Los dedos de Dardo se cerraron sobre mi mano desatando, para mi estupor, un abanico de fantasías apasionadas que se tradujeron de inmediato en un desfile de representaciones tan explícitas como cautivantes, uniendo alguna región de mi alborotado cerebro con mi entrepierna a la velocidad de un relámpago. Reprimí un temblor, mi pulso se aceleró, el corazón comenzó a palpitarme como un tambor redoblante y me puse rígido como una momia. Iba a decir algo para distraer su atención de la profusión de ondas electromagnéticas que, como géiser yo sentía que emanaba, pero cuando abrí la boca me di cuenta de que mi voz se había atascado en un océano de saliva que luchaba por tragar. Así fue que, durante el trayecto que siguió viajamos con nuestras manos entrelazadas, yo al borde de la parálisis de tan tieso, incapaz de proferir una sola palabra, pero radiante de una alegría tan extraña que pensaba que en algún momento estallaría en convulsiones. De alguna manera, durante ese breve lapso de tiempo, el silencio recíproco que reinó fue el símbolo de un entendimiento tácito, de algo como una amnistía elegida, desprovista de cualquier pretensión indulgente o de algún reclamo esclarecedor. Estábamos el uno junto al otro, y, sin que hubiese necesidad de explicitarlo ni mencionarlo, para ambos esa elección parecía ser suficiente.
Mientras la camioneta se desplazaba dando esporádicos tumbos comprobé que me hubiese resultado imposible orientarme en la negrura de ese territorio desconocido y hostil de no darse nuestro accidental encuentro. Una vez más recordé las sabias recomendaciones de Juanjo al observar de reojo a Dardo sortear sin dificultad el laberíntico trecho plagado de hondonadas y pozos gracias a la doble tracción de las ruedas. El último desvío que su conocimiento del rumbo le permitió adivinar sin aminorar la marcha nos condujo a una cabaña que repentinamente surgió de en medio del espeso follaje. Los potentes faros del vehículo dieron cuenta de una construcción de troncos pequeña, apoyada sobre postes que la separaban unos pocos centímetros del suelo, con una galería en su frente y un pronunciado techo a dos aguas. Dardo se apresuró a apearse y correr a la caseta, yo me demoré un poco en mi andar oscilante y taciturno, y, para cuando apoyé un pie en los escalones de la entrada, él ya había encendido un potente sol de noche que iluminó una habitación provista de un escritorio, un par de sillas, un equipo de radio, varios armarios, una pequeña salamandra y una pared cubierta de folletos, fotos, y hojas con información.
- Bueno... - exclamó, mientras acomodaba y hacía lugar. - ¡Bienvenido a mi guarida!
- ¡Gracias! Linda... - repuse, sin saber bien qué decir - Ahora, yo...
- Sí, ya sé. No te muevas. - y corrió hacia una puerta al final de un corto pasillo, de la que regresó al cabo de unos cuantos minutos.
- Perdoname, ya está. - dijo, y avanzó decidido hacia mí. Se paró en seco, acomodando las gafas que amenazaban con deslizarse por la pendiente de su nariz. Observó por unos segundos el ahora alumbrado espectáculo de mi aspecto antes de seguir. - Pero, ¿Dónde carajo anduviste vos, me querés decir?
Solté una risita antes de explicarle. - Lo que ves es el resultado de una cadena de incidentes casuales...
- Sí, me imagino... ¡qué pibe éste, por Dios! Levantá los brazos. - me ordenó, su boca torcida en un gesto de picardía.
Tiró del sweater y lo arrojó al piso y luego hizo lo mismo con los zapatos y los calcetines impregnados de barro negro. El corazón comenzó, una vez más, a batir con fuerza, y tuve que tragar repetidamente para aflojar la rigidez que también amenazaba con apoderarse de mí. Me quitó la camiseta, y no pude detectar en su proceder rastros de lascivia o gesto de seducción alguno.
