viernes, 30 de marzo de 2007

La Mano Derecha del Diablo - Segunda Parte



Ciudad Juárez, México, junio de 1964

Marchaba a paso rápido, algo agitado. Había mucha gente en las calles, y eso lo tranquilizaba. Voces, risas, música de guitarras, luces de distintos colores, el calor que no agobiaba esa noche. Una brisa tibia parecía suavizar y endulzar todo a su alrededor. Se detuvo a mirar unas baratijas en uno de los puestos que abarrotaban esa parte de la ciudad para serenarse un poco. Pensó cuán distintas eran las cosas del otro lado de la frontera. El mundo allí cambiaba por completo. Las caras se mostraban despreocupadas y alegres. A nadie le importaba lo que hacía el otro, y quien reparara en él le sonreía o le ofrecía una pequeña reverencia, que él respondía inclinando su sombrero. Los rodeos en San Antonio lo ponían de buen ánimo, porque le permitían escabullirse hasta México y ser ese otro. Cruzando los límites del país nadie lo llamaba Jimbo, sobrenombre que había terminado por detestar. Allí nadie se dirigía a él con desdén, ni reía burlonamente, y menos se atrevía a insultarlo. Allí nadie sabía quién era. No había rastros de nada que tuviese que ver con el gran John Botley, nada que lo hiciese recordar. Tampoco expectativas que cumplir ni linajes a seguir. Continuó su marcha esquivando la multitud.
Se detuvo en una cantina para comprar una cerveza. Aprovechó el momento para atisbar con sigilo la callejuela semioscura que se abría enfrente. Su corazón comenzó a palpitar con fuerza. Pagó y, resuelto, cruzó la calle abriéndose paso entre el gentío, pero tropezó con unos chiquillos que corrían en círculos, y su botella casi cae al suelo. La atajó a tiempo y los miró con simpatía. algunos repararon en él y lo siguieron con la mirada, curiosos.
La entrada a la callejuela estaba custodiada a cada lado por dos mujeres de generoso escote que le sonrieron. Una de ellas intentó cortarle el paso pero la apartó con suavidad, agradeciéndole el ofrecimiento en español. Continuó su marcha con paso firme y más allá, en la penumbra, algunos muchachos lo miraron con complicidad sugerente, pero ninguno se movió. Distinguió la familiar silueta apoyada contra la saliente de una entrada, bajo la débil luz de un farol. Suspiró aliviado, consiguiendo serenarse. Se paró a su lado, extendiendo el brazo que sostenía la botella.
La repentina invitación hizo que el muchacho alzara su cabeza lentamente. Sus labios se apartaron mostrando unos dientes blancos y parejos.
- Señor John... - Susurró, y sus ojos oscuros emitieron un brillo sincero.
Adoró ese gesto, nadie jamás lo saludaba de esa manera en Texas. "Señor", en español sonaba dulce y suave, y muy respetuoso. El nombre de su padre no golpeaba en esos labios extraños. Sintió de todos modos un ligero estremecimiento, seguido de la imagen fugaz de una mano en alto empuñando un rebenque amenazante. La apartó de su mente con firmeza, no iba a conseguir arruinar nada allí.
- Hola Ramón. Ocupado esta noche? - Le dijo, sonriendo pícaramente, pero con voz entrecortada.
- Por supuesto que no, señor John, por supuesto que no. - Le contestó en un inglés afectado, y estalló en carcajadas mientras lo rodeaba con su brazo y se alejaban de allí. Jimbo no pudo evitar mirar en derredor, incómodo, luego rió con él.
La mujer de la pequeña pensión cercana los recibió con amabilidad, sin sacar los ojos del par de billetes que Jimbo le alcanzó vergonzosamente. Subieron por unas estrechas escaleras hasta la modesta habitación que se abría sin llave. Vio con deleite el macetón de profusos geranios rojos en el pequeño balcón ni bien traspuso la puerta. Ramón se adelantó con prisa a correr las floridas cortinas, Jimbo lo detuvo tomándolo de los hombros y lo obligó a girar sobre sus pies. Sus miradas se encontraron por un instante, el texano trataba de controlar su respiración evidentemente ansiosa. Sin demorar un segundo más lo besó con fruición, torpemente.
- Señor John, está contento esta noche... - Murmuró el muchacho, sonriendo, cuando sus labios consiguieron separarse.
- No te imaginas cuánto, Ramón, no te imaginas cuánto!
Lo arrastró, pegado a sus labios ansiosos, hasta caer pesadamente sobre la cama. Rieron más aún. Ramón era más corpulento que el vaquero, pero su voz y sus modales eran de una serenidad aniñada, algo que consiguió hipnotizar y sumir al texano en un delicioso trance desde el primer momento. El joven desabotonó delicadamente su camisa mientras con los labios recorría cada fracción de su pecho y sus manos masajeaban la entrepierna. La suave piel de sus dedos erizó su vello y lo hizo temblar sutilmente.
- Ramón, bebé, no vayas a detenerte por nada del mundo...
Oir de labios de Jimbo la palabra " baby" logró algo parecido a un flechazo. No había casi clientes que tuviesen delicadezas de ese tipo, por eso se esmeraba cuando aparecía alguno. En todos encontraba lo mismo, sin importar de dónde viniesen, pero el señor John fue ciertamente especial desde el primer momento. Envolvió el miembro de éste con su boca, y comenzó a mecerse suavemente. El vaquero se sacudió y hundió sus dedos en el cabello de Ramón. Poco después se incorporó, lo besó profundamente hundiendo la lengua en su boca, y lo tumbó sobre la cama, boca abajo. Con movimientos desesperados tiró de los pantalones, Ramón lo ayudó bajándolos con facilidad, sin mirarlo. Escupió abundantemente sobre la palma de la mano y la dirigió a su trasero. Lo penetró con violencia, y Ramón agradeció que el señor John tuviese un pene pequeño. Lo sacudió en un vaivén desesperado profiriendo gemidos como sollozos agudos. Giró para comprobar lo que sospechaba, Jimbo con el rostro enrojecido, mordiéndose los labios con los ojos fuertemente cerrados. Los sollozos fueron disminuyendo hasta convertirse en lágrimas que cayeron evaporándose en sus afiladas mejillas.
Lo acarició y besó con dulzura y al oído le susurró; - A Ramón le gustaría también que el sr. John fuera su putito... Jimbo parecía desencajado, pero asintió ansiosamente, abrió su boca y Ramón introdujo su miembro que pronto fue desperezándose. Sus manos le asieron las nalgas separándolas y con los dedos mayores masajeó el recto. Jimbo volvió a sus lloriqueos una vez más. Con suavidad y destreza Ramón se deslizó por entre sus piernas, para continuar con su lengua el trabajo que habían comenzado sus dedos. El vaquero se inclinó prestamente y le succionó el pene con fruición, el suyo había alcanzado ya una nueva erección. Bruscamente Ramón lo hizo girar y con mirada fría lo contempló mientras comenzaba a penetrarlo. Jimbo aulló angustiadamente, pero el muchacho no encontró resistencia alguna a su avance. El gesto se le antojó teatral, ingenuamente exagerado, y sonrió en secreto. Una vez dentro, se hundió más profundamente, pasó los brazos por debajo de sus muslos y lo sostuvo para comenzar a moverse con frenesí. Los chillidos agudos lo incitaron a aumentar el ritmo de la cópula, el goce que Jimbo evidenciaba lo enardeció. Experto, se demoró fascinado de ver al viril vaquero en ese estado. Eyaculó justo cuando sintió el torrente de aquel caer sobre su pecho. Permanecieron así un largo rato, uno desplomado sobre el otro, hasta que Ramón logró, trabajosamente, separarse para ir al cuarto de baño. Jimbo se sintió volver de algún sitio lejano. Entre absorto y somnoliento sus ojos entreabiertos divisaron un par de nalgas sin vello alguno que se alejaban. Tragó sonoramente, todo en derredor parecía dar vueltas. Consiguió reprimir las náuseas y tomándose de los barrotes de la cama se puso de pie.
Ramón se higienizó con rapidez y eficacia, luego invitó, mientras abría la puerta despacio.
- Listo para más, sr John?... Enmudeció enseguida. La habitación, iluminada sólo con el reflejo del farol de la calle, estaba vacía. Corrió desnudo hacia el balcón, se apoyó sobre la baranda y escrutó la calle en todas direcciones. Una mujer de mediana edad lo miró divertida desde abajo guiñándole un ojo.
Resoplando, volvió a entrar y, aliviado, vio los billetes sobre el taburete al lado de la cama. Encendió la luz y los contó, satisfecho. Se vistió presuroso pensando que quizás no era tan tarde y con suerte habría tiempo para un cliente más.

