jueves, 19 de julio de 2007

Nadie te amará como Yo - Séptima parte



Estuve a punto de no volver al gimnasio. Después pensé que tendría que dar demasiadas explicaciones, así que deseché la idea. Dejé pasar unos días antes de regresar, y cuando lo hice, sentí, nuevamente, llevar una evidente marca en mi cara, que todo el mundo interpretaba a la perfección. Mi exagerada humillación, si es que era esa la palabra que describía lo que sentía, me volvió más cabizbajo y titubeante que antes. Los pasos apurados, las voces que se acercaban, cualquier movimiento a mi alrededor me obligaban a estar a la expectativa de la aparición de Pablo. Me esforcé, Dios sabe cuánto, por alejar esas emociones que me carcomían por dentro y me hacían sentir el corazón en la boca, pero hasta que no salía para regresar raudo a casa no lo conseguía.
Me detestaba por sufrir esa tortura estúpida, pero aún más por no ser lo suficientemente hombre para no prestarle atención, por no poder idear nada para remediarla. Los días fueron pasando, Pablo no apareció, y pude respirar aliviado. Sin embargo, sabía demasiado bien que ese alivio era ficticio. Mi supuesto sosiego escondía en el fondo una decepción de magnitud tal que, estaba seguro, no me recuperaría fácilmente. Forcé a mi mente a borrar lo vivido con él tal como lo había hecho con Dardo durante mi juventud, aunque en esta ocasión era yo mismo el que se condenaba. Y Pablo el que decidía desaparecer de mi vida. Qué sabia solía ser, a veces, la vida. No cesaba de repetirme que todo había sido el fruto de un desliz, de una tentación de la que no tuve escapatoria posible. Cuánto me devané justificándome y engañándome ingenuamente. A la vez que intentaba barrer con mis tortuosos recuerdos, una situación paralela me tuvo con el corazón palpitante pues, como un adolescente ansioso, me dediqué a chequear mi correo electrónico con más asiduidad que nunca o me lanzaba desesperado sobre el celular cada vez que sonaba. Todo, para que mi desazón permaneciera inalterable. Me comporté demasiado cobardemente todo ese tiempo como para poder actuar con lógica. No borré, merced a una recóndita esperanza que albergaba en los confines de mi consciencia, ni la dirección ni el número de teléfono de Pablo, a pesar de que constantemente lo maldecía a él, su computadora y su puta película de la montaña.
Las tentativas por comprender lo que había hecho y lo que hice después continuaron asaltándome a cada momento, en todo lugar. Podía permanecer con la mirada perdida durante mucho tiempo, ajeno a lo que me rodeaba, de tal forma que casi todo el mundo comenzó a preocuparse, Cecilia la más entre todos. Si bien me conoce más que nadie, sé, aunque tácitamente, que hay toda una parte de mi que ella jamás se atrevió a explorar, y ese respeto y discreción, duros para su naturaleza inquisidora y curiosa, no hacían más que aumentar mi culpa. Pero, ¿qué podía decirle? ¿Acaso sería capaz de comprender algo de lo que me pasaba? No, y jamás en mi sano juicio podía pretender semejante cosa. Nadie me entendería, por lo tanto, no busqué comprensión. Mis hijos, entonces, constituyeron el mundo donde me sentí a salvo. Ellos fueron la redención de todas mis perversiones y alucinaciones, el símbolo del mundo de luz, de bondad e inocencia al que necesitaba aferrarme. Con ellos me sentía limpio, puro, un niño más, aquel que debía resguardarse de todo un mundo dañino y oscuro. Pasé con ellos más tiempo del que solía, dejando mis pasatiempos y programas de tv o libros de lado, y los tres fuimos muy felices. Eso también calmó a Cecilia, lo comprobé una noche cuando, mientras leía un cuento a los chicos, giré la cabeza hacia la puerta y la vi asomada con sus ojos brillosos. Las experiencias, para mi asombro, afloraron mi excelencia como padre, pero también, para mi espantada consternación, habían, sin que lo advirtiese antes, desvirtuado profundamente mi rol de esposo. Podía enterrar lo que había vivido con Pablo, pero nunca sería capaz de olvidar que existía otra forma de amar. Y mucho menos podría olvidar su nombre: homosexualidad.
Las semanas que siguieron a esos días se sucedieron a ritmo feroz. La rutina invadió, despiadada, cada milímetro de mi existencia logrando, poco a poco, alejarme de mis distracciones. Logré así mitigar el peso de los recuerdos, y, para los demás, en breve volví a ser el de siempre. La febril preparación de un desarrillo informático de envergadura no sólo me tuvo ocupadísimo y muy tenso por la cantidad de detalles a considerar, sino que me retuvo en la oficina hasta muy tarde en varias oportunidades.
En una de esas atareadas noches, la chicharra del administrador de correo electrónico de mi computadora me anunció la llegada de cuatro mensajes a la vez. Intrigado, decidí hacer una pausa y ver de qué se trataba. Los cuatro mensajes pertenecían a Juanjo Iriarte, mi compañero y amigo de la escuela secundaria que hacía algunos años no veía. El motivo de los mensajes era el mismo en los cuatro: Convocatoria a Reunión 20 años, escrito en mayúsculas. Algo se revolvió dentro mío mientras presionaba el botón del ratón para abrirlos. Había una lista enorme de direcciones de correo electrónico encabezando el escrito, la mayoría pertenecientes a nombres conocidos para mi. Sonreí al leer algunos. El mensaje de Juanjo invitaba a una reunión de ex compañeros que se realizaría el mes siguiente con motivo del vigésimo aniversario de nuestro egreso en el año 1986. Explicaba también que no le había sido posible localizarnos a todos, por eso nos instaba también a comunicar el encuentro a todos aquellos que no figuraran en la lista si es que aún teníamos contacto. La noticia me alegró enormemente. Tanto, que uno de mis colegas, al verme, quiso saber si había logrado, por fin, resolver un proceso que me tenía algo atorado.
