domingo, 15 de julio de 2007

Nadie te Amará como Yo - Sexta parte


Esa tarde, la de mi regreso al gimnasio, se despidió apurado, minutos antes de que finalizara la clase, sin dejar de recordarme nuestra cita del viernes siguiente. Habíamos convenido, tiempo atrás, que aquel día, en virtud de mi profesión de analista en sistemas, le echaría un vistazo a su computadora personal.
- No se la confío a nadie más, Ro. - Me había dicho, mientras caminábamos hacia el auto. - Mirá, la ves, le arreglás lo que sea necesario, y mientras, te preparo la carne con papas a la crema de la que ya te hablé, que me sale in-cre-í-ble. ¿Qué tal?
La idea me encantó, pero me mostré distante.
- Supongo que no habría problema, el tema es el día, ando medio complicado y...
- Ya está... ¡Un viernes, después de la clase! - me interrumpió, vivaz. - ¿Dale?
Podía haberme escudado en mi ancestral cansancio previo al fin de semana, pero su entusiasmo barrió con el miedo atroz que también me generaba la propuesta, así que acepté. Me tranquilicé luego, pensando que, después de todo, pasase lo que pasase, yo podía decir no. Y me inquieté más tarde al darme cuenta de que mi negativa no estaba garantizada. Comencé entonces a justificarme tontamente. Elaboré mil y un hipótesis considerando los sí y los no. En principio, nada indicaba que yo le atraía. En segundo lugar, jamás me había dado detalles de su vida íntima, todo podía ser producto de mis proyecciones y asignaturas pendientes, de construcciones mías, absolutas pendejadas. A mis treinta y siete años. Y, acto seguido, se me ocurría pensar que nunca terminaba de cerrarme que un hombre atractivo como él fuese soltero a su edad. Y segundos después, que todas mis especulaciones podían perfectamente ser otro resultado de la obsesión, que no se me quitaba nunca, de ver comportamientos homosexuales en casi todos los varones que acuden al gimnasio. Pero qué gracioso, yo no me incluía en esa clasificación. De cualquier modo, su propuesta y la mención de la película y la conversación aquella en mi auto, nada de esto podía ser una mera casualidad. A ello se sumó el sorpresivo y oportuno viaje de Cecilia y los chicos. La maldita conspiración cósmica, o lo que fuese, lo concreto es que al haber aceptado la invitación de Pablo había desencadenado algo, y debía estar preparado mínimamente. Estremecido hasta el tuétano, como si se tratase de un enigma misterioso, o un códice que me revelaría claves desconocidas de un mundo insospechado, así fue que resolví, después de dudarlo mucho, alquilarla durante aquel frío, gris y regresivo fin de semana.
Dormí mal las dos noches previas a nuestro anhelado encuentro. Cecilia se percató de mi nerviosismo y no dejaba de hacerme preguntas que, muy a mi pesar, contesté con vaguedad y frases hechas. Inventé un encuentro de trabajo para ese significativo viernes sin mirarla a los ojos cuando se lo anuncié. Si lo hubiese hecho, con seguridad jamás hubiese cumplido con mi palabra. Me sentí un traidor, igualmente, entre otras tantas cosas, ya que nunca antes me había visto obligado a mentirle a Cecilia. De hecho, hasta el momento no la había engañado con nadie, y ahora cabía la posibilidad, y sería con un hombre. Dos fuerzas en pugna tironeaban de mi a la manera de los descuartizamientos de la época de la colonización. Sentí desgarrarme y caer en una desesperación tan absurda como cobarde e infantil.
