viernes, 27 de julio de 2007

Nadie te amará como Yo - Octava parte




El enorme edificio del colegio ocupa gran parte de una manzana en la zona norte de la ciudad, a diez calles del río. Llevaba bastante tiempo sin pasar por allí, pero cada vez que lo hacía me producía una sensación semejante a lo que una vez leí llaman déjà vu. Advertí que los frentes habían sido remodelados y se había agregado un ala lateral que conservó bastante bien el estilo de la construcción original. Las sombras que proyectaban los frondosos árboles sobre los recovecos de su arquitectura neogótica la hacían parecer algo fantasmal, tal como se me antojaba en los primeros años de la escuela primaria. Recordé mi primer grado, cuando todo me atemorizaba y el colegio era para mi un castillo embrujado lleno de seres siniestros. Los recuerdos fueron sucediéndose dentro de mi mente alborotada.
La calle estaba atestada de coches detenidos y gran cantidad de gente se arremolinaba en torno a la entrada. Era una noche fresca, surcada por ráfagas que llegaban desde el río. Tardé en encontrar un lugar donde dejar el auto, lo conseguí finalmente a tres cuadras de la escuela.
Sudé al desandar el camino y el viento se empecinó en jugar con mi pelo atestado de gel. Me detuve a arreglarlo mirándome en la ventanilla de un auto estacionado. Sonreí contemplando mi tenue reflejo. Mis cabellos siempre arremolinados, la gran obsesión de todos aquellos años. Consultaba toda superficie que reflejara mi imagen antes entrar a clase, cada coche, cada vidriera, cada charco de agua. Un mechón fuera de lugar significaba el insoportable escarnio de mis compañeros y la perdición para mi, pero más esto último. Meneé la cabeza, mordiéndome el labio inferior, incrédulo ante mis preocupaciones de aquella época. Alguien me hacía señas desde la vereda opuesta y me paré en seco. Una mujer cruzó a grandes zancadas, sacudiendo sus brazos y lanzando un chillido agudo.
- ¡Rooo, qué alegría! - gritó mientras se trepaba de mi. - ¿Cómo estás? - me estampó un beso sonoro y se apartó para observarme. - ¡Ah, pero no tenés derecho vos! ¡No cambiaste nada!!
La estudié, mientras mi memoria fingía identificarla. Sus mejillas brillaban y sus labios esbozaban una sonrisa desaprobadora. Entorné los ojos en señal de confusión.
- ¡Entiendo que esté oscuro, y... - se aclaró la garganta - ... yo, un poquito cambiada, pero tampoco es para tanto! - me gritó, entre divertida e indignada - ¡Ro, bolas, soy Mariana!
- ¡Marianita! - reí. - ¿Cómo no voy a recordarte? - La abracé con fuerza.
- ¡Pelotudo, me lo creí! - me golpeó cariñosamente. - No te imaginás cuánta alegría me da verte...
Mi última novia del secundario lucía muy distinta. Había cortado su cabello, que ahora era de un rubio ceniciento, y su cara se había hinchado un poco en las mejillas y debajo de la barbilla. Su voz y su frescura, comprobé en seguida, las conservaba inalteradas. Resultó curioso para mi naturaleza acostumbrada a poner distancias que se comportase como si el tiempo no hubiese pasado, expresándose con confianza cómplice, por momentos burlona. Rodeándola con mi brazo, caminamos pegados hasta el colegio, mientras ella hablaba profiriendo chillidos ansiosos. Me contó que había estado años fuera del país con su marido e hijos, y recién en los últimos cinco había echado raíces.
- ... así que vos te casaste, finalmente, guacho! ¡No me digas que con Marcela porque te mato!
- No, nada que ver... - me hacía reir con sus comentarios. - Se llama Cecilia, nos conocimos trabajando y...
- ¡Ah, miralo vos al señor! ¡De picaflor de la clase a donjuan de oficinas! - exclamó. - Bueno, yo no puedo hablar mucho... Sabés, a mi...
No pudo terminar la frase, al aproximarnos a la entrada del colegio Juanjo surgió de entre la multitud que se agolpaba con sus brazos abiertos. Me dio un fuerte apretón de manos mientras nos estudiábamos sonrientes. Me chocó un poco ver en él ya los signos de madurez. En los tres o cuatro años que habían pasado sin vernos había perdido mucho de su otrora abundante cabellera, y su cuello y abdomen lucían abultados.
- ¡Rodrigo Leiva, carajo! - Me abrazó con fuerza, balanceándome con afecto. - ¿Cómo andás? - me susurró palmeándome la cara - Se te ve bien, viejito...
- No sabés las ganas que tenía de verte... de verlos. - Carraspée, luego solté una carcajada y entonces Juanjo dio la vuelta para encontrar a Mariana teatralizando su impaciencia con los brazos apoyados en su cadera, resoplando airadamente.
- ¡Claaaro, los señores hablen, que total yo estoy de adorno acá! - espetó.
Al oir nuestras risas pronto otros se nos unieron, y la vereda se pobló de exclamaciones y alaridos, carcajadas y aullidos. Pronto éramos alrededor de veinte personas hablando al unísono, joviales y nostálgicas. Salvo algunas excepciones, la mayoría había cambiado significativamente. A algunos compañeros me fue difícil reconocerlos, de otros su cara me resultó familiar al instante, no así su nombre. Juanjo en algún momento pudo relatar las peripecias de lo que fue una búsqueda de meses hasta dar con el paradero de algunos. Casi todos los asistentes nos habíamos visto diez años atrás, en la primera celebración, pero durante ese lapso, muchos se habían mudado sin dejar rastro. Como ocurre siempre.
Alguien se acercó para invitarnos a pasar al salón de actos donde se daría inauguración al evento. Allí nos dirigimos, sin dejar de hablar como loros, en una larga fila conformada también por ex compañeros de las otras divisiones del año 86.
Hubo un discurso inicial del actual director y de dos profesores, de los que yo no conservaba casi registro. Aproveché ese momento para mirar en derredor. Juanjo esperaba su turno en una fila frente a mi para decir también unas palabras en nombre de nuestra división. A su lado estaba Lalo Cárdenas con su mujer, Virginia Laurenzi, la única, de las tantas parejas que se formaron en esos años, que había formalizado y seguía unida, y, en seguida, Raúl Storm, el pintón de la clase. Más atrás, Fer Márquez, Marcela Auregui, mi primera novia, guiñándome un ojo, las chismosas eternas de Lucía Pintos y Paulita Segredo cuchicheando y conteniendo la risa, Tolo Benítez, el tragalibros de la clase, Marcelo, Luis y Alfredo, el trío inseparable, y justo en ese punto mi reconocimiento se interrumpió cuando un mínimo tumulto a espaldas de Juanjo atrajo mi atención hacia donde él estaba ubicado. Varios de los que se encontraban rodeando a Juanjo también voltearon sus cabezas hacia alguien de cabello atado en una colita. Intrigado, seguí con la mirada fija en el grupo, que se abrazaba y sonreía, hasta que Juanjo me señaló con el dedo, Lalo y Raúl se hicieron a un lado y entonces mi corazón dio un salto. Un par de ojos color miel que reconocí de inmediato me taladraron a través de un par de gafas pequeñas, mientras su dueño levantaba su mano, saludándome con timidez. Tardé en reaccionar, y cuando lo hice comencé a transpirar y la garganta se me anudó impidiéndome el paso de aire. Mi corazón latía como queriendo salirse del pecho. Esbocé una mueca que quiso ser una sonrisa, pero una oleada de ira hacia Juanjo me lo impidió. ¿Por qué no me había avisado?
Uñas filosas se clavaron en mi brazo izquierdo, y acto seguido Marianita, excitadísima, me susurró al oído:
- ¡Ro, mirá quién vino! ¡Dardo! ¡Dardo Davese, qué increíble!, ¿no? ¡También está hecho un pendejo el hijo de perra!
Yo apenas podía mover los labios. Era verdad, casi no había modificado su aspecto, salvo por el pelo largo. Volví a menear la cabeza asintiendo.
- Este Juanjo es de película... ¿Cómo habrá hecho para localizarlo? Hacía años que nadie sabía de él...
Carraspée nerviosamente, y pude decir: - ¿Ah, no?
- No. Se había borrado totalmente... - volvió a tomarme del brazo - Che, pero qué genial, ¿no te parece? Ahora sí que estamos todos... aunque Dardito no haya egresado de acá, qué importa? Hizo con nosotros toooodos los años anteriores... - y con misterio agregó - Yo jamás entendí por qué cambió de colegio, faltando un año nada má...
Alguien a nuestras espaldas espetó un cortante "Shh", Marianita miró de reojo como para decir algo pero calló. Volvimos a concentramos en los discursos. Juanjo tomó la palabra.
La rabia había dejado ahora su lugar a la culpa. ¿Cómo lo enfrentaría, qué le diría?... "¿Perdoname, Dardo, por tirar por la borda todos nuestros hermosos años de amistad, pero me cagué todo cuando mi viejo me prohibió tener de amigo a un marica?" Para luego agregar, conciliador, "Y fijate qué gracioso, porque, al final, el más marica resulté siendo yo. ¿Me perdonás?" Me merecía un buen gancho de derecha por haber actuado con tan poca hombría, y todo su rencor por haberlo negado como lo hice. Me estremecí, inquieto.
