Antes de que la imagen de Dardo se fundiera por completo con lo que lo rodeaba y se convirtiera en una mancha gris y difusa pude verlo agitar sus brazos y luego llevar una mano a la frente. Instantáneamente, insinuándose lejanas, las notas se fueron reproduciendo en mi mente, en un burlón acto reflejo, como una suerte de conjuro impiadoso y vengativo.
I can see Daniel waving goodbye,
oh it looks like Daniel,
must be the clouds in my eyes...
Las nubes en mis ojos, sí, quizá.
No había cerrado el cierre relámpago de la entrada de la carpa a propósito, de manera que la brisa suave y fresca que soplaba se colara acariciando nuestras pieles sedientas. Afuera las luciérnagas revoloteaban por doquier, encendiéndose intermitentemente en paciente cortejo. Nuestros pies descalzos se tocaban apenas, produciéndome un cosquilleo abrasador, a duras penas contenible.
- Escuchá. - me pidió, introduciendo un auricular en mi oído, el otro ya estaba en el suyo, y ambos conectados a su inseparable walkman en aquella juventud rebosante de bandas y cantantes que por entonces se reproducían como conejos.
Lo hice.
- Está bueno... ¿quién es? - pregunté, no tan sincero como curioso, alzando la voz por encima de la melodía.
- Elton John... cantando Daniel. - leí de sus labios susurrantes, y, como confesándome un secreto, agregó. - Rodri, si alguna vez, por alguna remota razón Vos y Yo nos tenemos que separar... - hizo una pausa breve - ...esa, y sólo esa, va a ser la canción con la que te voy a recordar siempre.
- Ah... ¿y por qué esa? - pregunté, ignorando su presagio, tratando de sonar distraídamente sugerente.
Acercó su cara a apenas unos centímetros de la mía. Su aliento, tibio, oliendo a menta, penetró mis fosas nasales, acariciando algo en mi interior que no pude definir o describir, ni en ese instante ni ahora, algo que conectaba con la raíz de mi más profundo y salvaje deseo sexual. Un estremecimiento lento, que recorrió mi espina dorsal como la electricidad lo hace con un cable de alta tensión, sacudió mis sentidos y mi percepción, llevándome consigo, dócil, a una dimensión que me iba a enseñar más de mí mismo de lo que era capaz de imaginar.
- No sé, suena a vos, nada más...
- ¿Suena a mí? - pregunté divertido, mis labios rozando ya la humedad de los suyos.
- Sí, a Vos. No lo olvides, nunca... - murmuró, sugestivo, mientras me giraba con ternura y me daba el primero de una serie de besos prolongados, exquisitos, inolvidables.
Instintivamente, como en mi niñez, enjugué la humedad de mis mejillas y mi nariz con la manga del saco. Reparé en ello y de un manotazo tomé un pañuelito de papel de la gaveta. Me limpié con irritación. Mientras lo hacía, detenido en la luz de un semáforo, pensé en cuán ridículo e ingenuo había sido al conmoverme por el palabrerío pretendidamente romántico de un pendejo tan puto y cagón como egoísta y despreciable, alguien que ante la primera señal de peligro había elegido hacerme a un lado, convirtiendo en añicos nuestra relación, lanzándome, solo, al centro de un océano de agobiantes cuestionamientos donde permanecí mucho tiempo a la deriva, para luego, sin otra opción que dejarme guiar por comportamientos y juicios ajenos, verme obligado a obedecerlos e imitarlos sin chistar. Aparté de mi la molesta maraña de recuerdos sacudiendo la cabeza violentamente, como espantando un enjambre de imaginarios y dañinos insectos que no cesaban de rondarme. Dardo se merecía mi abandono y todo mi olvido, la exacta dosis de su propia medicina, sin miramiento alguno, tal como lo había hecho conmigo.
Mecánicamente, como un autómata, conduje el resto del trayecto que me separaba de casa, trazando un repertorio de argumentos que no me permitieran vacilar, convencido, como lo estaba ahora, de que lo que acababa de suceder era, definitivamente, lo mejor que podía haberme pasado. La confesión de la falta cometida por Dardo era, sin lugar a duda, la señal de que jamás debí haber osado apartarme de mi camino, del resguardo incondicional y el cobijo de mi familia, del cumplimiento de mi trabajo. Fogonazos, como refucilos amenazantes, de lo que, enceguecido y sigiloso, me había propuesto, me asaltaron como en un último y desesperado intento por tentarme, por reanudar el acecho de mis bajas inclinaciones. Afortunadamente, un sexto sentido, la salvadora franja de cordura y equilibrio que aún en medio de la más honda confusión había conseguido reaccionar ante el riesgo, felizmente, desbaratándolo todo, me trajo a tierra una vez más. Y entonces me repugnó ver lo que mi inescrupulosa depravación, mi perversidad desenfrenada, mi necedad, ajenas a todo mínimo rasgo de sensatez, habían tenido entre manos. Sabotear primero, para luego, de a poco, acabar rotundamente con mi sagrado presente de normalidad, de confianza y equilibrio, el feliz resultado de una vida de lucha tenaz y de una muy larga espera. ¿Qué hubiese sido de Cecilia, Clarita y Francisquito, con qué cara hubiese debido mirarles si mis intenciones tenían éxito? ¿Yo, yo, Rodigo Leiva, deseando otro hombre? ¿Podía haber coqueteado con la locura más absoluta, como lo había hecho, sin medir consecuencias de ningún tipo? ¿Cómo era posible, qué me había hecho pensar, concebir de manera irracional, la remota posibilidad de que dos hombres pudiesen estar juntos de alguna manera, si lo único que podía enredarlos emocionalmente era, ni más ni menos que, estaba probado, una furiosa y fugaz cogida? Pelotudo de mi, ¿en dónde pensaba que estaba viviendo? La memoria me trajo a Pablo y su dedo acusador, su referencia a la obligatoriedad de ver la película de la montaña de nombre casi impronunciable, a lo que reaccioné con una mueca de hondo disgusto.