- ¡Guacho, te mantenés en forma, eh! - exclamó, sincero, al ver mi torso desnudo. Sonreí y me ruboricé ligeramente. Por su proximidad no podía no oir los rugientes y delatores sacudones de mi pulso cardíaco, no registrar mi piel de gallina o el ligero temblor que me estremecía. En el momento en que sus dedos tomaron del cierre relámpago de mi bragueta, retrocedí como si me hubiesen aplastado un dedo del pie, golpeando mi cabeza con la pared con un ruido sordo.
- Listo, seguí vos, cuando te llame vení para atrás. - me indicó, girando con enfado, para desaparecer tras la puerta del fondo.
Me saqué los pantalones sintiéndome un imbécil, odiando mi reacción de chiquilín. Un rosario de maldiciones desfiló por mi cabeza, dándole un sentido más concreto y acabado. Repelotudo, forro, idiota, cagón del orto, entre todas ellas, las que se me ocurre más pintaban mi ridícula estupidez. Había quedado en mis calzoncillos blancos de primera marca cuando Dardo pronunció mi nombre. Caminé con lentitud, taciturno, mis maltrechos pies descalzos aliviados por el frío del piso de madera, elucubrando mis próximas fechorías, hasta la reducida y fría habitación donde Dardo me esperaba, echando baldes de agua humeante dentro de una especie de tina metálica de formas redondeadas. La llama de un farol otorgaba una tonalidad rojiza, como de sauna, y había un débil aroma dulce, como de vainilla, flotando en el aire.
- Es algo chica para tus dimensiones, sabrás disculpar el deficiente servicio... - ironizó. - Pero te va a hacer muy bien, dale, metete antes de que se enfríe. - dictaminó enseguida.
En cuanto vio mis manos tirar del elástico de mi pantaloncito, volteó la cabeza con rapidez. De un salto introduje mis pies y luego, todo mi cuerpo al tiempo que lanzaba un alarido pavoroso. El agua casi hervía.
- ¡Dardo, la puta que te parió, está que pela!
- ¡Uh, pero qué tipo exagerado! - repuso, bajando el tono. - No es para tanto, vas a ver lo bien que te va a hacer un buen baño...
- ¿El instituto del Quemado, queda cerca? - inquirí, burlón.
- Sí, cerquísima. Agachá la cabeza. - me ordenó con una mueca.
Un reconfortante torrente de agua, que surgió de detrás de mis espaldas, como una lluvia sedativa, empapó mi maraña de cabellos duros y alborotados. Le siguió un chorro de algo cremoso y frío, y los dedos de Dardo que comenzaron a masajear suavemente mis sienes. Su relajante efecto me estremeció ligeramente.
- No abras los ojos... - murmuró, en un hilo de voz.
La delicada cadencia del movimiento circular, la presión apenas perceptible del frote de sus yemas, como si yo fuese una especie de lámpara mágica, y su roce pausado, el liberador de una parte cautiva de mí, me ingresaron, sumisa, dócilmente, en esa franja donde la consciencia comienza a fundirse con los albores del alma, y entonces me sentí flotar, liviano, y mecerme, embriagado por la luz tenue, los vapores del néctar de la esencia, los cálidos vahos del agua, todo como si fuese parte de una ceremonia de orden sagrado, donde nada parecía querer perturbar el espíritu del momento. Otro torrente me inundó y gemí, me sacudí acompasadamente, respirando profundo, restregando la cabeza contra mis rodillas. Tiritaba, también, pero no de frío. Los dedos de Dardo, deshaciéndose de los excedentes de jabón, barrieron ahora, desde la nuca, la trayectoria de mi pelo, enjugándolo con amable firmeza una y otra vez. Mis manos, entonces, allí, sin titubear, desesperadas, buscaron las suyas con ardor, las asieron, arrastrándolas consigo, y las obligaron a recorrer los contornos de mi cara y mis labios, y éstos besaron cada dedo, y mi boca húmeda y anhelante los cubrió luego, uno a uno, adorándolos, y ellos, sus dedos, en un reflejo impensado, automático, se deslizaron por mi cuello, como reconociendo cada pulgada de mi ser, hasta que, posándose sobre mis pectorales, giraron sobre los pezones con ternura y me atrajeron, despacio, hacia él, irguiéndome y haciéndome descansar sobre su pecho. Al oír el tañido sordo, violento, como a punto de salirse, de su corazón, giré. Choqué con su mirada increíblemente tierna que, sin gafas, húmeda de lágrimas a punto de escaparse de sus párpados, me contemplaba con adoración.