Por el rabillo del ojo atisbé nuevamente hacia donde estaba parado Dardo. Parte de su perfil era lo único visible. Marianita se quedaba corta con su apreciación, no había cambiado prácticamente nada en veinte años. El cabello, sin canas, le caía en mechones desordenados sobre la cara. Lucía una barba crecida, pero de contornos prolijamente delineados, y la piel de su cara se veía bronceada. La señal del paso del tiempo parecía sólo estar representada por los anteojos de marco negro que llevaba. Con la velocidad de un ave de rapiña desvié la mirada al verlo girar. Algo como un suspiro o un espasmo de congoja me sacudió con fuerza, haciéndome tambalear levemente.
- Ro, ¿qué pasa? ¿Estás bien? - inquirió Mariana, preocupada.
- Sí, creo... está algo viciado el ambiente, voy afuera a tomar un poco de aire.
- ¿ Te acompaño? - me miraba ansiosa.
Negué con la cabeza, le sonreí y me abrí paso entre la muchedumbre. Cuando llegué al patio interno me di cuenta de que respiraba entrecortadamente. El aire limpio alivió en algo mi estado pero me hizo estremecer, la temperatura había descendido notoriamente ahora. Un ruido seco me asustó, obligándome a levantar la vista. La bandera flameaba con fuerza en lo alto del mástil, iluminada por dos reflectores que emitían una fuerte luz blanca. Pasée la mirada por los balcones que rodeaban el patio con impaciencia, asaltado por pensamientos que giraban en mi cabeza como burbujas de agua en ebullición. ¿Qué carajo me pasaba? Mis emociones se empeñaban en manifestarse libres, decidiendo expresarse espontáneamente, y eso estaba bien, pero no entendía por qué necesitaban hacerlo todas a la vez, y a la vista de todo el mundo. Necesitaba beber algo fuerte. Di media vuelta resuelto a conseguirlo. Dardo estaba parado bajo la arcada de la entrada, observándome fijamente, sus labios unidos en una mueca parecida a una semisonrisa. Me sobresalté, boquiabierto. Lo pude ver bien ahora. La luz del patio resaltaba los rasgos de su cara angulosa y, la barba, el pelo lloviéndole sobre la frente y las pequeñas gafas le daban un aire de científico salido de un documental de National Geographic. Completaban el efecto un sweater de cuello de tortuga gris muy gastado, con dibujos incaicos, pantalones cargo color chocolate dos talles más grande y borceguíes que hacía tiempo no lustraba.
- Hola Rodri. - me dijo suavemente, con gesto serio.
Tragué ruidosamente antes de poder corresponderle. - Dardo... - hice una pausa y agregué - ¿Qué tal? - Me detesté. No era mi voz habitual la que le hablaba. Me ruboricé.
El asintió con lentitud. Me estudió con detenimiento y dijo, por fin: - Se te ve bien.
- Gracias. A vos también. - Fui incapaz de sostener la mirada. No supe qué diablos agregar. Finalmente, él volvió a quebrar el silencio.
- Ha pasado mucho tiempo desde aquel año. - dijo, dubitativo.
Afirmé con la cabeza. Quise comenzar a disculparme pero mis labios temblaron y se me humedecieron los ojos. Incliné la vista para que no reparara en ello.
- ¡Estás tiritando! Vení, vamos para adentro. - Avanzó hacia mi con la intención de rodearme con su brazo, pero me aparté bruscamente. No sé por qué actué de esa forma tan brutal. Me limité a salir sin apartar mis ojos del piso, reprimiendo un escalofrío. Su presencia me había conmovido, pero no podía demostrárselo. La desilusión, lo sabía, me mataría. Odié mi actuada indiferencia, mi falta de seguridad y mis constantes temores. Mariana nos interceptó cuando ingresábamos en el ancho pasillo.
- ¡Ah, ahí están ustedes dos! - nos retó.- ¡Dardito!¿Cómo andás, lindoooo? - Se tiró sobre él abrazándolo con ternura y estampándole un beso sonoro en los labios. - ¡Tantos años, picarón! ¿Dónde te habías escondido? - Le estrujó con fuerza la mejilla y luego se dirigió a mi. - Ro, ¿cómo te sentís?
- Ya estoy mejor, gracias, Mariana. - pude contestarle. Dardo no sacaba sus ojos de mi, con gesto perplejo.
- Genial, entonces, porque ya pasamos al ágape. ¿Vamos, mis soles? - anunció y nos tomó del brazo, ubicándose en el medio de los dos, como en las viejas épocas, y sin darse cuenta de nada, afortunadamente.
Marianita, Dardo y yo conformábamos el segundo trío inseparable de la división. No hubo cosa que no hiciéramos juntos en los alegres días del secundario. Ella supo ser el contrapeso que equilibraba nuestra pegajosa relación y la confidente de nuestras quejas hacia el otro. Después que Dardo cambió de escuela, gracias a mi perseverante insistencia, nos pusimos de novios. Ella había sido su novia el año anterior, y sentía que, si aceptaba, salir conmigo sería una traición. Yo sólo deseaba lo que no me atrevía ni a confesar para mis adentros: besar los únicos labios que Dardo había besado, además de los míos. No se me ocurrió mejor forma de aferrame a él, de mitigar el espantoso peso de su ausencia. Marianita, ajena completamente a nuestra verdad, pensó que la partida de Dardo me había dejado vía libre para poder, finalmente, estar con ella.
Debo decir que aceptó ser mi novia a regañadientes. Jamás consiguió ver en mi otro más que el amigo que siempre había sido, así que la relación no duró más que dos cuatrimestres.
Una muchedumbre colmaba el bullicioso salón contiguo al de actos. Una larga mesa ocupaba el centro atiborrada de vasos, platos con comida y jarras con jugos y refrescos. Mariana se separó de nosotros abruptamente para zambullirse sobre la enorme pila de sandwichs. Dardo y yo nos servimos un vaso de Seven Up que nos invitó un mozo. Lo vacié de un solo trago. El gas se acumuló en mi garganta obligándome a toser convulsivamente. Enrojecí y los ojos se me llenaron de lágrimas. Dardo me palmeó la espalda, sin dejar de estudiarme, turbado. Respiré hondo y aclaré mi garganta. Me llevó unos minutos calmarme. Tolo Benítez se nos unió justo en el momento en que había elegido comenzar a hablar. Detrás aparecieron Lucía, Paulita y Raúl riendo cómplices. Los maldije por dentro. Marianita regresó exhibiendo un plato lleno de comida y, en tono de broma, dió un empellón a Raúl, que salpicó algunas gotas de su bebida sobre Tolo. Rieron con ganas, y, al ver a Dardo hacerlo, me forcé yo también. Atrapé un trago de una bandeja que pasó a mi lado. Marianita abrió el fuego, interrogándolo filosa y suspicaz.
- Bueno, misterioso, ¿nos vas a contar en qué has andado todo este tiempo de una vez?
Dardo sonrió, como era su costumbre, mostrando sus dientes grandes y muy blancos. - Digamos que he andado por ahí... Veamos. - repasó mentalmente y prosiguió - Estudié ingeniería hasta que me di cuenta de que no era lo mío, casi comenzando el cuarto año... después decidí viajar un poco. Me quedé unos años en Costa Rica, recalé en Perú un tiempo más y cuando regresé al país ya sabía lo que quería: - se detuvo unos segundos, disfrutando de nuestra expectativa. - Ser guardaparques. Así es que estudié, me recibí, y, desde entonces, mi trabajo me ha tenido andando de una punta a otra del país. Sólo vuelvo, muy de vez en cuando, para ver a mis viejos. - Hizo otra pausa. Mariana lo miraba sin pestañear, interrogadora. - Y en todo este tiempo no ha habido matrimonios, ni hijos, ni nada... lo siento. - agregó, dirigiéndose a ella, al tiempo que se encogía de hombros.
Una tenue sensación de júbilo me entusiasmó y serenó lo que palpitaba dentro mío con invasiva ansiedad. Dardo no se había casado. Dardo NO se había casado.
- Matrimonio puede que no, pero alguien siempre hay, ¿o no? Los parques esos deben ser muy solitarios... - inquirió, sugerente, Paulita Segredo.
Dardo se limitó a sonreirle, enigmático. Pensé en Pablo y mi ánimo se nubló, angustiándome. Llevé el vaso a la boca para ocultar mi gesto descorazonado. Mi teléfono celular sonó, y todos me miraron. Lo había hecho antes y no le había prestado atención, así que ahora me aparté del grupo para atender el llamado. El encargado de proyecto me anunciaba, con voz seria, que habían surgido complicaciones en la última fase del desarrollo, así que debería volver a Mendoza a hacer los ajustes necesarios cuanto antes. Me volvería a llamar cuando tuvieran mi billete de avión listo. Corté la comunicación muy molesto con la noticia. Miré el reloj. Puteé por lo bajo.
- ¿Problemas? - preguntó Tolo al ver mi cara. Dardo me miraba desde un poco más allá.
- Sí... ¡no!... - dudé.- ...algo del trabajo, nada grave. - balbuceé, resoplando.
Hizo un gesto comprensivo y se volvió hacia el grupo, que conversaba a grito pelado. Recordaban anécdotas, bromas de todo tipo, travesuras y personas de nuestros tiempos jóvenes y felices. Se interrumpían constantemente, corrigiéndose o desmintiéndose, y cada acotación traía renovados chillidos y carcajadas. Ellos rieron hasta las lágrimas, yo sólo tenía capacidad para sonreír. El resto de los integrantes de aquel lejano quinto año B no tardó en unírsenos, para intervenir con frenesí adolescente. Yo, estúpidamente distante, parecía el pájaro de mal agüero observando la jovial escena desde su puesto en lo alto. Lúgubre, así era mi sentir, y, muy para mi pesar, no pude hacer nada para evitarlo.