viernes, 23 de marzo de 2007

Historias de Brokeback

Un año transcurrió ya desde mi primera vez en Brokeback Mountain, el once de febrero del pasado año. Difícil me resulta expresar en palabras que den una clara idea de la intensa travesía emocional que me ha significado, sin repetirme, sin sentir que las palabras que elijo para hacerlo no alcanzan a dar una idea cabal del peso de la experiencia vivida.
Los efectos de semejante travesía abonaron un terreno ya fértil que desde ese día, y de a poco, fueron brindándome prometedores frutos. Por distracción, o miedo, no había reparado en que las semillas habían estado siempre allí, necesitadas de algún estímulo potente. Y cuando los primeros brotes nacieron, develaron zonas inexploradas de mí mismo, o sólo temerosamente sospechadas. La historia de Ennis y Jack, y el modo de contarla calaron hondo en el espíritu de un naciente vaquero, que de soñador ya llevaba mucho tiempo.
El sentimiento de devastación, de pérdida y de profunda tristeza curiosamente no me preocupó en lo personal. Aunque haya invadido cada instante de mi vida en esos días, y me haya vuelto distante, de mirada ausente y me haya despegado unos cuantos centímetros del suelo. Sólo a la distancia pude verlo como una suerte de período de gestación. Y lo agradecí, porque me corrió los velos que ocultaban aquello que sabía de alguna manera, pero que no había podido ver claramente aún.
Cuántos Ennis y Jack habrían tenido que vivir todo este tiempo, cuántos aún vivían sus sentimientos en la más absoluta clandestinidad, o en humillante hipocresía? Cuántos se avergüenzan de sí mismos y culpan a aquellos que se hacen cargo de lo que les ha tocado vivir? Me lo pregunté todo ese tiempo y el cuestionamiento continúa.
Inspirado en el profundo temor y el miedo paralizante que también subyace en la historia de nuestros vaqueros imaginé esta otra pequeña historia, sin rastro alguno del espíritu de la montaña Brokeback.