Solté una risita antes de explicarle. - Lo que ves es el resultado de una cadena de incidentes casuales...
- Sí, me imagino... ¡qué pibe éste, por Dios! Levantá los brazos. - me ordenó, su boca torcida en un gesto de picardía.
Tiró del sweater y lo arrojó al piso y luego hizo lo mismo con los zapatos y los calcetines impregnados de barro negro. El corazón comenzó, una vez más, a batir con fuerza, y tuve que tragar repetidamente para aflojar la rigidez que también amenazaba con apoderarse de mí. Me quitó la camiseta, y no pude detectar en su proceder rastros de lascivia o gesto de seducción alguno.
- ¡Guacho, te mantenés en forma, eh! - exclamó, sincero, al ver mi torso desnudo. Sonreí y me ruboricé ligeramente. Por su proximidad no podía no oir los rugientes y delatores sacudones de mi pulso cardíaco, no registrar mi piel de gallina o el ligero temblor que me estremecía. En el momento en que sus dedos tomaron del cierre relámpago de mi bragueta, retrocedí como si me hubiesen aplastado un dedo del pie, golpeando mi cabeza con la pared con un ruido sordo.
- Listo, seguí vos, cuando te llame vení para atrás. - me indicó, girando con enfado, para desaparecer tras la puerta del fondo.
Me saqué los pantalones sintiéndome un imbécil, odiando mi reacción de chiquilín. Un rosario de maldiciones desfiló por mi cabeza, dándole un sentido más concreto y acabado. Repelotudo, forro, idiota, cagón del orto, entre todas ellas, las que se me ocurre más pintaban mi ridícula estupidez. Había quedado en mis calzoncillos blancos de primera marca cuando Dardo pronunció mi nombre. Caminé con lentitud, taciturno, mis maltrechos pies descalzos aliviados por el frío del piso de madera, elucubrando mis próximas fechorías, hasta la reducida y fría habitación donde Dardo me esperaba, echando baldes de agua humeante dentro de una especie de tina metálica de formas redondeadas. La llama de un farol otorgaba una tonalidad rojiza, como de sauna, y había un débil aroma dulce, como de vainilla, flotando en el aire.
- Es algo chica para tus dimensiones, sabrás disculpar el deficiente servicio... - ironizó. - Pero te va a hacer muy bien, dale, metete antes de que se enfríe. - dictaminó enseguida.
En cuanto vio mis manos tirar del elástico de mi pantaloncito, volteó la cabeza con rapidez. De un salto introduje mis pies y luego, todo mi cuerpo al tiempo que lanzaba un alarido pavoroso. El agua casi hervía.
- ¡Dardo, la puta que te parió, está que pela!
- ¡Uh, pero qué tipo exagerado! - repuso, bajando el tono. - No es para tanto, vas a ver lo bien que te va a hacer un buen baño...
- ¿El instituto del Quemado, queda cerca? - inquirí, burlón.
- Sí, cerquísima. Agachá la cabeza. - me ordenó con una mueca.
Un reconfortante torrente de agua, que surgió de detrás de mis espaldas, como una lluvia sedativa, empapó mi maraña de cabellos duros y alborotados. Le siguió un chorro de algo cremoso y frío, y los dedos de Dardo que comenzaron a masajear suavemente mis sienes. Su relajante efecto me estremeció ligeramente.
- No abras los ojos... - murmuró, en un hilo de voz.