- Nada que ver. - le contesté - Es otra cosa... algo del pasado que vuelve. - me sorprendió lo analítica de mi respuesta. Mis dedos se movían ágiles sobre el teclado mientras hablaba. Envié mi respuesta a Juanjo y me levanté. - Me voy a casa. Nos vemos mañana.
Tomé mi saco y mi bolso y caminé al ascensor tarareareando una melodía que tardé en reconocer. Al llegar al garage me di cuenta de que era de una canción de Elton John que hacía tiempo no escuchaba. Tampoco recordaba el nombre ni la letra, pero algo me obligaba a repetirla una y otra vez, con tal insistencia que no se me despegó hasta que encendí la radio del auto. La música que sonaba al sintonizar mi estación favorita se mezcló con la que repiqueteaba en mi mente, diluyéndola, y pronto la olvidé.
El trayecto hasta casa me arrojó a un mar de recuerdos de los años de escuela secundaria. Como una compilación de instantáneas de momentos que se me antojaban muy recientes, caras, ruidos, situaciones y emociones, todo en una extraña gama de colores chillones, desfilaron por mi mente, borroneando las calles que atravesaba. La luz roja de un semáforo me obligó a frenar en seco y entonces reparé en dos figuras que comenzaban a cruzar, vestidas con atuendos deportivos y riendo cómplicemente. Mi corazón dio un salto al reconocer a Pablo cuando volteó y me miró con indiferencia, para volver a girar y pasar su brazo por el hombro de su acompañante, un hombre muy joven de su misma estatura. Fingí, veloz, buscar algo en el asiento a mi lado, pero luego pensé que había sido ridículo hacer eso, el encandilamiento de la luz de los faros de mi auto, sin duda, le había impedido distinguir nada más allá. Los seguí con la mirada y allí me di cuenta de que estábamos a escasa distancia del departamento donde se había concretado nuestro esperado encuentro. El espejo retrovisor, acto seguido, me los mostró de espaldas, caminando contentos, tomados, ahora, uno del hombro del otro. Aceleré con furia, haciendo rechinar los neumáticos, pero ninguno de los dos se dio vuelta para ver.
- ¡Puto hijo de puta! - Grité desgañitado, escupiendo. - ¡Qué puto maldito!... - Jadeaba, mi corazón latía fuerte. Reduje la velocidad y escudriñé la calle oscura delante mío. Sacudí la cabeza intentando alejar la ira. La seductora voz de la locutora anunciaba que Elton John interpretaría el tema Daniel a continuación. Con el ceño fruncido eché un rápido vistazo al centro del tablero, donde se ubica la radio.Y caí en la cuenta. ¡Daniel! Esa era la bendita canción. La casualidad me golpeó serenándome como si alguien de pronto hubiese vaciado un cubo de agua fría encima mío.
¿Por qué diablos me sonaba?... and I can see Daniel waving goodbye... God it looks like Daniel, must be the clouds in my eyes... Canté suavemente, en tanto sonaba, mientras mi mente, afanosa, hurgaba en mi memoria.
La cálida bienvenida de mis hijos y Cecilia a mi llegada terminó por evaporar de mis pensamientos a Pablo y su menosprecio. Testarudos, por alguna singular razón que no conseguía recordar y mucho menos entender, los acordes de la canción se resistieron a abandonarme y continuaron resonando dentro mío por varios días más.
La próxima reunión con mis ex compañeros de escuela me renovó llenándome de entusiasmo y energía. No sólo mantuve comunicaciones telefónicas frecuentes con Juanjo las semanas previas a celebrarse, sino también correos con muchos a los que no veía desde, por lo menos, diez años atrás. Una cadena tan febril como espontánea de mensajes diarios se gestó entre nosotros, donde las palabras expresaron fielmente el espíritu de regocijo que nos colmaba y nos mantenía expectantes e ilusionados por el reencuentro. Cada uno contó brevemente a dónde lo había llevado la vida desde entonces pero nos pusimos de acuerdo en no adelantarnos en recuerdos o anécdotas hasta ese día, así que las bromas y chistes de todo tipo que nos enviamos hasta tanto me hicieron reír con ganas, y, sobre todo, sentirme como un muchachito alegre y despreocupado. Ya no pensé en mi edad. Era exactamente eso lo que necesitaba, la vida me lo obsequiaba, y punto.
Después de la tormenta todo fue volviendo a su lugar, y pude concentrarme en mi familia y mi trabajo ya sin ningún esfuerzo.
El proyecto que estaba dirigiendo me obligó a viajar continuamente al interior del país durante esas semanas, así que el tiempo se escurrió entre mis manos y lo agradecí. Me alarmé cuando comprobé, trabajando en Mendoza la última semana, que debía resolver una cantidad considerable de aspectos si quería asistir a la reunión. El no respetar mi horario de almuerzo y trabajar en mi notebook en la habitación del hotel por la noche me permitió ultimar lo pendiente a la velocidad del rayo y regresar a Buenos Aires justo en fecha.
Esmeré mi aspecto esa noche. Elegí mi mejor camisa, una de un azul casi negro, y un saco informal color habano que uso para ocasiones especiales. Cecilia no ahorró elogios cuando me vio salir, ya listo, de nuestra habitación. Me acomodó un mechón de pelo, me besó con amor y me despidió diciéndome:
- Que seas muy feliz esta noche, mi vida.
La abracé con fuerza y partí. Mi mano temblaba cuando introduje la llave en el encendido del auto.