Lalo Cárdenas se encargó de retratar nuestra unión disparando su minúscula camarita a mansalva. Para la fotografía grupal, en medio del caos que la propuesta generó, Dardo se apresuró a ubicarse pegado a mi. Segundos antes del fogonazo del flash me rodeó con su brazo.
Ese brevísimo instante, que el cosmos jamás registró, fue para mi un mundo conquistado, la ansiada condonación de la imperdonable falta cometida en mi juventud. Logró hacerme sonreir naturalmente y, con ello, disipar mi aflicción.
Pude entonces, ahora sí, disfrutar de los últimos momentos de la particular celebración.
Continúa.

lunes, 23 de julio de 2007

Un Hada Vaquera cumple años


Una voz cristalina, dulce, amigable desde el primer saludo a través de la línea telefónica.
Un caudal de palabras que se atoraban al querer salir todas juntas de la boca.
Risas, coincidencias y el mundo alrededor que se había desvanecido en ese primer largo rato de charla.




No podía haber sido de otra manera.
Ya conocía la magia de Sus Palabras.
Ella, el Hada al Sur del Mundo y yo, un incipiente Vaquero Soñador.
Habíamos dado el primer paso.
Seguramente, algo de ese inmenso cosmos de magia, deseos y sueños que merodea constantemente sonreía satisfecho.


Casi un año ha pasado desde ese encuentro, Ana querida, y, sin embargo, lo que nos ha unido, lo que hemos tenido oportunidad de compartir, lo que nos hace coincidir, parece, de tan intenso, hablar de mucho más tiempo.
La película de los dos Vaqueros enamorados en la montaña de nombre difícil de pronunciar nos hizo bien.

Muy bien.




Conocerte me ha demostrado que en este mundo hay, todavía, gente increíble.

De corazón batiente, de abnegación pura.
De ternura, de inocencia e ilusión.
De magia y poesía cotidianas.
De celebración constante.
De inspiración.
De sentimiento franco y emoción evidente.
De fé.
De amor.

Por eso, y por todo lo por venir, gracias, Amiga.
Este Vaquero Soñador en que me he convertido mucho te lo debe a vos.

Feliz, feliz, feliz, Muy Feliz Cumpleaños, Mi Hada Vaquera.
Te quiere, siempre,

JfT
Un Vaquero Soñador y Muy Olvidadizo.

