viernes, 22 de junio de 2007

Nadie te amará como yo - Primera parte


Todo ocurrió tan de repente que muchos de los hechos se entremezclan y se me vuelven confusos. Recuerdo claramente, sin embargo, esa fría noche de otoño de un año atrás. No había conseguido parar de temblar aún bajo la gruesa frazada que me envolvía, me había preparado un té pero no lo había probado. Sentí la humedad levemente fría sobre mis mejillas cuando al conseguir tragar pestañée, y un inesperado caudal las bañó. Mis manos no se movieron, por lo que el profuso cauce de lágrimas descendió libre y ágilmente por mi cuello. Líneas de letras, borrosas, desfilaban sobre un fondo negro, mientras afuera una llovizna tímida golpeteaba el marco de la ventana. Mi mente, involuntariamente, a diferencia de la parálisis que dominaba todo mi cuerpo, captó con la claridad que me era esquiva en esos días, algunas palabras de la canción que interpretaba Willie Nelson. Y fue sólo cuando las comprendí cabalmente que rompí a llorar. Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo? No llevaba la cuenta, pero seguro era mucho, supongo que desde el nacimiento de Clarita. Y ni aún en ese momento, glorioso para mí, había llorado de la manera que lloré esa noche. Recuerdo que me había asustado de mi mismo, al descubrirme haciéndolo como un chico, gritando, luego enmudeciendo, ahogado de pena y dolor, entendiendo la diferencia.
Descubrirme, exactamente eso, a mis treinta y siete años. Recién a mis treinta y siete años. Lo habría intentado antes, al menos, alguna vez? No tenía registro alguno, pero ahora sabía bien la razón. La vida, entonces, había tomado nota y actuado en mi lugar, porque en el curso de un par de meses los acontecimientos me habían obligado a ver lo que nunca me había atrevido siquiera a mirar de reojo.
Esa misma tarde cómo me había odiado en el local de alquiler de películas. Mi corazón latía como si con lo que iba a hacer fuese a perder la vida, o algo muy preciado, y por más que daba vueltas aparentando mirar distraídamente la infinidad de títulos en los estantes, no lograba calmarlo. El lugar estaba colmado de gente y nadie reparaba en mis actos, pero eso no conseguía disipar mi incomodidad. Una fastidiosa rubia de pelo lacio le leía, uno a uno, a viva voz, los títulos infantiles a su hijo y éste le espetaba un insorportable "¡no me gusta!". En otra circunstancia hubiese sonreído, comprensivo, ahora me fastidiaba enormemente. No sé cuánto tiempo demoré en decidirme, pero fue demasiado considerando que sabía perfectamente lo que había ido a buscar. Hacía días que no tenía otra idea en la cabeza. Ese sábado me había armado de coraje en virtud del viaje de Cecilia y los chicos a Tandil. De otra manera, dudo que lo hubiese hecho. Qué imbécil. Tomé la última de las Misión Imposible luego de fingir que leía detenidamente la trama en la caja original y, raudo, atrapé la que moría por ver y la escondí abajo. Transpiré estúpidamente mientras esperaba que el muchacho me atendiera, y no me salió la voz para corresponderle cuando me saludó amablemente. Tomó las dos cajas y sin dejar de mirar el monitor de la computadora me consultó:
- Muy bien, entonces... te llevás Misión Imposible tres y... Secreto en la Montaña, Rodrigo...
Cuando me miró para confirmarlo yo ya había enrojecido furiosamente. Por el rabillo del ojo detecté, pegada a mi, a la rubia de pelo lacio y su hijo que se había decidido por una película justo en ese maldito momento. Asentí, turbado y deseando desaparecer por completo de allí. Mi mano tembló ridículamente al pagarle, tomé las películas y me marché groseramente, atropellando a un hombre antes de llegar a la puerta. Corrí las dos cuadras que me separaban de casa, dominado por una vergüenza y un nerviosismo espantosos, preguntándome el por qué de tamaña idiotez, de semejante vergüenza. Llegué con un estremecimiento que no conseguí calmar sino hasta el final de la película. Entonces, todo cambió y cobró sentido. Uno muy profundo y terrible para mí. Tomé el control remoto y busqué el menú de escenas. Con el rostro quedo, contemplé una y otra vez los besos, el encuentro íntimo en la carpa, todas las escenas que, lejos de rechazar, me arrebataron de una forma que se me hace imposible explicar con las palabras adecuadas. Lloré nuevamente, ahora sin que me importara tanto. Me detuve cuando se me ocurrió que dañaría el dvd, o que tal vez lo notaran en el local de alquiler. Mi cabeza daba vueltas, se me ocurrían millones de cosas a la vez, episodios pasados, fantasías reprimidas, deudas varias se agolparon luchando por imponerse y hacerme perder la poca cordura que me quedaba. Decidí volver a verla entera, pero antes de que terminara me quedé profundamente dormido. Recuerdo haber soñado esa noche con Pablo, por primera vez, de una manera diferente a las anteriores. Reíamos ingenuamente, al salir del gimnasio, como hacemos con frecuencia, con nuestro cabello húmedo, oliendo bien, a lavanda o alguna fragancia semejante. La calle no era tal, sino un sendero que atravesaba un campo de hierba crecida que se movía con el viento. El sol brillaba en su cara y su sonrisa, esa que me fascinaba en él, era aún más blanca en la luz diáfana. De pronto estábamos los dos desnudos, y