6 comentarios:

devezencuando dijo...

Entre la duda y la ilusión, Ro trata de encontrar el balance en su vida.

¿Hacía dónde nos llevará esta historia?

Anónimo dijo...

No deja de ser una historia, pero...

"Ya no pensé en mi edad"..., esas palabras me han hecho pensar en la mía...

Todo y así aquí sigo enganchada, espero que por mucho tiempo...

Un abrazo

Max dijo...

Tenía las últimas partes pendientes para mi vuelta de vaciones.
Ya me puse al día...y estoy totalmente enganchada como los demas.

Abrazo.

pon dijo...

Ay madre, sorpresa?, desencanto?, alegría?....qué será será.
A esperar se ha dicho, caramba.

Rosa dijo...

Pablo es ni mas ni meno lo que dice Rodrigo de él. No sé porque presiento que esa reunión de la escuela va a ser muy importante. Quizá alguién del pasado regrese a su vida.

Espero impaciente tú próxima entrega.

Si tienes ganas, date una vuelta por casa. He publicado un relato por entregas también, a ver si os gusta.

Ana dijo...

Sabes que me estoy leyendo un libro que no es ni la mitad de interesante que tu historia???
Se nota que pasas por el invierno y aqui estamos secos en verano. Por lo menos yo!
Un gran beso.