viernes, 10 de agosto de 2007

Nadie te Amará como Yo - Novena parte



Un brindis multitudinario anunció el final de la celebración, muy avanzada la madrugada. Llovieron las promesas de encuentros futuros, de contactos frecuentes, de llamarse, de escribirse. Como en una hermandad de los cuentos que me habían fascinado de pequeño, proclamando un juramento que, ceremonioso, lideró Juanjo Iriarte, cada uno se comprometió, la mano apoyada en el pecho, a conservar intacto el espíritu de esa noche para siempre. Escéptico, convencido, como lo fui siempre, de que nada dura demasiado, juré sólo esperanzado por que el endeble compromiso mantuviera, cuanto menos, el trato con Dardo. Nos confundimos en abrazos y besos interminables, con repetidas promesas y expresiones de buenos deseos. Evité saludar a Dardo allí, toda vez que lo sentí cerca, esperando hacerlo de manera especial, lejos de los demás, buscando el momento. A propósito, actué como si su presencia me fuera completamente desapercibida, enfrascado en las últimas palabras de rigor con todo el mundo, cuando la realidad era que un escalofrío me apresaba cada vez que, desesperanzado, pensaba en lo que seguiría.
Ya fuera del colegio, la escena se repitió, en muchos con lágrimas sinceras asomando a los ojos. El gentío hizo que perdiera de vista a unos cuantos, y me estaba despidiendo de Mariana y Juanjo cuando Dardo desapareció por entre la marea humana. No sé qué me dijeron, yo no escuchaba, tan sólo veía sus labios moverse, en mi afán por ubicarlo por encima de sus hombros. Juanjo dió vuelta y salió disparado hacia su coche, Marianita fue interceptada por Marcela para enfrascarse en la anotación de sus respectivas direcciones y teléfonos y a mi no me quedó ya a quién saludar. Con cara desencajada permanecí unos minutos más escudriñando la oscuridad más allá de la muchedumbre, pero no había rastros de Dardo. Maldije y puteé mi formidable desempeño actoral por lo bajo, y los ojos se me humedecieron expresando, decididos, toda mi furia y desesperanza contenidas. Me encaminé hacia el auto lentamente, girando cada tanto. Me había alejado una cuadra cuando oí pasos agitados acercándose a mis espaldas. Atisbé con ilusión por sobre mi hombro. Era Mariana, alcanzándome, hecha una tromba.
- ¡Rodri, bolas, siempre escapándote vos! - me espetó, sin aliento. - ...me quedé porque con Marce todavía no nos habíamos dado las direcciones de mails... ¡Ah, ahí está mi auto!
Mi cara demostraba a las claras que no era ella a quien esperaba encontrar, pero no se dió cuenta.
- Me llamás, no es cierto, ¿guachito lindo? - me pidió tiernamente.
- Prometido, hermosa. - Le besé la frente y me marché agitando mi mano.
Arranqué el motor sin despegar los ojos del espejo retrovisor, rogando por que, como en las películas, apareciese reflejada la figura de Dardo corriendo desesperado hacia mi. Todo lo que se veía era una calle arbolada en penumbras. Me lo merecía, por mi inacción y mis constantes vacilaciones. ¿Por qué no había hecho nada teniéndolo allí, al alcance de mi mano? ¿Por qué diablos no lo había tomado de las mangas del abrigo y traído conmigo? ¿Por qué no tuve pelotas, por qué fui tan cobarde? Hundí mi cabeza en el volante maldiciéndome entre dientes.
- Marica, marica pelotudo, eso es lo que sos, Rodrigo puto Leiva, ¡cagón hijo de puta! - grité desaforado, babeándome todo.
Juanjo. Me calmé súbitamente, abriendo grande los ojos. Juanjo tenía sus datos. Ya está, le escribía y todo arreglado. Le escribía, sí, seguro. ¿Le escribía qué?... "Perdón, Dardito, por seguir comportándome como una basura todavía, por apartarme de tu abrazo concilidador como si me hubieses querido dar un mazazo, por huir de vos toda la noche, por no poder mover mi maldita lengua para decirte algo que te demuestre quién sos para mi..." Ese pensamiento me hizo detenerme en seco. ¿Quien era Dardo Davese para mi? Por cómo me había comportado, nadie que me importara tanto, si lo único que había hecho en toda la noche fue evitarlo. Ahora, que percibía su ausencia como una sombra que había, de repente, oscurecido mi vida, me daba cuenta. Recién ahora. Si nada de todo esto hubiera ocurrido, jamás me habría dado cuenta, ¿o sí? ¿En qué diablos había estado distraído? Tragué saliva con culpa. ¿Distraído? La familia que logré formar no era ninguna distracción, sino lo que más había ansiado en la vida. ¿Estaba seguro? Si era de ese modo, ¿qué hacía allí lamentándome, arrepentido de mi falta de agallas, de mi exagerado sentido de autoprotección, de mi ceguera, de mi homofobia? Una voz resonó dentro mío, como efecto de un eco lejano. ¿Y tu deseo, Rodrigo? ¿Qué pasa con tu deseo? Una ráfaga de viento depositó un manto de hojas secas sobre el parabrisas, y otra más, segundos después, barrió con ellas. Las contemplé, absorto, y algo en mi mente unió ese hecho casual con mis pensamientos. Ráfagas, las oportunidades eran eso si no se las aprovechaba a tiempo. Los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez en el instante en que los faros de un auto que se aproximaba a mis espaldas quebraron la negrura que me rodeaba. Se detuvo con un rechinar de los frenos cuando pasó a mi lado. La puerta del lado derecho se abrió con vigor, chocando contra el coche que estaba estacionado. Lo reconocí en ese momento, era el auto de Mariana. Dardo se apeó, enfocó su mirada hacia mi sitio al volante unos segundos, se inclinó hacia el interior del auto y justo cuando me secaba la cara con desesperación y soplaba mis mocos con el pedazo de trapo que uso para desempañar los vidrios ya lo tenía parado junto a la puerta de mi coche. Abrió la puerta con suavidad, se dejó caer pesadamente sobre el asiento y me escrutó con ojos graves.
- Te busqué entre el tumulto, y ya te habías ido... - me reprendió, algo agitado. - ...tuve suerte de ver a Marianita en el momento en que salía en su auto. - hizo una pausa, en la que yo volví a extraviar mi mirada más allá del vidrio, y enseguida lanzó: - Rodri... Rodri, mirame... o, al menos, escuchame bien. ¿Me vas a perdonar de una vez? - su voz expresaba una dulce súplica.
Tragué ruidosamente, luchando con el vacío que de pronto ocupaba la mitad de mi ser, y sin girar la cabeza, inquirí :
- ¿Perdonar?... - no entendí a qué se refería.
Me observó fijamente, luego divertido, reprimiendo una sonrisa. - Vamos a otro lado, ¿dale? - sugirió, palmeándome la pierna.