Me acercaba ya a casa cuando me alivié cavilando sobre la verdadera razón de ser de lo que, en un primer momento, creí identificar como una suerte de conspiración celestial, una oportunidad, tardía pero concreta, de saldar deudas del pasado. Había estado perdidamente equivocado, aquí no había deudas, sólo existían errores, irresponsabilidades, frutos lógicos de la inmadurez y la confusión de los resabios de un adolescente incompleto y frustrado. Deduje entonces que lo que había vivido no podía ser, en realidad, otra cosa que una prueba, una suerte de desafío, que Dios, algún ser superior o quien fuera, había decidido que Yo debía superar. Entonces, sonreí algo más satisfecho, y me comprometí a enfocarme concienzudamente en borrar de mi mente todo trazo, toda huella, del tembladeral que había experimentado.
Me deslicé dentro de la cama luego de desvestirme silencioso. Envolví, cautivado por una serenidad tan repentina como singular, con mis brazos a Cecilia, que se revolvió somnolienta, pero no despertó. Exhausto como me sentía, ese día no volví a abrir los ojos hasta las primeras horas de la tarde.
La semana que siguió me tuvo, una vez más, en Mendoza trabajando a reloj, sin descanso y ejerciendo una tarea de supervisión y control que no dejaba lugar a la más ínfima distracción. Toda mi actividad se redujo a trabajar, marchar al hotel a darme un baño, mirar algo de televisión y dormir. Apenas si comí, el desayuno y un sandwich que tragaba con desgano por la tarde fueron toda mi dieta durante esos días. No consulté mi correo electrónico personal ni los mensajes de texto en mi celular, el contacto con el mundo de mis afectos se restringió a los llamados a Cecilia y mis hijos por las noches. Estuve a punto de decir sí al ofrecimiento de quedarme allí el fin de semana, cuando recordé el compromiso social que le había prometido a Cecilia cumplir. Regresé entonces a Buenos Aires en el último vuelo de los viernes, casi a medianoche, sorprendentemente exultante y renovado. Cecilia me recibió con los chicos acostados hacía rato, una lasagna increíble, preparada por ella misma, y el Merlot que necesitaba, recién descorchado. Los detalles exactos para la bienvenida que me hacía falta en la que mi mujer no había dejado nada librado al azar. La amé por eso, mucho más que antes. Esa noche hicimos el amor como en nuestros mejores tiempos, bañados por la luz de un par de velas que exhalaban un aroma cítrico exquisito, rozados con suavidad por una ventisca inusualmente tibia para la época, proveniente de la ventana apenas abierta. La piel de su cuerpo, tersa, nacarada, ligeramente untada por una deliciosa mezcla de cremas y lociones, exudaba el perfume que adoro inunde mis conductos respiratorios cuando la exploro minuciosa, lentamente. Llegamos al éxtasis casi juntos, atravesándonos con las miradas, agotados y felices. Se acurrucó, después, a mi lado, mientras yo, en tanto observaba ensimismado las curiosas formas y colores, como de caleidoscopio, que la vista capta en la oscuridad, pensaba en todo el tiempo que, sin que lo haya notado hasta ese preciso momento, había llevado sin masturbarme.
I can see Daniel waving goodbye,
oh it looks like Daniel,
must be the clouds in my eyes...
Las nubes en mis ojos, sí, quizá.
No había cerrado el cierre relámpago de la entrada de la carpa a propósito, de manera que la brisa suave y fresca que soplaba se colara acariciando nuestras pieles sedientas. Afuera las luciérnagas revoloteaban por doquier, encendiéndose intermitentemente en paciente cortejo. Nuestros pies descalzos se tocaban apenas, produciéndome un cosquilleo abrasador, a duras penas contenible.
- Escuchá. - me pidió, introduciendo un auricular en mi oído, el otro ya estaba en el suyo, y ambos conectados a su inseparable walkman en aquella juventud rebosante de bandas y cantantes que por entonces se reproducían como conejos.
Lo hice.
- Está bueno... ¿quién es? - pregunté, no tan sincero como curioso, alzando la voz por encima de la melodía.
- Elton John... cantando Daniel. - leí de sus labios susurrantes, y, como confesándome un secreto, agregó. - Rodri, si alguna vez, por alguna remota razón Vos y Yo nos tenemos que separar... - hizo una pausa breve - ...esa, y sólo esa, va a ser la canción con la que te voy a recordar siempre.
