Los días pasaron, pareciéndose demasiado, unos a otros. El médico que la empresa había designado para supervisar mi evolución día por medio, determinó que debía prolongar mi reposo. Mis costillas no habían soldado con el apremio acostumbrado para un caso como el mío. "Se debe mover usted mucho", me había retado. Y no había dicho más. Cecilia me había observado con una mirada hostil, y tampoco había hecho comentarios. Y yo, enmudecido por la evidencia, me había limitado a sonrojarme cual pira humana. A regañadientes me comprometí a permanecer más tiempo en la cama, y ella se aseguró de que todo lo que pudiese necesitar no quedara a más distancia de la extensión de mi brazo sano, dispuesto con orden rayano en lo obsesivo, sobre una mesita que había instalado a mi derecha.
Santiago Fuentes, un desarrollador de sistemas a mi cargo, apareció una mañana cálida, escoltado por una Cecilia sonriente y a toda hora servicial. Recuerdo que la odié por haberlo hecho entrar sin anunciármelo, cuando mis ojos parpadeantes pugnaban por acostumbrarse a la luz del nuevo día que entraba a raudales por el ventanal. Hablaron afablemente, entre ellos, ante el espectáculo que yo les ofrecía, despeinado, maloliente, yaciendo en medio de un mar de sábanas arrugadas y apenas vestido con una camiseta harapienta y un sudado calzoncillo con la tenue estampa de un sinfín de Bugs bunnies comprado no menos de cinco años atrás. Después de las conversaciones de rigor, de las formalidades acerca de los avatares del destino, Fuentes anunció, grandilocuente, que su presencia en casa sería breve, y la dedicaría a cargar datos y bases en mi computadora portátil que yo debería controlar e inspeccionar exhaustivamente. "Son las últimas fases del programa, y quieren que las veas", explicó, solícito. En la mirada escrutadora de Cecilia adiviné su entusiasmo, su satisfacción hacia quien, sin proponérselo adrede, se encargaba de engrosar el plantel de responsables de encauzarme, de devolverme de una vez por todas a la recta senda de la vida ordenada y previsible. Pero aquello que debía encarnar mi lazo con el deber, con el universo de obligaciones y responsabilidades por las que me pagaban, irónicamente, también sirvió como vínculo poderosísimo de tan tentador, con las zonas oscuras que ya me había ocupado de frecuentar.
Aún así, esa misma mañana, no bien todos hubieron partido, me puse a darle un riguroso vistazo a los archivos traídos por Fuentes. Corregí un par de procesos y diagramas, agregué otros tantos. El desarrollo seguía bien encaminado. Al poco rato me aburrí y mi vista fue a perderse en el cordón interminable de edificios blancos y grises coronados por un cielo que parecía arder. Lo dudé apenas unos segundos. Abrí un explorador y tipié la dirección de un sitio web. Abrí otro más y en el buscador encontré pronto lo que necesitaba. Con el corazón tontamente al galope, como un chiquillo extasiado, pasé el resto del tiempo sumido en el océano de sitios de la red. Bastaba con que pinchara en uno para que un sinnúmero de ventanas con enlaces tan nuevos como tentadores se desplegaran ante mi vista. Me sorprendió la cantidad de gente que se atreve a desnudarse inescrupulosamente ante una cámara. Todo tipo de hombres con pectorales y abdómenes de escultura grecorromana, glúteos de redondeces que superaban la geometría más perfecta, y erecciones monumentales se desplegaron ante mis ojos hambrientos. Señores de profuso vello en pecho copulaban acrobáticamente con jóvenes lampiños de labios exageradamente rojos, orgías de tres, cinco, diez muchachos asumían las poses menos imaginadas por mí alguna vez. Me pajeé con desesperación, mis fluidos empaparon mi ropa, las sábanas, el teclado y el mouse. Me pajeé nuevamente unos minutos después. Me deshice de la camiseta y el calzoncillo, casi arrancándomelos, en tanto me incorporaba, con cierta dificultad, para ir por cerveza fría. Con menos práctica que convicción, las operaciones que debía realizar para ponerme de pie se habían reducido a unos pocas pero seguras maniobras que conseguía desplegar con mayor rapidez cada vez. Ya casi no necesitaba punto de apoyo para mi brazo sano, mis piernas, históricamente robustas, hacían todo el trabajo. El pinchazo al rotar mi torso encorsetado se fue volviendo más leve, o parte excluyente de toda la veloz ceremonia. Gradualmente, y sin que lo advirtiera especialmente, todo un proceso de selección tan íntimo como sigiloso, se encargaba de horadarme, y pronto, los medios, fueran cuales fueran, perdieron todo dramatismo, todo sentido de moralidad frente a los pasatiempos que gestaron esas horas de prometedora soledad.
