jueves, 6 de septiembre de 2007

Nadie te Amará como Yo - 12a. Parte





El cartel indicando los setenta y cinco kilómetros que distaban para llegar a Cochicó pasó a mi derecha como un bólido sombrío.
Con la mente en blanco y la respiración agitada, devorando en varias cifras por encima de la velocidad permitida la enorme distancia que me separaba de mi destino final, guiaba el pequeño automóvil rentado, un Fiat Palio de la versión más económica disponible, pintado de un cyan tan artificial como inclasificable, por la sinuosa ruta que, desolada, se abría delante mío en esa fría mañana. Había pensado en partir con los primeros rayos de sol, pero, incapaz de conciliar el sueño por un estado de ansiedad que me había tenido dando vueltas gran parte de la noche, poco antes de que el reloj diese las cuatro abandoné la cama, me di una ducha caliente, me vestí con mi mejor sweater y pantalón, pedí al somnoliento y desganado empleado de guardia que me prepararan el desayuno para llevar y, munido de una muda de ropa dentro de mi mochila de explorador, dejé la ciudad con rumbo suroeste.
Miedo, traducido en un hondo abismo en mi convulsionado interior. Sentía mucho miedo en tanto que, con todo el peso de mi pie, y sin vacilar, empujaba el pedal del acelerador obligando a las ruedas a separarse unos milímetros del suelo. El entusiasmo inicial me había precipitado a una decisión cuyo costo incierto comenzaba ahora a experimentar, como si un ser espectral hubiese partido conmigo y se encontrara allí, sonriendo maliciosamente y al acecho, listo para, ante el imprevisto más ínfimo, señalarme el riesgo que supone la insensatez, aquello hecho en competencia contra el reloj.
Marianita tenía razón, estaba más cerca de lo que imaginaba, pero aún así, el trayecto era más largo de lo que hubiese podido imaginar, y, sin dudas, desear. Un mínimo de once horas, descontando percances y descansos, insumiría la odisea demencial que, rebosante de ilusión, me había propuesto. Y otras once de regreso puntual, sin excusas. Suficientes ya había tenido que dar a la hora de explicar mi repentina ausencia de la ciudad el fin de semana en que, supuestamente, había sacrificado mi regreso a Buenos Aires para permanecer de guardia en caso de que surgiesen nuevas fallas en el bendito proyecto. Un tío de Neuquén al que no veía hacía años y que no se encontraba nada bien fue un desesperado, aunque en absoluto original, invento de último momento al que me aferré para despejar cualquier tipo de sospecha con un convencimiento que nadie se atrevió a poner en duda. Silvia, una de las programadoras, dio fé al relatar, con una solemnidad tan pasmosa como digna de la revelación de un secreto de Estado, y sin que nadie se lo pidiera, que me había visto llorar, devastado, cuando hablaba por teléfono. Jamás sabrá cuánto le agradecí por dentro lo que hasta ese oportuno momento no soportaba, su acostumbrada devoción al trabajo de espionaje que ejercía sobre mis actividades y movimientos. Comprobé además, con ello, que era ya hora de abandonar todos mis infructuosos intentos por disfrazar emociones que a los ojos de los demás no podían resultar más evidentes.
¿Por qué me complicaba tanto? ¿Qué me hacía dar tantos rodeos a asuntos que inicialmente rechazaba de cuajo si al final terminaba llevándolos a cabo de la manera más entreverada? Pensé en aquella conversación al amanecer, frente al río, cuando apenas centímetros nos separaban, cuando tuve el destino al alcance de la mano para torcerlo y metérmelo en un bolsillo y, maldito sea, lo eché todo a perder. ¿Para qué diablos, si ahora estaba allí, echando fuego, enloquecido por tragarme entera la distancia, en el medio de una ruta perdida y desierta, con las entrañas ardiendo y el corazón a punto de salírseme por la boca? No había aprendido todavía lo suficiente, eso era claro. ¿Lo haría en esta oportunidad que se me presentaba por delante? ¿Lo haría, en realidad, alguna vez?
Mis pensamientos fueron disipándose poco a poco, colándose por la ventanilla del auto, dejando lugar a un blanco enorme y hueco, a una placentera y serena enajenación en la que permanecí sumido por un par de largas horas.