lo miré, no como suelo hacer en el vestuario sino directa, insinuadamente. El verlo sin ropas, la piel pálida, su mirada cómplice, pícara, me llenaba de alegría y un entusiasmo desconocidos en mi. Comenzamos a golpearnos y empujarnos como niños hasta que me abrazó para derribarme y caímos al suelo, suavemente. Sin mediar nada, enseguida me encontré yaciendo boca abajo sobre él, nuestros labios unidos, nuestras pieles frotándose, haciéndole el amor con paciente ternura. Eyaculaba cuando desperté plácidamente. Miré mi pantalón pijama manchado. Un sueño húmedo, a mis treinta y siete años. Miré en derredor mío. Ya era de día, y el sol iluminaba tenue a través de un cielo encapotado. Me incorporé aturdido, sintiéndome inmensamente triste. Contemplé absorto la vista a través de la ventana, observando ingenuamente que afuera todo seguía igual, nada había cambiado en absoluto, un mundo indiferente y gris transcurría ajeno a mis procesos internos. El televisor repetía una y otra vez la música de la película y las imágenes del menú principal. No lo apagué. Tropezando con casi todo lo que encontré en el camino, fui al baño a asearme. Me detuve frente al espejo. Mi propio reflejo me inquietó. Durante mi pesado sueño algo había hecho las pequeñas arrugas que surcan mis ojos más profundas, más marcadas. Los contornos de mis mejillas se habían hundido, y el incipiente gris de mis revueltos cabellos oscuros se había aclarado y abundaba por toda mi cabeza. Los treinta y siete años que cargaba me saludaban burlonamente ahora. Miré fijamente mis ojos algo enrojecidos y acuosos. Los atravesé afanosamente, buscando más allá del iris. Encontré allí un leve brillo que no había visto jamás, destellos de ternura sin encarnar, que me resultaban extrañamente familiares, filamentos de pasiones reprimidas, o algo parecido. Repentinamente, algo insospechado, una suerte de plan tramado por la vida que omití, me había arrancado de mi cotidianeidad, de una vida previsible y sin complicaciones mayores, casi segura, diría, que no había dudado nunca en elegir, porque hasta ese momento siempre había estado convencido de que no había opciones, ni las habría.
La imagen de la mirada de mi viejo se me apareció como un refucilo de esos que nos aterrorizaban de chicos en la playa. Tendría yo unos quince o dieciseis años y estaba por salir a buscar a Dardo, como casi todas las tardes de esa adolescencia eterna. El venía poco a casa, nunca le pregunté por qué, se había dado así, naturalmente según mi parecer, que fuera yo el que pasara siempre por la suya. Esa tarde comprendí la verdadera causa. Mi papá me llamó aparte, cuando pasaba sigilosamente, a la habitación que llamábamos escritorio, porque ahí se ocupaba de sus asuntos o leía. Tragué saliva ruidosamente cuando me pidió que cerrara la puerta y me sentara. Siempre había sido severo y exigente, pero raramente me había hablado en privado, y, cuando lo había hecho, siempre había sido con mis hermanos presentes. En realidad, supongo que antes no lo había necesitado, mi vieja había oficiado en todo momento de vocera de su pétrea voluntad. Me taladró con sus ojos oscuros y directamente me dijo:
- Otra vez vas a lo del maricón ese vos?
Puedo imaginar mi cara desencajada y el salto que esa maldita palabra me hizo dar como si en aquel momento incómodo hubiera estado viéndome desde fuera. Sentí tanto miedo que no pude articular palabra alguna, y, al mismo tiempo, tanta furia que me dieron unas ganas enormes de golpearlo sin piedad.
- A lo del marica ese no vas más, me entendiste? No quiero enterarme, bajo ningún concepto, que lo seguís frecuentando. Está claro?
No me moví, mi corazón latía desbocado. Pensé que rompería a llorar si hablaba, así que luché con todas mis fuerzas por contenerme.
- Está claro, carajo?!! - gritó fuera de sí, sin dejar de atravesarme con sus ojos llameantes.
Me limité a asentir lentamente, puteándolo y maldiciéndolo por dentro, paralizado por el terror que sentía.
- Y ahora tráigame un té con limón, rápido. - me ordenó satisfecho, mientras volvía a los papeles que leía.
Me sentí ridículo, avergonzado, poco hombre y unas cuantas cosas más al dirigirme a paso apurado a la cocina. Puse agua a calentar sintiendo una mano tibia apoyada en mi hombro. Me di vuelta y encontré a mi abuela Elba guiñándome uno de sus ojos siempre chispeantes y sonriendo compasiva. Sus dedos atajaron dulcemente las lágrimas que, contra mi voluntad, se precipitaban por mis mejillas. Me atrajo hacia sí para abrazarme y, apoyando su cabeza en mi pecho, me dijo:
- Hoy piensa eso, mañana vas a ver que no.
El calor de mi abuela era tranquilizador pero no logró apaciguar mi estado. Nunca entendí por qué me conformé, por qué jamás quise saber la razón de la orden de mi viejo, y, lo peor, por qué la acaté de manera implacable. En realidad, nunca quise entender.
No volví a hablar con Dardo después de ese penoso día, y, extrañamente, él jamás me preguntó nada. Tarde me di cuenta de que no lo necesitaba, oportunamente lo había leído en mis ojos esquivos cuando nos encontramos por casualidad en la librería del barrio.
Continuará.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Cómo decirte con palabras lo que he me has hecho sentir leyendo tu relato?