Cuando acabé con la botella y mi tercera sesión masturbatoria consecutiva, abandoné la cama una vez más. Recordé que conservaba un Chivas regalo de algún cliente obsecuente de Cecilia. Vagaba, solamente cubierto por la faja alrededor de mis costillas partidas, botella en mano, cuando los acordes de una obertura de Debussy o un compositor por el estilo, sonaron desde la cocina. Aún en mi estado, me sobresalté y fui lo suficientemente conciente para dirigirme allí. El teléfono celular de Cecilia vibraba impaciente, retumbando contra el techo del horno a microondas sobre el que yacía olvidado. Apoyé la botella con violencia sobre la mesada y pulsé el botón de responder sin molestarme en consultar la pantalla. La comunicación se había cortado. Una fracción de segundo después volvió a sonar y antes de que pudiera decir hola, mi confusión y somnolencia sólo permitían una acción juiciosa por vez, una voz masculina dijo: "Ceci, me perdonás?" Siguió un silencio en el que una respiración quejumbrosa hizo eco en el auricular. "Ceci, amor, por favor..." Corté, contemplando el aparato con la mirada queda. Sonó nuevamente. Volví a cortar. Así, cuatro o cinco veces más. Reclinado sobre la mesada, mi brazo enyesado apoyado, mi mano aferrando el teléfono, así permanecí unos cuantos minutos. Cuando estuve seguro de que quien llamaba había desistido en sus intentos, fui directo a revisar la lista de llamadas recibidas. El dueño de las iniciales TC había realizado un sinnúmero de llamados que Cecilia no había tenido la precaución de borrar. Arrojé el aparato sobre la mesa del comedor con indiferencia y retomé el gozoso ritual que me había fabricado, bebiendo un gran sorbo de whisky. Algo que tenía tanto de fantasía como de desasosiego comenzó a germinar, inquietantemente, dentro de mí. Pero no le di cabida. La red presentaba alternativas tanto más apetecibles y anónimas como para dedicarme a barajar especulaciones que no sabía a dónde me conducirían.
El contenido de la botella de whisky había disminuido notablemente cuando la miré como quien mira a alguien de quien recuerda su fisonomía pero no su nombre. Me reí, fascinado con mi travesura. Volví la vista a la computadora. Lo último que recuerdo es la imagen, a pantalla completa, de un corpulento muchacho de espaldas, las manos separando sus brillosas nalgas, exhibiéndome, lujurioso, su tentador recto.
El sonido chirriante de la persiana elevándose fue lo que me arrancó del pesado sopor. Una ráfaga de aire tibio inundó el cuarto, y fuertes rayos solares dieron de lleno sobre mis ojos extraviados. Cecilia emergió de entre las tinieblas, lejana, como esas malvadas de película para chicos que me fascinaban, parada con los brazos cruzados, justo donde terminaban mis pies.
- Volví por mi celular. - espetó fríamente. - Busco los chicos, paso por el supermercado y después vengo para casa. Sus tacos se clavaron sonoramente en el piso cuando se frenó en seco bajo el marco de la puerta. Giró, y con mirada gélida, agregó: - Que no te vean así, por favor.