La Mano Derecha del Diablo - Primera parte
Amarillo, Texas, mayo de 1964


El mortecino neón del cartel de entrada del Motel Dusty Road zumbaba intermitentemente. Un chirrido metálico provenía de una de las habitaciones. Era una noche negra y pesada en la que fantasmales chicharras anunciaban algún fenómeno meteorológico inminente. Un perro de aspecto cansino recorría el piso de tablones de la desvencijada galería del motel olfateando nerviosamente y levantando débiles nubes de tierra con cada resoplido. Curioso, se detuvo a husmear el umbral de la puerta de donde procedía el ruido. Percibió una mezcla de fuertes olores, el sonido herrumbroso y quejidos ahogados. Un aullido repentino y sonoro lo espantó, apartándolo de la puerta con un gruñido y llevándolo a perderse en los sombríos terrenos linderos.
Dentro de la habitación las aspas del ventilador que pendía del techo giraban tenaces intentando aliviar la agobiante temperatura ambiente. La tenue luz de los faroles de la galería exterior atravesaba la raída cortina dibujando sutilmente los contornos de dos hombres sudorosos. El más joven respiraba agitado en tanto movía su pelvis lenta, cadenciosamente. Las fuertes piernas de su amante se aferraban a su espalda, atrayéndolo cada vez más profundamente hacia sí. Con los ojos cerrados éste se aferraba al cabezal de la cama mientras sacudía su cabeza y se retorcía gimiendo. Profirió otro quejido, más profundo, y separó sus piernas para que el joven pudiera introducirse más profundo en él. El muchacho, embelesado por toda la escena, no podía dejar de contemplar al hombre que yacía debajo suyo. Ni en sus más salvajes sueños hubiera pensado que resultaría tan fácil, después de todo.

Semanas atrás, en una tarde sofocante de agosto, Mikey Neals acomodaba fardos a la entrada del barracón de la arena de O’Brien. Se había quitado la pesada camisa y su torso desnudo brillaba de sudor. Mikey, de veinte años, era un muchacho de estatura mediana, pelo castaño claro ensortijado y rasgos redondeados, que contrastaban con un cuerpo menudo pero atlético. El trabajo era realmente pesado y monótono, pero las cosas no estaban resultando fáciles en casa de sus padres. Se consolaba entonces tomando nota mental de la técnica de los jinetes y vaqueros de rodeo que acudían allí, para lo que pudiese venir en el futuro.

