Abrí un ojo y la claridad me encegueció. Con la cabeza embotada, como entre algodones, sentí despertar de un largo y acogedor período de hibernación. Estiré con algún esfuerzo mis brazos y piernas entumecidos, que chocaron contra los límites del lugar donde yacía recostado. Encandilado, paseé la vista por lo que me rodeaba. La habitación, inundada por la penetrante luz del sol, cobró vida real mostrándome toda su sencillez y austeridad. El desvencijado catre, tapizado de un revoltijo de mantas, se encontraba junto a la cama cucheta donde yo había dormido, perpendicular al gran ventanal. No pude recordar cómo había llegado yo a parar allí, sí, en cambio, todas y cada una de las instancias previas, que, como en ráfaga vaporosa, desfilaron por mi mente aún aletargada y la sacudieron levemente, rememorando la pasión encarnizada de la noche anterior. Me percaté, así, de mi desnudez bajo la capa de frazadas que me cubría, y ese hecho sólo, causó un hormigueo profundo que no pudo sino revolverme en una convulsión fugaz que hizo que mi cabeza golpeara una de las columnas de la cama. Giré, maldiciendo, y me detuve a mirar largamente una pequeña biblioteca de madera barata, sin barnizar ni tratar, poblada de libros de todos los tamaños, ubicada justo frente a mí. Algunas, pocas, fotografías reposaban sobre los estantes, tapando los lomos de algunos ejemplares y fue precisamente una, la más grande y descolorida, la que ocupaba el centro, la que hizo que me incorporara, sorteando el catre y su revoltijo, y la tomara entre mis manos entumecidas y temblorosas. Entre las paredes de acrílico opaco y muy rayado de un portarretratos pasado de moda se veía a dos muchachitos sonrientes, algo borroneados, bañados por un sol muy amarillo y tomados de los hombros, que mis pulgares acariciaron en un movimiento lento y circular. Dardo, con su flequillo sobre la frente, sostenía un sapo enorme y gris con su mano libre, y yo, con aquella remera azul y roja que por esos días casi nunca me quitaba, empuñaba un palo largo, a modo de bastón de explorador. Nuestros ojos, entrecerrados, brillaban como los reflejos sobre el arroyo marrón a nuestras espaldas, y nuestros mentones, firmes, ingenuamente rebeldes, apuntaban al cielo.
- ¿Te acordás de esa foto? - La voz de Dardo, parado junto a la puerta de la habitación, masticando, con un cúmulo de migas sobre su barba de pocos días, hizo que diera un respingo. Rodríguez se deslizó por entre sus piernas y vino a mi encuentro, derecho hacia mi entrepierna. Lo aparté, acariciándolo, mientras me husmeaba y lamía mis rodillas. Mi mirada turbia estudió a Dardo por primera vez. Vestía una camiseta blanca y el pantalón de su uniforme de guardaparque, y los dedos de sus pies descalzos tamborileaban sobre el piso. La luz, impiadosa, me revelaba los mismos rasgos, bellos, alargados, de la foto, pero subrayados por tenues surcos sobre la piel curtida, un tajo diagonal en una mejilla y una hendidura al final de su ceja derecha. Su sonrisa de dientes blancos y parejos, como de publicidad de pasta dental, esa que siempre me había obnubilado y abrumado, no se había alterado en absoluto, podía decirse que constituía el sello, la marca indeleble de aquel jovencito que no quería abandonarlo todavía, tanto como el pelo lacio, de mechones claroscuros, atado en una cola desordenada. Una puntada en el pecho, certera como una flecha, me estremeció junto a una idea que deseché de inmediato.
- ¿La tomó tu viejo, no? - inquirí, menos curioso que ávido por desalentar cualquier boicot de mi consciencia.
Asintió y dijo, - La segunda vez que viniste a la quinta. ¡Rodríguez, fuera! - ordenó. El perro salió disparado de la estancia.
Meneando la cabeza y contemplando la imagen observé: - Se nos ve felices.
- Lo éramos. - sostuvo con firmeza, aunque la voz le tembló ligeramente. Acomodó el mechón rebelde que proyectaba una sombra su rostro y continuó, cambiando el tono, tratando de sonar divertido. - Te hablaste todo anoche... pero salvo un "tal vez" y un "fuera", no entendí ni medio.
