lunes, 22 de septiembre de 2008

Nieve - III



Al canto de un gallo desde el corral vecino al granero siguió un largo mugido que cortó con la ensoñación de Rafael. El catre bajo sus espaldas crujió al rodar. Entreabrió un ojo. Aún era de noche, malditos animales. Golpes bruscos sobre el chapón del portón lo arrancaron de un mundo de impresiones descoloridas y palabras huecas.
- ¡Eh, Sheeler! ¡Prepara los caballos, el desayuno estará listo para cuando termines! – aulló la señora Flynn. Creyó oírla mascullar “holgazanes” y “del sur” cuando sus pasos se arrastraron hacia el rancho, pero no estaba seguro.
Se estiró todo lo que daba su cuerpo alargado, reprimiendo un alarido. El catre no estaba mal, pero era demasiado angosto para su contextura. Se vistió y lavó su cara restregándose bien los ojos. El aire afuera tenía resabios de la tibieza de la noche anterior. Escrutó los picos que descendían hacia el este. El horizonte parecía abrirse como fauces de una boca encendida de naranja rojizo. Caminó hacia la caballeriza con paso endeble. Se aseguró de ajustar bien cada montura, de enrollar debidamente cada lazo.Sólo las dos niñas respondieron a su saludo tímido. El señor Flynn gruñó algo por el costado de su boca mientras devoraba un plato que rebalsaba de huevos revueltos y papas. Joshua, los ojos entrecerrados, oscuras ojeras, giraba la cuchara dentro de un cuenco con leche y cereal. El pequeño dormía todavía. Un generoso tazón humeaba sobre la mesa que le correspondía a Rafael. Las niñas lo contemplaban cuando se sentó y metió una pieza de pan en su boca. Les sonrió con la dentadura llena de miga. Rieron con complicidad.
- ¡Terminen su desayuno de una vez! – gritó Madge Flynn. – No quiero más demoras, no cada bendita mañana. ¡Josh, deja de jugar con tu cereal y métetelo en la boca! Stan, apura esos huevos, y alístate.
Rafael sonrió para sí y tragó su café sin más. No serían más que unas pocas semanas allí. Conroy y Harlow llegaron en medio de una nube de polvo cuando con Joshua se encaminaban hacia la caballeriza. Su oxidada camioneta tiraba de un trailer con una decena de ovejas apretujadas. El que carecía de uno de sus dientes levantó la mano, el otro inclinó su sombrero al descender.
- Debemos esperarlos. Ve a buscar a los perros. – ordenó Josh con desgano.
El sol ya calentaba cuando los cuatro montaron sobre sus caballos. Escoltaron el rebaño hacia un prado que se extendía más al oeste del que habían estado el día anterior. La hierba de ese lado conservaba todavía la humedad de los vientos del Pacífico. Fue un día duro para Rafael Sheeler. Curó a numerosas crías, desparasitó el hocico y los genitales de otros tantos animales adultos, reparó una larga alambrada caída. Conroy y Harlow se ocuparon de las vacas, siempre a considerable distancia de los muchachos. Rafael los observaba cada vez que se juntaban a fumar y reír. Josh apenas si levantaba la mirada para otear el cielo de vez en cuando. Poco después de mediodía, cuando el sol fundía la piel, se largó sin decir nada. Regresó a media tarde con una vianda para Rafael.
- Esto es para ti. Puedes tomarte unos minutos. – concedió en un murmullo, extendiendo un pequeño paquete envuelto en papel madera. – Pero no descuides el rebaño.
“Así será, mi teniente”, pensó Rafael para sí. “Condenada familia de mandones, deberían estar todos en la maldita milicia.” Joshua debe haberlo adivinado en su expresión porque lo miró casi de soslayo, y esa fue la primera vez que tuvo la oportunidad de apreciar el manso rostro del joven. La mirada huidiza del mayor de los hijos de los Flynn tenía sin embargo, detrás de la docilidad impostada de su celeste acuoso, un dejo felino. La delicada nariz en punta coronaba los altos pómulos cubiertos de pecas, los labios rugosos y anchos. Un flequillo rubio ceniciento asomaba bajo el ala del sombrero. La nuez de Rafael se movió, nerviosa, por su cuello. Josh pareció alarmarse súbitamente por alguna razón que ninguno de los dos alcanzó a comprender. Se puso inmediatamente de pie y se perdió entre el rebaño. Rafael pudo ver que se había ruborizado furiosamente.
Esa tarde, durante la cena en el rancho, tuvo lugar una fuerte discusión. Una de las niñas lloriqueaba cuando Rafael tomó asiento frente a un plato de humeantes verduras hervidas.