- Ah... ¿y por qué esa? - pregunté, ignorando su presagio, tratando de sonar distraídamente sugerente.
Acercó su cara a apenas unos centímetros de la mía. Su aliento, tibio, oliendo a menta, penetró mis fosas nasales, acariciando algo en mi interior que no pude definir o describir, ni en ese instante ni ahora, algo que conectaba con la raíz de mi más profundo y salvaje deseo sexual. Un estremecimiento lento, que recorrió mi espina dorsal como la electricidad lo hace con un cable de alta tensión, sacudió mis sentidos y mi percepción, llevándome consigo, dócil, a una dimensión que me iba a enseñar más de mí mismo de lo que era capaz de imaginar.
- No sé, suena a vos, nada más...
- ¿Suena a mí? - pregunté divertido, mis labios rozando ya la humedad de los suyos.
- Sí, a Vos. No lo olvides, nunca... - murmuró, sugestivo, mientras me giraba con ternura y me daba el primero de una serie de besos prolongados, exquisitos, inolvidables.
Instintivamente, como en mi niñez, enjugué la humedad de mis mejillas y mi nariz con la manga del saco. Reparé en ello y de un manotazo tomé un pañuelito de papel de la gaveta. Me limpié con irritación. Mientras lo hacía, detenido en la luz de un semáforo, pensé en cuán ridículo e ingenuo había sido al conmoverme por el palabrerío pretendidamente romántico de un pendejo tan puto y cagón como egoísta y despreciable, alguien que ante la primera señal de peligro había elegido hacerme a un lado, convirtiendo en añicos nuestra relación, lanzándome, solo, al centro de un océano de agobiantes cuestionamientos donde permanecí mucho tiempo a la deriva, para luego, sin otra opción que dejarme guiar por comportamientos y juicios ajenos, verme obligado a obedecerlos e imitarlos sin chistar. Aparté de mi la molesta maraña de recuerdos sacudiendo la cabeza violentamente, como espantando un enjambre de imaginarios y dañinos insectos que no cesaban de rondarme. Dardo se merecía mi abandono y todo mi olvido, la exacta dosis de su propia medicina, sin miramiento alguno, tal como lo había hecho conmigo.
Mecánicamente, como un autómata, conduje el resto del trayecto que me separaba de casa, trazando un repertorio de argumentos que no me permitieran vacilar, convencido, como lo estaba ahora, de que lo que acababa de suceder era, definitivamente, lo mejor que podía haberme pasado. La confesión de la falta cometida por Dardo era, sin lugar a duda, la señal de que jamás debí haber osado apartarme de mi camino, del resguardo incondicional y el cobijo de mi familia, del cumplimiento de mi trabajo. Fogonazos, como refucilos amenazantes, de lo que, enceguecido y sigiloso, me había propuesto, me asaltaron como en un último y desesperado intento por tentarme, por reanudar el acecho de mis bajas inclinaciones. Afortunadamente, un sexto sentido, la salvadora franja de cordura y equilibrio que aún en medio de la más honda confusión había conseguido reaccionar ante el riesgo, felizmente, desbaratándolo todo, me trajo a tierra una vez más. Y entonces me repugnó ver lo que mi inescrupulosa depravación, mi perversidad desenfrenada, mi necedad, ajenas a todo mínimo rasgo de sensatez, habían tenido entre manos. Sabotear primero, para luego, de a poco, acabar rotundamente con mi sagrado presente de normalidad, de confianza y equilibrio, el feliz resultado de una vida de lucha tenaz y de una muy larga espera. ¿Qué hubiese sido de Cecilia, Clarita y Francisquito, con qué cara hubiese debido mirarles si mis intenciones tenían éxito? ¿Yo, yo, Rodigo Leiva, deseando otro hombre? ¿Podía haber coqueteado con la locura más absoluta, como lo había hecho, sin medir consecuencias de ningún tipo? ¿Cómo era posible, qué me había hecho pensar, concebir de manera irracional, la remota posibilidad de que dos hombres pudiesen estar juntos de alguna manera, si lo único que podía enredarlos emocionalmente era, ni más ni menos que, estaba probado, una furiosa y fugaz cogida? Pelotudo de mi, ¿en dónde pensaba que estaba viviendo? La memoria me trajo a Pablo y su dedo acusador, su referencia a la obligatoriedad de ver la película de la montaña de nombre casi impronunciable, a lo que reaccioné con una mueca de hondo disgusto.
Me acercaba ya a casa cuando me alivié cavilando sobre la verdadera razón de ser de lo que, en un primer momento, creí identificar como una suerte de conspiración celestial, una oportunidad, tardía pero concreta, de saldar deudas del pasado. Había estado perdidamente equivocado, aquí no había deudas, sólo existían errores, irresponsabilidades, frutos lógicos de la inmadurez y la confusión de los resabios de un adolescente incompleto y frustrado. Deduje entonces que lo que había vivido no podía ser, en realidad, otra cosa que una prueba, una suerte de desafío, que Dios, algún ser superior o quien fuera, había decidido que Yo debía superar. Entonces, sonreí algo más satisfecho, y me comprometí a enfocarme concienzudamente en borrar de mi mente todo trazo, toda huella, del tembladeral que había experimentado.