Lo real es que el viernes llegó y pronto me encontré entrando al departamento de Pablo, un dos ambientes muy espacioso, decorado con estilo "trendy", pero sobrio. Un gran espejo presidía el vestíbulo, y alcancé a comprobar mi aspecto. Estaba rojo, como pensaba, y me detesté. Con orgullo Pablo se dedicó a relatarme las instancias tanto de la compra como de la posterior refacción mientras recorríamos cada ambiente, y eso me serenó un poco. Después él puso música celta, o del estilo, desapareció en la cocina y yo me senté frente a su computadora. Me llevó poco más de tres cuartos de hora solucionar el atasco que se había producido en el disco rígido, nada de gravedad. Sentí una enorme curiosidad por hurgar sus archivos mientras reparaba los que estaban dañados, pero no podía perder energías en eso, las necesitaba para mantener la calma. Estiraba mi espalda cuando sentí la calidez de las manos de Pablo sobre mis hombros. Me asustó y me estremecí.
- ¿Cansado? - me preguntó, casi en un susurro, mientras me masajeaba suavemente.
- Sí, mucho. - Exhalé un suspiro profundo. - Pero ya está, se reinicia el sistema y listo. - Declaré con voz insegura, algo aflautada.
- Relajate. - Me ordenó suavemente. - Cerrá los ojos. - Sus dedos se cerraron firmemente y recorrieron los huesos de la parte superior de mi espalda. Di un respingo cuando se apoyaron sobre mi cuello. Su piel tocaba la mía ahora.
- Tranquilo... así... - Musitó. Su voz tenue y grave se unió a la música que, como un arrullo, me envolvió con dulzura sumergiéndome de a poco en un aterciopelado trance. Su palpable destreza en el manejo de la situación consiguió aflojar un poco la tensión que me tenía dominado y celebré sentir que la zona de mi cerebro que controlaba todo me iba abandonando sin oponer resistencia. Su mano cálida sobre la mía me condujo mansamente hacia el sofá, le obdececí como si estuviese sonámbulo. Me tumbó boca abajo con extrema delicadeza y se deslizó felinamente hasta la pared de en frente para atenuar las luces. Quedamos iluminados sólo por el sugestivo reflejo de la luz de la cocina. Sentado sobre el fin de mi espalda continuó su ritual de masajes, pellizcos y caricias. Gemí ahogadamente, el dolor se entremezcló con un placer tan fascinante como extenuante. Mi docilidad fue alimentando su osada determinación, y ésta, a su vez, mi creciente encantamiento. Levantó mi camisa e introdujo sus manos, rodeando mi abdomen. No pude reprimir un temblor de inmenso placer que me sacudió con brusquedad. Se recostó sobre mi, frotó con delicada firmeza mis pectorales mientras mordisqueaba los lóbulos de mis orejas y me susurraba quedamente:
- Lindo, mi lindo Ro...
Permanecí inmóvil, aceptando todo, gozando de su tacto, de su jadeo como brisa tenue, el peso de su cuerpo sobre el mío. Una voz interior se escandalizaba y me gritaba, como a lo lejos, "¡qué estás haciendo, puto!", pero me negué a prestarle atención. Las manos de Pablo emergieron y fueron a jugar con mis cabellos, acomodándolos con ternura, produciendo sus dedos un exquisito roce que me sobrecogió deliciosamente. Con sutileza y sin demasiado esfuerzo tiró luego de mi hasta girarme totalmente, lo cual me asombró, dadas mis dimensiones. Mantuve mis ojos cerrados con fuerza y por eso, cuando rotaba mis pesadas piernas, mi pie, aún calzado, golpeó su mejilla con un ruido seco. Los abrí para verlo acomodar su mandíbula como si hubiese recibido un cross de izquierda. Me disculpé y eso lo hizo estallar en risotadas. Tomó mi cara con sus dos manos y la atrajo hacia sí. Sus labios húmedos se apoyaron en los míos en un beso caluroso pero tieso. Nuestros músculos pronto se soltaron, nuestras bocas se abrieron, la mía muy tímidamente. Mordió mis comisuras, causándome un cosquilleo que volvió a hacerme temblar ligeramente, su lengua aprovechó a buscar la mía y la amarró envolviéndola, como arropándola. Cuando fantaseaba con ese preciso instante, recuerdo haberme serenado pensando en que si llegaba a experimentarlo alguna vez, seguramente no sería tan diferente de cualquier otro beso. Me equivoqué, rotundamente. Besar un hombre sabía a sal, a piel áspera, a pegajosa saliva, a sudor ligero. Así y todo, aún con eso, había en Pablo delicadeza, una que escondía una solapada brutalidad, una cuya protección, descubrí, había buscado todo este tiempo. Pablo controló sabiamente la situación como siguiendo un plan que yo aprobaba íntimamente con admiración y deleite. Seguí cada uno de sus pasos a ciegas, confiado, pero hecho un estúpido manojo de nervios.