jueves, 19 de julio de 2007

Nadie te amará como Yo - Séptima parte



Estuve a punto de no volver al gimnasio. Después pensé que tendría que dar demasiadas explicaciones, así que deseché la idea. Dejé pasar unos días antes de regresar, y cuando lo hice, sentí, nuevamente, llevar una evidente marca en mi cara, que todo el mundo interpretaba a la perfección. Mi exagerada humillación, si es que era esa la palabra que describía lo que sentía, me volvió más cabizbajo y titubeante que antes. Los pasos apurados, las voces que se acercaban, cualquier movimiento a mi alrededor me obligaban a estar a la expectativa de la aparición de Pablo. Me esforcé, Dios sabe cuánto, por alejar esas emociones que me carcomían por dentro y me hacían sentir el corazón en la boca, pero hasta que no salía para regresar raudo a casa no lo conseguía.
Me detestaba por sufrir esa tortura estúpida, pero aún más por no ser lo suficientemente hombre para no prestarle atención, por no poder idear nada para remediarla. Los días fueron pasando, Pablo no apareció, y pude respirar aliviado. Sin embargo, sabía demasiado bien que ese alivio era ficticio. Mi supuesto sosiego escondía en el fondo una decepción de magnitud tal que, estaba seguro, no me recuperaría fácilmente. Forcé a mi mente a borrar lo vivido con él tal como lo había hecho con Dardo durante mi juventud, aunque en esta ocasión era yo mismo el que se condenaba. Y Pablo el que decidía desaparecer de mi vida. Qué sabia solía ser, a veces, la vida. No cesaba de repetirme que todo había sido el fruto de un desliz, de una tentación de la que no tuve escapatoria posible. Cuánto me devané justificándome y engañándome ingenuamente. A la vez que intentaba barrer con mis tortuosos recuerdos, una situación paralela me tuvo con el corazón palpitante pues, como un adolescente ansioso, me dediqué a chequear mi correo electrónico con más asiduidad que nunca o me lanzaba desesperado sobre el celular cada vez que sonaba. Todo, para que mi desazón permaneciera inalterable. Me comporté demasiado cobardemente todo ese tiempo como para poder actuar con lógica. No borré, merced a una recóndita esperanza que albergaba en los confines de mi consciencia, ni la dirección ni el número de teléfono de Pablo, a pesar de que constantemente lo maldecía a él, su computadora y su puta película de la montaña.
Las tentativas por comprender lo que había hecho y lo que hice después continuaron asaltándome a cada momento, en todo lugar. Podía permanecer con la mirada perdida durante mucho tiempo, ajeno a lo que me rodeaba, de tal forma que casi todo el mundo comenzó a preocuparse, Cecilia la más entre todos. Si bien me conoce más que nadie, sé, aunque tácitamente, que hay toda una parte de mi que ella jamás se atrevió a explorar, y ese respeto y discreción, duros para su naturaleza inquisidora y curiosa, no hacían más que aumentar mi culpa. Pero, ¿qué podía decirle? ¿Acaso sería capaz de comprender algo de lo que me pasaba? No, y jamás en mi sano juicio podía pretender semejante cosa. Nadie me entendería, por lo tanto, no busqué comprensión. Mis hijos, entonces, constituyeron el mundo donde me sentí a salvo. Ellos fueron la redención de todas mis perversiones y alucinaciones, el símbolo del mundo de luz, de bondad e inocencia al que necesitaba aferrarme. Con ellos me sentía limpio, puro, un niño más, aquel que debía resguardarse de todo un mundo dañino y oscuro. Pasé con ellos más tiempo del que solía, dejando mis pasatiempos y programas de tv o libros de lado, y los tres fuimos muy felices. Eso también calmó a Cecilia, lo comprobé una noche cuando, mientras leía un cuento a los chicos, giré la cabeza hacia la puerta y la vi asomada con sus ojos brillosos. Las experiencias, para mi asombro, afloraron mi excelencia como padre, pero también, para mi espantada consternación, habían, sin que lo advirtiese antes, desvirtuado profundamente mi rol de esposo. Podía enterrar lo que había vivido con Pablo, pero nunca sería capaz de olvidar que existía otra forma de amar. Y mucho menos podría olvidar su nombre: homosexualidad.
Las semanas que siguieron a esos días se sucedieron a ritmo feroz. La rutina invadió, despiadada, cada milímetro de mi existencia logrando, poco a poco, alejarme de mis distracciones. Logré así mitigar el peso de los recuerdos, y, para los demás, en breve volví a ser el de siempre. La febril preparación de un desarrillo informático de envergadura no sólo me tuvo ocupadísimo y muy tenso por la cantidad de detalles a considerar, sino que me retuvo en la oficina hasta muy tarde en varias oportunidades.
En una de esas atareadas noches, la chicharra del administrador de correo electrónico de mi computadora me anunció la llegada de cuatro mensajes a la vez. Intrigado, decidí hacer una pausa y ver de qué se trataba. Los cuatro mensajes pertenecían a Juanjo Iriarte, mi compañero y amigo de la escuela secundaria que hacía algunos años no veía. El motivo de los mensajes era el mismo en los cuatro: Convocatoria a Reunión 20 años, escrito en mayúsculas. Algo se revolvió dentro mío mientras presionaba el botón del ratón para abrirlos. Había una lista enorme de direcciones de correo electrónico encabezando el escrito, la mayoría pertenecientes a nombres conocidos para mi. Sonreí al leer algunos. El mensaje de Juanjo invitaba a una reunión de ex compañeros que se realizaría el mes siguiente con motivo del vigésimo aniversario de nuestro egreso en el año 1986. Explicaba también que no le había sido posible localizarnos a todos, por eso nos instaba también a comunicar el encuentro a todos aquellos que no figuraran en la lista si es que aún teníamos contacto. La noticia me alegró enormemente. Tanto, que uno de mis colegas, al verme, quiso saber si había logrado, por fin, resolver un proceso que me tenía algo atorado.
- Nada que ver. - le contesté - Es otra cosa... algo del pasado que vuelve. - me sorprendió lo analítica de mi respuesta. Mis dedos se movían ágiles sobre el teclado mientras hablaba. Envié mi respuesta a Juanjo y me levanté. - Me voy a casa. Nos vemos mañana.
Tomé mi saco y mi bolso y caminé al ascensor tarareareando una melodía que tardé en reconocer. Al llegar al garage me di cuenta de que era de una canción de Elton John que hacía tiempo no escuchaba. Tampoco recordaba el nombre ni la letra, pero algo me obligaba a repetirla una y otra vez, con tal insistencia que no se me despegó hasta que encendí la radio del auto. La música que sonaba al sintonizar mi estación favorita se mezcló con la que repiqueteaba en mi mente, diluyéndola, y pronto la olvidé.
El trayecto hasta casa me arrojó a un mar de recuerdos de los años de escuela secundaria. Como una compilación de instantáneas de momentos que se me antojaban muy recientes, caras, ruidos, situaciones y emociones, todo en una extraña gama de colores chillones, desfilaron por mi mente, borroneando las calles que atravesaba. La luz roja de un semáforo me obligó a frenar en seco y entonces reparé en dos figuras que comenzaban a cruzar, vestidas con atuendos deportivos y riendo cómplicemente. Mi corazón dio un salto al reconocer a Pablo cuando volteó y me miró con indiferencia, para volver a girar y pasar su brazo por el hombro de su acompañante, un hombre muy joven de su misma estatura. Fingí, veloz, buscar algo en el asiento a mi lado, pero luego pensé que había sido ridículo hacer eso, el encandilamiento de la luz de los faros de mi auto, sin duda, le había impedido distinguir nada más allá. Los seguí con la mirada y allí me di cuenta de que estábamos a escasa distancia del departamento donde se había concretado nuestro esperado encuentro. El espejo retrovisor, acto seguido, me los mostró de espaldas, caminando contentos, tomados, ahora, uno del hombro del otro. Aceleré con furia, haciendo rechinar los neumáticos, pero ninguno de los dos se dio vuelta para ver.
- ¡Puto hijo de puta! - Grité desgañitado, escupiendo. - ¡Qué puto maldito!... - Jadeaba, mi corazón latía fuerte. Reduje la velocidad y escudriñé la calle oscura delante mío. Sacudí la cabeza intentando alejar la ira. La seductora voz de la locutora anunciaba que Elton John interpretaría el tema Daniel a continuación. Con el ceño fruncido eché un rápido vistazo al centro del tablero, donde se ubica la radio.Y caí en la cuenta. ¡Daniel! Esa era la bendita canción. La casualidad me golpeó serenándome como si alguien de pronto hubiese vaciado un cubo de agua fría encima mío.
¿Por qué diablos me sonaba?... and I can see Daniel waving goodbye... God it looks like Daniel, must be the clouds in my eyes... Canté suavemente, en tanto sonaba, mientras mi mente, afanosa, hurgaba en mi memoria.
La cálida bienvenida de mis hijos y Cecilia a mi llegada terminó por evaporar de mis pensamientos a Pablo y su menosprecio. Testarudos, por alguna singular razón que no conseguía recordar y mucho menos entender, los acordes de la canción se resistieron a abandonarme y continuaron resonando dentro mío por varios días más.
La próxima reunión con mis ex compañeros de escuela me renovó llenándome de entusiasmo y energía. No sólo mantuve comunicaciones telefónicas frecuentes con Juanjo las semanas previas a celebrarse, sino también correos con muchos a los que no veía desde, por lo menos, diez años atrás. Una cadena tan febril como espontánea de mensajes diarios se gestó entre nosotros, donde las palabras expresaron fielmente el espíritu de regocijo que nos colmaba y nos mantenía expectantes e ilusionados por el reencuentro. Cada uno contó brevemente a dónde lo había llevado la vida desde entonces pero nos pusimos de acuerdo en no adelantarnos en recuerdos o anécdotas hasta ese día, así que las bromas y chistes de todo tipo que nos enviamos hasta tanto me hicieron reír con ganas, y, sobre todo, sentirme como un muchachito alegre y despreocupado. Ya no pensé en mi edad. Era exactamente eso lo que necesitaba, la vida me lo obsequiaba, y punto.
Después de la tormenta todo fue volviendo a su lugar, y pude concentrarme en mi familia y mi trabajo ya sin ningún esfuerzo.
El proyecto que estaba dirigiendo me obligó a viajar continuamente al interior del país durante esas semanas, así que el tiempo se escurrió entre mis manos y lo agradecí. Me alarmé cuando comprobé, trabajando en Mendoza la última semana, que debía resolver una cantidad considerable de aspectos si quería asistir a la reunión. El no respetar mi horario de almuerzo y trabajar en mi notebook en la habitación del hotel por la noche me permitió ultimar lo pendiente a la velocidad del rayo y regresar a Buenos Aires justo en fecha.
Esmeré mi aspecto esa noche. Elegí mi mejor camisa, una de un azul casi negro, y un saco informal color habano que uso para ocasiones especiales. Cecilia no ahorró elogios cuando me vio salir, ya listo, de nuestra habitación. Me acomodó un mechón de pelo, me besó con amor y me despidió diciéndome:
- Que seas muy feliz esta noche, mi vida.
La abracé con fuerza y partí. Mi mano temblaba cuando introduje la llave en el encendido del auto.

