La madre nos esperaba fumando nerviosamente en la galería y, no bien pudo apreciar nuestro, a su modo de ver, escandaloso aspecto, se deshizo en gritos, recriminaciones y amenazas y nos ordenó bañarnos y ponernos ropa seca de inmediato. Un obediente Dardo desapareció dentro de la casa antes de que ella terminara con su diatriba.
- Se puede saber qué esperás vos para hacer lo que acabo de decir? - se interrumpió para espetarme con desdén. La miré con fijeza temerosa y luego, tragando mi pisoteado orgullo pero detestándola con todo mi ser, entré en la casa. Alcancé a ver a Dardo metiéndose en el baño, completamente desnudo. Como si el día no me hubiese deparado sorpresas suficientes, con preocupación sentí cómo mi corazón daba un salto al verlo así. Aunque nos habíamos hecho inseparables y compartíamos casi todo, hasta el momento la propia desnudez era algo desconocido para los dos. Mi cuerpo había cambiado tanto en tan poco tiempo que, a la manera de los animales que mutan su piel y se esconden hasta que no termina el proceso, evitaba desesperadamente las situaciones en las que debía desvestirme. Todo había crecido sin mi control, el pelo había aparecido por todas partes, y ciertas emociones y elucubraciones me asustaban. La mayoría de los chicos de la clase no había experimentado aún esa repentina transformación y algunos me miraban raro, creo que con cierta envidia, que me hacía sentir no como un precursor sino como Hulk o alguien parecido. Por esa razón, jamás me duchaba después de las clases de gimnasia en el colegio. La desnudez era, para mi, un terreno que no me atrevía a pisar en público, empujado por un exagerado sentimiento de vergüenza que, después me di cuenta horrorizado, ocultaba el verdadero miedo que me forzaba a actuar de esa manera.
Temblando ligeramente porque había comenzado a sentir frío, preparé la muda de ropa que había llevado y esperé mi turno junto a la puerta del baño. Dardo salió con una toalla anudada a la cintura y con otra se sacudía el pelo dejando un ligero aroma a crema de enjuague en el aire. Me deslicé dentro sin mirarlo demasiado y me dejé llevar por la suave caricia del chorro de agua caliente, que de a poco fue calmando un nerviosismo no tan inexplicable como inquietante. Cuando salí del baño en la casa reinaba el silencio. Fui hasta la habitación a terminar de secarme y de detrás de la puerta Dardo saltó sobre mi lanzando un alarido que me puso la piel de gallina y me hizo gritar poco hombríamente. Se colgó de mi cuello y trepó sobre mi espalda moviéndose como si yo fuese un caballo, riendo desaforado.
- ¡Pelotudo! ¿Querés que tus viejos nos griten de nuevo?! - Le grité enojado.
- ¡Te cagaste todo, qué boludo! - Me dejó libre y agregó, sugestivamente. - No están, se fueron al pueblo a hacer un llamado y comprar medialunas para el té.
Al girar y verlo con el toallón aún anudado a su estrecha cintura y el torso desnudo pude sentir la sangre circular a mayor velocidad por todo mi alterado ser. Me ruboricé y fingí ocuparme de ordenar mis cosas, inusitadamente entusiasmado.
- Mirá, boludo, tengo casi más que vos ya. - me susurró cerca del oído, y mi corazón dio un vuelco. Con los brazos abiertos sosteniendo los extremos del toallón, exhibía triunfal un lacio y poblado vello púbico coronando su miembro. - Y mirá, en el culo, también.- Me dio la espalda mientras el bendito toallón caía al piso, descubriendo un trasero pequeño, pero muy redondo y tapizado por un manto de pelitos cortos y claros. Dio unos pasos meneándolo graciosamente para que lo apreciara y se volvió hacia mí. - ¿Qué tal?... - y exclamó, señalándome, satisfecho - ¡Ves, boludo, a vos también te pasa!