Me besó con pasión controlada, y aunque era totalmente consciente de lo que me estaba pasando, algo en mi no concebía que yo tuviese mis labios unidos a los de otro hombre. Y que además, lo gozara de esa maldita forma.
Las yemas de los dedos Pablo rozaban apenas mis mejillas, cuando separó de pronto sus labios de los míos, y con su dedo índice los acarició de lado a lado. Me contempló con intensidad, y una señal imperceptible me indicó lo que vendría. Me quitó los zapatos y calcetines, y frotó mis pies desnudos. Se deshizo de la corbata, uno a uno desprendió los botones de mi camisa y la hizo deslizar con suavidad. Aflojó el cinturón y bajó el cierre de mi bragueta con lentitud, buscando mi aprobación. Asentí imperceptiblemente. Tiró de las piernas de mis pantalones y quedé sólo con mis calzoncillos grises de algodón. El corazón no cesaba de latirme con desbocada fuerza. Quería decir algo, pero no supe qué, y lo que pasaba por mi mente me parecía fuera de lugar. Me hizo seña de que me pusiese de pie. Clavó sus ojos en los míos con complicidad, y, pausadamente, fue recorriendo los lados de mi cuerpo con sus palmas. Al chocar con el elástico de mis calzoncillos sus dedos lo abrieron para empujarlos en seguida hacia abajo. Con desazón y no poca vergüenza comprobé que el placer indescriptible que me sostenía en delicioso trance no conectaba todavía con mi miembro. Me lo sacudí con fastidio. Pablo sonrió y me estudió con lascivia, luego levantó sus brazos esperando mi avance. Tiré de su jersey con fuerza y lo arrojé lejos. Le quité la camiseta y con dedos temblorosos intenté soltar el fuerte nudo del cordón de su pantalón deportivo, sin éxito. Pablo me tomó de la barbilla, me guiñó un ojo y se apartó un paso. Se puso de espaldas, e, imitando a un stripper, se inclinó deslizando su pantalón con suma facilidad por sus piernas para dejar sus redondeadas nalgas al desnudo ante mi mirada incrédula. Cuando volteó, su mirada se clavó en mi entrepierna, que comenzaba a exhibir ya mi ansiada y ahora húmeda erección. Su rostro se iluminó inmediatamente. Agilmente saltó sobre mi anudando sus trabajadas piernas a mi espalda y cubriendo toda mi boca con la suya. Lo sostuve asiéndolo con firmeza mientras nos besábamos sin respiro. Cuidadosa y lentamente volví a sentarme en el sofá, con él colgado de mi. El extremo de mi pene se apoyó entonces sobre el recto de Pablo, obligándolo a lanzar un fuerte gemido. Mi mente luchaba denodadamente por controlar una eyaculación prematura cuando él se incorporó, se echó a mi lado, separó todo el ancho de sus piernas y, tomándose de sus tobillos elevó su cadera, acercándola, mostrándome, ardiente, el oscuro y velludo espacio entre sus nalgas. Allí me zambullí, fuera de mi, incapaz de medir nada de lo que hacía, explorándolo con mi lengua, mientras Pablo, diestramente, tanteaba el piso y de algún lugar extraía un condón. Me lo coloqué con desesperación y, brutal y furiosamente, lo penetré. Eyaculé y él lo hizo algo después. Mis latidos continuaban tan vigorosos que creí iba a infartarme cuando me dejé caer encima suyo, sudoroso y exhausto. Permanecimos de esa manera, en absoluto silencio, un buen rato, hasta que, repentinamente, se apartó de mi con violencia y corrió a la cocina.
- ¡Boludo, la comida! – gritó.