Me deslicé dentro de la cama luego de desvestirme silencioso. Envolví, cautivado por una serenidad tan repentina como singular, con mis brazos a Cecilia, que se revolvió somnolienta, pero no despertó. Exhausto como me sentía, ese día no volví a abrir los ojos hasta las primeras horas de la tarde.
La semana que siguió me tuvo, una vez más, en Mendoza trabajando a reloj, sin descanso y ejerciendo una tarea de supervisión y control que no dejaba lugar a la más ínfima distracción. Toda mi actividad se redujo a trabajar, marchar al hotel a darme un baño, mirar algo de televisión y dormir. Apenas si comí, el desayuno y un sandwich que tragaba con desgano por la tarde fueron toda mi dieta durante esos días. No consulté mi correo electrónico personal ni los mensajes de texto en mi celular, el contacto con el mundo de mis afectos se restringió a los llamados a Cecilia y mis hijos por las noches. Estuve a punto de decir sí al ofrecimiento de quedarme allí el fin de semana, cuando recordé el compromiso social que le había prometido a Cecilia cumplir. Regresé entonces a Buenos Aires en el último vuelo de los viernes, casi a medianoche, sorprendentemente exultante y renovado. Cecilia me recibió con los chicos acostados hacía rato, una lasagna increíble, preparada por ella misma, y el Merlot que necesitaba, recién descorchado. Los detalles exactos para la bienvenida que me hacía falta en la que mi mujer no había dejado nada librado al azar. La amé por eso, mucho más que antes. Esa noche hicimos el amor como en nuestros mejores tiempos, bañados por la luz de un par de velas que exhalaban un aroma cítrico exquisito, rozados con suavidad por una ventisca inusualmente tibia para la época, proveniente de la ventana apenas abierta. La piel de su cuerpo, tersa, nacarada, ligeramente untada por una deliciosa mezcla de cremas y lociones, exudaba el perfume que adoro inunde mis conductos respiratorios cuando la exploro minuciosa, lentamente. Llegamos al éxtasis casi juntos, atravesándonos con las miradas, agotados y felices. Se acurrucó, después, a mi lado, mientras yo, en tanto observaba ensimismado las curiosas formas y colores, como de caleidoscopio, que la vista capta en la oscuridad, pensaba en todo el tiempo que, sin que lo haya notado hasta ese preciso momento, había llevado sin masturbarme.
Martín Pérez Cantón y Pía, su mujer, nos recibieron en la puerta de su flamante residencia en un distinguido country de Bella Vista al día siguiente. Martín, adorado primo hermano de Cecilia por parte de su padre, exitoso ingeniero civil de treinta y cinco años, menudo, bastante más bajo que yo, pero muy apuesto, dueño de un cabello rubio a lo Robert Redford, tan pulcramente acicalado y brilloso que aviva, toda vez que nos encontramos, mi ardiente fantasía por despeinarlo sin piedad, me esperaba ya con su mano extendida, su sonrisa de publicidad de pasta dental y su sweater de rombos con el cocodrilo bordado. Tan católico devoto como engreído, petulante y soberbio hasta el tuétano, es el único miembro de la familia con el que debí siempre esforzarme especialmente en tratar cortesmente, cosa que me inquietaba sobremanera y no me permitía comportarme naturalmente a la hora de vernos. La excusa de permanecer en Mendoza hubiese funcionado a la perfección si no hubiésemos recibido la invitación a la inauguración de su nueva casa un mes y medio antes de la fecha, y si, en virtud de ello, Cecilia no me hubiese obligado a prometerle, solemnemente, que no faltaría a la cita bajo ninguna circunstancia.
Pía, escoltando la cálida bienvenida al lado de su marido, no puede representar mejor el arquetipo de mujer que detesto. Delgada hasta la crispación, siempre con ropa de diseñador exclusivo, de lacio cabello castaño con mechones teñidos un tono más claro, que somete a regulares y nerviosos bamboleos es la dueña de un modo de expresarse que oscila entre la complacencia cínica y la ironía desaprobatoria hacia todo lo que se cruce en su camino y no concuerde con su visión del mundo. Defensora a ultranza de un modelo de vida tradicional, religioso y correctamente político, heredero del hecho que señala con una frecuencia rayana en lo físicamente tolerable, los varios años en que estuvieron radicados en los Estados Unidos, Pía me saludó con uno de sus clásicos e impersonales besos, un mero choque de mejillas con chasquido de labios en el aire.
- ¿Qué hacés, Ro? Tanto tiempo... Che, ¿estás más gordito, vos, no?
La miré con el ceño fruncido, y repuse secamente:
- No, todo lo contrario, adelgacé unos cuantos kilos.
- Ahh, sí puede ser, es que vos usás la ropa tan... - me estudió unos segundos. - ...como abuchonada, ¿no?
No le contesté y giré para apartarme de ella. Martín y Cecilia seguían confundidos en un interminable abrazo todavía. Clara y Francisco, en tanto, no dudaron en correr al encuentro de sus hijos, dos niñas y un varón que se habían asomado a la puerta al oir nuestra llegada y que, de tan bonitos y tan bien vestidos como lo están en todo momento, sin importar si la ocasión lo merece o no, parecen salidos de un catálogo de ropa infantil de primera marca.