domingo, 15 de julio de 2007

Nadie te Amará como Yo - Sexta parte


Esa tarde, la de mi regreso al gimnasio, se despidió apurado, minutos antes de que finalizara la clase, sin dejar de recordarme nuestra cita del viernes siguiente. Habíamos convenido, tiempo atrás, que aquel día, en virtud de mi profesión de analista en sistemas, le echaría un vistazo a su computadora personal.
- No se la confío a nadie más, Ro. - Me había dicho, mientras caminábamos hacia el auto. - Mirá, la ves, le arreglás lo que sea necesario, y mientras, te preparo la carne con papas a la crema de la que ya te hablé, que me sale in-cre-í-ble. ¿Qué tal?
La idea me encantó, pero me mostré distante.
- Supongo que no habría problema, el tema es el día, ando medio complicado y...
- Ya está... ¡Un viernes, después de la clase! - me interrumpió, vivaz. - ¿Dale?
Podía haberme escudado en mi ancestral cansancio previo al fin de semana, pero su entusiasmo barrió con el miedo atroz que también me generaba la propuesta, así que acepté. Me tranquilicé luego, pensando que, después de todo, pasase lo que pasase, yo podía decir no. Y me inquieté más tarde al darme cuenta de que mi negativa no estaba garantizada. Comencé entonces a justificarme tontamente. Elaboré mil y un hipótesis considerando los sí y los no. En principio, nada indicaba que yo le atraía. En segundo lugar, jamás me había dado detalles de su vida íntima, todo podía ser producto de mis proyecciones y asignaturas pendientes, de construcciones mías, absolutas pendejadas. A mis treinta y siete años. Y, acto seguido, se me ocurría pensar que nunca terminaba de cerrarme que un hombre atractivo como él fuese soltero a su edad. Y segundos después, que todas mis especulaciones podían perfectamente ser otro resultado de la obsesión, que no se me quitaba nunca, de ver comportamientos homosexuales en casi todos los varones que acuden al gimnasio. Pero qué gracioso, yo no me incluía en esa clasificación. De cualquier modo, su propuesta y la mención de la película y la conversación aquella en mi auto, nada de esto podía ser una mera casualidad. A ello se sumó el sorpresivo y oportuno viaje de Cecilia y los chicos. La maldita conspiración cósmica, o lo que fuese, lo concreto es que al haber aceptado la invitación de Pablo había desencadenado algo, y debía estar preparado mínimamente. Estremecido hasta el tuétano, como si se tratase de un enigma misterioso, o un códice que me revelaría claves desconocidas de un mundo insospechado, así fue que resolví, después de dudarlo mucho, alquilarla durante aquel frío, gris y regresivo fin de semana.
Dormí mal las dos noches previas a nuestro anhelado encuentro. Cecilia se percató de mi nerviosismo y no dejaba de hacerme preguntas que, muy a mi pesar, contesté con vaguedad y frases hechas. Inventé un encuentro de trabajo para ese significativo viernes sin mirarla a los ojos cuando se lo anuncié. Si lo hubiese hecho, con seguridad jamás hubiese cumplido con mi palabra. Me sentí un traidor, igualmente, entre otras tantas cosas, ya que nunca antes me había visto obligado a mentirle a Cecilia. De hecho, hasta el momento no la había engañado con nadie, y ahora cabía la posibilidad, y sería con un hombre. Dos fuerzas en pugna tironeaban de mi a la manera de los descuartizamientos de la época de la colonización. Sentí desgarrarme y caer en una desesperación tan absurda como cobarde e infantil.
Lo real es que el viernes llegó y pronto me encontré entrando al departamento de Pablo, un dos ambientes muy espacioso, decorado con estilo "trendy", pero sobrio. Un gran espejo presidía el vestíbulo, y alcancé a comprobar mi aspecto. Estaba rojo, como pensaba, y me detesté. Con orgullo Pablo se dedicó a relatarme las instancias tanto de la compra como de la posterior refacción mientras recorríamos cada ambiente, y eso me serenó un poco. Después él puso música celta, o del estilo, desapareció en la cocina y yo me senté frente a su computadora. Me llevó poco más de tres cuartos de hora solucionar el atasco que se había producido en el disco rígido, nada de gravedad. Sentí una enorme curiosidad por hurgar sus archivos mientras reparaba los que estaban dañados, pero no podía perder energías en eso, las necesitaba para mantener la calma. Estiraba mi espalda cuando sentí la calidez de las manos de Pablo sobre mis hombros. Me asustó y me estremecí.
- ¿Cansado? - me preguntó, casi en un susurro, mientras me masajeaba suavemente.
- Sí, mucho. - Exhalé un suspiro profundo. - Pero ya está, se reinicia el sistema y listo. - Declaré con voz insegura, algo aflautada.
- Relajate. - Me ordenó suavemente. - Cerrá los ojos. - Sus dedos se cerraron firmemente y recorrieron los huesos de la parte superior de mi espalda. Di un respingo cuando se apoyaron sobre mi cuello. Su piel tocaba la mía ahora.
- Tranquilo... así... - Musitó. Su voz tenue y grave se unió a la música que, como un arrullo, me envolvió con dulzura sumergiéndome de a poco en un aterciopelado trance. Su palpable destreza en el manejo de la situación consiguió aflojar un poco la tensión que me tenía dominado y celebré sentir que la zona de mi cerebro que controlaba todo me iba abandonando sin oponer resistencia. Su mano cálida sobre la mía me condujo mansamente hacia el sofá, le obdececí como si estuviese sonámbulo. Me tumbó boca abajo con extrema delicadeza y se deslizó felinamente hasta la pared de en frente para atenuar las luces. Quedamos iluminados sólo por el sugestivo reflejo de la luz de la cocina. Sentado sobre el fin de mi espalda continuó su ritual de masajes, pellizcos y caricias. Gemí ahogadamente, el dolor se entremezcló con un placer tan fascinante como extenuante. Mi docilidad fue alimentando su osada determinación, y ésta, a su vez, mi creciente encantamiento. Levantó mi camisa e introdujo sus manos, rodeando mi abdomen. No pude reprimir un temblor de inmenso placer que me sacudió con brusquedad. Se recostó sobre mi, frotó con delicada firmeza mis pectorales mientras mordisqueaba los lóbulos de mis orejas y me susurraba quedamente:
- Lindo, mi lindo Ro...
Permanecí inmóvil, aceptando todo, gozando de su tacto, de su jadeo como brisa tenue, el peso de su cuerpo sobre el mío. Una voz interior se escandalizaba y me gritaba, como a lo lejos, "¡qué estás haciendo, puto!", pero me negué a prestarle atención. Las manos de Pablo emergieron y fueron a jugar con mis cabellos, acomodándolos con ternura, produciendo sus dedos un exquisito roce que me sobrecogió deliciosamente. Con sutileza y sin demasiado esfuerzo tiró luego de mi hasta girarme totalmente, lo cual me asombró, dadas mis dimensiones. Mantuve mis ojos cerrados con fuerza y por eso, cuando rotaba mis pesadas piernas, mi pie, aún calzado, golpeó su mejilla con un ruido seco. Los abrí para verlo acomodar su mandíbula como si hubiese recibido un cross de izquierda. Me disculpé y eso lo hizo estallar en risotadas. Tomó mi cara con sus dos manos y la atrajo hacia sí. Sus labios húmedos se apoyaron en los míos en un beso caluroso pero tieso. Nuestros músculos pronto se soltaron, nuestras bocas se abrieron, la mía muy tímidamente. Mordió mis comisuras, causándome un cosquilleo que volvió a hacerme temblar ligeramente, su lengua aprovechó a buscar la mía y la amarró envolviéndola, como arropándola. Cuando fantaseaba con ese preciso instante, recuerdo haberme serenado pensando en que si llegaba a experimentarlo alguna vez, seguramente no sería tan diferente de cualquier otro beso. Me equivoqué, rotundamente. Besar un hombre sabía a sal, a piel áspera, a pegajosa saliva, a sudor ligero. Así y todo, aún con eso, había en Pablo delicadeza, una que escondía una solapada brutalidad, una cuya protección, descubrí, había buscado todo este tiempo. Pablo controló sabiamente la situación como siguiendo un plan que yo aprobaba íntimamente con admiración y deleite. Seguí cada uno de sus pasos a ciegas, confiado, pero hecho un estúpido manojo de nervios.