Un fuerte crujido que provino de mi estómago me sacó del trance durante la larga recta que, luego de una pendiente pronunciada, me introdujo en un valle ancho y salpicado de viñedos. Con mi mano derecha me las arreglé para beber un gran sorbo del café con leche caliente que traía en un termo pequeño y atrapar y dar un mordisco brusco a una medialuna. A través del parabrisas, tímidos rayos de sol comenzaron a filtrarse por las estrechas rendijas que un manto de espesas nubes blancas fue creando al entreabrirse con pereza. Paseé entonces conscientemente, creo que por primera vez, la vista por el espectacular paisaje ante mi. Las ordenadas filas de viñedos recrudecieron en un verde salvaje e intenso, y, sobre mi lado derecho, la intimidante muralla de lejanos cerros andinos cuyas cimas terminaban en filosos picos nevados se encendieron como faros radiantes y gentiles. Mientras engullía el resto de la medialuna recorrí distraidamente la línea de sus escarpadas laderas verticales, sus salientes erosionadas como gárgolas guardianas, a la vez que, mansa, suavemente, formas, luces, colores, en una sucesión de retazos de instantáneas antiguas, incompletas, difusas y superpuestas, se insinuaban en los pliegues de mi aletargada consciencia, desatando un creciente cosquilleo hipnótico, que me transportó, de manera errática, a una suerte de dimensión paralela, distante y reveladora. Bebí, abstraído por el efecto, un poco más del humeante café. El coche, silencioso, pareció ahora, sin mi control, deslizarse a su voluntad a través de una escenografía en donde las montañas, dueñas de una metamorfosis repentina, se alzaron, convirtiéndose en los intimidantes colmillos de unas fauces gigantescas y hambrientas que se proponían apresarme y triturarme para, sin deglutirme, regurgitarme entero, impregnado de la pátina pesada y espesa que sería su marca, la profunda marca de los impulsos naturales que yo, una suerte de émulo del Ennis del Mar más empecinado en su inútil ceguera, había negado obcecadamente, pero que ahora debería asimilar sin escapatoria. Uno de los neumáticos mordió imprevistamente el fin del pavimento, el volante se sacudió con violencia y todo el coche se bamboleó de lado con un estruendo de piedras estrellándose contra la carrocería. El termo y su candente contenido se escabulleron de mi mano, quemando mis labios y barbilla antes de impactar sobre mi sweater beige, mis pantalones y los mapas a mi lado, en tanto que las medialunas, un pequeño emparedado y un recipiente lleno de ensalada de frutas que aún no había tocado chocaron contra el piso desparramándose en todas direcciones. Ahogando un alarido poco varonil empuñé la dirección, dí un intempestivo giro hacia la izquierda, y el auto se contoneó con un fuerte zigzag que me introdujo de lleno en el carril contrario, hasta que, manoteando desesperado hacia el sentido correcto, pude gobernar la dirección y corregir, por fin, el rumbo. Dominar mi corazón latiendo a todo galope me llevó un poco más de tiempo.
Me detuve en una estación de servicio un poco antes de Algarrobo del Aguila, ya en la provincia de La Pampa, para hacer un breve alto y arreglar el desastre que había armado. Un empleado de gorra grasienta me escudriñó, sin moverse de su puesto junto a un viejo surtidor, con la misma estupefacción con que se contempla el descenso de un ser extraterrestre de su nave interplanetaria. Le ordené, con desdén, que llenara el tanque y, entre ráfagas de viento polvoriento, me dirigí al único baño, sucio y maloliente. Un espejo manchado y resquebrajado, que a duras penas colgaba de un gancho oxidado, me dio la bienvenida mostrándome la imagen de un ser ojeroso, de cabello revuelto sólo del lado izquierdo, y una graciosa mancha marrón que recorría los contornos de su boca, continuaba por su cuello y formaba un oscuro círculo irregular en el centro de su sweater color arena, para terminar en una elipse alargada en sus extremos justo en el centro de sus pantalones. Abrí el grifo con furia liberando sólo un minúsculo hilo de agua helada con el que tuve que vérmelas para asearme la cara y aplastar los rebeldes mechones de un lado de mi cabellera. Deseché la idea de limpiar mi vestimenta, oriné y salí. Un perro que dormitaba al sol, indiferente a todo, a un costado de la isla de surtidores, se paró, como si me conociera, al verme, y corrió, irremediablemente, a mi encuentro. Sus patas delanteras, empapadas en barro y pegajoso aceite de automóvil, se posaron sobre mí, juguetonas, tatuando un artístico collage de huellas sobre el tejido polar del sweater y la franela del pantalón. Lo aparté cortésmente acariciándolo con simpatía justo cuando una corriente de viento arremolinado llenó mis ojos de partículas de tierra que mis dedos llegaron tarde a cubrir. Me los refregué con fastidio, y cuando pude por fin entreabrirlos divisé al empleado con los brazos a los costados esperando que le pagara, como si una cola de demandantes y apurados clientes reclamara sus servicios. Compré algo para beber y comer y retomé, raudo, el camino.




