lunes, 12 de febrero de 2007

7610 (Primera parte)


Siete mil seiscientos diez kilómetros.

Pocos para quien navega océanos, vuela cielos o circunda el planeta. No así para el vaquero soñador montado en su fiel corcel. Corcel que cualquiera hubiera confundido con un viejo auto de marca francesa.
Completarlos resultó poco menos que una odisea.
Eso sí, una odisea maravillosa.

Patagonia es tierra de magnitudes inmensas. Lejos es una palabra que resulta algo vaga para describir las distancias que separan a una ciudad de otra. Para llegar a su meta final, él y sus compañeros debieron atravesar cuatro provincias argentinas, cada una del tamaño de un país de Europa. Buenos Aires, la primera. Allí, sembradíos, llanuras de mansas vacas y pasturas se extendían resplandecientes a los costados de la cinta de asfalto gris azulado que, infinita, este vaquero veía desaparecer bajo el capot de su coche. Capot que a la manera de fauces de apetito insaciable devoraba sin cesar las distancias que lo separaban, o que lo unían.

Más tarde, sierras tapizadas de hierba verde y salpicadas de pinos que son oasis en el largo camino le daban la bienvenida una vez más. El calor no daba tregua. Impasible, el vaquero, algo debilitado por una inusual noche de insomnio a causa de la excitación por la travesía era propulsado por la energía que le produciría ver a sus sobrinos a su llegada. Aunque fuese por un par de horas nada más. Su osadía al conducir se confundió con imprudencia, a la que respondió con mirada cómplice. Camiones de gran porte y otros automóviles de marcha más lenta que la suya eran sólo estorbos que el vaquero sorteaba exigiendo el máximo de su leal Renault 9. Siempre tuvo la firme idea de que es sólo es posible conseguir lo que uno quiere con todo el corazón, y ahí estaba, poniéndola a prueba una vez más.

La llanura se transformó en desolada estepa. El verde desapareció por completo y la paleta de colores más allá del parabrisas se redujo al azul del cielo y a algunos tonos tierra y verde parduzco. Cercano puede a partir de allí equivaler a doscientos cincuenta kilómetros.

Cuando cayó la noche, la entrañable playa que era su lugar de destino parecía poseer la capacidad de desplazarse a voluntad. Los últimos kilómetros debieron querer burlarse volviéndose interminables, desafiando la poca resistencia física que le quedaba al vaquero. La recompensa llegó ni bien, algo maltrecho, bajó del auto. Su sobrino mayor, cual bólido salido de potente cañón, se abalanzó sobre él en potente abrazo. Con eso no necesitaba más, sin embargo el "Tío, te quiero un montón!" pronunciado por esa vocecita que es capaz de todo en el vaquero, le confirmó que el esfuerzo había valido la pena. Y, sonriendo tiernamente y con lágrimas de alegría asomando a sus ojos, mientras lo ayudaba a bajar el equipaje este vaquero le contó que había alcanzado velocidades increíbles sabiendo que su sobrino lo esperaba ansioso.

Los primeros 1500 estaban hechos.

Durante el largo viaje, la mente del vaquero había volado y sin quererlo llegado a los tiempos de su niñez. Se detuvo sin saber por qué en los gigantes arco iris que aparecían luego de alguna infrecuente lluvia, de esas que dejan su inconfundible olor. Lo mencionó y lo olvidó poco después. Un fuerte e inusual aguacero los sorprendió en el aeropuerto de la ciudad al día siguiente recibiendo al compañero que se unía en esa escala. Para cuando emprendieron el regreso a la playa, algunas gotas caían todavía. Grandiosa fue la sorpresa cuando un triunfante e inmenso arco iris coronaba el cielo a su izquierda. Se emocionó. La escena tenía algo de irreal, de fantasía. Un fuerte sabor a infancia lo inundó. Convencido de que era una excelente señal, el vaquero lanzó aullidos de júbilo que contagiaron a sus acompañantes.

El viaje real no comenzaría sino hasta unos días más tarde. Los pingüinos de la reserva natural de Punta Tombo lo esperaban antes.

1 comentario:

Ana dijo...

Yo quiero un viaje contigo!!