo, y comencé a mecerme despacio, en un vaivén pausado, y su semblante extasiado se zambulló sobre mis labios, atenazándolos, y comencé a bombear rítmicamente, permitiéndole sentirme, y los dos jadeamos, sonora, ruidosamente, y él se sacudió, y no dejó de hacerlo, hasta que nuestros cauces, como diluvio que riega la paciente estepa, fluyeron libres, el de él, sobre mi abdomen, el mío, dentro suyo, testimonio gozoso de mi espíritu colmado, de mi alma feliz. Y sellando ese instante con el beso más profundo, más entregado y más sublime que pueda recordar, yacimos exhaustos, inmóviles, respirando lento, yo, la vista clavada en el entramado del techo, pero mirando a través, agradeciendo al cielo estrellado, a la ruta eterna, al café como lava de volcán, al perro mugriento, a mis paralizantes ganas de orinar, al fango apestoso, a mi torpeza y a mi testarudez inquebrantable. Las lágrimas brotaron, abundantes, espesas, pero, esta vez, como signo de la alegría que aún no podía manifestar de otra manera.
El frío del agua nos debe haber hecho reaccionar, porque justo cuando pensaba que nuestro lenguaje de emociones, agotado, necesitaría de una tregua, él repentinamente se puso de pie, extendió su mano hacia mí y yo la tomé, obediente, y caminé junto a él, sin despegarme, los dos chorreando profusamente, sin que a los dos nos importara, dejando un reguero detrás nuestro, yo adorando, en silencio, como en una ensoñación, su espalda ancha, el trasero pequeño y redondo que se balanceaba, nuevamente tentador. Abrió, con sigilo, una puerta que daba a una habitación sorprendentemente cálida, cuya única fuente de luz provenía de un gran ventanal por donde el resplandor estelar se colaba a sus anchas, insinuando la silueta de un catre que se extendía a sus pies. Allí giró sobre sus talones, me rodeó con su brazo y me invitó a contemplar el espectáculo del cosmos arriba nuestro. Me maravillé, extasiado, una vez más, por ese regalo del universo. Ávida, su boca volvió a buscar la mía, nuestras pieles empapadas se pegaron de nuevo, contagiadas, y, como en cámara lenta, nos derrumbamos sobre el camastro, que emitió una queja tímida al sostener nuestro peso, sin que nuestros labios se separaran, hasta que los suyos se alejaron de los míos para andar el itinerario que le sugirieron mi cuello, pecho y vientre sedientos, y así, llegar a la bolsa de mis testículos, para envolverlos delicadamente, y luego continuar hacia mi miembro, y frotarlo, ascendente, descendentemente, sin cesar. Y éste, como mástil enarbolado, ya amenazaba expresar el desenfreno al que estaba siendo sometido, cuando yo, creído de que lo que continuaría sería una regeneración de lo compartido, una repetición del placer por fin conquistado, sin que lo adivinara siquiera, fui sorprendido por un hormigueo, un cosquilleo distinto, un hechizo que partió de la boca de mi recto, atravesó mi espina dorsal capturándome, hipnotizando todas y cada una de las regiones de mi cerebro, derribando irreparablemente las últimas y exánimes barreras de heterosexualidad que, presuntuosas, creyéndose incólumes, pretendían resistir aún, para irradiar sensaciones vírgenes, inexploradas, que dieron lugar a una elegida sumisión, el puente hacia la inesperada bienvenida a un mundo tan desconocido como fascinante. Me retorcí agitado por una reacción instintiva e incontenible, contorsionándome con violencia hasta que una oleada de pasión, como ráfaga implacable, me obligó a arquearme, tomar su miembro e introducirlo en mi boca ansiosa y succionarlo, repetidamente, con ardor. Luego, tomándolo del cabello, lo sumergí en la hendidura donde culmina mi espalda, ofrendándosela, y su lengua allí se hundió, barriéndola con primor, transportándome a una estrecha cornisa donde los límites del placer ya conocido se extinguieron para renacer en una forma nueva. Y entonces, aquello en lo que había creído a rajatabla, aquello que no me había atrevido jamás a desafiar fue reemplazado, de un plumazo certero, por un mundo de sensaciones nuevas que, triunfal, impiadoso, se abrió ante mí, sepultando