Obedecí en silencio. Conduje sin rumbo, expectante de sus palabras, pero no dijo nada en tanto nos alejábamos del colegio. No podía pensar en ningún lugar lógico ni coherente, así que enfilé hacia un lugar que adoro, sobre la costa del río, a donde solemos ir con Cecilia y los chicos. Un manto de vaporosas franjas anaranjadas surcadas por otras color lavanda intenso cubría un cielo diáfano y frío. Tímidos rayos de sol ya despuntaban en el horizonte. Una garza solitaria planeó dejándose caer entre los juncos. El río parecía un espejo de un azul gélido. Frené y apagué el motor. Hacía frío y mis manos temblaban, pero ya sabía bien que no era por la baja temperatura. Reprimiendo la risa me alcanzó un puñado de pañuelitos de papel.
- Tomá, ¿qué te hiciste en la cara?
Intrigado, me contemplé en el espejo del parasol. Un tizne negro me atravesaba de oreja a oreja, tanto horizontal como verticalmente. Parecía listo para hacer de negrito en un acto escolar. El trapo de mierda, pensé, ruborizándome con furia. ¿Qué habría limpiado con él?
- Rodri, no cambiás más vos, viejito...
Lo atisbé por el rabillo del ojo, con una mueca de fastidio. Entonces recordé, había repasado la carrocería antes de salir de casa. Qué imbécil.
- ¡Por Dios, Rodrigo, veinte años han pasado! - levantó la voz. - ¡Veinte malditos años! ¡Aflojá un poco, por favor! Eramos dos pendejos que no sabíamos lo que hacíamos... ¡Jamás hubiese pensado que te fuese a afectar tanto!
Enfrascado en borrar la mugre que cubría mi rostro, no solté palabra, a sabiendas de que había algo en nuestra historia que yo ignoraba, que moría por saber y que me estaba por ser revelado.
- Te pido por favor, por favor, que me perdones... yo no tuve nada, absolutamente nada que ver... - su voz se quebró, o eso me pareció, y entonces, luego de un silencio breve, que, terco, me obstinaba en no quebrar, me armé de coraje y volteé hacia él.
- ¿Que te perdone... que te perdone qué? - le espeté, ansioso por su explicación. Opté por seguir con la puesta en escena en la que era yo la inesperada víctima de alguna falta que estaba por descubrir. Hubiese sido estúpido confesarle ahora que era justamente al revés, que él era quien debía perdonar mi cobarde desdén y mi repugnante desprecio, habiendo actuado como lo había hecho hasta allí.
- Fue mi vieja la que llamó a la tuya, yo, te repito, no tuve nada que ver... Jamás en la vida hubiese dicho una palabra de algo así... Y ella lo hizo a pesar de que le juré y le perjuré que había sido yo quien te había tentado contándote mis fantasías...
Al escucharlo mi corazón se revolvió, agitado ahora menos por el miedo que por la sorpresa. Palpitaciones sordas, acompasadas, golpearon mi pecho y aceleraron mi respiración. Tuve la extraña sensación de sentir mi mente alejarse para encogerse vertiginosamente, a la manera de las lentes zoom cuando se alejan de un objeto, sumergiéndome en una especie de conmoción que me atontó, privándome de mis sentidos más elementales, de mi capacidad de reacción. La voz dentro mío, la que renació gracias a que algo o alguien, como si hubiese frotado una lámpara mágica de la que asoma un genio, la había dotado de vida poco tiempo atrás, se ocupó entonces de hilvanar y comprender las fatales palabras que iban reconstruyendo un episodio del pasado, veía ahora, lleno de malentendidos. Su madre. Ella. Claro, no podía haber sido de otra manera.
- Pero, ¿cómo... - pude decir, con voz aguda. - ... cómo supo? Nosotros no... - cavilé, pronunciando lentamente cada sílaba.
- Mis viejos, los dos, siempre supieron, siempre... - lo dijo con un dejo de triste resignación. - ... el día aquel, en la quinta, ¿te acordás?... vos... - carraspeó. - ...o yo, ya no recuerdo, en el apuro por escondernos y hacer como que nada había ocurrido, tuvimos un descuido... que mi viejo, zorro él, descubrió. Un calzoncillo, que apestaba a olor a semen cuando lo recogió del piso y lo llevó a la nariz. No me dijo nada en ese momento, simplemente me miró. En sus ojos fríos, despiadados, como de estatua, te aseguro, Rodri, vi reflejadas toda la vergüenza y la condena que yacían, luego me di cuenta, muy en el fondo de mi alma, tapadas por mi supuesta irreverencia... Recuerdo que, así y todo, aterrorizado y expuesto hasta la desnudez como me sentía, lo taladré desafiante, orgulloso de mi travesura. - giró la cabeza hacia el amanecer. Sus pupilas se volvieron acuosas, la piel de su rostro se encendió con el naranja del sol. Los rasgos afilados se acentuaron, la barba adquirió un tono rubio cobrizo. - Le contó todo a mi vieja, indignado, humillado, decepcionado... esas sus palabras literales según me contó ella, claro... y entre los dos decidieron tendernos una emboscada, o algo por el estilo, porque si no, se me hace imposible entenderlos, el fin de semana siguiente, no sé si te acordás, cuando no nos perdieron pisada, todo el tiempo atrás nuestro... y acampamos a orillas del río, y yo, tan... tan pelotudo al creerme tan pícaro, tan astuto, tan dueño del mundo, te arrastré así al fin de nuestra amistad... - tragó saliva, nerviosamente. - ... nuestra linda amistad.