La delicada cadencia del movimiento circular, la presión apenas perceptible del frote de sus yemas, como si yo fuese una especie de lámpara mágica, y su roce pausado, el liberador de una parte cautiva de mí, me ingresaron, sumisa, dócilmente, en esa franja donde la consciencia comienza a fundirse con los albores del alma, y entonces me sentí flotar, liviano, y mecerme, embriagado por la luz tenue, los vapores del néctar de la esencia, los cálidos vahos del agua, todo como si fuese parte de una ceremonia de orden sagrado, donde nada parecía querer perturbar el espíritu del momento. Otro torrente me inundó y gemí, me sacudí acompasadamente, respirando profundo, restregando la cabeza contra mis rodillas. Tiritaba, también, pero no de frío. Los dedos de Dardo, deshaciéndose de los excedentes de jabón, barrieron ahora, desde la nuca, la trayectoria de mi pelo, enjugándolo con amable firmeza una y otra vez. Mis manos, entonces, allí, sin titubear, desesperadas, buscaron las suyas con ardor, las asieron, arrastrándolas consigo, y las obligaron a recorrer los contornos de mi cara y mis labios, y éstos besaron cada dedo, y mi boca húmeda y anhelante los cubrió luego, uno a uno, adorándolos, y ellos, sus dedos, en un reflejo impensado, automático, se deslizaron por mi cuello, como reconociendo cada pulgada de mi ser, hasta que, posándose sobre mis pectorales, giraron sobre los pezones con ternura y me atrajeron, despacio, hacia él, irguiéndome y haciéndome descansar sobre su pecho. Al oír el tañido sordo, violento, como a punto de salirse, de su corazón, giré. Choqué con su mirada increíblemente tierna que, sin gafas, húmeda de lágrimas a punto de escaparse de sus párpados, me contemplaba con adoración.
- Dardo... - musité, la voz quebrada.
- Rodri, Rodri, Rodri... - repitió sin cesar. Sus párpados se cerraron, y él se acercó, y nuestros labios se unieron como imanes, y se quedaron allí, por unos segundos eternos, saboreándose, mordisqueándose con delicadeza infinita, pronunciando palabras inconexas, confusas, hasta que nuestras lenguas asomaron y se entrelazaron, acariciando cada palmo de la boca, voraces, afanosas por tragar cada bocanada de aliento tibio, cada signo de vitalidad del otro. Entonces sus labios se cerraron, y algo se detuvo, y yo tardé en descubrir sus débiles y ahogados sollozos. Me aparté de él con suavidad y pude ver su cara hecha un río de lágrimas, su respiración entrecortada por espasmos contenidos.
- Dardo, Dardito... no, no... - me interrumpí, sin poder terminar la frase. Rompí en un llanto agudo, infantil, y lo abracé, lo abracé con fuerza, como si fuese a huir, y él a mi, y se desplomó sobre mi, y volvimos a besarnos, y, fregando nuestras mejillas, narices, y bocas, nos empapamos de saliva y lágrimas y sudor, y él continuó llorando, y yo con él, y nos desgañitamos con una pena inagotable, hasta que, moqueando profusamente fuimos serenándonos y, con ello, en ese acto tan íntimo como sentido y esperado, ambos exorcizamos las culpas, desaprobaciones, condenas, represiones de aquellos dos chiquilines sentenciados prematuramente en la carpa a orillas del arroyo marrón y sinuoso.
Afuera el viento comenzó a soplar tan repentinamente como las yemas de Dardo se clavaron en mi espalda y me sujetaron con vigor. Hundió su cabeza en mi hombro y me suplicó, en un murmullo ronco:
- Nunca más vayas a irte, Rodri, por favor.
Lo arrullé, jugando dócilmente con sus cabellos.
- Nunca, te lo aseguro, Dardito, nunca más. - Prometí, apaciguando, para ambos, el efecto de sus palabras.