- Menos mal... - repuse. Odiaba esas manifestaciones involuntarias tan mías.
- Y tu culo dió un festival de cañonazos. ¡Casi te levanto un acta por alterar la paz del bosque! - señaló, burlón, mostrándome las dos hileras de dientes perfectamente alineados.
La cara me ardió de vergüenza, me puse de pie y manoteé una cobija para cubrirme.
- No te enojes, boludito, es lo más normal del mundo... además, viniendo de tu retaguardia... mmmmm! - Me tranquilizó, sugestivo, arqueando una ceja, y torciendo sus labios en una mueca de lujuriosa aprobación.
Lo fulminé con seriedad, mordiéndome nerviosamente. Avanzó hacia mí de un salto, hundió sus manos entre mis nalgas y me besó con fruición.
- Qué trolo que sos. - murmuré, esquivando sus labios.
- Sí, claro, yo sólo... - Dijo. Lo escudriñé, fingiendo enfado, en los escasos diez centímetros que nos separaban. Exploté, liberando una llovizna de saliva que lo empapó. Reímos, cómplices, y nos estrechamos aún más. Mi miembro, erguido por una súbita erección, chocó contra los pliegues de su pantalón.
- Aápa, cómo estamos, ¿eh, Leiva? - continuó besándome, su aliento sabía a pan. - Vestite con ropa liviana, dale, que nos vamos de excursión.
- ¡Upa! ¿De excursión? - exclamé, entusiasmado. - ¡Qué bien! ¿Y se puede saber a dónde?
- Seguro. - me contestó, desafiante. - Al paraíso.
Enigmático, desapareció hacia el cuarto contiguo, y mientras sonaba un febril estrépito de trastos y cubiertos que se apoyaban y llenaban, puertas de armarios que se abrían y cerraban, y un tentador aroma a pan tostado invadía mis fosas nasales, tomé mi ropa y me vestí velozmente.
Me sacudí la tierra del cuerpo y lo seguí hasta la costa donde, entre tallos y juncos, una canoa roja con un emblema indígena nos esperaba. Con el calor del sol apretando con dureza nos alejamos de la orilla dejando a Rodríguez contemplándonos mansamente, y remamos sin descanso hacia el centro del lago, y desde allí, trazando una diagonal, hasta una playa de grandes rocas y arena, oculta por una gran saliente de montaña. La proa se frenó al tocar los guijarros que poblaban su orilla. Dardo se desnudó, veloz, arrojando desenfrenadamente su ropa sobre el piso de la embarcación, escudriñándome con complicidad.
- ¿Qué esperás? - inquirió con prisa.
- ¿Te acordás de esa foto? - La voz de Dardo, parado junto a la puerta de la habitación, masticando, con un cúmulo de migas sobre su barba de pocos días, hizo que diera un respingo. Rodríguez se deslizó por entre sus piernas y vino a mi encuentro, derecho hacia mi entrepierna. Lo aparté, acariciándolo, mientras me husmeaba y lamía mis rodillas. Mi mirada turbia estudió a Dardo por primera vez. Vestía una camiseta blanca y el pantalón de su uniforme de guardaparque, y los dedos de sus pies descalzos tamborileaban sobre el piso. La luz, impiadosa, me revelaba los mismos rasgos, bellos, alargados, de la foto, pero subrayados por tenues surcos sobre la piel curtida, un tajo diagonal en una mejilla y una hendidura al final de su ceja derecha. Su sonrisa de dientes blancos y parejos, como de publicidad de pasta dental, esa que siempre me había obnubilado y abrumado, no se había alterado en absoluto, podía decirse que constituía el sello, la marca indeleble de aquel jovencito que no quería abandonarlo todavía, tanto como el pelo lacio, de mechones claroscuros, atado en una cola desordenada. Una puntada en el pecho, certera como una flecha, me estremeció junto a una idea que deseché de inmediato.
- ¿La tomó tu viejo, no? - inquirí, menos curioso que ávido por desalentar cualquier boicot de mi consciencia.
