- ¡Carajo, eres tú!
- ¿Quién creías? – murmuró Joshua Flynn, saltando fuera de la camioneta con desgano. - ¿Tienes un cigarro?
Rafael le pasó uno que sacó del bolsillo de su camisa y lo encendió sin que se lo pidiera. Fumó hondamente y al cabo lanzó una gran bocanada de humo sobre su nariz. Dio media vuelta y caminó arrastrando la suela de sus botas café dejando una estela blanca tras de sí. Unas muchachas de pantaloncitos cortos y rasgados entraban al bar en el preciso instante en que Joshua se disponía a hacer lo mismo. Les sonrió casi triunfalmente y se les adelantó para abrir la puerta. Ellas sonrieron con mohines cómplices al hablarle. Dirigió una mirada de desdén a Rafael que observaba la escena parado junto a la camioneta y, sin más, cruzó la calle y se perdió dentro del local de la acera opuesta, el Heaven and Hell. Rafael dudó un instante de desaliento. Pateó lejos una piedra y finalmente caminó resuelto. La atmósfera dentro del Wandering Horse estaba densamente viciada. El calor del exterior era mucho más pesado allí dentro, una espesa humareda flotaba en el aire. Qué diablos, pensó. Dio vuelta rápidamente y atravesó la calle. Había una pequeña multitud a la puerta del Heaven and Hell. Algo le hizo pensar que quizá el lugar había abierto hacía poco. El interior del bar corrigió sus sensaciones. Hacía tanto o más calor que en el Wandering Horse, pero al parecer, allí la gente no fumaba. O fumaba menos. Un ventilador de grandes aspas hacía su trabajo apenas removiendo el batido en el pelo de unas mujerotas que bebían con un grupo de vaqueros de barbas crecidas. El gentío fumaba, charloteaba y cuando reía lo hacía casi a los gritos. Una banda al fondo, sobre un escenario improvisado, desgranaba notas y acordes interpretando Old Texas ranch. Algunas parejas bailaban ajenas al resto, hombres con el sombrero puesto se apretujaban junto a las mesas de billar bebiendo del pico de sus botellas. Las meseras iban y venían acarreando bandejas llenas, el disgusto o el hartazgo impresos en sus rostros. Casi todo el mundo era mucho mayor que él. El cuadro representaba lo que Rafael Sheeler detestaba, pero no había mucho para elegir. No en ese pueblo perdido de Wyoming que es Signal, al menos. Decidió que no bebería esa noche si quería conducir de regreso al rancho sin problemas con la policía. Olfatean el aire, y rastrean al forastero en menos de lo que canta un gallo, le habían advertido. Se acercó a la barra y ordenó un refresco y un emparedado a una mujer de aspecto hombruno. Haciendo equilibrio, pegado a su labio inferior, se veía el extremo de un cigarrillo aplastado. No le extrañó tanto ese detalle sino el tamaño de sus pechos bajo la blusa de ribetes arremolinados. El lugar, sin lujos ni pretensiones, mantenía el estilo del Wyoming rural. La cabeza disecada de un oso pardo lanzaba miradas intimidantes desde una viga que cruzaba el bar, junto a otra, algo apolillada, de un alce de grandes astas. De todas las paredes pendían herraduras y espuelas extrañamente relucientes, y antiguas fotos en blanco y negro bajo marcos de ribete dorado. Frente a él, hileras de botellas cruzadas por el nombre del bar en neón rojo, y por detrás, un espejo que parecía una pantalla donde se reflejaba el variopinto extracto local. Algo caliente tocó su brazo repentinamente. Inclinó la cabeza para descubrir una lengua de hamburguesa asomando desde su refugio bajo dos enormes rebanadas de pan cubiertas de semillas. Un ruido seco a continuación anunció la llegada del refresco que