El nuevo hogar estaba hecho a la exacta medida de sus dueños. La enorme construcción, de dos plantas, seguía el estilo de la arquitectura señorial norteamericana, con grandes ventanales abovedados, bow windows y techo a dos aguas, adornada con profusos canteros de flores y verdes arbustos prolijamente cortados. Una empleada doméstica de uniforme celeste pálido recibió nuestros abrigos en un vestíbulo sumamente acogedor y de allí los anfitriones nos condujeron a la gran sala donde ya unas seis parejas, todas treintañeras, conversaban y bebían animadamente.
- Chicos, se acuerdan, ¿no? - anunció Pía, sonora y divertida. - Cecilia, la prima de Martincho... Mi presentación, menos audible, se perdió en medio de las exclamaciones y saludos que siguieron a nuestra tímida irrupción. Una vez que hubimos saludado, para mi disgusto, uno por uno, a todos los invitados, tomamos lugar, Cecilia sentándose en un amplio sillón de cuero negro, yo en uno de los apoyabrazos, junto a un matrimonio que conocíamos de sus fiestas de cumpleaños y que gozaban de mi escueta simpatía. La comida fue increíble, el tedio me obligó a probar cada bocadito, sushi, empanadita, arrolladito o lo que fuese que me ofrecían, mientras me limitaba a asentir o comentar con débiles interjecciones mis escasas intervenciones en las conversaciones cuyos temas giraban en torno al elevadísimo precio de las propiedades, la dificultad de conseguir un buen hotel en los países del este de Europa, o la cantidad de putas que se veían en casi todos los programas de televisión. Cuando ya había escuchado suficiente me levanté para ir al baño y aproveché también para ir a ver en qué andaban mis, hasta el momento, silenciosos hijos. Los encontré en el cuarto de juegos contiguo a la piscina, sumamente entretenidos junto a los demás niños, por dos jovencitas que, munidas de guitarras y disfrazadas, una de granjera y la otra de pollito, los estaban haciendo bailar y cantar alegremente. Los saludé desde la puerta haciéndoles morisquetas y guiñándoles un ojo, a lo que respondieron circunspectos, agitando los deditos de una mano tímidamente, como si mi atrevida presencia interrumpiera algo sumamente importante. Paseé bordeando los amplios ventanales que daban al increíble jardín trasero antes de volver a mi puesto junto a Cecilia. La animada charla los había unido a todos ahora, en animado debate sobre películas.
Pía, escoltando la cálida bienvenida al lado de su marido, no puede representar mejor el arquetipo de mujer que detesto. Delgada hasta la crispación, siempre con ropa de diseñador exclusivo, de lacio cabello castaño con mechones teñidos un tono más claro, que somete a regulares y nerviosos bamboleos es la dueña de un modo de expresarse que oscila entre la complacencia cínica y la ironía desaprobatoria hacia todo lo que se cruce en su camino y no concuerde con su visión del mundo. Defensora a ultranza de un modelo de vida tradicional, religioso y correctamente político, heredero del hecho que señala con una frecuencia rayana en lo físicamente tolerable, los varios años en que estuvieron radicados en los Estados Unidos, Pía me saludó con uno de sus clásicos e impersonales besos, un mero choque de mejillas con chasquido de labios en el aire.
- ¿Qué hacés, Ro? Tanto tiempo... Che, ¿estás más gordito, vos, no?
La miré con el ceño fruncido, y repuse secamente:
- No, todo lo contrario, adelgacé unos cuantos kilos.
- Ahh, sí puede ser, es que vos usás la ropa tan... - me estudió unos segundos. - ...como abuchonada, ¿no?
No le contesté y giré para apartarme de ella. Martín y Cecilia seguían confundidos en un interminable abrazo todavía. Clara y Francisco, en tanto, no dudaron en correr al encuentro de sus hijos, dos niñas y un varón que se habían asomado a la puerta al oir nuestra llegada y que, de tan bonitos y tan bien vestidos como lo están en todo momento, sin importar si la ocasión lo merece o no, parecen salidos de un catálogo de ropa infantil de primera marca.
El nuevo hogar estaba hecho a la exacta medida de sus dueños. La enorme construcción, de dos plantas, seguía el estilo de la arquitectura señorial norteamericana, con grandes ventanales abovedados, bow windows y techo a dos aguas, adornada con profusos canteros de flores y verdes arbustos prolijamente cortados. Una empleada doméstica de uniforme celeste pálido recibió nuestros abrigos en un vestíbulo sumamente acogedor y de allí los anfitriones nos condujeron a la gran sala donde ya unas seis parejas, todas treintañeras, conversaban y bebían animadamente.