Asintió y dijo, - La segunda vez que viniste a la quinta. ¡Rodríguez, fuera! - ordenó. El perro salió disparado de la estancia.
Meneando la cabeza y contemplando la imagen observé: - Se nos ve felices.
- Lo éramos. - sostuvo con firmeza, aunque la voz le tembló ligeramente. Acomodó el mechón rebelde que proyectaba una sombra su rostro y continuó, cambiando el tono, tratando de sonar divertido. - Te hablaste todo anoche... pero salvo un "tal vez" y un "fuera", no entendí ni medio.
- Menos mal... - repuse. Odiaba esas manifestaciones involuntarias tan mías.
- Y tu culo dió un festival de cañonazos. ¡Casi te levanto un acta por alterar la paz del bosque! - señaló, burlón, mostrándome las dos hileras de dientes perfectamente alineados.
La cara me ardió de vergüenza, me puse de pie y manoteé una cobija para cubrirme.
- No te enojes, boludito, es lo más normal del mundo... además, viniendo de tu retaguardia... mmmmm! - Me tranquilizó, sugestivo, arqueando una ceja, y torciendo sus labios en una mueca de lujuriosa aprobación.
Lo fulminé con seriedad, mordiéndome nerviosamente. Avanzó hacia mí de un salto, hundió sus manos entre mis nalgas y me besó con fruición.
- Qué trolo que sos. - murmuré, esquivando sus labios.
- Sí, claro, yo sólo... - Dijo. Lo escudriñé, fingiendo enfado, en los escasos diez centímetros que nos separaban. Exploté, liberando una llovizna de saliva que lo empapó. Reímos, cómplices, y nos estrechamos aún más. Mi miembro, erguido por una súbita erección, chocó contra los pliegues de su pantalón.
- Aápa, cómo estamos, ¿eh, Leiva? - continuó besándome, su aliento sabía a pan. - Vestite con ropa liviana, dale, que nos vamos de excursión.
- ¡Upa! ¿De excursión? - exclamé, entusiasmado. - ¡Qué bien! ¿Y se puede saber a dónde?
- Seguro. - me contestó, desafiante. - Al paraíso.
Enigmático, desapareció hacia el cuarto contiguo, y mientras sonaba un febril estrépito de trastos y cubiertos que se apoyaban y llenaban, puertas de armarios que se abrían y cerraban, y un tentador aroma a pan tostado invadía mis fosas nasales, tomé mi ropa y me vestí velozmente.
El fresco aire matinal se había extinguido cuando emprendimos la marcha por el sendero descendente. Una brisa tibia, limpia y prometedora reinaba ahora, y un sol esplendoroso lo iluminaba todo, en una sinfonía de destellos que partía de cada hoja, cada pétalo, cada charco, cada gota, que Rodríguez, trotando a la par nuestra, se encargaba de olfatear sin descanso. El caminito, a poco, se internó en un bosque muy cerrado, de árboles altísimos, convirtiéndose en una pendiente revestida de pastos altos que fue pronunciándose y torciéndose por entre grandes arbustos espinosos. Insólitamente, ante la visión de un par de mariposas revoloteando aquí y allá, me invadieron unas inexplicables ganas de cantar, pero, consciente de mi incapacidad canora, no lo hice, y tarareé, en su lugar, para mis adentros, la melodía de una canción que mucho después identifiqué, pero de la cual, en ese momento sólo podía recordar la fonética del estribillo que decía, I wanna know what love is, I want you to show me...
Dardo, ágil, con paso marcial, se me había adelantado unos cuantos metros, para cuando salí, jadeando, de la empinada subida que atravesaba el bosquecillo. Me detuve a recobrar el aliento para divisarlo aguardándome sobre un promontorio rocoso, en un recodo del sendero, con los brazos abiertos en cruz, exultante de alegría.
- ¡Bienvenido al paraíso! - exclamó, invitándome a acercarme. Apuré el trecho que me separaba esquivando las traicioneras piedras sueltas que parecían formar una escalera hasta el lugar. Atiné a mirar cuando, rodeándome con un brazo, agregó: - Aquí es donde la Creación se demoró un poco más a esmerarse... para vos.