había ordenado, a manos de un hombre de hombros anchos y mirada antipática. Rafael buscó el retorcido billete de cinco dólares que tenía dentro del pantalón mientras las conversaciones alrededor suyo orbitaban en tandas inconexas. Que este maldito calor no puede durar mucho más, que hay un foco de baja presión en el Pacífico, a eso se debe todo el desbarajuste, que no, que las hojas han retrasado su color otoñal, que no tendremos un día de Acción de Gracias como Dios manda este año por culpa del gobierno. Y alguien más allá arremetió con el alcalde y su probable postulación, justo ahora con todo el desastre de Nixon y su pandilla, y más acá otro se metía con el peinado y el atuendo poco acorde de la tal viuda de Monroe, y otro contaba que un alazán había escapado y su rastro se perdía justo al pie de las montañas. Rafael dejó de escuchar como si apagara un aparato de radio. Pagó y mordió un gran bocado de su hamburguesa. Sus ojos se nublaron en el espejo detrás de la colección de botellas. Por entre las cabezas que se movían en todas direcciones, tras la cortina de humo de los cigarrillos, Rafael divisó a Joshua riendo despreocupadamente junto a las chicas que habían entrado con él. Un par de jovencitas de trenzas se había agregado al alegre grupo. Desde donde él podía verlo sin que el muchacho lo advirtiera. Hablaba y gesticulaba abriendo grande su boca, hacía continuos ademanes, parecía disfrutar del momento. Y bebía pequeños sorbos del pico de su botella mecánicamente. Ciertamente no parecía el mismo del rancho. La gente se comporta con rareza, pensó Rafael, mientras su boca se llenaba de la dulzura gasificada de su bebida.
- ¿Quién creías? – murmuró Joshua Flynn, saltando fuera de la camioneta con desgano. - ¿Tienes un cigarro?
Rafael le pasó uno que sacó del bolsillo de su camisa y lo encendió sin que se lo pidiera. Fumó hondamente y al cabo lanzó una gran bocanada de humo sobre su nariz. Dio media vuelta y caminó arrastrando la suela de sus botas café dejando una estela blanca tras de sí. Unas muchachas de pantaloncitos cortos y rasgados entraban al bar en el preciso instante en que Joshua se disponía a hacer lo mismo. Les sonrió casi triunfalmente y se les adelantó para abrir la puerta. Ellas sonrieron con mohines cómplices al hablarle. Dirigió una mirada de desdén a Rafael que observaba la escena parado junto a la camioneta y, sin más, cruzó la calle y se perdió dentro del local de la acera opuesta, el Heaven and Hell. Rafael dudó un instante de desaliento. Pateó lejos una piedra y finalmente caminó resuelto. La atmósfera dentro del Wandering Horse estaba densamente viciada. El calor del exterior era mucho más pesado allí dentro, una espesa humareda flotaba en el aire. Qué diablos, pensó. Dio vuelta rápidamente y atravesó la calle. Había una pequeña multitud a la puerta del Heaven and Hell. Algo le hizo pensar que quizá el lugar había abierto hacía poco. El interior del bar corrigió sus sensaciones. Hacía tanto o más calor que en el Wandering Horse, pero al parecer, allí la gente no fumaba. O fumaba menos. Un ventilador de grandes aspas hacía su trabajo apenas removiendo el batido en el pelo de unas mujerotas que bebían con un grupo de vaqueros de barbas crecidas. El gentío fumaba, charloteaba y cuando reía lo hacía casi a los gritos. Una banda al fondo, sobre un escenario improvisado, desgranaba notas y acordes interpretando Old Texas ranch. Algunas parejas bailaban ajenas al resto, hombres con el sombrero puesto se apretujaban junto a las mesas de