- Chicos, se acuerdan, ¿no? - anunció Pía, sonora y divertida. - Cecilia, la prima de Martincho... Mi presentación, menos audible, se perdió en medio de las exclamaciones y saludos que siguieron a nuestra tímida irrupción. Una vez que hubimos saludado, para mi disgusto, uno por uno, a todos los invitados, tomamos lugar, Cecilia sentándose en un amplio sillón de cuero negro, yo en uno de los apoyabrazos, junto a un matrimonio que conocíamos de sus fiestas de cumpleaños y que gozaban de mi escueta simpatía. La comida fue increíble, el tedio me obligó a probar cada bocadito, sushi, empanadita, arrolladito o lo que fuese que me ofrecían, mientras me limitaba a asentir o comentar con débiles interjecciones mis escasas intervenciones en las conversaciones cuyos temas giraban en torno al elevadísimo precio de las propiedades, la dificultad de conseguir un buen hotel en los países del este de Europa, o la cantidad de putas que se veían en casi todos los programas de televisión. Cuando ya había escuchado suficiente me levanté para ir al baño y aproveché también para ir a ver en qué andaban mis, hasta el momento, silenciosos hijos. Los encontré en el cuarto de juegos contiguo a la piscina, sumamente entretenidos junto a los demás niños, por dos jovencitas que, munidas de guitarras y disfrazadas, una de granjera y la otra de pollito, los estaban haciendo bailar y cantar alegremente. Los saludé desde la puerta haciéndoles morisquetas y guiñándoles un ojo, a lo que respondieron circunspectos, agitando los deditos de una mano tímidamente, como si mi atrevida presencia interrumpiera algo sumamente importante. Paseé bordeando los amplios ventanales que daban al increíble jardín trasero antes de volver a mi puesto junto a Cecilia. La animada charla los había unido a todos ahora, en animado debate sobre películas.
- ... excelente, sí, la vi, un flash total! - comentaba Martín a viva voz, mientras me clavaba su mirada cuando me sentaba. - Ah, pero no saben... No saben - remarcó las palabras. - ... lo que me hizo ver esta guacha la otra vez... - señaló a Pía con desdén, ella se encogió de hombros, culposa. - ...Pueden creer que un sábado va y alquila la de los dos maricones, ¿cuál era?... - fingió un olvido poco creíble. - Ah, sí... ¡Secreto en la Montaña, esa cagada!
- Uhhh, no... - exclamaron varios a coro.
- No me digas que la viste... - dijo uno.
- Ni me hagas acordar... no, ¿estás loco? Llegué hasta la parte en que los dos trolos empiezan a darse, ahí la saqué y no la arrojé a la basura porque había que devolverla, que si no...
En el momento en que, moviéndome nervioso, sentía cómo el rubor iba poco a poco invadiendo mi ya turbada expresión, Pía me observó con malicia. Un leve temblor, agorero, vibró bajo mis pies.
- ¡Obvio, no daba para pagar un mango por esa basura! - chilló, con voz aguda, una narigona regordeta sentada frente a Martín. Todos rieron, hasta que Pía sugirió, irónica, mirándome fijamente, regodeándose con la turbación que me había invadido por completo.
- Bueno, che, decían que era buena, yo que iba a a saber que era de cowboys homosexuales! Pero, - dijo, alargando el sonido de la é - ... me parece que Rodrigo sí la vio, y no opina lo mismo que vos, ¿o sí, Ro?
Todos giraron sus cabezas hacia mi, Cecilia lo hizo también, entre intrigada y sorprendida. Mis mejillas se habían encendido hasta llegar a un delator rojo vivo, el rabillo de mi ojo izquierdo midió la distancia entre mi lugar y la ventana mientras mi mente calculaba la energía que necesitaría para lanzarme a través del vidriado como en las películas de acción.
- N...no, no la vi... - mentí.
- Mmmm, no te creo... - repuso burlonamente, agitando su pelo con un mohín pícaro que algunos festejaron.
No fue la alarma en los ojos de Cecilia ni las canallas intenciones de la harpía de la dueña de casa lo que me hizo reaccionar con una violencia que no era mía, sino una fuerza desconocida que repentinamente me dominó por completo, arrojándome a una situación sin vuelta atrás.
- Yo tampoco me creo toda la mierda que vos y tu marido pregonan todo el puto tiempo. - bramé, con voz gruesa. - Y acá estoy... Además, si la hubiese visto, ¿qué?
Se hizo un silencio pesado, del que cualquiera de los presentes hubiese podido cortar un pedazo.
- Rodrigo, calmate, no es para tanto... - quiso intervenir Cecilia, avergonzada.
- Sí, tal cual, por algo será que te ponés así... - murmuró Martín, filoso, llevándose un vaso de whisky a la boca.
Me vi estallar, tomar impulso para arrojarme directo a su cuello y estrangularlo con ganas, pero no lo hice.
- Me ponga como me ponga, haya visto la película o no, no es a vos justamente a quien tengo que dar explicaciones. - afirmé, audaz. Me incorporé, resuelto, y, mirando a Cecilia, le anuncié con dulzura: - Amor, te espero en el auto.
Caminé pesada y ágilmente hacia la puerta de entrada, cuando me detuve en seco. Me volví, dirigiendo un breve vistazo cargado de ira contenida a todos los que me contemplaban boquiabiertos.
- Lamento muchísimo irme... - dije, con voz solemne. - ...sin saber qué carajo les hizo pensar que ustedes son mejores personas que los dos putos de la película.