De repente, me he visto transportada al primer día que vi la película en mi ordenador, repitiendo escenas una y otra vez...

Llorando a mis 45 años, ya ves...

No puedo describir lo que he sentido, pero si puedo escribir que aquí estaré impaciente, esperando más...

Un beso

Mister yo dijo...

Ey no deja de swer exitante tu historia. y se que eso puede pasar, trambien voy al gimnacio ahora con mi pareja y pasan cosas.


saludos.

un hombre virtuoso dijo...

Solo decirte que me encanta tu perfil: tenaz, jodido e ingenuo. Una seductora combinación. Tu relato lo leo despacio.
Un abrazo.

George Hazard dijo...

Bueno, la necesidad de aprobación de los padres suele producir cataclismos emocionales. Años de psicoanálisis me está costando liberarme de la hiperexigencia que sembraron en mí desde niño, pobrecitos, con la mejor intención.
En cuanto a la homosexualidad, la aceptan, pero siempre tienden a decir que les habría gustado que todo fuera distinto.
Yo lo comprendo en la medida de que es otra mentalidad, pero es que mi padre es psiquiatra, y en casa del herrero, cuchillo de palo.
Un fuerte abrazo!

Ana desde el Sur del Mundo dijo...

Perdoná a tu Hada perdida en diferentes senderos de la Montaña... ya llegué, pero antes de leer te dejo estas palabras para que ya sepas "que estoy en el tema" ja ja ja!!!
A ver de qué se trata...
Besitos mi Vaquero escritor!

Anónimo dijo...

Uyyyyyy amigo...que bella historia has comenzado!, pues me encanta, sé que suena trillado, pero s asi, asi lo siento y asi lo expongo!. Esperando mas te envío mi besos.TQM

Ro

Ana dijo...

Primera parte: genial y tierna. Sigo y te digo más...

devezencuando dijo...

Muy bien...Aquí estamos leyendo este relato personal...

Un abrazo.