billar bebiendo del pico de sus botellas. Las meseras iban y venían acarreando bandejas llenas, el disgusto o el hartazgo impresos en sus rostros. Casi todo el mundo era mucho mayor que él. El cuadro representaba lo que Rafael Sheeler detestaba, pero no había mucho para elegir. No en ese pueblo perdido de Wyoming que es Signal, al menos. Decidió que no bebería esa noche si quería conducir de regreso al rancho sin problemas con la policía. Olfatean el aire, y rastrean al forastero en menos de lo que canta un gallo, le habían advertido. Se acercó a la barra y ordenó un refresco y un emparedado a una mujer de aspecto hombruno. Haciendo equilibrio, pegado a su labio inferior, se veía el extremo de un cigarrillo aplastado. No le extrañó tanto ese detalle sino el tamaño de sus pechos bajo la blusa de ribetes arremolinados. El lugar, sin lujos ni pretensiones, mantenía el estilo del Wyoming rural. La cabeza disecada de un oso pardo lanzaba miradas intimidantes desde una viga que cruzaba el bar, junto a otra, algo apolillada, de un alce de grandes astas. De todas las paredes pendían herraduras y espuelas extrañamente relucientes, y antiguas fotos en blanco y negro bajo marcos de ribete dorado. Frente a él, hileras de botellas cruzadas por el nombre del bar en neón rojo, y por detrás, un espejo que parecía una pantalla donde se reflejaba el variopinto extracto local. Algo caliente tocó su brazo repentinamente. Inclinó la cabeza para descubrir una lengua de hamburguesa asomando desde su refugio bajo dos enormes rebanadas de pan cubiertas de semillas. Un ruido seco a continuación anunció la llegada del refresco que había ordenado, a manos de un hombre de hombros anchos y mirada antipática. Rafael buscó el retorcido billete de cinco dólares que tenía dentro del pantalón mientras las conversaciones alrededor suyo orbitaban en tandas inconexas. Que este maldito calor no puede durar mucho más, que hay un foco de baja presión en el Pacífico, a eso se debe todo el desbarajuste, que no, que las hojas han retrasado su color otoñal, que no tendremos un día de Acción de Gracias como Dios manda este año por culpa del gobierno. Y alguien más allá arremetió con el alcalde y su probable postulación, justo ahora con todo el desastre de Nixon y su pandilla, y más acá otro se metía con el peinado y el atuendo poco acorde de la tal viuda de Monroe, y otro contaba que un alazán había escapado y su rastro se perdía justo al pie de las montañas. Rafael dejó de escuchar como si apagara un aparato de radio. Pagó y mordió un gran bocado de su hamburguesa. Sus ojos se nublaron en el espejo detrás de la colección de botellas. Por entre las cabezas que se movían en todas direcciones, tras la cortina de humo de los cigarrillos, Rafael divisó a Joshua riendo despreocupadamente junto a las chicas que habían entrado con él. Un par de jovencitas de trenzas se había agregado al alegre grupo. Desde donde él podía verlo sin que el muchacho lo advirtiera. Hablaba y gesticulaba abriendo grande su boca, hacía continuos ademanes, parecía disfrutar del momento. Y bebía pequeños sorbos del pico de su botella mecánicamente. Ciertamente no parecía el mismo del rancho. La gente se comporta con rareza, pensó Rafael, mientras su boca se llenaba de la dulzura gasificada de su bebida.
- ¿Sólo, vaquero? – Rafael desvió la mirada hacia la de una muchacha de pestañas como pararrayos y bucles cayéndole en cascada que le hablaba desde el borde de sus hombros.
- No. – se apresuró a contestar. – Eh... pues, sí.
- ¿Sí o no?