- No van a decirme a mí lo que debo hacer con mis hijos. – resoplaba la señora Flynn. – Escúchame bien, Sue Ann, porque si no lo haces voy a lavar tus orejas con lejía, ¿me oyes? No quiero volver a ver salir de labios de tu padre una queja más de la maestra Stewart. Ni una sola más. ¡Megan no te rías o tendrás lo mismo!
- Pero mam... – intentó decir la niña a la que llamaban Sue Ann.
- ¡Mamá nada! No soy tu madre cuando me decepcionas de este modo. Y tu padre tampoco es papá esta noche. Y tu familia tampoco lo es. ¿Ves qué logras cuando te portas mal? ¿Lo ves? – Se interrumpió para voltear y dirigirse a Rafael que engullía un bocado. – Sheeler, en esta casa se ora a las siete en punto, ¿de acuerdo? Los Flynn somos gente de palabra y respeto, y pretendemos lo mismo. Espero no tener que repetirlo. – por detrás de los gruesos hombros de la mujer un asustado Josh lo miraba de reojo.
- No tendrá que hacerlo, señora. – musitó el muchacho, sin dejar de masticar.
Ella lo miró con ojos de “más te vale.” Al cabo añadió: - Mis hijos conocen la palabra del Señor. Y saben bien cómo espero que se comporten frente a los demás. ¿Joshua?
- Sí, mamá, así será. – tartamudeó el joven.
- ¿Stanley? – consultó la mujer.
- Ya escucharon a su madre. Todos. Una falta más y ya saben lo que les espera. – recitó el señor Flynn con voz cansina.
Rafael repitió el rito de la noche anterior. Fumó un par de cigarrillos sentado sobre un fardo frente al granero canturreando suavemente y luego se lavó con agua del barril que había estado al sol. Quitó la humedad en su piel con la toalla raída y luego se echó pesadamente sobre el catre. Estaba cansado pero le costaría dormir, el aire conservaba aún mucho del calor del día. Cerró los ojos. Se incorporó como si alguien le hubiera vaciado un cubo de agua helada, metió sus pies en las botas y casi corrió hacia el montículo de fardos de heno. La toalla se deslizó por sus piernas y cayó al suelo. Maldiciendo, volvió a cubrir su desnudez cuando oyó claramente el rumor de pasos acelerados. Una silueta se alejaba rauda cuando asomó a las puertas del granero y se perdía en las sombras del rancho. No pudo identificarla, pero no dudó de que se trataba de un hombre.
Los días, después, se sucedieron sin variantes. El señor Flynn debió permanecer en reposo víctima de una artrosis crónica que solía dejarlo inmóvil de vez en cuando. Conroy y Harlow parecieron tomar su lugar, supervisando cada pisada que daba Rafael. Josh apenas si dijo más que un par de órdenes que le dio, y uno que otro gracias a desgano cuando lo invitaba con un cigarrillo. Era sábado por la tarde cuando Rafael quitaba las espinas de las patas de un cordero y Joshua desmontó con su comida.
- ¿Qué se hace por aquí los sábados en la noche? – inquirió luego de agradecerle.
Josh lo miró con gesto esquivo en tanto apoyaba la vianda sobre un tronco.
- Pensaba tomar una cerveza, podemos ir juntos si tienes ganas. – invitó Rafael, sin sacar la vista del cordero que chillaba lastimosamente.
- No tomo cerveza. – repuso Joshua secamente.
- De acuerdo, puedes tomar un vaso de leche si quieres. Yo iré al pueblo de todos modos.
La cortina se meció levemente cuando Rafael se acercó al rancho después de la faena. Anunció a la señora Flynn que no cenaría con ellos esa noche. Joshua pareció sobresaltarse mientras apilaba la vajilla sobre la mesa.
- Haz el favor de avisar con más anticipación la próxima vez. Esto no es una fonda. – espetó la mujer.
Se acicaló rápidamente sin desnudarse por completo esta vez. La brisa soplaba desde el sur, con calientes remolinos. El motor de su camioneta se encendió en el tercer intento, cuando hundió el pie en el acelerador y la carrocería se sacudió con un bramido. Aguardó unos instantes hasta que levantara un poco de temperatura, la mirada clavada en el espejo retrovisor que torció apuntando al rancho de los Flynn. La dueña de casa merodeaba por la cocina aún, el resplandor en las ventanas de un lado indicaba que el señor Flynn y sus hijos miraban la televisión. Rafael decidió esperar un poco más fumando un cigarrillo. Luego decidió que era estúpida su espera y arrancó lanzándose al camino que llevaba a la interestatal. No le costó nada ubicar el bar del que ya le habían hablado, el Wandering Horse. Cerró la pesada puerta con un estrépito al apearse. Una figura de sombrero negro, acurrucada en las sombras de los bártulos de la caja de la camioneta, lo hizo maldecir de susto.