Caprichosa, y respondiendo a su propia lógica, mi mente se comportó como aquel coche metálico y helado de una vuelta al mundo en un parque de diversiones en Rosario que giraba, enloquecido, sobre su eje, conmigo dentro a mis diez años, aterrado e inmóvil. Con la fuerza de un remolino de giros elípticos, los recuerdos de la quinta de Escobar regresaron para irrumpir vívidos y brutales, encimándose, ávidos por completar el ensamblaje de un interrogante que yo había conservado enmudecido e intacto pero reforzado por un letargo de veinte largos años. Recordé, entonces, mi tierno entusiasmo en el baño de la casa mientras limpiaba las huellas de mi primer encuentro sexual, la voz apagada del papá de Dardo y el prolongado silencio que siguió, las pisadas intimidantes y la puteada, clara, cortante, amenazadora, justo frente a la puerta detrás de la cual yo me aseaba, inconsciente y ajeno. La mirada turbada de Dardo cuando volví a su cuarto, el silencio incómodo y pesado de la merienda con medialunas y café con leche, la acostumbrada severidad de sus padres hacia mi, mi recién estrenada ilusión y mi ceguera protectora, después.
Paralizado como estaba, logré mover mis labios y musitar: - Tu vieja me acusó a mi, ¿no? Fue así, ¿verdad?
- Sí. Llamó a tu papá... y se lo contó.
- ¿Y... qué le dijo, exactamente? - no estaba seguro de querer saberlo, pero necesitaba descifrar un enigma de años.
Dardo tomó una gran bocanada de aire, la retuvo para luego suspirar con gesto cansado. - Le contó que vos... - hundió la cabeza entre sus hombros, su voz se hizo apenas audible - ...que vos habías intentado... propasarte sexualmente conmigo, y ... le... le ordenaron que tomara medidas para que ellos no te viesen nunca... nunca más a mi lado.
Imaginé las palabras que Dardo había censurado deliberadamente, y que no dudaba que su madre había utilizado con toda la saña de la que era capaz, con el padre junto a ella aprobando y agregando más. Y mi viejo escuchando, pétreo, incólume, las andanzas del putito de su hijo que andaba queriendo cogerse al amiguito. Me pregunté qué les habría contestado, si me había defendido, o, sin rodeos, impidiendo que siguieran mancillándome, lo había negado todo, indignado por que alguien hubiese puesto en duda mi hombría, colgando el tubo con rudeza. Decidí que lo más probable haya sido que, exagerando la discreción y el trato correcto hacia los demás hasta el fastidio, como era su costumbre, sencillamente les había permitido que terminaran con lo que tenían para decirle, para luego disculparse, y, entonces, en aras del honor y el buen nombre de la familia, armar la versión más decorosa posible que explicara oficialmente, en caso de que hubiese que hacerlo, el acontecimiento en cuestión. Para ambas familias, para los dos bandos en pugna, el culpable había sido, todo el tiempo, y sin que cabiera duda alguna, el otro. Con eso todo volvía a la normalidad, y de esa forma, el problema, si es que en definitiva existía, al fin y al cabo, quedaba fuera y con ello, la solución aparecía tan naturalmente como el sol cada mañana. Un sabor acre me asedió, trayendo consigo la amargura de mis lágrimas en esa tarde en la cocina después de hablar con mi padre, la tristeza de aquel verano eterno, pleno de angustias, de amor propio vapuleado y vacío, de constantes miedos y de una convicción menguada pero impiadosa de que a partir de entonces una parte de mi debería morir sin lamento alguno. Recordé también, con odio inusitado, el asfixiante control de mi padre sobre mis costumbres, ademanes y relaciones, los obligados domingos de pesca o fútbol a su lado con o sin mis hermanos, su insistencia encarnada en discursos tan mortificantes como repetidos e iguales porque me armase de una vida digna casándome y formando una familia, su crítica intimidante hacia todo lo que pusiese en tela de juicio el modelo de vida machista y cristiano y su único gesto de cariño en una década, cuando me abrazó dándome fuertes palmadas al anunciarle que me casaba con Cecilia.