Su palma, blanca y lisa, indicaba el escenario que se desplegaba ante nosotros, más allá del acantilado. Un lago de un azul intenso en el centro, y verde esmeralda en sus orillas, se extendía, altivo, por entre elevaciones redondeadas, tapizadas por una profusión de pinos y alerces, las cuales, antes de tocar el cielo turquesa rabioso, devenían en un cordón de achatadas cimas forradas de nieve, tan majestuosas como incólumes. Tragué saliva. La espectacular visión me cortó la respiración, tanto como el viento que, soplando violento, se alzaba desde abajo embolsando nuestras camisetas y pantalones, zarandeándonos como si fuéramos banderines.
- Increíble, ¿no? - me consultó, anhelante.
Fruncí mis labios en un gesto que fue menos de maravillada aprobación, que de conquistado alivio, como si el espectáculo que tenía ante mis ojos por fin me hubiese permitido desembarazarme de aquella presencia espectral, amenazante, que había percibido durante el viaje hasta allí, y, en su lugar, otra, plena de luz y satisfacción, desde algún puesto oculto en ese vergel nos contemplaba complacida, bendiciendo nuestra unión. Permanecimos así, inmóviles, mudos, hasta que, casi logrando que pierda el equilibrio, Dardo me empujó y chilló, antes de salir a la carrera:
- ¡Puto el último que llega!
Eché a correr tras suyo todo lo que daban mis piernas, evitando caer con cada raíz, planta, arbusto o rama que se cruzó en mi persecución, y aunque fui ayudado por el ángulo que fue tomando la dirección que Dardo, cual liebre, recorría a una velocidad envidiable, me fue imposible alcanzarlo. Con la respiración entrecortada y el pecho retumbándome, empapado en sudor, llegué a un claro salpicado de flores amarillas donde abruptamente reduje el ritmo de mis pasos. Los únicos sonidos eran el de mi agitación y el zumbido de algún abejorro. Un alarido que surgió desde arriba me heló la sangre, y, enseguida, Dardo cayó con todo su peso sobre mi espalda. Un corcoveo, un par de oscilaciones, una corrida en zig zag, hasta que pude recuperar la postura sin que el golpe y su peso me tumbaran al suelo. Rodríguez también surgió de la nada ladrando con desesperación.
- ¡Dardo y la puta que te parió!
- ¡Arre, arre, Silver! Sooo, sooo... - gritó, entre risas, sacudiéndose como vaquero de rodeo.
Y entonces, recordé, y comencé a girar enloquecidamente, dando vueltas sin parar, y reí, reí con ganas, y Dardo aulló, prendido de mi cuello, sus piernas atenazadas contra mi cintura, y, antes de que decidiera que ya había tenido suficiente, perdí pie, y juntos rodamos sobre la hierba mullida. Sin poder parar de reír, percibí los lastimosos resoplidos de Dardo, su nuca apoyada sobre uno de mis muslos, sus dedos que tantearon los míos y se entelazaron con fuerza.
- Eso es traición, maricón... - murmuró débilmente. - ...del orto.
- Te lo merecés por conchudo. - espeté, atisbando el cielo destellante, contento de haber recordado uno de sus talones de Aquiles, las náuseas que le producían los giros en trompo.
- Bala pedorrero... - disparó.
- Guardabosques cagón. - contraataqué.
- Forro...
Dardo, ágil, con paso marcial, se me había adelantado unos cuantos metros, para cuando salí, jadeando, de la empinada subida que atravesaba el bosquecillo. Me detuve a recobrar el aliento para divisarlo aguardándome sobre un promontorio rocoso, en un recodo del sendero, con los brazos abiertos en cruz, exultante de alegría.
- ¡Bienvenido al paraíso! - exclamó, invitándome a acercarme. Apuré el trecho que me separaba esquivando las traicioneras piedras sueltas que parecían formar una escalera hasta el lugar. Atiné a mirar cuando, rodeándome con un brazo, agregó: - Aquí es donde la Creación se demoró un poco más a esmerarse... para vos.