Continúa.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Nieve - II



Los cascos se hundieron como hojas que calaban el terreno mullido. A ambos lados, algo más allá, moteadas de cipreses apiñados en bosquecillos, se extendían praderas de un verde destellante. El monte Whitmore, acordonado por picos que se prolongaban hacia el oeste, se alzaba desafiante en un azul añil. Estaban a finales de septiembre, y el calor apretaba aún. El alazán corcoveó cuando Rafael Sheeler lo azuzó con un tirón de las riendas. En un mar de ovejas mantenidas a raya por dos perros pastores, el señor Flynn impartía órdenes a dos hombres. Su hijo ya se encontraba cerca, la cabeza gacha. Preparaba un lazo sin decir nada. Rafael, devenido flamante extraño en el rancho, se acercó con gesto vacilante. No fue necesario que se presentara.
- ¡Ea, Sheeler! – gritó el hombre por sobre el berreo de los animales. - ¿Eres tú, verdad? Los peones parecieron mirarlo con desconfianza. Inclinó su sombrero en un gesto que fue mezcla de afirmación y saludo. “Ya me habían advertido acerca de esta región”, pensó mientras lo hacía. Su padre solía decir: “Wyoming. El estado de la arrogancia y la suficiencia inconmensurables. Ah sí, y hay bosques, lagos y montañas también.”
- Harlow, Conroy. Ellos ayudan aquí. – anunció Flynn, señalándolos con brusquedad. Los hombres se miraron con un aire de sorna. A Sheeler se le antojaron cómplices de algo que no acabó por discernir. Tenían el acostumbrado aspecto rudo y viril de los pastores y vaqueros con los que había trabajado. Conroy era bajo, menudo y le faltaba uno de los dientes frontales. Le extrañó que no llevara sombrero sino una raída gorra de los Yankees. Harlow era flaco, algo desgarbado, con el mentón en punta hacia arriba. Se le ocurrió que era aficionado a fumar en pipa.
– Ya conoces a Joshua. Él te dirá qué hacer. – prosiguió el Sr. Flynn. Encendió un cigarrillo, lo observó de soslayo. – ¿A qué esperas? Hay mucho que hacer aquí.
Josh Flynn comenzaba a alejarse lentamente. Sheeler inclinó su cabeza en inútil señal de saludo y no tardó en seguirlo.
- Y muchacho... – exclamó Flynn por entre una nube de humo. - ...a los de esta parte del país nos importa un soberano carajo lo que creen en el sur, ¿entendido?
Sheeler lo contempló. Repasó el lema que su padre repetía. Se limitó a hacer un gesto de afirmación casi imperceptible.
Las pasturas tiernas abundaban sobre el faldeo del monte Whitmore, en los límites del rancho. Condujeron el rebaño hasta el punto donde la pradera comienza a trepar. Harlow, algo más atrás que los dos jóvenes, guiaba una docena de vacas maldiciendo constantemente. Dóciles y a raya bajo la tutela de los perros, las ovejas pastaron mansamente. Josh Flynn pretendió de Rafael la imitación de todas sus acciones y movimientos, pues no soltó palabra durante esa tarde. Diestro en la faena, el joven oriundo de Virginia decidió imitar la presunta discreción oficial del estado. Después de todo, estaba allí por la paga, que no era tan mala.
Soplaba una brisa ligeramente fresca, anticipo del ocaso, cuando su impuesto superior pareció tomar una pausa. Sentado sobre un leño entrecerró su mirada asustadiza. Harlow era una mancha borrosa forcejeando de un ternero indeciso. Sin quitar los ojos de ese panorama fundido en el verde ahora azulado del prado mucho más abajo encendió un cigarrillo.
- ¿Fumas? – preguntó Joshua Flynn al cabo.
Rafael examinaba las patas de un cordero algo cojo. La pregunta con lejanos tintes de invitación lo hizo titubear. – Seguro. – replicó. Echaba la primera pitada cuando la voz seca del muchacho lo disuadió del paso que planeó dar a continuación.
- Será mejor que no pierdas de vista ese cordero. – murmuró Josh, ya recostado todo el largo del añoso tronco, el ala de su sombrero apoyada sobre su nariz.