Montado en su caballo en el medio de una práctica, el experimentado Al "Storm" De Laureo recorría la arena en círculos a todo galope. De contextura robusta, Al tenía el aspecto físico del texano típico, salvo por sus ojos oscuros, heredados de sus abuelos italianos. Mikey se detuvo a secar la transpiración que surcaba su rostro con un pañuelo que asomaba de su bolsillo trasero y entrecerrando los ojos descubrió que De Laureo lo estudiaba con interés mientras acomodaba las riendas de su caballo. Al verse pillado, comenzó un suave trote casi rozando la cerca que rodeaba la arena, y Mikey no le quitó su mirada de encima. Cuando estuvo a su alcance, levantó su mano para saludarlo. De Laureo se limitó a escrutarlo fríamente, en una expresión que al muchacho se le antojó de fastidio. Se miraron durante una fracción de segundo, Mikey sólo atinó a contemplarlo sin pestañear, tragando saliva mientras un escalofrío recorría su espina dorsal. Con un repentino tirón de las riendas De Laureo hizo girar el animal para salir a toda carrera después. Mikey descubrió que dos peones que también juntaban fardos como él lo miraban con desaprobación. Se ruborizó y continuó con su tarea.
Al día siguiente el calor había aflojado un poco, y Mikey continuaba acarreando fardos en el barracón. Había más actividad en la arena, pues vaqueros llegados de todos los rincones del estado hacían sus prácticas por turnos. Curiosos, peones y ayudantes apreciaban despreocupados la escena. Al De Laureo hizo su entrada, completó su rutina y en el último giro su caballo tumbó una de las marcas. Alzó las riendas con furia, se inclinó hacia adelante y repitió la prueba. Sus ojos divisaron al peón del día anterior, que aún transpiraba, en una camiseta gris sin mangas ahora.
Mikey vigilaba disimuladamente los movimientos de Al. Volvió a perturbarlo el descubrirlo observándolo con seriedad otra vez. Desafiando sus emociones encontradas, mantuvo sus ojos en él. Estremecido, comprobó que lo había mirado como hacen muchos, pero no había rechazado su mirada ansiosa. Para su asombro, hasta había esbozado una mueca intrigante, algo que quiso ser una suerte de sonrisa débil. El tibio gesto hizo que Mikey no pudiera quitárselo de la mente en todo el resto del día.
El Gran Rodeo de Amarillo tuvo lugar el fin de semana siguiente. "Storm" De Laureo ganó en su categoría, y estaba exultante, sin ningún atisbo de su característico mal genio, que obedecía a su constante exigencia. La gente se arremolinó alrededor suyo cuando entró al Red Flamingo abrazado a Bonnie, su chica. El bullicioso bar constituye el sitio de encuentro por excelencia en esa parte de la ciudad; y, esa noche, más que ninguna otra. Mikey acudió después, cuando hubo terminado con todas las faenas en la barraca de O'Brien. Detestaba el lugar, pero más detestaba su soledad después de los rodeos. Otros peones de la barraca ya se encontraban allí, bebiendo y riendo ruidosamente. No le gustaba cómo lo miraban gran parte del tiempo, no quería compartir nada con ellos. La multitud fue salvadora, ninguno se percató de su llegada. Se dirigía hacia un rincón poco iluminado cerca de las mesas de billar luego de obtener su botella de cerveza cuando cruzó a la novia de De Laureo. Esta, con el semblante contrariado, trabajosamente se abría paso entre la gente con prisa por salir. Mikey se apoyó contra una pared en sentido transversal a donde se hallaba Al sonriendo y prestando ausente atención al séquito que lo acompañaba y hablaba animadamente.
Al De Laureo vio a Mikey cuando seguía a Bonnie con la mirada. Su corazón dio un salto y una súbita agitación lo invadió. Turbado, fingió toser sintiendo satisfacción e incomodidad a la vez. Ya no escuchaba lo que trinaba el grupo de empalagosos acompañantes. No podía, sus pensamientos se revolvían violentamente dentro suyo. Cambió sutilmente de posición para no perder de vista al muchacho. Más gente se fue agolpando a su alrededor, logrando inquietarlo aún más. Cuando intentó correrse hacia otro lugar dentro del bar, comenzaron a vitorear su nombre a viva voz, obligándolo a sonreir e invitar otra ronda de cervezas. Mikey ya había terminado la suya, el alboroto armado alrededor de Al no le dio esperanzas de continuar su juego de miradas, así que tomó su sombrero y se marchó. Despertó en mitad de la noche, empapado en sudor y con una dulce sensación que se disipó al abrir los ojos. Con alarma se cubrió con la sábana al incorporarse y ver que su calzoncillo revelaba una húmeda y pegajosa erección. Uno de los peones que dormía cerca suyo se revolvió entre sueños. Mikey rodó rápidamente sobre su costado. Se preguntó si habría dicho algo o gemido entre sueños.