A media tarde bordeé la ciudad de Neuquén, donde volví a llenar el tanque de combustible y me reaprovisioné de bebidas y unos paquetes de galletitas saladas, los objetos de mis únicos y esporádicos pasatiempos durante el interminable viaje, además de escuchar la maltrecha radio, en los escasos momentos en que atravesaba zonas pobladas. La ruta, a partir de ese punto, volviéndose una marcada diagonal hacia el suroeste, fue adentrándose en las rojizas y desérticas estribaciones de la precordillera. El entumecimiento al que me tenía sometido mi pétrea posición al mando del coche no se hizo notar hasta llegar a Junín de los Andes con los últimos rayos de sol. Las luces naranja violáceo del ocaso escondiéndose por detrás del cordón montañoso tuvieron el efecto de un cronómetro de precisión que mediría, a partir de entonces, el escasísimo tiempo de luz natural que me quedaba. El desvío a la ruta provincial 52 me recordó el consejo de Juanjo de no meterme en caminos de ripio al anochecer. Me detuve, vacilante, antes de entrar de lleno en el terreno incierto que me esperaba. Unos kilómetros más y perdería la señal del teléfono celular, y con ello, toda posibilidad de contacto con el mundo, con mi mundo. Pensé en Clara y Francisco, escuchando de labios de su madre que papá visitaría unas bodegas el fin de semana, y por eso no estaría disponible para el usual saludo de buenas noches. Me maldije en voz alta. No sólo puto, sino mentiroso. Pero había llegado hasta allí, lo cual significaba a las claras que ya estaba hasta el cuello, así que antes de que mi ánimo comenzara a menguar, y comenzara con mis cuestionamientos crónicos, preludios del boicot más implacable, apreté el acelerador y me zambullí en la polvorienta ruta. Un letrero herrumbroso indicando las distancias desde ese paraje me hizo lanzar un hondo suspiro de alivio. El lago Currhué chico era el sitio más cercano de la lista. "Apenas" cuarenta y tantos kilómetros, que debí recorrer con la destreza y los reflejos de un piloto de rally, esquivando grandes charcos de lodo y piedras de todos los tamaños, y que, dadas las particularidades del camino, se hicieron sentir en la larga hora que me demandó cubrirlos. Un fino hilo de orina ya bañaba mis muslos cuando frené y me lancé del auto, que no se detuvo totalmente sino que siguió en movimiento hasta que la pérdida de inercia lo paró en el momento en que, desesperado, y chapoteando, bajaba el cierre de mi bragueta y lograba descargar el caudal de jugo y refresco acumulados en mi vejiga. El color regresó paulatinamente a mi rostro, la parte atribulada de mí se desvaneció en el aire oscuro y un líquido frío y espeso que inundó suavemente mis zapatos, no sólo fue la señal de que había recobrado la consciencia sino también el signo tardío de que mis pies se habían hundido en el fango hasta pasar los tobillos. Necesité asirme de una rama áspera y espinosa para poder liberar mis piernas, capturadas por el tenebroso y hambriento lodazal, pero, en cuanto conseguí levantar una de ellas, la otra, succionada por la brecha que mi peso había abierto, como en un efecto de ventosa, se hundió aún más, con lo cual, no sin antes aletear un par de afanosos y desesperados malabares que me salvaran de perder del equilibrio, caí de espaldas sin remedio, salpicado por una lluvia de densas y pesadas gotas. Increíblemente, no me incorporé en seguida, sino que permanecí, mitad del cuerpo en medio del fango pegajoso, la otra mitad sobre el durísimo suelo, incrédulo e inmóvil, con la vista perdida en un cielo tapizado de centelleantes estrellas, hasta que el rumor de un potente motor acompañado del crujido de pedregullo se anticipó a un fuerte haz de luz que me privó del espectáculo celestial pero que no consiguió sobresaltarme ni hacerme reaccionar, cautivado como me encontraba por el dulce sopor. A todo ello siguió un repentino jadeo y un siseo de pelos aproximándose que sí me obligaron a erguirme con dificultad, alarmado. El contraluz me mostró la silueta de un gran perro que, ladrando con agitación, se dirigía hacia mí como saeta.
- ¡Rodríguez! ¡Rodríguez, acá, junto! - Gritó una voz familiar, por sobre el sonido de pasos apurados, que se detuvieron en seco a centímetros de mí.