Su palma, blanca y lisa, indicaba el escenario que se desplegaba ante nosotros, más allá del acantilado. Un lago de un azul intenso en el centro, y verde esmeralda en sus orillas, se extendía, altivo, por entre elevaciones redondeadas, tapizadas por una profusión de pinos y alerces, las cuales, antes de tocar el cielo turquesa rabioso, devenían en un cordón de achatadas cimas forradas de nieve, tan majestuosas como incólumes. Tragué saliva. La espectacular visión me cortó la respiración, tanto como el viento que, soplando violento, se alzaba desde abajo embolsando nuestras camisetas y pantalones, zarandeándonos como si fuéramos banderines.
- Increíble, ¿no? - me consultó, anhelante.
Fruncí mis labios en un gesto que fue menos de maravillada aprobación, que de conquistado alivio, como si el espectáculo que tenía ante mis ojos por fin me hubiese permitido desembarazarme de aquella presencia espectral, amenazante, que había percibido durante el viaje hasta allí, y, en su lugar, otra, plena de luz y satisfacción, desde algún puesto oculto en ese vergel nos contemplaba complacida, bendiciendo nuestra unión. Permanecimos así, inmóviles, mudos, hasta que, casi logrando que pierda el equilibrio, Dardo me empujó y chilló, antes de salir a la carrera:
- ¡Puto el último que llega!
Eché a correr tras suyo todo lo que daban mis piernas, evitando caer con cada raíz, planta, arbusto o rama que se cruzó en mi persecución, y aunque fui ayudado por el ángulo que fue tomando la dirección que Dardo, cual liebre, recorría a una velocidad envidiable, me fue imposible alcanzarlo. Con la respiración entrecortada y el pecho retumbándome, empapado en sudor, llegué a un claro salpicado de flores amarillas donde abruptamente reduje el ritmo de mis pasos. Los únicos sonidos eran el de mi agitación y el zumbido de algún abejorro. Un alarido que surgió desde arriba me heló la sangre, y, enseguida, Dardo cayó con todo su peso sobre mi espalda. Un corcoveo, un par de oscilaciones, una corrida en zig zag, hasta que pude recuperar la postura sin que el golpe y su peso me tumbaran al suelo. Rodríguez también surgió de la nada ladrando con desesperación.
- ¡Dardo y la puta que te parió!
- ¡Arre, arre, Silver! Sooo, sooo... - gritó, entre risas, sacudiéndose como vaquero de rodeo.
Y entonces, recordé, y comencé a girar enloquecidamente, dando vueltas sin parar, y reí, reí con ganas, y Dardo aulló, prendido de mi cuello, sus piernas atenazadas contra mi cintura, y, antes de que decidiera que ya había tenido suficiente, perdí pie, y juntos rodamos sobre la hierba mullida. Sin poder parar de reír, percibí los lastimosos resoplidos de Dardo, su nuca apoyada sobre uno de mis muslos, sus dedos que tantearon los míos y se entelazaron con fuerza.
- Eso es traición, maricón... - murmuró débilmente. - ...del orto.
- Te lo merecés por conchudo. - espeté, atisbando el cielo destellante, contento de haber recordado uno de sus talones de Aquiles, las náuseas que le producían los giros en trompo.
- Bala pedorrero... - disparó.
- Guardabosques cagón. - contraataqué.
- Forro...
- Tragasables...
Callamos. El único ruido, como canción de cuna, era ahora el suave oleaje del lago rompiendo contra la orilla que se vislumbraba por detrás de una hilera de alerces.
- Mi monstruo del lago azul... - se incorporó, con los ojos llameantes tras los vidrios sucios de sus anteojos. Su mirada, enajenada, tan misteriosa y translúcida como cercana y lejana, por enésima vez, me hipnotizó, encendiéndome de deseo carnal, hambriento de llenarme de él, de hundirme en el cobijo de su cuerpo.
- ... mi Rodri putito. - continuó.
- Pará, ¿cómo putito? - actué un enfado. - ... muy putito, querrás decir... - agregué, incrédulo ante mi fescura.
Sus dientes chocaron los míos, sus dedos se enterraron en mis mejillas. Se paró de un salto como de judoka, me tendió una mano que con energía inaudita tiró de mí hasta ponerme de pie, haciéndome trastabillar del impulso.
- ¡Dale, apurate! - sugirió.