Al De Laureo regresó a su casa bien entrada la madrugada. Bonnie dormía. Se encerró en el cuarto de baño y se masturbó furiosamente. Respiraba agitado cuando terminó y reparó en lo que había hecho. Se incorporó, y contempló largamente su rostro reflejado en el espejo. Dio un puñetazo contra el lavabo que le hizo doler. Se higienizó y fue a dormir.
No fue sino hasta varios días después que Mikey volvió al Red Flamingo. Al De Laureo estaba allí, bebía y jugaba una partida de billar con otros parroquianos, a pesar de que tenía su mano derecha vendada. Mikey encontró a uno de sus compañeros de la barraca, consideró que no había mejor opción y bebió con él. Se encontraba solo, fumando, cuando reparó en Al. La partida continuaba y era su turno. Tomó el taco y se inclinó sobre la mesa para pegarle a la bola pero lo soltó, riendo se desplomó sobre la mesa de pana verde. Presurosos, varios de los que lo rodeaban se abalanzaron para sostenerlo.
-Estoy bien, estoy bien... Este cowboy sólo ha tenido demasiado whisky por hoy...- Lo tomaron de los hombros, Al continuaba riendo. - Además, ya es hora de ir a casa - anunció.
Se enderezó, acomodó su sombrero negro y tomándose de las sillas se dirigió a la puerta. Pasaba junto a Mikey cuando trastabilló y cayó sobre él. El joven reaccionó veloz, consiguiendo atajarlo antes de que chocaran. Sus caras se encontraron a apenas centímetros.
Trastabillando, lo ayudó a salir al estacionamiento, en la parte trasera del bar. Mikey lo acomodó hábilmente en el asiento de su lustrosa camioneta roja. Poco después iba al volante por petición de Al. Lo llevaba hasta su casa.
- Conduce por la interestatal hasta donde yo te indique... hazme el favor, muchacho. - Su voz sonaba segura y cálida, y el corazón de Mikey latía inquieto. Asintió sin decir palabra.
En algunos minutos alcanzaron los suburbios, los carteles anunciaban ya los distintos destinos a los que llevaba la carretera en las próximas bifurcaciones. Mikey giró su cabeza a su derecha, esperando instrucciones y se encontró con una sonrisa sugerente.
- No tanto apuro, vaquero, no creerás que el gran Storm irá a casa a dormir tan temprano, o si, amiguito? - le dijo sonriendo pícaramente mientras apoyaba una mano en su pierna y comenzaba a acariciarla. Mikey se sonrojó y tragó sonoramente.
- No, claro que no... - Respondió, nervioso. Un sudor frío recorrió su espalda.
- Pues entonces, esta noche vamos a divertirnos tú y yo. - le susurró, sugerente.
Mikey llegó al Motel temblando, la excitación lo dominaba. Al pagó la habitación al indiferente encargado, y cuando hubieron estacionado frente a la puerta, sacó un par de botellas de detrás del asiento de la camioneta, se apeó ágilmente y abrazó a Mikey para conducirlo al interior. Cerró de un portazo. Luego bebió un gran sorbo de whisky y sin mediar palabra sus labios se unieron a los del muchacho. Sus sombreros rodaron por el suelo, y ellos cayeron pesadamente sobre la cama. La boca de Mikey se inundó de bebida, lo que lo obligó a toser súbitamente.
- Perdona, chico, estás bien? - Le preguntó Al dulcemente, acariciando sus mejillas enrojecidas.
- Ya lo creo! - Secándose la boca con la manga de su camisa Mikey lo atrajo hacia sí para besarlo. Se desnudaron con desesperación. Mikey ignoraba cómo comportarse frente a lo que seguiría. Con seguridad y delicadeza De Laureo dirigió la situación sumiéndolo en una conmoción inmanejable. Su boca envolvió el miembro de Mikey y comenzó a desplazarse hacia arriba y abajo. La caricia constante se le tornó inmanejable. Al sonrió al ver la temprana eyaculación del muchacho. Bebieron, rieron y volvieron a besarse sin casi mediar palabra. Estaban listos para más.
Mikey pensó en ese momento que ni siquiera se había presentado, pero supuso que en situaciones como esa no sería necesario. Llevó su boca a los genitales de Al, y éste fue girando y elevando su cadera hasta poner la boca de su recto en la línea de la lengua de Mikey. De Laureo comenzó a gemir como en una especie de trance. Segundos después conseguía penetrarlo y controlar apenas un orgasmo ansioso.

