2006 se ha ido y con él un 11 de febrero que marcó un nítido y convulsionado después en los días que siguieron. Ese fue el día en que vi Secreto en la Montaña por primera vez, y también el día en que todo un proceso emocional incontrolable comenzó a gestarse. Enmudecí, me volví taciturno y reflexivo como no lo había hecho desde hacía tiempo. Comencé a ver el mundo de una manera extraña, lejana y algo ajena. Me encontré cercado y obsesionado por imágenes, voces y música que no se apartaban de mí aunque me esforzara por ocuparme de otras cosas. Para no ser mirado extrañamente, fingí y dejé de hablar de la película. Pero dentro mío había sed, ansiosa sed de saber qué misterio encerraba esa historia que volvía a mi constantemente, como un encantamiento, o un hechizo. Decidido a desentrañarlo, a los pocos días estaba nuevamente sentado en el hall del cine, con el corazón palpitante y el espíritu sereno. La función anterior justo finalizaba, mis ojos estudiaron el semblante de los que salían. Quería, como Ennis, saber si no era el único, comprobar si lo que me sucedía, le sucedía a alguien más o era sólo que estaba por enloquecer, o algo parecido. Una punzada me sacudió cuando ví que la última en dejar la sala era mi propia madre. Finalmente me había hecho caso y había visto MI película... El pudor me invadió al ser descubierto a punto de verla por segunda vez, tontamente me sentía realizando una suerte de actividad clandestina que nadie podía entender ni compartir, hasta ese momento, claro. Así y todo, sentado ya en mi butaca sonreí, el gesto de mi mamá me había conmovido e inundado de ternura.
Un poco más tranquilo ya, volví a casa, a oscuras me senté a contemplar la vista que me ofrecía una ciudad en calma bajo un cielo estrellado mientras los acordes de esa maravillosa guitarra me transportaban a la montaña Brokeback. Las lágrimas por fin surgían, liberadoras. Lloré por ellos, y por todos.
Tanto le hablé a mi gran amigo llegado de la patagonia que surgió de él verla y así la compartimos, con el tiempo justo, porque partía esa misma tarde. Antes de la partida, hubo el momento para una conversación íntima, cálida.
No contento con todo eso, y muy fiel a mi mismo, continué recomendándola y compartiéndola, con aquellos elegidos que iban a saber verla.
Incansable, perseverante, navegué la web buscando pares en todo esto. La página oficial del film, con los testimonios de tantos Jack y Ennis, foros de cine, donde entablé alguna encarnizada discusión, otros sitios, y finalmente, La Hoguera. Y con eso, la alegría inmensa de no ser el único, sino uno más entre cientos, o miles, que hechizados como yo, y más, con mirada aguzada habían analizado cada fotograma y me permitieron reparar en tantos detalles que a mi, aún después de haberla visto y vivido varias veces, se me habían pasado por alto. Cuántos anónimos también compartían su angustia, su desesperanza, sus miedos, deseos y anhelos, descubrían alguien nuevo en sí mismos, o le daban, por fin, alas para que remontase vuelo y fuese libre. Con tantos me encariñé y compartí sus escritos...
Y luego, los blogs, con esos posts de tanta poesía y sentimiento, que inspiraron y motivaron a este pichón de escritor que, como ellos, a casi un año de esa fecha tan significativa y singular, derrama palabras en el suyo propio que intenten expresar, sutil o intensamente, el espíritu de una película llamada Brokeback Mountain.
Sean todos bienvenidos a compartirlo.