Su famosa carne no se quemó por poco, sólo algunas papas se habían chamuscado. El corrió al baño a higienizarse, luego lo hice yo. En ese momento sonó el teléfono. Cerré el grifo pero no oí nada de lo que hablaba, pues su voz era un murmullo. Me dio curiosidad saber quién habría llamado, y mucha más todavía cuando salí del baño al encontrarme con que Pablo ya se había vestido íntegramente, por lo cual mi propia desnudez y mis renovadas intenciones me avergonzaron hasta ruborizarme. Percibí, además, para aumentar mi sensación de total desubicación, un gesto de extrañeza en él que me indicaba que algo había cambiado. Traté de restarle importancia y, escondiendo mi euforia y tragando mis ansias de más, corrí a vestirme. Como si nada hubiese pasado intenté disfrutar de la comida que Pablo había preparado, pero no lo conseguí. Durante toda la cena tuve la horrorosa sensación de que el mundo real, convencional y normativo me había devuelto a sus garras después de permitirme echarle un fugaz vistazo al verdadero significado de mis deseos y pasión durante tanto tiempo contenidos. Sin perder su tono cordial Pablo había abandonado abruptamente el cariño y se había vuelto lejano y correcto. Como producto del fin de un hechizo, habíamos vuelto a convertirnos en los dos conocidos del gimnasio que se habían puesto de acuerdo en compartir un encuentro. Y nada de lo que nos rodeaba hacía pensar lo contrario. Me enfureció enormemente, pero, fiel a mi, no me acerqué a él ni hice comentario alguno. En su lugar, mientras las imágenes de lo que habíamos hecho bombardeaban mi cerebro, comencé a sentirme sucio, como un patético marica que no podía controlar sus malditas tentaciones. A pesar de eso, no lograba comprender cómo alguien como él podía, tan fácilmente, pasar de ser sometido a cenar y conversar como si tal cosa. Quería huir de allí a toda costa, sin explicaciones ni justificaciones de ningún tipo. Mi teléfono celular sonó, salvador, avisando un mensaje de Cecilia, que me preguntaba si aún tenía para mucho más con mi encuentro de trabajo. Sin dudarlo, le envié otro diciéndole que ya estaba en camino. Eso me alivió. Apuré el postre agradeciendo a Pablo la velada con una formalidad ridícula. En realidad, no sabía qué decir, si hubiese podido, sin decir palabra me hubiera lanzado directamente desde el balcón a mi auto. Reuní mis cosas con prisa culposa y cuando estábamos a punto de salir me detuvo en seco.
- Ro, sos muy lindo. Lo pasé genial, ¿sabés? – me dijo, y su beso desapasionado me estaba anunciando ya que esa sería nuestra única y última vez juntos.
Conduje con la mente en blanco. No quería pensar, el darme cuenta de a dónde me había llevado mi egoísmo y mis perversiones me hubiese matado.
Cecilia estaba acostada, leyendo, cuando llegué. La abracé y besé con fruición. Suspiró y me dijo al oído: - Mmm, ¿tan aburrido fue? ¿Las chicas no fueron esta vez?
- No, éramos todos hombres. – Mascullé. Y en eso sí que no le mentía. Me quedé aferrado a ella, con la cara hundida entre su pelo y la almohada, la mirada perdida en el espaldar de la cama.
Mi vida segura. Mi bendita vida segura, me repetí por dentro una y otra vez.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

No puede ser sólo una asignatura pendiente...

Tu ternura relatando esta historia me conmueve y me entristece al mismo tiempo.

"Ro" me temo que lo pasará mal...

Un beso
Marga

Anónimo dijo...

Un beso y gracias por esta maravillosa historia de mi parte también.

Merche.

pon dijo...

No. Es segura, pero no es su vida.

Me tienes enganchada, JFT, buenísima.

Ana dijo...

Y ahora qué?????

Enganchadita me tienes.

Arquitecturibe dijo...

y me engancho y me engancho... y el trabajo se me va quedando a un lado porque tus escritos son muy sustanciosos... y em enredo en ese mundo que me dibujas... y te envidio esa manera de escribir...
y termino completamente extasiado y enviandote un beso enorme desde mi lejana galaxia, deseando que nunca, nunca dejes de soñar mi vaquero maravilloso!

devezencuando dijo...

Lo mismo: enganchadísimo. Las vueltas que da la vida, ¿no?

Rosa dijo...

Que extraña la actutid de Pablo. Quién era al telefóno, por quçe ese beso frío al despedirse. No sé. no quiero que Ro sufra.