Mikey se inclinó dejándose caer, buscando los labios de Al, que automáticamente se unieron a los suyos, mordiéndolo suavemente. Como garras, los fuertes brazos de éste rodearon la estrecha pero robusta espalda del joven, luego sus manos la fueron recorriendo hasta llegar a las velludas nalgas. Una de sus manos se quedó allí, empujando hacia adelante, la otra buscó desesperadamente su miembro. El mutuo éxtasis los hizo aullar a coro. Exhausto, Mikey rodó hacia el costado, satisfecho. Al aún respiraba agitadamente, y sus ojos continuaban cerrados, su boca en una relajada sonrisa.
Cuando finalmente los abrió, un par de horas después, la luz exterior se colaba tímidamente por las rendijas, revelando lo que lo rodeaba. Miró en derredor, aturdido, mientras un olor penetrante se colaba por sus fosas nasales. Vio la ropa desparramada por todo el piso, los sombreros, los dos pares de botas y varias botellas sobre un taburete frente a la cama. A su lado, de espaldas, el cuerpo desnudo de Mikey, que roncaba suavemente. Aterrado, saltó de la cama y tomó una de las botellas. Mikey se sacudió somnoliento. La pesada botella se estrelló en su sien, abriendo un profundo tajo. Al trepó sobre él, volteándolo para golpearlo repetidamente, mientras en un grito controlado respirando agitado le espetaba "marica repugnante". Pero Mikey no podía oírlo, el golpe de la botella lo había sumido en una insospechada y más dulce inconciencia que la de su sueño.