Me besó con pasión controlada, y aunque era totalmente consciente de lo que me estaba pasando, algo en mi no concebía que yo tuviese mis labios unidos a los de otro hombre. Y que además, lo gozara de esa maldita forma.
Las yemas de los dedos Pablo rozaban apenas mis mejillas, cuando separó de pronto sus labios de los míos, y con su dedo índice los acarició de lado a lado. Me contempló con intensidad, y una señal imperceptible me indicó lo que vendría. Me quitó los zapatos y calcetines, y frotó mis pies desnudos. Se deshizo de la corbata, uno a uno desprendió los botones de mi camisa y la hizo deslizar con suavidad. Aflojó el cinturón y bajó el cierre de mi bragueta con lentitud, buscando mi aprobación. Asentí imperceptiblemente. Tiró de las piernas de mis pantalones y quedé sólo con mis calzoncillos grises de algodón. El corazón no cesaba de latirme con desbocada fuerza. Quería decir algo, pero no supe qué, y lo que pasaba por mi mente me parecía fuera de lugar. Me hizo seña de que me pusiese de pie. Clavó sus ojos en los míos con complicidad, y, pausadamente, fue recorriendo los lados de mi cuerpo con sus palmas. Al chocar con el elástico de mis calzoncillos sus dedos lo abrieron para empujarlos en seguida hacia abajo. Con desazón y no poca vergüenza comprobé que el placer indescriptible que me sostenía en delicioso trance no conectaba todavía con mi miembro. Me lo sacudí con fastidio. Pablo sonrió y me estudió con lascivia, luego levantó sus brazos esperando mi avance. Tiré de su jersey con fuerza y lo arrojé lejos. Le quité la camiseta y con dedos temblorosos intenté soltar el fuerte nudo del cordón de su pantalón deportivo, sin éxito. Pablo me tomó de la barbilla, me guiñó un ojo y se apartó un paso. Se puso de espaldas, e, imitando a un stripper, se inclinó deslizando su pantalón con suma facilidad por sus piernas para dejar sus redondeadas nalgas al desnudo ante mi mirada incrédula. Cuando volteó, su mirada se clavó en mi entrepierna, que comenzaba a exhibir ya mi ansiada y ahora húmeda erección. Su rostro se iluminó inmediatamente. Agilmente saltó sobre mi anudando sus trabajadas piernas a mi espalda y cubriendo toda mi boca con la suya. Lo sostuve asiéndolo con firmeza mientras nos besábamos sin respiro. Cuidadosa y lentamente volví a sentarme en el sofá, con él colgado de mi. El extremo de mi pene se apoyó entonces sobre el recto de Pablo, obligándolo a lanzar un fuerte gemido. Mi mente luchaba denodadamente por controlar una eyaculación prematura cuando él se incorporó, se echó a mi lado, separó todo el ancho de sus piernas y, tomándose de sus tobillos elevó su cadera, acercándola, mostrándome, ardiente, el oscuro y velludo espacio entre sus nalgas. Allí me zambullí, fuera de mi, incapaz de medir nada de lo que hacía, explorándolo con mi lengua, mientras Pablo, diestramente, tanteaba el piso y de algún lugar extraía un condón. Me lo coloqué con desesperación y, brutal y furiosamente, lo penetré. Eyaculé y él lo hizo algo después. Mis latidos continuaban tan vigorosos que creí iba a infartarme cuando me dejé caer encima suyo, sudoroso y exhausto. Permanecimos de esa manera, en absoluto silencio, un buen rato, hasta que, repentinamente, se apartó de mi con violencia y corrió a la cocina.
- ¡Boludo, la comida! – gritó.
Su famosa carne no se quemó por poco, sólo algunas papas se habían chamuscado. El corrió al baño a higienizarse, luego lo hice yo. En ese momento sonó el teléfono. Cerré el grifo pero no oí nada de lo que hablaba, pues su voz era un murmullo. Me dio curiosidad saber quién habría llamado, y mucha más todavía cuando salí del baño al encontrarme con que Pablo ya se había vestido íntegramente, por lo cual mi propia desnudez y mis renovadas intenciones me avergonzaron hasta ruborizarme. Percibí, además, para aumentar mi sensación de total desubicación, un gesto de extrañeza en él que me indicaba que algo había cambiado. Traté de restarle importancia y, escondiendo mi euforia y tragando mis ansias de más, corrí a vestirme. Como si nada hubiese pasado intenté disfrutar de la comida que Pablo había preparado, pero no lo conseguí. Durante toda la cena tuve la horrorosa sensación de que el mundo real, convencional y normativo me había devuelto a sus garras después de permitirme echarle un fugaz vistazo al verdadero significado de mis deseos y pasión durante tanto tiempo contenidos. Sin perder su tono cordial Pablo había abandonado abruptamente el cariño y se había vuelto lejano y correcto. Como producto del fin de un hechizo, habíamos vuelto a convertirnos en los dos conocidos del gimnasio que se habían puesto de acuerdo en compartir un encuentro. Y nada de lo que nos rodeaba hacía pensar lo contrario. Me enfureció enormemente, pero, fiel a mi, no me acerqué a él ni hice comentario alguno. En su lugar, mientras las imágenes de lo que habíamos hecho bombardeaban mi cerebro, comencé a sentirme sucio, como un patético marica que no podía controlar sus malditas tentaciones. A pesar de eso, no lograba comprender cómo alguien como él podía, tan fácilmente, pasar de ser sometido a cenar y conversar como si tal cosa. Quería huir de allí a toda costa, sin explicaciones ni justificaciones de ningún tipo. Mi teléfono celular sonó, salvador, avisando un mensaje de Cecilia, que me preguntaba si aún tenía para mucho más con mi encuentro de trabajo. Sin dudarlo, le envié otro diciéndole que ya estaba en camino. Eso me alivió. Apuré el postre agradeciendo a Pablo la velada con una formalidad ridícula. En realidad, no sabía qué decir, si hubiese podido, sin decir palabra me hubiera lanzado directamente desde el balcón a mi auto. Reuní mis cosas con prisa culposa y cuando estábamos a punto de salir me detuvo en seco.
- Ro, sos muy lindo. Lo pasé genial, ¿sabés? – me dijo, y su beso desapasionado me estaba anunciando ya que esa sería nuestra única y última vez juntos.
Conduje con la mente en blanco. No quería pensar, el darme cuenta de a dónde me había llevado mi egoísmo y mis perversiones me hubiese matado.
Cecilia estaba acostada, leyendo, cuando llegué. La abracé y besé con fruición. Suspiró y me dijo al oído: - Mmm, ¿tan aburrido fue? ¿Las chicas no fueron esta vez?
- No, éramos todos hombres. – Mascullé. Y en eso sí que no le mentía. Me quedé aferrado a ella, con la cara hundida entre su pelo y la almohada, la mirada perdida en el espaldar de la cama.
Mi vida segura. Mi bendita vida segura, me repetí por dentro una y otra vez.

