miércoles, 27 de agosto de 2008

Nieve



La señora Flynn descorrió apenas la cortina. Su intuición tampoco falló esta vez, le diría a Stan esa tarde. Una columna de volutas de tierra se elevaba tras la colina que conducía al rancho.
- Parece que lo olieran a uno. - murmuró con un gesto de desaprobación mientras llevaba la pesada olla al centro de la mesa. - No vayan a moverse. - agregó.
Sus manos se revolvían en el delantal a cuadros cuando la camioneta frenó junto al porche de la casa. Calculó que el muchacho que se apeó no tendría más de veintidos años.
- Señora. - saludó, con una leve inclinación de su cabeza, quitándose un viejo sombrero negro con una pluma de águila.
Ella resopló y dijo: - Tú debes ser el joven Sheeler.
El asintió, turbado por la fiereza en los ojos de ella.
- Sheeler, ¿qué? - inquirió.
La duda en el gesto del muchacho sólo consiguió airarla.
- Empezamos mal. Tu nombre, niño.
- Oh, Rafael. Rafael Sheeler.
- ¿Rafael? ¿Qué clase de nombre es ese?
- Pertenece a un pintor, un pintor que le gustaba a mi madre, mucho.
- Habiendo nombres de sobra en América, no veo el punto de complicarse con extravagancias de pintores y tonterías. - giró sobre sus talones y ordenó. - Entra, estábamos por almorzar.
El muchacho la siguió a través de una pequeña recepción en donde colgaban abrigos y sombreros. Un par de rifles se apoyaban contra la pared de listones de madera gris. La señora Flynn no se molestó en sostenerle la puerta de la estancia contigua. Dos niñas de trenzas y un pequeño sentados a la mesa rieron cuando la puerta lo chocó con fuerza. Los saludó sonriéndoles brevemente. Tomó asiento en una de las dos sillas disponibles cuando la señora Flynn exclamó:
- Allí no. Ese es el lugar de Josh, maldita sea. - Rafael saltó de su asiento y ocupó el de al lado. - Ese es el del señor Flynn. Tu lugar es aquel. - señaló una vetusta mesa junto a la pared. Los niños continuaban riendo. - Sue Ann y Megan Flynn, como no terminen esa sopa... - antes de que concluyera la frase las cucharas se hundieron dentro de los platos humeantes.
El joven recordó el emparedado de carne y el trozo de pastel de maíz que había devorado a un costado de la carretera cuando la primer cucharada de caldo atiborrado de frijoles se depositó en su estómago. No quería contradecir a la señora Flynn, no en su primer día al menos.

Un pesado silencio se apoderó de la cocina comedor, quebrado solamente por los sorbidos del pequeño sentado sobre una silla para bebés y el canto de algún pájaro lejano. En otra ocasión con seguridad hubiera contado alguna de sus historias. Pero la señora Flynn no parecía del tipo sociable exactamente. Con sus ojos rapaces no dejaba de escrutar el progreso en el almuerzo de sus niños.
- ¿Tienes veintidos años, ¿verdad? - disparó de pronto, sin girar la cabeza.
- Así es, señora. - Rafael la vio sonreír ampliamente.
Un rumor de galope cobró súbita vida. Al cabo, la puerta de acceso se cerró con un estrépito. Los tablones del piso se estremecieron bajo los tacones que fueron ganando distancia.
- ¿Son éstas horas de llegar? - rugió la señora Flynn. Los niños se miraron con temor. Un jovencito que no llegaría a los veinte años asomó con gesto de duda.
- Lo sé. Perdón, mamá, el...
- Cállate y siéntate. - Con violencia dejó caer una fuente cargada de papas y trozos de carne sobre la mesa. - Come a prisa. Llegó el señor Sheeler. Tu padre lo espera. - La señora Flynn no se molestó en presentarlos, pero Rafael dedujo que se trataba de Josh Flynn. El joven le dedicó una mirada fugaz y enseguida se zambulló en el plato de comida. No esperó a que terminara, se excusó y salió a fumar.
Unos pocos minutos habían pasado cuando un silbido agudo sonó al otro lado de la casa. Rafael atinó a levantar la mirada para ver al joven Flynn montado en su caballo y señalándole otro, al parecer ya listo para él.
- Soy Rafael. - dijo al acercarse, sin tenderle la mano.
El muchacho no lo miró. Apenas dijo: - Para mí serás Sheeler. Sígueme.
Cuando juntó sus cosas y subió al caballo, Josh ya era un punto en las colinas que se perdían en el horizonte.