Rafael se limitó a fruncir el entrecejo como toda respuesta y volvió a morder un bocado de su hamburguesa. La mujer no esperó, se encogió de hombros y se marchó. Rafael la siguió por el espejo. Pertenecía a la banda de Joshua parapetada al fondo del salón. La observó decir algo a las otras chicas, todas rieron y miraron en su dirección. En otros tiempos a Rafael eso hubiese bastado para apesadumbrarlo, pero ya no. Rafael Sheeler es de esas personas a quienes se los descubre después de una segunda mirada. No es un muchacho precisamente atractivo, pero hay algo en él que obliga a repasar su aspecto. De ojos pequeños que no dejan ver el azul profundo de sus pupilas, barbilla prominente y nariz redondeada, tiene una sonrisa de dientes cuadrados y separados que, lejos de ocultar, despliega cada vez que tiene la oportunidad. Esa es, tal vez, la clave de su simpatía, o al menos lo es en su hogar en Virginia, donde goza de la casi inmediata popularidad que suele obtener entre las muchachas. Él siempre había pensado en lo irónica que suele ser la vida la mayoría de las veces. Pero ya no lo hacía. Prefería trasuntar caminos y ver qué le traía el destino, sin esperar demasiado. Pidió un refresco más para mitigar el efecto de la sobrecarga de aderezos en su hamburguesa. Hubo un ruido de cristales rotos, un par de gritos histéricos y un estrépito de muebles chocándose. Joshua, rodeado por dos grandulones de espaldas anchas, había súbitamente perdido todo signo de alegría en su semblante. Las jóvenes que lo habían estado acompañando se apretujaron contra una columna cercana. Todas salvo una, contemplaban la escena ansiosas, entusiasmadas por el efecto de lo que parecía ser algún desenlace inesperado. Uno de los hombres asestó el primero de los puñetazos en el mentón de un aturdido Josh. Éste tambaleó y fue a chocar contra la pared, de la que derribó unos cuadros con fotografías y torció otros tantos. El segundo hombre lo tomó del cuello de la camisa y descargó un segundo puñetazo en su vientre. Para ese entonces, Rafael ya cruzaba el salón abriéndose paso entre la multitud que contemplaba impávida. No le costó demasiado disuadir a los dos individuos. Maña, nunca fuerza. Esa es la clave, le había dicho alguna vez aquel peón de temporada con el que se había enredado un verano, el que había trabajado por años en California, junto a inmigrantes ilegales chinos. Ellos le habían enseñado algunas cosas, y él se las había mostrado a Rafael. Lo había obligado a aprenderlas, en realidad. Seas lo que seas, nunca dejes de comportarte como un hombre, le había insistido siempre. Con un certero puntapié empujó al primero de los dos hombres debajo de una mesa cercana. Uno de sus codos se hundió inesperadamente en el cuello del otro, su pie en los genitales y, gritando de dolor, cayó derribado a los pies del coro de muchachas. La de bucles como sogas, la que se había acercado cuando Rafael comía en la barra, lo miró candorosamente. Joshua sangraba por la nariz. Rafael lo tomó de los hombros y lo obligó a que caminara con él hasta la salida. Se paró en seco y regresó para buscar su sombrero, que había rodado por el suelo. Los ojos de quienes despejaban su paso se clavaron en los suyos con menosprecio, pero a él no le importó. Una vez afuera, se alejó a paso rápido, lo suficiente como para desalentar cualquier intento de búsqueda. Joshua acompañó su andar con una rara docilidad. Cuando hubieron ganado refugio tras un gran camión en el aparcamiento a un costado del bar, se soltó de los brazos de Rafael con rudeza.
- ¡No tenías por qué meterte, jodido peón! – bramó.
- ¿Quieres otro cigarrillo? – ofreció Rafael, encendiendo uno.
- ¡Métete tus jodidos cigarrillos en tu jodido culo!
- De acuerdo. – sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se lo pasó por los bordes de su boca ensangrentada. Josh reculó con horror, como si lo hubieran pillado en el medio de alguna actividad oculta.
- No quiero nada de ti. ¡No quiero que te me acerques, maldito peón de campo! – gritó, arrojando el pañuelo manchado al piso.