- Mi monstruo del lago azul... - se incorporó, con los ojos llameantes tras los vidrios sucios de sus anteojos. Su mirada, enajenada, tan misteriosa y translúcida como cercana y lejana, por enésima vez, me hipnotizó, encendiéndome de deseo carnal, hambriento de llenarme de él, de hundirme en el cobijo de su cuerpo.
- ... mi Rodri putito. - continuó.
- Pará, ¿cómo putito? - actué un enfado. - ... muy putito, querrás decir... - agregué, incrédulo ante mi fescura.
Sus dientes chocaron los míos, sus dedos se enterraron en mis mejillas. Se paró de un salto como de judoka, me tendió una mano que con energía inaudita tiró de mí hasta ponerme de pie, haciéndome trastabillar del impulso.
- ¡Dale, apurate! - sugirió.
Me sacudí la tierra del cuerpo y lo seguí hasta la costa donde, entre tallos y juncos, una canoa roja con un emblema indígena nos esperaba. Con el calor del sol apretando con dureza nos alejamos de la orilla dejando a Rodríguez contemplándonos mansamente, y remamos sin descanso hacia el centro del lago, y desde allí, trazando una diagonal, hasta una playa de grandes rocas y arena, oculta por una gran saliente de montaña. La proa se frenó al tocar los guijarros que poblaban su orilla. Dardo se desnudó, veloz, arrojando desenfrenadamente su ropa sobre el piso de la embarcación, escudriñándome con complicidad.
- ¿Qué esperás? - inquirió con prisa.
Me deshice de mi mochila, y en cuestión de segundos estaba con los genitales al aire. La brisa caliente me hizo cosquillas aumentando la reconfortante sensación que me provoca la total desnudez. Dardo brincó fuera de la canoa, trepó la enorme piedra a nuestra izquierda y, con movimientos de experto nadador, se zambulló de cabeza al verde agua del lago. Presa de un ansia tan infantil como risueña, lo seguí torpemente, mis pies no estaban acostumbrados a la aspereza del terreno. En el momento en que me preparaba para un chapuzón de clavadista, patiné y caí totalmente despatarrado, golpeando dolorosamente el agua con mi panza. El frío del agua me cortó la respiración. Manoteando, nadé desesperado hasta la superficie para encontrar a Dardo haciendo la plancha, completamente muerto de risa.
- ¡Está helada, la puta madre! - aullé.
- Qué porteño más marica resultaste vos, al final, che... - comentó, soberbio.
Lo hundí antes de que terminara de hablar. Emergió embravecido, escupiendo un gran chorro de agua que dió de lleno en mis ojos, luego se elevó tomándose de mis hombros y me sumergió con fuerza. Allí aproveché para tantear sus pies escurridizos y, cuando pude atraparlos, tiré de ellos, obligándolo a dar una vuelta de carnero submarina. Así, forcejeando, jugando como chiquilines, seguimos durante un buen rato, hasta que, atemperando el combate, mientras quitábamos el exceso de agua de nuestros ojos, descubrimos en el otro una mirada en la que bramaba un mensaje tácito, una orden como un chispazo que, no necesitando de nada más de tan elocuente, fué la mutua señal que nos condujo, chapoteando ruidosamente, hasta la pequeña playa en forma de U. Allí, rendidos y jadeantes, nos dejamos caer uno encima del otro, bajo un sol centelleante y abrasador, hirviendo de deseo, obedeciendo nuestra avidez del uno por el otro, como dos animales asaltados por un repentino celo salvaje, instintivo, que jamás antes yo había experimentado. Un cortejo breve preludió un apareamiento tan interminable como apasionado, en el que, siguiendo la avezada guía de Dardo, probamos, una a una, todas las maneras y modos imaginables de unirnos, y, así, yo dentro suyo, él dentro mío, alternamos un salvaje enroque de nuestras cavidades y protuberancias tan húmedas como sedientas. Febril, bestial, feroz y amorosamente envueltos en esa cópula repetida y exquisita, sólo la abandonamos cuando la embriaguez llegó al punto en que, exhaustos y sudorosos, nos dejó jadeando profusamente sobre la arenisca.
- ¡Está helada, la puta madre! - aullé.
- Qué porteño más marica resultaste vos, al final, che... - comentó, soberbio.