Continúa.

martes, 12 de agosto de 2008

El Mundo es Maravilloso




Las noticias desalientan. Asustan en muchos aspectos. Las calles en las grandes ciudades intimidan. Hay que estar alerta constantemente. Tener cuidado, evitar lugares oscuros. Billeteras, teléfonos celulares ocultos. Escatimar la información acerca de nuestras actividades y movimientos. El otro es un posible agresor, mejor desconfiar, siempre. Quien escribe estas líneas vive frente a una de las plazas más importantes de la ciudad. La escultura del pensador de Rodin, sigue ajena a los grafitis que intentan decorar su pedestal pero parece más sombría. Palomas de cuello pivotante deambulan por entre papeles, excrementos, envases y suciedad de larga data. El césped hace tiempo abandonó los retazos de tierra dura protegidos por una cerca poco útil. Es una muestra, no es todo. Pero aún así, un mundo indiferente y cruel parece reinar ante los ojos de un vaquero abrumado que no quiere rendirse a pensar que las cosas deban ser así. Para él el mundo puede ser maravilloso. Puede serlo.
Dicen que la vida es lo que haces de ella, al fin y al cabo.






Miguel Ángel Buonarrotti fue uno de los artistas más grandes del Renacimiento italiano. Es casi imposible encontrar las palabras adecuadas para describir su genialidad, su maestría en todo lo que hizo. Para este vaquero embelesado con su obra, él fue la mano de Dios. ¿Cómo explicar, si no, la capilla Sistina, el David, la Piedad? Dedicado por entero al arte, trabajó con fruición incansable desde muy pequeño. Cada día de su vida. Lo consideraba su misión. Y se entregó a ella. En la madurez de su talento, apenas si dormía o se alimentaba. Sentía que perdía tiempo si lo hacía. Sus manos dibujaban, pintaban, esculpían belleza. Sentía el mármol, lo conocía, detectaba las formas que la naturaleza ya había impreso en sus vetas. Fue odiado, castigado, injuriado, prohibido por ello. Objeto de pujas religiosas y políticas. Y amado también, incondicionalmente.



Jamás llegó a ser rico. Poco lo doblegó realmente. Aún convertido en un manojo de piel y huesos, nunca sus manos dejaron de estrechar el pincel ni el cincel. Ni siquiera cuando caprichos papales y reales arreciaban, o cuando pestes y plagas azotaban Florencia y Roma y lo hacían interrumpir su obra. Ese espíritu indómito no lo abandonó sino hasta pasados los ochenta años de edad.






El mundo era distinto en el siglo XVI. ¿Lo era realmente? La naturaleza humana no ha cambiado demasiado, a entender de este vaquero. Es en momentos como éste, cuando es para él sanador recordar que el mundo es maravilloso, aún a pesar de la raza humana. Que hay amor, bondad, belleza, abundancia. Que uno puede apropiárselas y actuar bajo su mando. Que hubo una vez alguien como Miguel Ángel, cuya obra incomparable, aún quinientos años más tarde, conmueve hasta las lágrimas. Prueba, para él, de que todos, cada uno a su manera, desde su humilde puesto en este mundo, podemos elevarnos, y construir y acercarnos un poco más, a Dios.
Pero eso, sólo si queremos.

Fotos: www. google.com