- Como tú digas. – fue todo lo que dijo Rafael. A grandes zancadas hizo sonar el taco de sus botas sobre el pavimento, encendió el motor de su camioneta y salió de allí raudamente. Por el espejo retrovisor creyó ver la tambaleante silueta de Joshua apenas iluminada por la luz de un farol pero ni asomo tuvo de volver a él. Que se arregle, pensó, no me importa que sea el hijo de mis patrones. Faltarían todavía un par de millas para llegar al rancho Flynn cuando giró en U haciendo chirriar los neumáticos. Desanduvo el camino aún más velozmente. No cruzó a ningún vehículo, no vio nada que indicara presencia humana más que la granja abandonada al borde de la ruta, hasta que por el rabillo del ojo vio pasar un bulto un poco más allá del cartel que señala el inicio de los límites de la ciudad. Frenó clavando con fuerza su pie en el pedal. Dio vuelta e iluminó la calle con las luces altas. Joshua, acurrucado sobre sí mismo, yacía a un costado del polvoriento camino. Con desconfianza levantó el ala de su sombrero y lo miró de reojo cuando se acercó.
- Levántate. Voy a llevarte al rancho. – ordenó Rafael.
- Vete a la mierda.
- ¡Dije que te levantes, maldita sea! – lo tomó de uno de los brazos y del frunce de la camisa, para incorporarlo con presteza. Las luces de la camioneta revelaron el miedo en el semblante del muchacho, los ojos gatunos, los labios levemente trémulos. Rafael habló a escasos centímetros de su boca. Pudo oler su aliento alcoholizado, sentir la pelvis del joven apoyada sobre la suya. – Y ahora te subes a la maldita camioneta sin chistar. – Joshua no dejaba de jadear, y a Rafael le pareció que el miedo en él había mutado a una emoción distinta, nueva, casi animal. Hubo una vacilación mutua, un movimiento que quiso ser, un acercamiento en falso. Un temblor, casi un cataclismo. Pronto todo se desvaneció en la pesadez del aire. Bufando, Joshua se liberó de las garras de Rafael con un gesto agresivo. Quitó una molestia ilusoria de sus labios, escupió y trepó a la camioneta cerrando la portezuela con un estruendo. Ninguno de los dos dijo nada durante el trecho hasta el rancho de los Flynn y sin embargo, los muchachos notaron que aquello que se había fundido con el aire poco antes había vuelto a colarse por las ventanillas de la camioneta y se había instalado allí como una presencia embarazosa. Uno de los dos lo entendía perfectamente, el otro no. Estremecido, pensó que no había nada que entender. Con todo, no pudo conciliar el sueño en toda la maldita noche.
- No. – se apresuró a contestar. – Eh... pues, sí.
- ¿Sí o no?
Rafael se limitó a fruncir el entrecejo como toda respuesta y volvió a morder un bocado de su hamburguesa. La mujer no esperó, se encogió de hombros y se marchó. Rafael la siguió por el espejo. Pertenecía a la banda de Joshua parapetada al fondo del salón. La observó decir algo a las otras chicas, todas rieron y miraron en su dirección. En otros tiempos a Rafael eso hubiese bastado para apesadumbrarlo, pero ya no. Rafael Sheeler es de esas personas a quienes se los descubre después de una segunda mirada. No es un muchacho precisamente atractivo, pero hay algo en él que obliga a repasar su aspecto. De ojos pequeños que no dejan ver el azul profundo de sus pupilas, barbilla prominente y nariz redondeada, tiene una sonrisa de dientes cuadrados y separados que, lejos de ocultar, despliega cada vez que tiene la oportunidad. Esa es, tal vez, la clave de su simpatía, o al menos lo es en su hogar en Virginia, donde goza de la casi inmediata popularidad que suele obtener entre las muchachas. Él siempre había pensado en lo irónica que suele ser la vida la mayoría de las veces. Pero ya no lo hacía. Prefería trasuntar caminos y ver qué le traía el destino, sin esperar demasiado. Pidió un refresco más para mitigar el efecto de la sobrecarga de aderezos en su