lo preestablecido, volatilizando creencias, cuestiones de género, cultura, crianza y religión, sin resistencias, y, mi ser, al desembarazarse de ellas, pudo, finalmente, fluir, y Dardo entró en mí, una, dos, mil veces, y lo sujeté fuerte, para que se hundiera más aún, nuestras miradas cruzadas, contemplándose fijamente, yo perdiéndome en las órbitas de sus ojos acuosos en tanto no dejaba de penetrarme con la devoción más intensa que pueda recordar. Fue en ese precioso momento, aquel en que nuestros torrentes surgieron, impetuosos, soberanos, que sentí que ese acto donde absolutamente todo perdió importancia salvo él y yo, esa conexión impar donde el tiempo se detuvo por un segundo eterno, esa unión que se consolidaba, porque ese había sido siempre su misión, esa y no otra cosa sería, para mí, para siempre, la verdadera acepción del significado del amor.
Continúa.


jueves, 6 de septiembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 12a. Parte





El cartel indicando los setenta y cinco kilómetros que distaban para llegar a Cochicó pasó a mi derecha como un bólido sombrío.
Con la mente en blanco y la respiración agitada, devorando en varias cifras por encima de la velocidad permitida la enorme distancia que me separaba de mi destino final, guiaba el pequeño automóvil rentado, un Fiat Palio de la versión más económica disponible, pintado de un cyan tan artificial como inclasificable, por la sinuosa ruta que, desolada, se abría delante mío en esa fría mañana. Había pensado en partir con los primeros rayos de sol, pero, incapaz de conciliar el sueño por un estado de ansiedad que me había tenido dando vueltas gran parte de la noche, poco antes de que el reloj diese las cuatro abandoné la cama, me di una ducha caliente, me vestí con mi mejor sweater y pantalón, pedí al somnoliento y desganado empleado de guardia que me prepararan el desayuno para llevar y, munido de una muda de ropa dentro de mi mochila de explorador, dejé la ciudad con rumbo suroeste.
Miedo, traducido en un hondo abismo en mi convulsionado interior. Sentía mucho miedo en tanto que, con todo el peso de mi pie, y sin vacilar, empujaba el pedal del acelerador obligando a las ruedas a separarse unos milímetros del suelo. El entusiasmo inicial me había precipitado a una decisión cuyo costo incierto comenzaba ahora a experimentar, como si un ser espectral hubiese partido conmigo y se encontrara allí, sonriendo maliciosamente y al acecho, listo para, ante el imprevisto más ínfimo, señalarme el riesgo que supone la insensatez, aquello hecho en competencia contra el reloj.
Marianita tenía razón, estaba más cerca de lo que imaginaba, pero aún así, el trayecto era más largo de lo que hubiese podido imaginar, y, sin dudas, desear. Un mínimo de once horas, descontando percances y descansos, insumiría la odisea demencial que, rebosante de ilusión, me había propuesto. Y otras once de regreso puntual, sin excusas. Suficientes ya había tenido que dar a la hora de explicar mi repentina ausencia de la ciudad el fin de semana en que, supuestamente, había sacrificado mi regreso a Buenos Aires para permanecer de guardia en caso de que surgiesen nuevas fallas en el bendito proyecto. Un tío de Neuquén al que no veía hacía años y que no se encontraba nada bien fue un desesperado, aunque en absoluto original, invento de último momento al que me aferré para despejar cualquier tipo de sospecha con un convencimiento que nadie se atrevió a poner en duda. Silvia, una de las programadoras, dio fé al relatar, con una solemnidad tan pasmosa como digna de la revelación de un secreto de Estado, y sin que nadie se lo pidiera, que me había visto llorar, devastado, cuando hablaba por teléfono. Jamás sabrá cuánto le agradecí por dentro lo que hasta ese oportuno momento no soportaba, su acostumbrada devoción al trabajo de espionaje que ejercía sobre mis actividades y movimientos. Comprobé además, con ello, que era ya hora de abandonar todos mis infructuosos intentos por disfrazar emociones que a los ojos de los demás no podían resultar más evidentes.