Jirones de nubes rosáceas coronaban el cordón montañoso cuando se ubicaron en sus sitios a cenar. Rafael dedujo que Conroy y Harlow no estarían allí porque faltaba una oxidada Ford F100 que había visto al llegar ese mediodía. Creyó escuchar que vivían en las afueras de Signal. La señora Flynn los acogió con uno de sus ya característicos gruñidos. Rafael ya había vislumbrado su nariz prominente entre los paños de la cortina de la cocina comedor cuando desmontaba su caballo. Sudaba y cada tanto se abanicaba furiosamente ahora. Mechones de su cabello blanco, liberados de un pulcro nudo atado con una cinta celeste a su espalda se mecían con cada arremetida y le daban una apariencia hostil. Sonrió para sí al asociarla con una bruja ilustrada en un cuento de su infancia. Stanley Flynn bostezaba apoltronado en su puesto a la cabecera de la mesa. Las niñas se miraban de reojo. Blandiendo una cuchara, el bebé lanzaba pequeños trozos de comida en todas direcciones con una mueca de disgusto. Migajas de carne y papa cayeron sobre la mejilla del ausente Joshua cuando su madre se acercaba tambaleante, portando una soberbia fuente que humeaba y despedía un delicado aroma a huevo y cebollas.
- Has llegado al límite, pequeño Stan. – vociferó la mujer. Alzó la silla con el pequeño dentro y la trasladó al rincón más sombrío de la estancia. El niño ensayó un sollozo que pronto se perdió en el ríspido ambiente. – Stan, la oración por favor. – ordenó suavemente cuando tomó asiento, las mejillas hechas un manchón morado. Las niñas se consultaron furtivamente, Josh había clavado su mirada vacía en el vaso con agua que tenía frente suyo. Aunque no era su costumbre, Rafael oró también. Ya tenía en claro que no lo beneficiaría en nada desairar a esa gente. Por un largo momento, luego de la breve plegaria, el aire se inundó del rumor ininterrumpido de vajilla y cubiertos, chasquidos de mandíbula y dientes masticando.
- Madge. – susurró Stanley Flynn, cortante.
La señora Flynn no se excusó cuando, presurosa y todavía sudando, se acercó a Rafael con su plato. Lo apoyó descuidadamente sobre la pequeña mesa del costado donde él esperaba quedamente. Una parte del contenido se derramó sobre el mantel bordado.
- La paga no incluye carne, el señor Flynn ya te lo habrá dicho. – espetó. Los ojos de Rafael ignoraron el menjunje en el plato que le correspondería a diario y, por un segundo, se posaron en el pálido perfil de Joshua, en la huesuda nuez que descendía y ascendía por su garganta.
- ¡Muchacho! – Rafael no reparó en el grito del jefe de la familia. – ¡Sheeler! – cuando lo hizo, un bollo de pan atravesaba el aire hacia él. Lo atajó con un latigazo de sus brazos.
- Niñas, un susurro más y... – amenazó la señora Flynn. – Coman ya. – dictaminó, y lo mismo hizo cuando añadió: – Hace demasiado calor para la época. No nevará hasta Navidad este año. – no había queja ni pesadumbre en su voz, sólo convicción.
Stanley Flynn la escudriñó sonriente. – Si tú lo dices, Madge, así será. – sentenció.

Quiso asegurarse de que los Flynn permanecerían dentro de la casa fumando sobre un costal a un lado de uno de los corrales. Desde allí podía adivinar los movimientos dentro del rancho, guiado por las luces y las sombras que se desplazaban a través de los ventanales. Cuando éstas se hubieron calmado lo suficiente, Rafael tomó una gran cubeta que llenó en un barril hasta el borde de agua, cerca de la bomba. Si no se refrescaba, el intenso calor no lo dejaría dormir esa noche. Junto al catre y a un pequeño armario con una puerta que no cerraba, rincón del granero destinado como vivienda para él, se desnudó despreocupadamente. Deslizó el pan de jabón blanco por su cabello y el cuerpo ya humedecidos con una esponja. La sensación, sumada a una corriente de aire tibio que se coló por el portón abierto, lo reconfortó. Otra más, distinta, repentina, lo hizo girar e intentar ver a sus espaldas cuando restregaba su pelo. Una columna de espuma que se deslizó dentro de sus ojos lo obligó a cerrarlos con fuerza. El jabón los irritó de todos modos. Como pudo, a tientas, buscó la cuba y sumergió la cabeza. Mientras los enjuagaba ayudado por sus dedos, pensó que podía jurar que alguien lo observaba desde la oscura clandestinidad de los fardos apilados por todo el granero. Terminó de asearse, se secó con su toalla deshilachada, se vistió con una de las tres únicas mudas de ropa interior limpia que tenía, y se calzó las gastadas botas de corte texano. De ninguna manera ensuciaría sus pies en el suelo polvoriento. Resuelto, caminó hasta el sitio desde donde sospechaba lo habían estado vigilando. Huellas de otros pies descalzos se dibujaban entre hebras de heno y piedrecillas y luego se perdían en la negrura de la noche en dirección a la casa ahora en penumbras.
Continúa.