hamburguesa. Hubo un ruido de cristales rotos, un par de gritos histéricos y un estrépito de muebles chocándose. Joshua, rodeado por dos grandulones de espaldas anchas, había súbitamente perdido todo signo de alegría en su semblante. Las jóvenes que lo habían estado acompañando se apretujaron contra una columna cercana. Todas salvo una, contemplaban la escena ansiosas, entusiasmadas por el efecto de lo que parecía ser algún desenlace inesperado. Uno de los hombres asestó el primero de los puñetazos en el mentón de un aturdido Josh. Éste tambaleó y fue a chocar contra la pared, de la que derribó unos cuadros con fotografías y torció otros tantos. El segundo hombre lo tomó del cuello de la camisa y descargó un segundo puñetazo en su vientre. Para ese entonces, Rafael ya cruzaba el salón abriéndose paso entre la multitud que contemplaba impávida. No le costó demasiado disuadir a los dos individuos. Maña, nunca fuerza. Esa es la clave, le había dicho alguna vez aquel peón de temporada con el que se había enredado un verano, el que había trabajado por años en California, junto a inmigrantes ilegales chinos. Ellos le habían enseñado algunas cosas, y él se las había mostrado a Rafael. Lo había obligado a aprenderlas, en realidad. Seas lo que seas, nunca dejes de comportarte como un hombre, le había insistido siempre. Con un certero puntapié empujó al primero de los dos hombres debajo de una mesa cercana. Uno de sus codos se hundió inesperadamente en el cuello del otro, su pie en los genitales y, gritando de dolor, cayó derribado a los pies del coro de muchachas. La de bucles como sogas, la que se había acercado cuando Rafael comía en la barra, lo miró candorosamente. Joshua sangraba por la nariz. Rafael lo tomó de los hombros y lo obligó a que caminara con él hasta la salida. Se paró en seco y regresó para buscar su sombrero, que había rodado por el suelo. Los ojos de quienes despejaban su paso se clavaron en los suyos con menosprecio, pero a él no le importó. Una vez afuera, se alejó a paso rápido, lo suficiente como para desalentar cualquier intento de búsqueda. Joshua acompañó su andar con una rara docilidad. Cuando hubieron ganado refugio tras un gran camión en el aparcamiento a un costado del bar, se soltó de los brazos de Rafael con rudeza.
- ¡No tenías por qué meterte, jodido peón! – bramó.
- ¿Quieres otro cigarrillo? – ofreció Rafael, encendiendo uno.
- ¡Métete tus jodidos cigarrillos en tu jodido culo!
- De acuerdo. – sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se lo pasó por los bordes de su boca ensangrentada. Josh reculó con horror, como si lo hubieran pillado en el medio de alguna actividad oculta.
- No quiero nada de ti. ¡No quiero que te me acerques, maldito peón de campo! – gritó, arrojando el pañuelo manchado al piso.
- Como tú digas. – fue todo lo que dijo Rafael. A grandes zancadas hizo sonar el taco de sus botas sobre el pavimento, encendió el motor de su camioneta y salió de allí raudamente. Por el espejo retrovisor creyó ver la tambaleante silueta de Joshua apenas iluminada por la luz de un farol pero ni asomo tuvo de volver a él. Que se arregle, pensó, no me importa que sea el hijo de mis patrones. Faltarían todavía un par de millas para llegar al rancho Flynn cuando giró en U haciendo chirriar los neumáticos. Desanduvo el camino aún más velozmente. No cruzó a ningún vehículo, no vio nada que indicara presencia humana más que la granja abandonada al borde de la ruta, hasta que por el rabillo del ojo vio pasar un bulto un poco más allá del cartel que señala el inicio de los límites de la ciudad. Frenó clavando con fuerza su pie en el pedal. Dio vuelta e iluminó la calle con las luces altas. Joshua, acurrucado sobre sí mismo, yacía a un costado del polvoriento camino. Con desconfianza levantó el ala de su sombrero y lo miró de reojo cuando se acercó.