El pesado portón vibró con un fuerte estruendo cuando se cerró a mis espaldas. Me arrepentí de no haber traído conmigo el trago que había dejado, intacto, sobre la mesa ratona. Necesitaba desesperadamente, ahora, beber algo. Me introduje en el auto, llevé mis dedos a la llave del encendido y entonces reparé que las había dejado en mi abrigo, con el resto de mis cosas. Proferí una rotunda maldición cuando descubrí mi aspecto en el espejo. Los ojos inyectados en sangre, las mejillas y el cuello de un tono cercano al escarlata. Me abochorné. ¿Qué demonios me había propuesto con lo que acababa de hacer y sobre todo, y lo peor, cómo lo arreglaría? Podía imaginar perfectamente los comentarios que siguieron a mi escena, pensé en la situación que había obligado a Cecilia a padecer. Al cabo de unos diez minutos que a mi me parecieron horas, ella salió de la casa, decidida. Se sentó a mi lado sin cerrar la puerta del auto.
- ¿Me podés explicar qué significa toda esta ridiculez, Rodrigo, por favor? - preguntó angustiada.
Solté un generoso suspiro. No sabía qué decirle.
- No tengo nada que explicar, amor...
- No me digas que no tenés nada que explicar... - me interrumpió hablando seriamente - ... Porque tampoco yo te creo. - me miró con ojos grandes, esperando que dijera algo. Permanecí en silencio, sin pestañear ni evitar sus ojos. - Muy bien... No sé qué harás vos, yo vine a pasarlo bien con mi primo y sus amigos. Me vuelvo a la reunión, vos hacé lo que quieras.
Dicho esto, iba a apearse cuando la detuve tomándola del brazo.
- Esperame, voy con vos.
- Uhhh, no... - exclamaron varios a coro.
- No me digas que la viste... - dijo uno.
- Ni me hagas acordar... no, ¿estás loco? Llegué hasta la parte en que los dos trolos empiezan a darse, ahí la saqué y no la arrojé a la basura porque había que devolverla, que si no...
En el momento en que, moviéndome nervioso, sentía cómo el rubor iba poco a poco invadiendo mi ya turbada expresión, Pía me observó con malicia. Un leve temblor, agorero, vibró bajo mis pies.
- ¡Obvio, no daba para pagar un mango por esa basura! - chilló, con voz aguda, una narigona regordeta sentada frente a Martín. Todos rieron, hasta que Pía sugirió, irónica, mirándome fijamente, regodeándose con la turbación que me había invadido por completo.
- Bueno, che, decían que era buena, yo que iba a a saber que era de cowboys homosexuales! Pero, - dijo, alargando el sonido de la é - ... me parece que Rodrigo sí la vio, y no opina lo mismo que vos, ¿o sí, Ro?
Todos giraron sus cabezas hacia mi, Cecilia lo hizo también, entre intrigada y sorprendida. Mis mejillas se habían encendido hasta llegar a un delator rojo vivo, el rabillo de mi ojo izquierdo midió la distancia entre mi lugar y la ventana mientras mi mente calculaba la energía que necesitaría para lanzarme a través del vidriado como en las películas de acción.
- N...no, no la vi... - mentí.
- Mmmm, no te creo... - repuso burlonamente, agitando su pelo con un mohín pícaro que algunos festejaron.
No fue la alarma en los ojos de Cecilia ni las canallas intenciones de la harpía de la dueña de casa lo que me hizo reaccionar con una violencia que no era mía, sino una fuerza desconocida que repentinamente me dominó por completo, arrojándome a una situación sin vuelta atrás.
- Yo tampoco me creo toda la mierda que vos y tu marido pregonan todo el puto tiempo. - bramé, con voz gruesa. - Y acá estoy... Además, si la hubiese visto, ¿qué?
Se hizo un silencio pesado, del que cualquiera de los presentes hubiese podido cortar un pedazo.
- Rodrigo, calmate, no es para tanto... - quiso intervenir Cecilia, avergonzada.
- Sí, tal cual, por algo será que te ponés así... - murmuró Martín, filoso, llevándose un vaso de whisky a la boca.
Me vi estallar, tomar impulso para arrojarme directo a su cuello y estrangularlo con ganas, pero no lo hice.
- Me ponga como me ponga, haya visto la película o no, no es a vos justamente a quien tengo que dar explicaciones. - afirmé, audaz. Me incorporé, resuelto, y, mirando a Cecilia, le anuncié con dulzura: - Amor, te espero en el auto.
Caminé pesada y ágilmente hacia la puerta de entrada, cuando me detuve en seco. Me volví, dirigiendo un breve vistazo cargado de ira contenida a todos los que me contemplaban boquiabiertos.
- Lamento muchísimo irme... - dije, con voz solemne. - ...sin saber qué carajo les hizo pensar que ustedes son mejores personas que los dos putos de la película.
El pesado portón vibró con un fuerte estruendo cuando se cerró a mis espaldas. Me arrepentí de no haber traído conmigo el trago que había dejado, intacto, sobre la mesa ratona. Necesitaba desesperadamente, ahora, beber algo. Me introduje en el auto, llevé mis dedos a la llave del encendido y entonces reparé que las había dejado en mi abrigo, con el resto de mis cosas. Proferí una rotunda maldición cuando descubrí mi aspecto en el espejo. Los ojos inyectados en sangre, las mejillas y el cuello de un tono cercano al escarlata. Me abochorné. ¿Qué demonios me había propuesto con lo que acababa de hacer y sobre todo, y lo peor, cómo lo arreglaría? Podía imaginar perfectamente los comentarios que siguieron a mi escena, pensé en la situación que había obligado a Cecilia a padecer. Al cabo de unos diez minutos que a mi me parecieron horas, ella salió de la casa, decidida. Se sentó a mi lado sin cerrar la puerta del auto.