Contuve un sollozo de autocompasión tragando esos retazos de mi memoria con dolor y dirigiendo mi vista hacia un barco de carga que navegaba, lento, a varios kilómetros de la costa. Cerré mis puños con fuerza reprimiendo un profundo desprecio hacia los padres de Dardo, y un creciente rencor hacia mi viejo.
- Rodri, perdoname... Puedo ver que va a ser difícil reparar el daño que te hicimos, pero quiero que sepas que tu perdón es el único motivo que me trajo hasta aquí. - me miraba suplicante. - El único, te lo aseguro.
Me mordí el labio inferior intentando disimular el temblor que comenzaba a dominar cada músculo de mi rostro. En lugar de romper a llorar, como me indicaban mis sentidos, perdí los estribos, arruinando los desesperados intentos de mi voz interior por olvidar y perdonar.
- Cuando pudiste haber hecho algo, no lo hiciste... - dije con voz ausente y fría. - ... te importé una mierda, vos me condenaste igual... o peor que tus viejos. - inspiré y, al cabo de unos segundos, dije - Bajate, Dardo.
- No, Rodri, no es así... no seas boludo, te lo ruego, de corazón...
- ¡Que te bajes, carajo! - grité, empapando de saliva el volante. - ¡Ahora!
- Rodrigo, por favor, escuch...
- ¡Bajate, puto de mierda, bajate de mi auto ya! - le espeté, estrellando mis puños contra el tablero, escupiéndole mi injusta ira con toda la violencia de la que fui capaz.
Pude experimentar la pena y el daño que mi desmedido insulto le causaron sin mirarlo siquiera. En un tono resignado y de profunda congoja, por último, me dijo:
- Sí, me bajo. Pero quiero que sepas que en todos estos años jamás... escuchame bien... - me apuntó con su dedo índice - Jamás dejé de pensar en vos, Rodri. Jamás.
Ya no podía soportar oírle decir más nada. En un hilo de voz le repetí: - Por favor, Dardo, bajate de una vez.
Lo hizo y yo aceleré en reversa. El auto se sacudió levantando una débil nube de tierra. Me alejé de Dardo contemplando en el espejo retrovisor cómo su silueta queda, su rostro desconcertado, sus cabellos agitados por el viento se empequeñecían velozmente.