¿Por qué me complicaba tanto? ¿Qué me hacía dar tantos rodeos a asuntos que inicialmente rechazaba de cuajo si al final terminaba llevándolos a cabo de la manera más entreverada? Pensé en aquella conversación al amanecer, frente al río, cuando apenas centímetros nos separaban, cuando tuve el destino al alcance de la mano para torcerlo y metérmelo en un bolsillo y, maldito sea, lo eché todo a perder. ¿Para qué diablos, si ahora estaba allí, echando fuego, enloquecido por tragarme entera la distancia, en el medio de una ruta perdida y desierta, con las entrañas ardiendo y el corazón a punto de salírseme por la boca? No había aprendido todavía lo suficiente, eso era claro. ¿Lo haría en esta oportunidad que se me presentaba por delante? ¿Lo haría, en realidad, alguna vez?
Mis pensamientos fueron disipándose poco a poco, colándose por la ventanilla del auto, dejando lugar a un blanco enorme y hueco, a una placentera y serena enajenación en la que permanecí sumido por un par de largas horas.
Un fuerte crujido que provino de mi estómago me sacó del trance durante la larga recta que, luego de una pendiente pronunciada, me introdujo en un valle ancho y salpicado de viñedos. Con mi mano derecha me las arreglé para beber un gran sorbo del café con leche caliente que traía en un termo pequeño y atrapar y dar un mordisco brusco a una medialuna. A través del parabrisas, tímidos rayos de sol comenzaron a filtrarse por las estrechas rendijas que un manto de espesas nubes blancas fue creando al entreabrirse con pereza. Paseé entonces conscientemente, creo que por primera vez, la vista por el espectacular paisaje ante mi. Las ordenadas filas de viñedos recrudecieron en un verde salvaje e intenso, y, sobre mi lado derecho, la intimidante muralla de lejanos cerros andinos cuyas cimas terminaban en filosos picos nevados se encendieron como faros radiantes y gentiles. Mientras engullía el resto de la medialuna recorrí distraidamente la línea de sus escarpadas laderas verticales, sus salientes erosionadas como gárgolas guardianas, a la vez que, mansa, suavemente, formas, luces, colores, en una sucesión de retazos de instantáneas antiguas, incompletas, difusas y superpuestas, se insinuaban en los pliegues de mi aletargada consciencia, desatando un creciente cosquilleo hipnótico, que me transportó, de manera errática, a una suerte de dimensión paralela, distante y reveladora. Bebí, abstraído por el efecto, un poco más del humeante café. El coche, silencioso, pareció ahora, sin mi control, deslizarse a su voluntad a través de una escenografía en donde las montañas, dueñas de una metamorfosis repentina, se alzaron, convirtiéndose en los intimidantes colmillos de unas fauces gigantescas y hambrientas que se proponían apresarme y triturarme para, sin deglutirme, regurgitarme entero, impregnado de la pátina pesada y espesa que sería su marca, la profunda marca de los impulsos naturales que yo, una suerte de émulo del Ennis del Mar más empecinado en su inútil ceguera, había negado obcecadamente, pero que ahora debería asimilar sin escapatoria. Uno de los neumáticos mordió imprevistamente el fin del pavimento, el volante se sacudió con violencia y todo el coche se bamboleó de lado con un estruendo de piedras estrellándose contra la carrocería. El termo y su candente contenido se escabulleron de mi mano, quemando mis labios y barbilla antes de impactar sobre mi sweater beige, mis pantalones y los mapas a mi lado, en tanto que las medialunas, un pequeño emparedado y un recipiente lleno de ensalada de frutas que aún no había tocado chocaron contra el piso desparramándose en todas direcciones. Ahogando un alarido poco varonil empuñé la dirección, dí un intempestivo giro hacia la izquierda, y el auto se contoneó con un fuerte zigzag que me introdujo de lleno en el carril contrario, hasta que, manoteando desesperado hacia el sentido correcto, pude gobernar la dirección y corregir, por fin, el rumbo. Dominar mi corazón latiendo a todo galope me llevó un poco más de tiempo.