Su mirada enrojecida, preocupada, trepanó mis globos oculares para instalarse en lo más recóndito de mí, cerciorándose de mi dicho. Enseguida su boca esbozó una leve sonrisa, y sus ojos, translúcidos, nobles, reflejaron una gran calma. Su palma rozó mi mejilla, y, sin dejar de contemplarme, se incorporó y se desvistió con lentitud, pleno de la osadía que le concedía cada prenda que iba cayendo, decidida, al suelo. La sangre por dentro mío comenzó a circular enloquecida cuando tuve ante mí, desnudo, el cuerpo que tanto había evitado desear y que los años transcurridos casi no habían alterado. El momento había llegado en que no se me ofrecería clandestinamente, sino emancipado, incondicional, anhelante. Tomándome amorosamente se reclinó, recostándose sobre mí, acurrucándose, como queriendo fundirse, en tanto yo me atreví a recorrer cada palmo de su espalda, estrechándolo, dibujando caminos, transitándolos una y otra vez, hasta que alcancé la elevación de sus velludas nalgas y las empujé hacia mi, incitándolas, y nuestras bocas engarzadas se soldaron, y la tina crujió, y el agua se desbordó, y una de sus manos abandonó su puesto en mi rostro incrédulo para desaparecer en algún lugar, y cuando volvió se aferró más aún a mí, y entonces, todo él se incorporó, echándose apenas hacia atrás y, tomando mi miembro, lo ayudó a internarse dentro suyo, sutil, exquisitamente, y, gimiendo, respirando profundo, como queriendo tragar todo el aire que nos rodeaba, llevó a sus nalgas a atornillarse a mi pelvis. Y yo, de a poco, tímidamente, cuidando de no hacerle daño, penetré dentro de él, viajando por entre sus paredes tibias, lisas, como de terciopelo, y comencé a mecerme despacio, en un vaivén pausado, y su semblante extasiado se zambulló sobre mis labios, atenazándolos, y comencé a bombear rítmicamente, permitiéndole sentirme, y los dos jadeamos, sonora, ruidosamente, y él se sacudió, y no dejó de hacerlo, hasta que nuestros cauces, como diluvio que riega la paciente estepa, fluyeron libres, el de él, sobre mi abdomen, el mío, dentro suyo, testimonio gozoso de mi espíritu colmado, de mi alma feliz. Y sellando ese instante con el beso más profundo, más entregado y más sublime que pueda recordar, yacimos exhaustos, inmóviles, respirando lento, yo, la vista clavada en el entramado del techo, pero mirando a través, agradeciendo al cielo estrellado, a la ruta eterna, al café como lava de volcán, al perro mugriento, a mis paralizantes ganas de orinar, al fango apestoso, a mi torpeza y a mi testarudez inquebrantable. Las lágrimas brotaron, abundantes, espesas, pero, esta vez, como signo de la alegría que aún no podía manifestar de otra manera.
- Rodri, Rodri, Rodri... - repitió sin cesar. Sus párpados se cerraron, y él se acercó, y nuestros labios se unieron como imanes, y se quedaron allí, por unos segundos eternos, saboreándose, mordisqueándose con delicadeza infinita, pronunciando palabras inconexas, confusas, hasta que nuestras lenguas asomaron y se entrelazaron, acariciando cada palmo de la boca, voraces, afanosas por tragar cada bocanada de aliento tibio, cada signo de vitalidad del otro. Entonces sus labios se cerraron, y algo se detuvo, y yo tardé en descubrir sus débiles y ahogados sollozos. Me aparté de él con suavidad y pude ver su cara hecha un río de lágrimas, su respiración entrecortada por espasmos contenidos.
- Dardo, Dardito... no, no... - me interrumpí, sin poder terminar la frase. Rompí en un llanto agudo, infantil, y lo abracé, lo abracé con fuerza, como si fuese a huir, y él a mi, y se desplomó sobre mi, y volvimos a besarnos, y, fregando nuestras mejillas, narices, y bocas, nos empapamos de saliva y lágrimas y sudor, y él continuó llorando, y yo con él, y nos desgañitamos con una pena inagotable, hasta que, moqueando profusamente fuimos serenándonos y, con ello, en ese acto tan íntimo como sentido y esperado, ambos exorcizamos las culpas, desaprobaciones, condenas, represiones de aquellos dos chiquilines sentenciados prematuramente en la carpa a orillas del arroyo marrón y sinuoso.
Afuera el viento comenzó a soplar tan repentinamente como las yemas de Dardo se clavaron en mi espalda y me sujetaron con vigor. Hundió su cabeza en mi hombro y me suplicó, en un murmullo ronco:
- Nunca más vayas a irte, Rodri, por favor.