- No puede ser... - balbuceó la voz, apagándose súbitamente. Siguió otro silencio breve, que aproveché para apartarme de los incesantes y ansiosos lamidos del perro e incorporarme hecho un verdadero asco.
- Rodri... Rodri, ¿sos vos?... - miré hacia la voz, entrecerrando los ojos. La luz de los faros del vehículo me enceguecía. Emití un gruñido que quiso ser una afirmación, mientras me sacudía, luchando, infructuosamente, por deshacerme de algo de toda la mugre que llevaba encima.
- ¡Boludo, por un momento pensé que se trataba del monstruo de la laguna negra!... - alcanzó a decir, y estalló en carcajadas.
Mis labios se torcieron en una mueca de fastidio que quiso ser grave, pero el esfuerzo hizo que me atorara, asfixiándome.
- ¡Mejor dicho,... - agregó, con voz entrecortada por la risa..- ...del lago Currhué chico!
No podía haber elegido una metáfora más adecuada para describir mi aspecto. Lo miré, y en un gesto que fue el pasaporte a mi tan buscada capitulación, reí con ganas, deshecho, como él, en estruendosas carcajadas.
- Y a vos, más lejos no pudieron ubicarte los de Parques Nacionales, ¿no? - inquirí, cuando conseguí calmarme.
- Sabiendo que venías a atacarme... encima así, con esa facha, quisieron esconderme todo lo que pudieron... - dijo, irónico, para agregar, sugestiva, dulcemente - ... Agradezco a Dios que no lo hayan logrado.
Sus brazos me atenazaron antes de que me diese cuenta, su mejilla rozó la mía, y sus dedos acariciaron mi pelo con vigor. La tibieza de su cuerpo me partió de cuajo, desarmándome, pulverizando la contención a la que tenía sometidas mis emociones, liberándolas con la fuerza de una estampida de caballos salvajes huyendo del corral que los retenía, para sumirme en un llanto tan abrumador como inusual en mí. Ninguno de los dos dijo nada, arrullados como estábamos por el tenue vaivén de nuestro cálido abrazo.
- Dardo, Dardito... - musité luego entre sollozos, cuando hube tragado suficiente saliva, mi cabeza hundida entre su hombro y el cuello. - ...perdoname, perdoname, yo no...
- Hey, hey... - susurró él, aferrándome con más fuerza y besándome repetidamente la sucia mejilla. - está todo bien, mi buen Rodri... mi lindo Rodri.
Por un par de minutos que parecieron detenerse en la quietud de esa deliciosa noche, que mis ahogados gemidos y el ronroneo del motor, se atrevieron, acompasados e indiferentes, a quebrar, seguimos así, unidos, engarzados el uno con el otro . El ladrido lastimoso del perro dando vueltas alrededor nuestro, inquieto, nos hizo apartarnos finalmente, pero él no dejó de rodearme con su brazo.
- Rodríguez, quieto, ya vamos... - ordenó Dardo, palmeándole el hocico.
- ¿Rodríguez? - pregunté, intrigado, tartamudeando por entre las secuelas de mi llanto. - ¿Por qué un apellido?
Dardo se limitó a mirarme con suspicacia, levantando el ceño. Demoré un instante en darme cuenta, luego tragué, reprimiendo un embrionario nudo en la garganta. Sonreía cuando volví a mirarlo. Yo hice lo mismo al descubrirlo embadurnado del mismo barro que me cubría.
- Rodri, no has crecido un sólo día, ni uno sólo. - dijo. - Vení, bajemos tus cosas y cerremos el auto, mañana venimos a buscarlo. - propuso de inmediato.
Esperé a que instalara una precaria funda con un gran trozo de nylon en su camioneta antes de subir y sentarme a su lado. Un sendero angosto y serpenteante que pronto se transformó en una pendiente accidentada nos condujo velozmente hacia terreno boscoso. Una de sus manos abandonó el volante para posarse sobre la mía. Dirigí mis ojos hacia él. Su mirada centelleaba en tanto anunciaba, feliz:
- Nunca te podrás imaginar cuánto tiempo deseé este momento, Rodri, nunca, te lo aseguro.
No hubiese tenido sentido explicarle que sí, que podía imaginarlo perfectamente, si yo mismo acababa, recién ahora, de medir el inconmensurablemente placentero efecto del mero roce de su piel sobre la mía, erizándola, colmándola de deseo apenas contenible, de embriagadora felicidad, de una sensación que, a la vez que humedecía mis ojos cada vez que lo pensaba, por fin aceptaba y celebraba.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que estoy de barro hasta los ojos!!!