Copiosas lágrimas, como un río de innumerables afluentes bañaron mis mejillas, mi cuello, mi alma en carne viva.
Continúa.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Porqué descarga toda su ira, contra la persona a la que, sin duda, ama por encima de todas las cosas?

¿Porqué cuando amamos en lo más profundo de nuestras entrañas nos comportamos como verdaderos estúpidos?...

Me tienes enganchada al relato, esperando que Rodri y Dardo vuelvan a encontrarse, porque se encontrarán ¿verdad?...

Es tan hermoso...

Besitos

Rosa dijo...

Una verdad dolorosa, y no me extraña viniendo del padre de Dardo; le es tan difícil aceptar a su hijo que prefiere descargar su frustación en otro.
Siento lo mismo que Mountain, Rodrigo se desquita con quien tiene más a la mano. No tiene forma de expresar el sentimientoo que le carcome desde hace tantos años y su única vía de escape es la violencia.
Dardo... cuánto más has de esperar a qué Rodrigo se decida a ser feliz.. cuánto más.

Gracias amigo por esta historia y por mantener vivo nuestro interes

AnCris dijo...

Con el aliento contenido he leido cada línea de esta parte del relato... tal vez igual que los protagonistas: conteniendo todo aquello que quema dentro... y tan profundo está que al sacarlo, se rompe, se daña y... ¿ya no tiene remedio?

Dale, seguí contando...

Y ahora, la crítica... me encantó el recurso fotográfico... la simbología que acompañó las palabras en ese precioso amanecer...

MUY BUENO... MUY BUENO, DE VERDAD.

Un besote grande Vaquero Querido...

devezencuando dijo...

Una verdad que queda al descubierto y la dura realidad que hay que enfrentar.

Algunos pasajes de esta historia me resultan muy familiares.

Reflejos de nuestra propia vida supongo...y de la de ELLOS.

Ana dijo...

Hoy he llegado y he leído dos capítulos seguidos y me tienes en vilo, vaquero.
Me encanta la historia y tu forma de contarla, las fotos... has conseguido que estuviera en el asiento de atrás del coche.
No tardes en seguir por fa!
Un besito.

Max dijo...

Que bonito amanecer para tan dura revelación.
Me pregunto si Dardo habrá vivido de manera similar esa separación...
La intensidad emocional sigue subiendo.
Un abrazo.

LadyDay dijo...

Tu relato me hace tener el corazón en un puño... qué intensidad, cuánto por decir que queda trunco siempre por la misma razón: el miedo.

Seguiré esperando esa bendita continuación...

Kisses...