- Levántate. Voy a llevarte al rancho. – ordenó Rafael.
- Vete a la mierda.
- ¡Dije que te levantes, maldita sea! – lo tomó de uno de los brazos y del frunce de la camisa, para incorporarlo con presteza. Las luces de la camioneta revelaron el miedo en el semblante del muchacho, los ojos gatunos, los labios levemente trémulos. Rafael habló a escasos centímetros de su boca. Pudo oler su aliento alcoholizado, sentir la pelvis del joven apoyada sobre la suya. – Y ahora te subes a la maldita camioneta sin chistar. – Joshua no dejaba de jadear, y a Rafael le pareció que el miedo en él había mutado a una emoción distinta, nueva, casi animal. Hubo una vacilación mutua, un movimiento que quiso ser, un acercamiento en falso. Un temblor, casi un cataclismo. Pronto todo se desvaneció en la pesadez del aire. Bufando, Joshua se liberó de las garras de Rafael con un gesto agresivo. Quitó una molestia ilusoria de sus labios, escupió y trepó a la camioneta cerrando la portezuela con un estruendo. Ninguno de los dos dijo nada durante el trecho hasta el rancho de los Flynn y sin embargo, los muchachos notaron que aquello que se había fundido con el aire poco antes había vuelto a colarse por las ventanillas de la camioneta y se había instalado allí como una presencia embarazosa. Uno de los dos lo entendía perfectamente, el otro no. Estremecido, pensó que no había nada que entender. Con todo, no pudo conciliar el sueño en toda la maldita noche.
Continúa.
Fotos: www.stockxchange.com
13 comentarios:
Ya era hora vaquero!!!
Eso empieza a calentarse de una manera que no veas, tortazos por aquí, desganas por allá, van saliendo pequeños atisbos de luz en la oscuridad más profunda de la historia.
Y cómo me gusta!!!
Ese ambiente enrarecido, dará que hablar...
Besitos
Estoy oliendo el humo del tabaco y el sudor de las personas del local... El alcohol corre a borbotones. Peleas, sangre y gasolina...
Te felicito
Vaya, estupendo!!!!!
Esto huele bien y me gusta mucho...mmmm.... me has provocado un sabor ya conocido, pero que no tiene palabras... qué bien... espero lo que sigue
Historias de vaqueros ... Esto pinta bien ...
Besitos
Sabes que me gusta de tu manera de escribir, la capacidad que tienes para describir los ambientes, cosa de la que yo carezco al hacerlo.
Las cosas van tomando su rumbo... al menos están claras para Rafael, para Joshua,no sé, puede negarlas cuanto quiera, pero no por negarlas va a dejar de sentirlas.
Estupendo como siempre mi querido amigo.
Qué alegria verte por mi casa Jft. Ya sabes que es la tuya.
Hola de nuevo.... ¿ya casi está la próxima entrega?... perdón por insistir, pero es que ya quiero saber qué sucede con estos dos vaqueros
...siguiendo mi proceder habitual, me llevé los cuatro primeros capítulos impresos al trabajo, y me perdí en el mundo que dibujas con tus palabras, vaquero, ya estoy atrapado y a la cola como todo el mundo esperando ver qué va a salir de esta situación...esos baños nocturnos de Rafael en el pilón me están haciendo dar vueltas a la cabeza, jeje...
Como siempre, un abrazo y gracias por compartir tu talento con nosotros...
oyeme... que vienes por el 20 de octubre...casi un mes esperandote...!!!
saluditos desde mi lejana galaxia
Vaquero, ya está bien... por favor, no más espera!!!!
Quiero, necesito, deseo saber qué sucede con el par de vaqueros
Ya estás tardando demasiado, grrrr.
Que nos tienes en ascuas!!!
Vuelve a casa prontooooo.
Besitos corazón
¿Y?
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