Pero si es como si estuviera allí en primera persona observando emocionada e intentando que no me vieran...

¿Qué puedo decirte?

Me da miedo que tantas emociones contenidas, tantos años esperando este momento, sean sólo eso, un momento...

Lindo vaquero, muy lindo.

Un beso

Rosa dijo...

Dios, que viaje el de Rodrigo...el café con leche derramado sobre el sweater impecable...las patitas de grasa de perro y encima el barro. Pero... que importa todo eso, que poco importa cuando corres hacía lo que amas. A lo que finalmente HAZ ACEPTADO Y CELEBRADO.

Mi querido amigo... ¿qué puedo decirte que no te haya dicho ya?. Sí hemos hecho el camino con Rodrigo y ahora temblamos con ese roce tibio de una mano sobre la nuestra...
Cómo me gusta cuando la gente es feliz... aunque sea ficción.

devezencuando dijo...

El viaje y todos los problemas ya no importan cuando estás frente al ser amado.

Ese abrazo y el roce de su piel seguramente son el preludio de algo mejor...

AnCris dijo...

Te leo y siento ¿o es al revés? qué se yo... es impresionante cómo galopa mi corazón, agazapada en el asiento trasero de ese automovil, percibiendo cada palpitación de su pecho...
¿Qué más decir?
Sólo esto...
Bellísimo, Vaquero, bellísimo...
Y sigamos, por favor, que ahora voy en la parte trasera de la camioneta, mirando estrellas, pero ta fresca la noche... ja ja ja!
Besotes!

Arquitecturibe dijo...

"tatuando un artístico collage de huellas sobre el tejido polar del sweater y la franela del pantalón"
.... Eso, mi dulce amigo, son letras de Gran Escuela... como te envidio, quisiera ser un escritor asi de bueno....auqnue me quedé a la mitad de la lectura, queria darte mi opinion, mis felicitaciones y mis deseos de regresar, a terminar la parte doce....
Un abrazo desde mi lejana galaxia

pon dijo...

Ole que se subió a la camioneta!!!!
Ay madre mia yo no sé si quiero seguir con el siguiente capítulo....qué coño, pos claro que quiero!!!!!
Por dios qué viaje cojonudo nos estás dando Jackfk!!!

Ana dijo...

Ya te he dicho lo que me está gustando esta historia muchas veces, pero es que cada capítulo me deja más pasmada con tu forma de relatar, con la magia que sale de tu sintaxis y con la capacidad que tienes para sumergirme ahí donde tú quieres que lo haga.
Gracias, vaquero.

Max dijo...

¿que añadir a lo que ya te han comentado antes de tu manera maravillosa de escribir?
No son palabras que componen frases- son las emociones mismas desparramadas por la pantalla.

He disfrutado de ese embarrado encuentro casi tanto como ellos. Mil gracias.