Me detuve en una estación de servicio un poco antes de Algarrobo del Aguila, ya en la provincia de La Pampa, para hacer un breve alto y arreglar el desastre que había armado. Un empleado de gorra grasienta me escudriñó, sin moverse de su puesto junto a un viejo surtidor, con la misma estupefacción con que se contempla el descenso de un ser extraterrestre de su nave interplanetaria. Le ordené, con desdén, que llenara el tanque y, entre ráfagas de viento polvoriento, me dirigí al único baño, sucio y maloliente. Un espejo manchado y resquebrajado, que a duras penas colgaba de un gancho oxidado, me dio la bienvenida mostrándome la imagen de un ser ojeroso, de cabello revuelto sólo del lado izquierdo, y una graciosa mancha marrón que recorría los contornos de su boca, continuaba por su cuello y formaba un oscuro círculo irregular en el centro de su sweater color arena, para terminar en una elipse alargada en sus extremos justo en el centro de sus pantalones. Abrí el grifo con furia liberando sólo un minúsculo hilo de agua helada con el que tuve que vérmelas para asearme la cara y aplastar los rebeldes mechones de un lado de mi cabellera. Deseché la idea de limpiar mi vestimenta, oriné y salí. Un perro que dormitaba al sol, indiferente a todo, a un costado de la isla de surtidores, se paró, como si me conociera, al verme, y corrió, irremediablemente, a mi encuentro. Sus patas delanteras, empapadas en barro y pegajoso aceite de automóvil, se posaron sobre mí, juguetonas, tatuando un artístico collage de huellas sobre el tejido polar del sweater y la franela del pantalón. Lo aparté cortésmente acariciándolo con simpatía justo cuando una corriente de viento arremolinado llenó mis ojos de partículas de tierra que mis dedos llegaron tarde a cubrir. Me los refregué con fastidio, y cuando pude por fin entreabrirlos divisé al empleado con los brazos a los costados esperando que le pagara, como si una cola de demandantes y apurados clientes reclamara sus servicios. Compré algo para beber y comer y retomé, raudo, el camino.