Los lastimosos quejidos del perro despertaron al encargado del Motel y lo obligaron a abandonar su silla. Pesadamente y tambaleando, salió de la pequeña recepción hacia donde provenían los ladridos. El sol apenas comenzaba a despuntar. Encontró al animal rasgando la puerta de la habitación 16 con su pata anterior, gimiendo sin cesar. Notó que la camioneta roja que había llegado la noche anterior ya no se encontraba allí. Con un puntapié alejó al perro para poder entrar. La escena que presenció lo despabiló por completo. Gruñó. No tendría que haberlos dejado pasar, pero los dólares que aquel convincente cowboy había agregado a la tarifa normal habían sido demasiado tentadores. Actuó rápido, su jefe nunca quería problemas, y menos había tiempo para lamentos inútiles. Como pudo, vistió al muchacho y lo arrojó en la caja de su camioneta. Volvió a la habitación a recoger lo que despertaría sospechas, se desharía de todo en el camino.
Era ciertamente una bendición que no hubiesen otros pasajeros en el Motel esa noche.

martes, 6 de marzo de 2007

7610 Brokeback is all around (Final)


Imágenes o palabras?
De qué manera puede manifestarse el poderoso efecto de algo que deja una marca indeleble?
El viaje también significó para el vaquero soñador el reencuentro con una tierra muy afín después de ver Brokeback Mountain.
Había tenido ya oportunidad de volver al bosque y la montaña en septiembre pasado, pero no a la tierra de sus abuelos, que tanto le recordaba la historia de Jack y Ennis.
O era al revés?





Era tan así realmente? La identificación existía, o era sólo un intento por hacer más suya esa historia a la que aún se aferra?



Las geografías se asemejan, los lugares se parecen, los sentimientos fueron tantas veces los mismos en aquella adolescencia avergonzada y solitaria. Sin la dicha de Jack y Ennis de verlos concretados, con qué fuerza se manifestaron una y otra vez.
Y en cuántas oportunidades los había llevado lejos consigo, en secreto. Para encontrarse desgarrado. Sin rumbo.
Para luego volver y así renovar la esperanza.



Esa región al Sur del Sur es la Brokeback del vaquero soñador.
Los lugares allí no tienen nombres difíciles de pronunciar. No hay cowboys de sombrero ni rodeos. Sí hay cielos inmensos de nubes de algodón, colinas tapizadas de verde, caminos desolados y polvorientos, hoteles y caseríos como los de Signal o Riverton, aridez y profusión, caballos y ovejas, camionetas como aquella de Jack, la del espejo, desvencijadas por tantos años.
Y mucho más.



La Brokeback del vaquero soñador no fue el lugar donde concretó el amor tantas veces huidizo.
Fue, sí, el lugar donde siempre se sintió libre, y vivo.
Es el lugar con el poder implacable de todo aquello que deja huella.
Del que no se puede escapar de regresar.
Ni de atesorar.
Ni de añorar.

Como Brokeback.