Luego de aquel fatídico día, el reencuentro con mis hijos a su regreso del colegio se vio teñido por un cono de sombra que Clarita percibió y no se molestó en disimular. Me observaba, estudiándome con una leve hostilidad. Cuando buscaba su mirada inquisidora, me sonreía con sorna y se encogía de hombros sin más. El murmullo de Cecilia al teléfono me llegaba atenuado por los estruendosos sonidos de los dibujos animados que compartíamos cada tarde, como un rumor acompasado y monocorde. Casi a la misma hora, a veces unos minutos antes, otras algo más tarde, tomaba el inalámbrico y la oía pasear, descalza, por la cocina, la sala, y cuando ya no oía nada, podía, sin embargo, sentir su presencia en el balcón. Jamás pregunté, jamás comenté nada acerca de sus regulares llamadas. Tampoco ella hizo mención alguna acerca de este hábito diario. Todo, aparentemente, estaba bien en ese clima de armonía cómplice y artificial.
8 comentarios:
Algún día quiero adquirir esta historia en una librería... aunque tenga que volver a Buenos Aires para recogerla jejeje,
eres genial, amigo, un lujo leerte,
pero por favor, que algo acabe bien en algún momento, no puedo ahora con más tristeza...
Un abrazo infinito
Maricarmen
Al menos a tí te salen las palabras Mª Carmen, porque yo muda me he quedado. Esta autodestrucción de Dardo me está dando mala espina.
¿un final feliz dices?,
yo creo que este vaquero, si es que llega el final feliz, nos lo va a hacer sudar con lágrimas, muchas lágrimas.
Me alegro de tu regreso JfT, de verdad que me alegro mucho.
Un abrazo infinito,
un beso infinito,
un gracias eterno...
Por cierto Mª Carmen, me avisas y vamos juntas a recoger la obra maestra a la libreria...
A este vaquero le debo yo mucho y para empezar un abrazo enorme estaría bien...
Besitos a los dos
La bomba, otro episodio, otro paro cardíaco, otra pequeña esperanza, otro "y ahora qué", otro dolor y más amor.
¡Me encanta!
Así que Cecilia tiene también un secreto...Y Rodrigo dando rienda suelta a sus instintos sin precaución... y por un pelo que Ceci lo pesca, aunque por su comentario algo deducía... pero estoy segura que ella no tiene idea de la índole de lo que ocurre.
Muy bien mi vaquero... mmmm, a ver me avisas en que editorial la publicas... que la voy a tener entre mis favoritas; aunque ya estoy armando mi librito, si no fuera por la pesada de mi impresora... de nuevo anda mala.
Besitos
El angel disperso se lleva hoy al trabajo los tres últimos capitulos, que me quedé en el accidente del Rodri y luego en solidaridad se accidentó mi ordenador, por lo cual estoy "sin actualizar".
Un abrazo, vaquero soñador, y feliz regreso de las vacaciones.
(Por la noche)
Ufff...me lei los tres capitulos del tirón. Me pongo en el papel de Rodri, decántandose por la vida que se supone que debe vivir y negarse el amor verdadero...y destruyéndose un poco a sí mismo en el intento. Ya que en la vida real normalmente no ocurre, espero que aquí Dardo llegue a tiempo a su lado para rescatarle de esa oscuridad y que vivan felices...
Tu historia me absorbe y me emociona, vaquero, no te puedo decir mas.
Un abrazo grande.
¿ Podrá Rodri soportar ese exilio que le supone renunciar al amor de su vida ?, a veces la realidad es tan triste como la ficción, pero a pesar de todo yo soy de los que piensa que no hay que tirar la toalla, ha que esperar siempre a que ocurra el milagro, vivimos de la esperanza.
Me tienes enganchádisimo a tu historia, amigo.
Un abrazo.
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