A media tarde bordeé la ciudad de Neuquén, donde volví a llenar el tanque de combustible y me reaprovisioné de bebidas y unos paquetes de galletitas saladas, los objetos de mis únicos y esporádicos pasatiempos durante el interminable viaje, además de escuchar la maltrecha radio, en los escasos momentos en que atravesaba zonas pobladas. La ruta, a partir de ese punto, volviéndose una marcada diagonal hacia el suroeste, fue adentrándose en las rojizas y desérticas estribaciones de la precordillera. El entumecimiento al que me tenía sometido mi pétrea posición al mando del coche no se hizo notar hasta llegar a Junín de los Andes con los últimos rayos de sol. Las luces naranja violáceo del ocaso escondiéndose por detrás del cordón montañoso tuvieron el efecto de un cronómetro de precisión que mediría, a partir de entonces, el escasísimo tiempo de luz natural que me quedaba. El desvío a la ruta provincial 52 me recordó el consejo de Juanjo de no meterme en caminos de ripio al anochecer. Me detuve, vacilante, antes de entrar de lleno en el terreno incierto que me esperaba. Unos kilómetros más y perdería la señal del teléfono celular, y con ello, toda posibilidad de contacto con el mundo, con mi mundo. Pensé en Clara y Francisco, escuchando de labios de su madre que papá visitaría unas bodegas el fin de semana, y por eso no estaría disponible para el usual saludo de buenas noches. Me maldije en voz alta. No sólo puto, sino mentiroso. Pero había llegado hasta allí, lo cual significaba a las claras que ya estaba hasta el cuello, así que antes de que mi ánimo comenzara a menguar, y comenzara con mis cuestionamientos crónicos, preludios del boicot más implacable, apreté el acelerador y me zambullí en la polvorienta ruta. Un letrero herrumbroso indicando las distancias desde ese paraje me hizo lanzar un hondo suspiro de alivio. El lago Currhué chico era el sitio más cercano de la lista. "Apenas" cuarenta y tantos kilómetros, que debí recorrer con la destreza y los reflejos de un piloto de rally, esquivando grandes charcos de lodo y piedras de todos los tamaños, y que, dadas las particularidades del camino, se hicieron sentir en la larga hora que me demandó cubrirlos. Un fino hilo de orina ya bañaba mis muslos cuando frené y me lancé del auto, que no se detuvo totalmente sino que siguió en movimiento hasta que la pérdida de inercia lo paró en el momento en que, desesperado, y chapoteando, bajaba el cierre de mi bragueta y lograba descargar el caudal de jugo y refresco acumulados en mi vejiga. El color regresó paulatinamente a mi rostro, la parte atribulada de mí se desvaneció en el aire oscuro y un líquido frío y espeso que inundó suavemente mis zapatos, no sólo fue la señal de que había recobrado la consciencia sino también el signo tardío de que mis pies se habían hundido en el fango hasta pasar los tobillos. Necesité asirme de una rama áspera y espinosa para poder liberar mis piernas, capturadas por el tenebroso y hambriento lodazal, pero, en cuanto conseguí levantar una de ellas, la otra, succionada por la brecha que mi peso había abierto, como en un efecto de ventosa, se hundió aún más, con lo cual, no sin antes aletear un par de afanosos y desesperados malabares que me salvaran de perder del equilibrio, caí de espaldas sin remedio, salpicado por una lluvia de densas y pesadas gotas. Increíblemente, no me incorporé en seguida, sino que permanecí, mitad del cuerpo en medio del fango pegajoso, la otra mitad sobre el durísimo suelo, incrédulo e inmóvil, con la vista perdida en un cielo tapizado de centelleantes estrellas, hasta que el rumor de un potente motor acompañado del crujido de pedregullo se anticipó a un fuerte haz de luz que me privó del espectáculo celestial pero que no consiguió sobresaltarme ni hacerme reaccionar, cautivado como me encontraba por el dulce sopor. A todo ello siguió un repentino jadeo y un siseo de pelos aproximándose que sí me obligaron a erguirme con dificultad, alarmado. El contraluz me mostró la silueta de un gran perro que, ladrando con agitación, se dirigía hacia mí como saeta.
- ¡Rodríguez! ¡Rodríguez, acá, junto! - Gritó una voz familiar, por sobre el sonido de pasos apurados, que se detuvieron en seco a centímetros de mí.
- No puede ser... - balbuceó la voz, apagándose súbitamente. Siguió otro silencio breve, que aproveché para apartarme de los incesantes y ansiosos lamidos del perro e incorporarme hecho un verdadero asco.
- Rodri... Rodri, ¿sos vos?... - miré hacia la voz, entrecerrando los ojos. La luz de los faros del vehículo me enceguecía. Emití un gruñido que quiso ser una afirmación, mientras me sacudía, luchando, infructuosamente, por deshacerme de algo de toda la mugre que llevaba encima.
- ¡Boludo, por un momento pensé que se trataba del monstruo de la laguna negra!... - alcanzó a decir, y estalló en carcajadas.