- ¿Me podés explicar qué significa toda esta ridiculez, Rodrigo, por favor? - preguntó angustiada.
Solté un generoso suspiro. No sabía qué decirle.
- No tengo nada que explicar, amor...
- No me digas que no tenés nada que explicar... - me interrumpió hablando seriamente - ... Porque tampoco yo te creo. - me miró con ojos grandes, esperando que dijera algo. Permanecí en silencio, sin pestañear ni evitar sus ojos. - Muy bien... No sé qué harás vos, yo vine a pasarlo bien con mi primo y sus amigos. Me vuelvo a la reunión, vos hacé lo que quieras.
Dicho esto, iba a apearse cuando la detuve tomándola del brazo.
- Esperame, voy con vos.
Martín estaba de pie en el vestíbulo, desde donde sin duda había vigilado nuestra breve escena en el auto, sonriente como de costumbre. Me palmeó el hombro con estudiada comprensión cuando pasé delante suyo, lo que me hizo sentir como un niño avergonzado que con la cabeza gacha vuelve a casa después de un absurdo e inútil rapto de rebeldía. Pía y los demás observaban de lejos con impostada compasión. En sus miradas se reflejaba claramente el efecto de lo dicho y hecho por mí, de lo que ya no había manera de cambiar, tal como mi paciente corazón lucía, estoico, los profundos surcos de lo sentido y vivido, de lo que yo me empecinaba en ignorar, de aquello que, hiciera lo que hiciera, tampoco tenía vuelta atrás.
Ya no.
Continúa.
9 comentarios:
hummm hoy vengo de primero a felicitar a ese mago que arma relatos y que me hace sentir bien con las historias que me envuelven, pero qe me hacen desear ser un mejor escritor...
te heche de menos en mi pasado post, ya eres muy cotidiano y se te extraña...
un beso enorme desde mi lejana galaxia
jgiuil
Por dios, cuando he visto dos capítulos más me he puesto un té para tomármelo contigo. Esto es....alucinante. Es que no sé con qué palabras expresar mi admiración y mi respeto( y mi más profunda envidia).
Gracias.
Mientras te leía me he bajado "Daniel" de Elton Jhon; como para sentir más profundamente lo que Dardo le quería dara entender a Rodrigo. Y la escucho a lo largo de todo el relato.
"Your eyes have died, but you see more than I
Daniel you're a star in the face of the sky"
Como siempre la sociedad hipócrita que aparenta buenos modales, buenos sentimientos... todo es bello y perfecto a su alrededor, salvo sus podridos corazones.
Te confieso que cuando alguien se burla de nuestra peklícula, me pongo más o menos así...y siempre les digo..."eh, con cuidado, que esa es mi película" (y me importa un bledo lo que piensen).
Rodrigo... engañate todo lo que quieras, pero o te aceptas o las mentiras te van a terminar afixiando.
Hola Vaquero (y a todos los que comentan, porque sigo sus intervenciones desde que el primer texto del blog). Por fin me decido a escribir acá después de haberte dicho personalmente lo mucho que me gusta esta historia. Cada capítulo me parece mejor que el anterior y ya estoy ansiosa por el que viene (que espero sea pronto). Me encanta... y a la vez me pone nerviosa. La tensión de Rodrigo nos va a matar a todos! Es un relato maravilloso y cada vez escribís mejor.
Beso, Su
Madre mía! Si cada vez es mejor esta historia y con tus palabras cada vez me sumerjo más en la mente de Rodri.
La pena es tener que esperar al próximo capítulo.
Me encanta, vaquero. Felicidades
recien termine de leer ahora .... y de verdad que esa Pia me molestó desde siempre... no me gusta ni siquiera su nombre!!!!
...... espero espero mas ...mas ... MASSSSSS
Vaquero querido... como un buen vino, has ido madurando durante muchos años, hasta que llegó BBM y saliste del estante donde estuviste esperando... ahora se ha descorchado la botella y cada uno de los sentidos parece hacernos disfrutar del gusto por tenerte...
No digo más... no puedo decir más... me auno a Pon en la admiración, el respeto y la más podrida de las envidias... ja ja ja...
E X C E L E N T E !
Muchos besos!
"...qué carajo les hizo pensar que ustedes son mejores personas que los dos putos de la película."
En esta parte me haces compartir tu cólera por toda esa gente que parece tener autoridad sobre los demás para juzgar y señalarlos con dedo acusador.
Vaquero, cada entrega supera la anterior.
Seguimos...
Iba a poner el mismo párrafo que devez...
lo que he disfrutado leyendo ese momento, no soporto los estereotipos sólo de "cara a la galería"...
Daniel..., suena a vos, nada más...
Ufff!!! que lucha interior para Ro, me temo que lo pasará realmente mal.
Un beso
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