Lo arrullé, jugando dócilmente con sus cabellos.
- Nunca, te lo aseguro, Dardito, nunca más. - Prometí, apaciguando, para ambos, el efecto de sus palabras.
Su mirada enrojecida, preocupada, trepanó mis globos oculares para instalarse en lo más recóndito de mí, cerciorándose de mi dicho. Enseguida su boca esbozó una leve sonrisa, y sus ojos, translúcidos, nobles, reflejaron una gran calma. Su palma rozó mi mejilla, y, sin dejar de contemplarme, se incorporó y se desvistió con lentitud, pleno de la osadía que le concedía cada prenda que iba cayendo, decidida, al suelo. La sangre por dentro mío comenzó a circular enloquecida cuando tuve ante mí, desnudo, el cuerpo que tanto había evitado desear y que los años transcurridos casi no habían alterado. El momento había llegado en que no se me ofrecería clandestinamente, sino emancipado, incondicional, anhelante. Tomándome amorosamente se reclinó, recostándose sobre mí, acurrucándose, como queriendo fundirse, en tanto yo me atreví a recorrer cada palmo de su espalda, estrechándolo, dibujando caminos, transitándolos una y otra vez, hasta que alcancé la elevación de sus velludas nalgas y las empujé hacia mi, incitándolas, y nuestras bocas engarzadas se soldaron, y la tina crujió, y el agua se desbordó, y una de sus manos abandonó su puesto en mi rostro incrédulo para desaparecer en algún lugar, y cuando volvió se aferró más aún a mí, y entonces, todo él se incorporó, echándose apenas hacia atrás y, tomando mi miembro, lo ayudó a internarse dentro suyo, sutil, exquisitamente, y, gimiendo, respirando profundo, como queriendo tragar todo el aire que nos rodeaba, llevó a sus nalgas a atornillarse a mi pelvis. Y yo, de a poco, tímidamente, cuidando de no hacerle daño, penetré dentro de él, viajando por entre sus paredes tibias, lisas, como de terciopelo, y comencé a mecerme despacio, en un vaivén pausado, y su semblante extasiado se zambulló sobre mis labios, atenazándolos, y comencé a bombear rítmicamente, permitiéndole sentirme, y los dos jadeamos, sonora, ruidosamente, y él se sacudió, y no dejó de hacerlo, hasta que nuestros cauces, como diluvio que riega la paciente estepa, fluyeron libres, el de él, sobre mi abdomen, el mío, dentro suyo, testimonio gozoso de mi espíritu colmado, de mi alma feliz. Y sellando ese instante con el beso más profundo, más entregado y más sublime que pueda recordar, yacimos exhaustos, inmóviles, respirando lento, yo, la vista clavada en el entramado del techo, pero mirando a través, agradeciendo al cielo estrellado, a la ruta eterna, al café como lava de volcán, al perro mugriento, a mis paralizantes ganas de orinar, al fango apestoso, a mi torpeza y a mi testarudez inquebrantable. Las lágrimas brotaron, abundantes, espesas, pero, esta vez, como signo de la alegría que aún no podía manifestar de otra manera.