viernes, 6 de julio de 2007

Nadie te amará como Yo - Quinta parte


En los días que siguieron a aquel fin de semana me resultó arduo conectar con el mundo rutinario. Una región de mi ser, rebosante de un espíritu contestatario y anárquico que me asombró, comenzó a revolverse incómoda en medio de una realidad que, indiferente e imperturbable, se le mostraba a años luz de sus renovados anhelos. Todo lo que escuchaba de los demás me parecía vacío y carente de sentido. Empezó a molestarme casi todo lo que decían o decían que hacían. Los miraba con lástima, y algo de soberbia, también. Para mi todo el mundo presumía, nadie se conducía con naturalidad, todos escondían algo oscuro y peligroso. La monótona paz de mi trabajo, mis horarios prefijados, los días sin sobresaltos se me antojaban sencillamente detestables, mediocres. Mi vida había sido un sinfín de parámetros preestablecidos, y culpaba a todo el mundo por eso. En el fondo, uno que aún no me atrevía a asumir, me sentía un completo idiota, un ingenuo que pensaba que ciertas cosas se resolvían tomando decisiones que desviaran la atención hacia otros temas. Con eso, el problema desaparecía por completo. Como cuando mi viejo me prohibió seguir viendo a Dardo. Igual que cuando se lleva lo barrido abajo de un mueble.
Mi familia, que siempre había constituído la fortaleza que protegía mis iracundos cuestionamientos y titubeos, el lugar donde me sentía a salvo de tentaciones y desvíos, fue cobrando, lentamente, un cariz que me hizo comenzar a tener miedo de mi mismo. Cecilia y mis hijos se convirtieron en estorbos, y sentirlos así me llenaba de una culpa paralizante. Y lo que me obligaba a verlos de esa siniestra manera, de fascinación o rechazo, dependiendo de los días. Mi vida olvidada se encargaba muy bien de hacerme ver que no estaba dispuesta a esperar más, a seguir tolerando mi indiferencia.
No conseguí quitarme a Pablo de la cabeza, fantasée una y mil veces con nuestro reencuentro y nuestras conversaciones, ahora, llenas de insinuaciones y doble sentido. No pude ir al gimasio el lunes siguiente a mi tormentoso fin de semana, una reunión que maldije primero y agradecí, cobardemente, más tarde, me obligó a quedarme después de hora en el trabajo. Sí lo hice el miércoles, con la ridícula sensación de portar un cartel claramente visible donde se leía, sugestivamente, "ahora sí estoy listo para ser puto". Los nervios, delatores, lucharon por dominarme mientras me cambiaba en el vestuario y casi me obligan a huir. No me atreví a mirar alrededor mío, temiendo encontrar a Pablo, temiendo que mis ojos reflejaran demasiado nítidamente el estado de mi alma.
- Ro, ¿qué hacés? - Su voz cristalina y alegre me sobresaltó. - ¡Pensé que no llegaba a tiempo! Me cambio en un segundo, ¿me bancás?
- Claro, dale... - El nudo en la garganta impidió que mi voz sonara natural. El apuro de Pablo no dio tiempo para nuestro saludo con un beso, me entristeció y me pareció infantil sentir eso, tanto como la idea de zambullirme dentro del locker y cerrar la puerta con candado de la vergüenza que la situación me forzaba a sentir.
- ¿Qué te pasó el lunes? Me extrañó no verte...
Lo miré para responderle mientras se desvestía a toda velocidad. Mis ojos se posaron en su pecho sin vello. Los desvié vergonzosa y velozmente cuando vi que los suyos esperaban mi respuesta.
- ¡Ah, el lunes!... sí... una reunión del laburo, algo de último momento, por eso...
- Me lo imaginé. ¿Te acordás de lo del viernes, no? Ya habíamos quedado... - Me sonrió mientras levantaba una de sus cejas perfectamente delineadas. Nunca me atreví a preguntarle si hacía algo para tenerlas así.
- ¿Lo del viernes?... - fingí no recordar - ¡Uh, cierto! Qué bueno que me dijiste... Seguro... Después de la clase, como quedamos... - Le dije mientras un escalofrío me recorría la espalda.
- Genial, entonces. Ahora vamos que ya es casi la hora.
Mientras lo observaba caminar a paso agitado delante mío pensé en cuánto me empecinaba en ocultar lo que verdaderamente sentía. Qué ridículo. Si Pablo sólo hubiese sabido que no había dejado de pensar en eso desde que acepté, si supiera que decidí ver la película adelantándome a lo que pudiera pasar, si por un momento pudiera ver a través mío, no hubiese dudado en recomendarme que estudiara arte dramático.
Pablito. Yo lo llamaba así, en mi interior, mi boca jamás lo pronunció. Cuando lo vi por primera vez al ubicarse a mi lado durante mis sagradas clases de entrenamiento deportivo, un par de meses antes, había exclamado, para mis adentros, "¡qué maricón este tipo!". La camiseta calzándole a medida, a tono con el pantalón de marca, las zapatillas impecables, el corte de pelo de moda. Bajo, pero de fuerte contextura, nariz importante, mentón marcado, ojos vivaces y cuidada barba incipiente. Impecable. Lo rechacé sin titubear, y no cruzamos palabra hasta que coincidimos en el vestuario una noche al terminar la clase. Su armario estaba pegado al mío. El rompió el hielo con formalidades y comentarios triviales acerca del esfuerzo y el cansancio que supone la actividad física. Su voz no demostraba afectación alguna, sus modales tampoco. Yo me había puesto en guardia de todos modos. No le fue nada fácil derribar los muros de concreto que yo había levantado, y no sé si fue su perseverancia o la creciente presión de mi deseo, pero antes de que pudiera darme cuenta, nos habíamos hecho algo parecido a amigos. Siempre hablamos generalidades, aunque yo me apresuré a contarle que era un hombre muy bien casado. Solíamos hablar de mujeres, aunque él jamás mencionó nada específico de su vida íntima, y yo nunca me atreví a ingresar en ese terreno. No pareció molestarle ni inquietarle en absoluto el que lo pillara observándome mientras me bañaba en frente suyo, por el contrario, con la confianza que me fue ganando no tuvo reparo en contemplar quedamente mi miembro o mis labios al hablar. Yo, en cambio, no logré comportarme naturalmente cuando hablábamos desnudos. O no apartaba los ojos de los suyos, o bien me concentraba en enjabonarme y enjuagarme. Aprovechaba, sin embargo, cada uno de sus descuidos para estudiar su anatomía y grabarla en mi memoria. Dentro mío había otro ser, en llamas, al que podía domar sin esfuerzo, porque lo consolaba con los recuerdos de lo que veía a través del vapor de agua al llegar a casa. Nuestro trato se fue haciendo más estrecho, así que del formal Rodrigo con que se dirigía a mi pasó al Rodri y al más afectuoso Ro en poco tiempo. Al principio me avergonzaba, después me encantaba la manera en que lo decía, con su voz grave y rasposa.
Su departamento estaba camino del mío, así que comenzamos a irnos juntos en mi auto. Una de esas noches, sin rodeos, antes de bajarse, me dijo:
- Ro, ¿alguna vez tuviste dudas de tu sexualidad?
Su pregunta me hizo tragar ruidosamente, como si hubiese tenido un bloque de piedra en la boca. Carraspée antes de hablar.
- ¿Dudas? ¿Cómo, dudas? - Sonreí forzadamente.
- Sí, dudas, cuestionamientos... pensamientos, cómo te puedo explicar..., distintos, de otro tipo.
El corazón empezó a latirme con fuerza. Repentinamente el aire dentro del coche se hizo más pesado y nuestra charla, más turbadora.
- Nno, supongo que no... nunca. - Mentí descaradamente.
- ¿Viste Secreto en la Montaña?
Volví a aclarar mi garganta. - ¿La de los... ?
- ... Vaqueros gay, sí, esa, ¿la viste? - No dejaba de mirarme inquisidoramente.
- No, no la vi.
- ¿Por qué?
- N-no me interesa el tema, ¡¿por qué va a ser?! - Le contesté con indisimulable irritación.
- Ahá... Quizás deberías. Todos deberían. - Proclamó, desafiante. - Bueno, nos vemos el lunes. Buen fin de semana. - Dijo, cortante, y sin mediar más me estampó un beso en la comisura de los labios que me hizo cosquillas y salió del auto.
Aceleré haciendo rechinar los neumáticos y tuve que dar un par de vueltas antes de regresar a casa. Permanecí un rato más dentro del auto, en el garage, antes de subir. Las palabras de Pablo y la tibia y reconfortante sensación de sus labios cerca de los míos agitaron mis pensamientos como a un navío en una tormenta en alta mar.