Fruncí el ceño, rojo como un tomate. Sus ojos apuntaban a la bragueta de mis pantaloncitos cortos, los seguí y divisé, consternado, que una forma vergonzantemente piramidal se alzaba allí, acusadora, y la punta de mi miembro asomaba por entre los pliegues de la tela. Me escudriñó mientras sus manos comenzaban a recorrer mis costados lentamente y percibía el intenso y cautivante calor de su cercanía. Su aliento, levemente agitado, olía a menta y a una fragancia peculiar, tibia y húmeda. Una parte mía quería huir despavorida, pero no respondió a ese deseo, afortunadamente. Cerré los ojos, dócil, en el momento en que sus labios se posaron sobre los míos acariciándolos con una suavidad indescriptible, que me llenó de un placer tan nuevo como fascinante. En algún momento del que no tuve noción alguna, la camiseta que llevaba puesta se separó de mi para terminar en el piso y permitirme la tierna sensación de sentir su pecho y su abdomen firmes sobre los míos. Había fantaseado una y mil veces con el roce de otra piel sobre la mía, e imaginado su efecto en mis cada vez más adictivos jugueteos al abrigo de la protectora privacidad del baño de casa. En nada se parecía eso a experimentar la sensación real de la tersura de las manos de Dardo envolviéndome como una frazada tibia.
Su lengua separó mis fruncidos labios acabando con la tensión que los mantenía ridículamente sellados. Jugó y se enroscó con la mía, que de manera repentina cobró vida propia, mi boca se llenó de su saliva y recuerdo que no me gustó. Pretendí querer separarme de su amarradura, pero enseguida me dejé llevar por lo que, me di cuenta ahora, había deseado con avidez. Ansiosamente, mis manos se deshicieron de mis pantaloncitos, que se deslizaron hasta mis pies y salieron despedidos por los aires con una patada sutil. Nuestros miembros, tiesos y húmedos, se encontraron estrechándose con pasión para enfrascarse en una fricción desesperada. Mis manos, indecisas, se habían aferrado a su espalda y luego descendieron tímidamente hasta sus nalgas suaves y frías y allí, confiadas del paso a seguir, se manejaron diestras, como en campo conocido. Reprimiendo un rechazo combinación de pudor y curiosa ansia, hurgué en el espacio intermedio con mis dedos mayores, mansamente. Dardo emitió un profundo quejido y sentí su mano sobre la mía empujarlos más profundamente.
- Dardo, qué estamos haciendo, boludo? - Murmuré débilmente sin lograr detenerme.
Su mano libre me tomó de la barbilla y en susurros me dijo: - Algo que hace mucho quería, Rodri... - hizo una pequeña pausa - ... queríamos, o no?
- Yo, no... sos... sos mi amigo, y... no, nunca... - Balbucée lo que ni yo me creía.
- Si no fuésemos lo amigos que somos, nunca lo hubiéramos hecho, Rodri... ¿O acaso no te gusta?
Sus ojos contemplándome, recuerdo, terminaron por hechizarme y todo lo que me rodeaba, todo lo que hasta ese glorioso momento consituía mi deseable y supuesta vida de macho varón desapareció por completo y sin que eso me afectara me zambullí apasionadamente en sus labios brillosos y sedientos. Terminamos yaciendo sobre la cama, él sobre mi, su mano envolviendo mi miembro a un ritmo embriagador, susurrando todo el tiempo las dos primeras sílabas de mi nombre, respirando agitado, y mis dedos acariciando su interior cálido y esponjoso, besándonos, llenos de la saliva del otro. En segundos Dardo se sacudió plácidamente, como queriendo hundirse en mi, liberando el mismo torrente tibio y espeso que yo. Agotados, y extasiados, no sé cuánto tiempo habremos permanecido acurrucados, su cara contra mi pecho, nuestras manos aferradas, las piernas entrelazadas. El sonido metálico de las puertas del auto cerrándose nos hizo reaccionar súbitamente, y, salimos despedidos como misiles tierra-tierra, yo hacia el baño con la ropa que pude atrapar, hecha un bollo, y Dardo a deshacerse de las huellas de nuestra reciente experiencia. Mi corazón latía desbocado mientras me limpiaba sonriente. Escuché las pisadas del padre rumbo a la habitación, luego saludar a Dardo y preguntarle dónde estaba yo. Un lejano "¿qué es eso?" inquirido por su voz resonó en alguna parte de mi consciencia, pero no le di importancia, yo estaba demasiado aborto contemplando mi cara de felicidad reflejada en el espejo.