Lo hundí antes de que terminara de hablar. Emergió embravecido, escupiendo un gran chorro de agua que dió de lleno en mis ojos, luego se elevó tomándose de mis hombros y me sumergió con fuerza. Allí aproveché para tantear sus pies escurridizos y, cuando pude atraparlos, tiré de ellos, obligándolo a dar una vuelta de carnero submarina. Así, forcejeando, jugando como chiquilines, seguimos durante un buen rato, hasta que, atemperando el combate, mientras quitábamos el exceso de agua de nuestros ojos, descubrimos en el otro una mirada en la que bramaba un mensaje tácito, una orden como un chispazo que, no necesitando de nada más de tan elocuente, fué la mutua señal que nos condujo, chapoteando ruidosamente, hasta la pequeña playa en forma de U. Allí, rendidos y jadeantes, nos dejamos caer uno encima del otro, bajo un sol centelleante y abrasador, hirviendo de deseo, obedeciendo nuestra avidez del uno por el otro, como dos animales asaltados por un repentino celo salvaje, instintivo, que jamás antes yo había experimentado. Un cortejo breve preludió un apareamiento tan interminable como apasionado, en el que, siguiendo la avezada guía de Dardo, probamos, una a una, todas las maneras y modos imaginables de unirnos, y, así, yo dentro suyo, él dentro mío, alternamos un salvaje enroque de nuestras cavidades y protuberancias tan húmedas como sedientas. Febril, bestial, feroz y amorosamente envueltos en esa cópula repetida y exquisita, sólo la abandonamos cuando la embriaguez llegó al punto en que, exhaustos y sudorosos, nos dejó jadeando profusamente sobre la arenisca.
Si hacer el amor había cobrado, para mí, un nuevo significado la noche anterior, esa mañana cálida y luminosa me brindó la acepción más literal, más cabal, la más fascinante, por lejos, de lo que era, realmente, el sexo propiamente dicho, lo que era coger de verdad.
Continúa.
8 comentarios:
Que bien logras adentrarnos en los sentimientos de los personajes. Rodrigo por fin se ha liberado por completo a sus deseos... y ahora es feliz, como seguramente no lo era desde aquellos tiempos de niño en que nada le preocupaba, porque no existian prejuicios que frenaran sus ansias.
¡Rodrigo, no permitas que nadie te arrebate la felicidad que has encontrado!
FELICITACIONES de nuevo querido amigo.
¿por qué tanta felicidad me atraviesa el alma?
Que la tragedia no se proponga destruir lo más hermoso, su amor...
Vuelvo a sacarme el sombrero en tu presencia vaquero!!!
Un cálido beso
Ayyyy, cuánta felicidad y cuánta paz....me está dando miedo.
Mirá, la verdá, yo... ¿qué decir? esteeeeee... ¡me dejaste con las alas desbarajustadas y sin saber si aterricé o volé o caí en picado..! Mamma Mía Vaquero... la montaña te sentó de maravillas... Si antes nos transportabas, ahora nos hacés subir en un suspiro...
G E N I A L
E M B R I A G A N T E
M A S P O R F A V O R!!!!!!
Te prometo, te prometo y te juro que de esta semana no pasa para que me lea toda tu historia.
No tengo perdón, pero es que ando mal de tiempo.
Abrazos.
Y por lo que veo en los comentarios debe ser increíble...
.... bueno.... por fin mi internet se digno a dejarme regresar por estas partes que me encantan.... y veo que aqui esta de nuevo, mi chico vaquero con sus historias apasionantes.... me quede en la primer imagen porque debo recorrer a varios amigos (algunos en comun) que hace tiempo no puedo visitar...
pero es tan dificil dejarte... es tan refrescante leerte... apasionarse....
un abrazo desde mi lejana galaxia....
Me retrasé y tengo este episodio y el siguiente pendientes, ah, que placer... echaba de menos a estos chicos después de aquella tarde febril en su compañía...y veo que no me necesitaban para nada,que hermosura, que felicidad. ¿Porque constantemente tomo cada secuencia y la comparo con momentos que yo ya he vivido?
Voy por el siguiente, un abrazo, amigo mio.
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