El frío del agua nos debe haber hecho reaccionar, porque justo cuando pensaba que nuestro lenguaje de emociones, agotado, necesitaría de una tregua, él repentinamente se puso de pie, extendió su mano hacia mí y yo la tomé, obediente, y caminé junto a él, sin despegarme, los dos chorreando profusamente, sin que a los dos nos importara, dejando un reguero detrás nuestro, yo adorando, en silencio, como en una ensoñación, su espalda ancha, el trasero pequeño y redondo que se balanceaba, nuevamente tentador. Abrió, con sigilo, una puerta que daba a una habitación sorprendentemente cálida, cuya única fuente de luz provenía de un gran ventanal por donde el resplandor estelar se colaba a sus anchas, insinuando la silueta de un catre que se extendía a sus pies. Allí giró sobre sus talones, me rodeó con su brazo y me invitó a contemplar el espectáculo del cosmos arriba nuestro. Me maravillé, extasiado, una vez más, por ese regalo del universo. Ávida, su boca volvió a buscar la mía, nuestras pieles empapadas se pegaron de nuevo, contagiadas, y, como en cámara lenta, nos derrumbamos sobre el camastro, que emitió una queja tímida al sostener nuestro peso, sin que nuestros labios se separaran, hasta que los suyos se alejaron de los míos para andar el itinerario que le sugirieron mi cuello, pecho y vientre sedientos, y así, llegar a la bolsa de mis testículos, para envolverlos delicadamente, y luego continuar hacia mi miembro, y frotarlo, ascendente, descendentemente, sin cesar. Y éste, como mástil enarbolado, ya amenazaba expresar el desenfreno al que estaba siendo sometido, cuando yo, creído de que lo que continuaría sería una regeneración de lo compartido, una repetición del placer por fin conquistado, sin que lo adivinara siquiera, fui sorprendido por un hormigueo, un cosquilleo distinto, un hechizo que partió de la boca de mi recto, atravesó mi espina dorsal capturándome, hipnotizando todas y cada una de las regiones de mi cerebro, derribando irreparablemente las últimas y exánimes barreras de heterosexualidad que, presuntuosas, creyéndose incólumes, pretendían resistir aún, para irradiar sensaciones vírgenes, inexploradas, que dieron lugar a una elegida sumisión, el puente hacia la inesperada bienvenida a un mundo tan desconocido como fascinante. Me retorcí agitado por una reacción instintiva e incontenible, contorsionándome con violencia hasta que una oleada de pasión, como ráfaga implacable, me obligó a arquearme, tomar su miembro e introducirlo en mi boca ansiosa y succionarlo, repetidamente, con ardor. Luego, tomándolo del cabello, lo sumergí en la hendidura donde culmina mi espalda, ofrendándosela, y su lengua allí se hundió, barriéndola con primor, transportándome a una estrecha cornisa donde los límites del placer ya conocido se extinguieron para renacer en una forma nueva. Y entonces, aquello en lo que había creído a rajatabla, aquello que no me había atrevido jamás a desafiar fue reemplazado, de un plumazo certero, por un mundo de sensaciones nuevas que, triunfal, impiadoso, se abrió ante mí, sepultando lo preestablecido, volatilizando creencias, cuestiones de género, cultura, crianza y religión, sin resistencias, y, mi ser, al desembarazarse de ellas, pudo, finalmente, fluir, y Dardo entró en mí, una, dos, mil veces, y lo sujeté fuerte, para que se hundiera más aún, nuestras miradas cruzadas, contemplándose fijamente, yo perdiéndome en las órbitas de sus ojos acuosos en tanto no dejaba de penetrarme con la devoción más intensa que pueda recordar. Fue en ese precioso momento, aquel en que nuestros torrentes surgieron, impetuosos, soberanos, que sentí que ese acto donde absolutamente todo perdió importancia salvo él y yo, esa conexión impar donde el tiempo se detuvo por un segundo eterno, esa unión que se consolidaba, porque ese había sido siempre su misión, esa y no otra cosa sería, para mí, para siempre, la verdadera acepción del significado del amor.
Continúa.
15 comentarios:
Madre mía!!!!! Qué belleza, cuánto amor y pasión a partes iguales y las ganas que tengo de que siga esta historia.
Decir que me encanta es poco, en serio, mira que BBM me encantó pero me imagino ver esto en imágenes y no sé yo cual elegiría...
Ale, piropazo bien merecido!!!
Pasaba para saludar, me llevo tu post y lo leo más tarde (siempre las prisas destrozando los buenos momentos)
Besos
Tiraré de archivo para comenzar la historia desde el principio...
Gracias por visitarme.
¡¡¡¡¡¡(*¿*)!!!!!!!
Como diría un ser alado que conozco: MADREDELDIOSHERMOSO! VAQUERO! qué lindo regalo de despedida antes de tus vacaciones!!!
Pasión, cielo, estrellas, agua y un catre: ingredientes exactos para una revelación única, UN ESTRECHO LAZO DE SENTIMIENTOS SIN TIEMPO Y SIN ESPACIO... UN AMOR QUE NUNCA ENVEJECERÁ...