Mis labios se torcieron en una mueca de fastidio que quiso ser grave, pero el esfuerzo hizo que me atorara, asfixiándome.
- ¡Mejor dicho,... - agregó, con voz entrecortada por la risa..- ...del lago Currhué chico!
No podía haber elegido una metáfora más adecuada para describir mi aspecto. Lo miré, y en un gesto que fue el pasaporte a mi tan buscada capitulación, reí con ganas, deshecho, como él, en estruendosas carcajadas.
- Y a vos, más lejos no pudieron ubicarte los de Parques Nacionales, ¿no? - inquirí, cuando conseguí calmarme.
- Sabiendo que venías a atacarme... encima así, con esa facha, quisieron esconderme todo lo que pudieron... - dijo, irónico, para agregar, sugestiva, dulcemente - ... Agradezco a Dios que no lo hayan logrado.
Sus brazos me atenazaron antes de que me diese cuenta, su mejilla rozó la mía, y sus dedos acariciaron mi pelo con vigor. La tibieza de su cuerpo me partió de cuajo, desarmándome, pulverizando la contención a la que tenía sometidas mis emociones, liberándolas con la fuerza de una estampida de caballos salvajes huyendo del corral que los retenía, para sumirme en un llanto tan abrumador como inusual en mí. Ninguno de los dos dijo nada, arrullados como estábamos por el tenue vaivén de nuestro cálido abrazo.
- Dardo, Dardito... - musité luego entre sollozos, cuando hube tragado suficiente saliva, mi cabeza hundida entre su hombro y el cuello. - ...perdoname, perdoname, yo no...
- Hey, hey... - susurró él, aferrándome con más fuerza y besándome repetidamente la sucia mejilla. - está todo bien, mi buen Rodri... mi lindo Rodri.
Por un par de minutos que parecieron detenerse en la quietud de esa deliciosa noche, que mis ahogados gemidos y el ronroneo del motor, se atrevieron, acompasados e indiferentes, a quebrar, seguimos así, unidos, engarzados el uno con el otro . El ladrido lastimoso del perro dando vueltas alrededor nuestro, inquieto, nos hizo apartarnos finalmente, pero él no dejó de rodearme con su brazo.
- Rodríguez, quieto, ya vamos... - ordenó Dardo, palmeándole el hocico.
- ¿Rodríguez? - pregunté, intrigado, tartamudeando por entre las secuelas de mi llanto. - ¿Por qué un apellido?
Dardo se limitó a mirarme con suspicacia, levantando el ceño. Demoré un instante en darme cuenta, luego tragué, reprimiendo un embrionario nudo en la garganta. Sonreía cuando volví a mirarlo. Yo hice lo mismo al descubrirlo embadurnado del mismo barro que me cubría.
- Rodri, no has crecido un sólo día, ni uno sólo. - dijo. - Vení, bajemos tus cosas y cerremos el auto, mañana venimos a buscarlo. - propuso de inmediato.
Esperé a que instalara una precaria funda con un gran trozo de nylon en su camioneta antes de subir y sentarme a su lado. Un sendero angosto y serpenteante que pronto se transformó en una pendiente accidentada nos condujo velozmente hacia terreno boscoso. Una de sus manos abandonó el volante para posarse sobre la mía. Dirigí mis ojos hacia él. Su mirada centelleaba en tanto anunciaba, feliz:
- Nunca te podrás imaginar cuánto tiempo deseé este momento, Rodri, nunca, te lo aseguro.
No hubiese tenido sentido explicarle que sí, que podía imaginarlo perfectamente, si yo mismo acababa, recién ahora, de medir el inconmensurablemente placentero efecto del mero roce de su piel sobre la mía, erizándola, colmándola de deseo apenas contenible, de embriagadora felicidad, de una sensación que, a la vez que humedecía mis ojos cada vez que lo pensaba, por fin aceptaba y celebraba.