P R E C I O S O !!!
Espero que la visita a la montaña y a la nieve, te devuelva a esta ciudad con un bagaje gigante de más sentimientos hechos palabra...
Voy a extrañarte...
Besos
Ana, la del Sur.
oyeme.... que vengo a terminar el post anterior y me encuentro con que la "labor" se me hizo mas grande!!! jejejeje mentiras, de las cosas buenas nunca dan mucho, por eso siempre regreso... el placer del deleite
se me olvidaba .... dijiste que te irias un tiempo... y aqui se te hechará de menos
Tengo que digerirlo!!!
Me lo tengo que leer hasta aprendérmelo!!!
Vaquero, tiemblo con la próxima entrega y todavía no he hecho la digestión de esta.
Madremíadelamorhermosoysanfroilándetodoslossantosyaménnnnnnn!!!
Un encuentro apasionado y lleno de amor...¡Sublime!
Esa y no otra cosa sería, para mí, para siempre, la verdadera acepción del significado del amor...
Me quedo con esto.
Y ahora a esperar, no queda más remedio...
Vuelve pronto!!!!!!!
Espectacular! Me encontré con dos capítulos sin leer. Qué buenoooooo. Ahora me arrepiento de haberlos leído tan rápido. Es alucinante. Adoro a Rodrigo con todos sus matices. Cómico (un géiser!) y tan sensible y azorado por lo que le pasa. Esto es genial, de esas historias que te hacen reír por momentos y (sobre todo) lagrimear. Tratá de que sea en varios tomos!, Cómo te admiro!
bueno.... ahora que terminé me siento a esperarte... para continuar en esta union que hemos inventado.... esperamos al creador de estas historias que tengo que leer a retazos, pero que me envuelven con magia...verdadera magia..
un abrazo desde mi lejana galaxia
Y al fin el amor. Rodrigo, Rodrigo... cuánto tardaste en darte cuenta. Ahora no lo dejes marchar de nuevo... ya no.
ESTUPENDO amigo.
Un beso
Mi estimado vaquero:
Ayer me decidí, imprimí los TRECE capitulos y me los llevé al trabajo para pasar la tarde distraida, una tarde por cierto de tormenta y aguaceros ocasionales, cargada de estática y calor húmedo...
...qué te puedo decir...
ESTOY ENCANTADO...encantado es poco. Suscribo las palabras de Ana porque el efecto que me ha dejado en el cuerpo meterme en la historia ha sido similar a lo que ocurrió después de ver BBM, quizás no es lo mismo, pero MUY intenso. Pasé unas horas con las mejillas ardiendo, como dicen en los libros, totalmente sumergido en el alma de Rodrigo, en sus recuerdos, en toda la tormenta interior de sus pasiones y sentimientos ( con los que resulta tan fácil sentirse identificado )....notando elevarse peligrosamente la temperatura corporal cuando describes las escenas de amor con tanta intensidad... emocionandome hasta sentir húmedos los ojos en algunos momentos, como cuando recibe la llamada de su amiga Marianita que le hace ponerse en movimiento al fin e ir en pos de Dardo... compartiendo la ira de Rodrigo durante la visita a los primos pijos de Cecilia...
...es fácil hacerse "uno" con Rodrigo, vivir lo que él vive y sentir lo que él siente, y eso es el mejor elogio que te puedo hacer.
A partir de ahora, no me pierdo ni uno, palabra.
Un besote, vaquero escribidor.
Por recomendación de un amigo empecé a leer tu relato, es largo pero una vez empezado imposible dejarlo, más cuando lo que pones me ha tocado tan de cerca, cuantas cosas de las que explicas las podría poner yo. Tambien a mi BBM me marcó a sanfre y fuego, nada volvió a ser igual, fuen un antes y un despues y por ahí voy , pero viviendo la vida ahora habiéndome desembarazado de tantas cosas.
Gracias por este magnífico relato que además de estar explendidamente escrito, además nos ha hecho ver que fuimos muchos los que fuimos tocados por esa telícula.
Un abrazo
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