martes, 3 de julio de 2007

Nadie te amará como Yo Cuarta parte


- Dardo... - musité.
Mis labios se movieron en sincronía con mis párpados, y me despabilé lentamente, como descendiendo de un torbellino astuto y selectivo, en el que giraban alocados los asuntos irresueltos de mi vida, y me depositaba en la misma situación, veinte años después. Tardé un momento en enfocar la vista. El espejo me revelaba ahora una mirada cansina de brillo casi ausente, rodeada de sombras profundas, en un gesto que encarnaba lo bueno obtenido pero lo mucho perdido también, que sólo yo podía clasificar. Y, el único resabio físico de aquel adolescente rebelde de a ratos: mi pelo, igual de revuelto pero algo menos indomable, con más canas de las que me hubiese gustado.
¿Era posible que no hubiese pensado en aquella experiencia en todo este tiempo? ¿Podía ser tan poderosamente negadora la mente que un hecho así podía ser borrado de cuajo y no quedasen, casi, rastros? Sí, claro que podía. Y la mente no había actuado sola, el juicio ajeno había completado el trabajo. Hasta la noche anterior, al menos. Miré el recorrido de mis lágrimas resbalando por las paredes del lavabo. Cubrí mi cara con las manos y volví a llorar, tragando mis lamentos. Me senté sobre el piso frío, sintiéndome débil y exhausto. Una buena parte de mi debe haber muerto en aquel preciso momento, porque miles de imágenes de mi vida se fueron sucediendo, entremezclándose unas con otras, en orden extrañamente cronológico.
Decidí darme un buen baño. Necesitaba purificarme, dejarme llevar, no sabía bien. Me incorporé trabajosamente, me saqué toda la ropa y puse el agua caliente a correr. Iba a meterme bajo la lluvia cuando, sin pensarlo demasiado, me dirigí, descalzo, al cuarto. Abrí las puertas del armario de Cecilia y me observé de cuerpo entero en el espejo donde a diario ella consultaba su aspecto con minuciosidad obsesiva. Me estudié con detenimiento, trabado como si posara ante un fotógrafo exigente. Hombros y brazos lucían el resultado de mis tantos años de gimnasio, mis pectorales lucían algo más caídos, creo, pero debía quitar algo de vello para comprobarlo, el vientre, zona donde mi cuerpo no se afinaba, seguía, sin embargo, siendo mi orgullo de cada verano en la pileta del club, porque, increíblemente, se conservaba liso y marcado. Mis piernas se habían vuelto anchas y fuertes gracias a los años de fútbol con mis compañeros del trabajo. Los treinta y siete años no me sentaban tan mal después de todo. Qué gracioso, durante veinte largos años pensé que pasar tiempo frente al espejo era algo de putos. Me daba cuenta ahora que era, en verdad, algo del puto que escondí todo ese tiempo. Suspiré, resignado. Me gusté y el hecho me animó un poco. Inmediatamente pensé en Pablo. Un estremecimiento recorrió todo el largo de mi espina dorsal y me hizo temblar.
Tomé una larga ducha. El agua deslizándose a raudales por la piel me serenó. Al terminar miré el reloj. Tenía tiempo suficiente de ver la película una vez más antes de devolverla. Envuelto en mi bata vieja y mullida, me preparé un café con leche gigante y me recosté frente al televisor nuevamente. Las escenas, de a poco, me transportaron en el tiempo, desenredando toda la gran madeja de recuerdos.
La experiencia con Dardo convulsionó cada instante de la semana que siguió. No lograba pensar en otra cosa, y recuerdo que me masturbé con más frecuencia que nunca, llegando a las ocho veces en un solo día, con intervalos. Mis hermanos me preguntaban qué me pasaba cada vez que entraba en el baño y salía un rato después. Recuerdo cómo me ruborizaba y cuánto los detesté por metidos. Odié mucho en esa época. Amé, también, por primera vez. Como un barco que suelta amarras y se lanza al mar abierto, el descubrimiento del placer sexual había logrado, por fin, desembarazarme del niño que era y lanzarme a la vida real.
Ni Dardo ni yo mencionamos, en toda esa semana, una palabra de lo que nos había pasado. Habíamos convenido en que sería nuestro secreto mejor guardado y lo que nos mantendría unidos, siempre. Me doy cuenta que fuera del contexto de libertad en que se desarrolló todo, y que nosotros le asignamos, nuestro encuentro físico, en el fondo, nos abochornaba y nos llenaba de sentimientos encontrados, la mayoría culposos y, algunos, hasta repulsivos. Sin embargo, la tentación de repetirlo, a mi, me llenaba de deseo.
Tampoco nos vimos fuera del horario de colegio, fue semana de exámenes así que las tardes debíamos dedicarlas al estudio exclusivamente. Concentrarme entre el continuo bombardeo de ideas y fantasías lujuriosas fue una verdadera odisea que sólo calmaba con mis descargas en el cuarto de baño. Ambos obtuvimos muy buenas notas, éramos destacados alumnos en realidad, y el viernes por la noche recibí mi premio. La excitada voz de Dardo en el teléfono me anunció que pasaríamos otro fin de semana en su casa de Escobar.
Esta vez, los padres no se nos separaron ni por un instante. Ni siquiera pudimos caminar solos hasta el almacén, como nos gustaba. Tuvimos que ir en el auto, conducidos por el latoso de su viejo, obviamente. Pero Dardo no dejaría de salirse con la suya. La casa estaba rodeada de un gran terreno cubierto de césped y salpicado de árboles de todo tipo que terminaba en el arroyo. Casi pisando la orilla, detrás de unos arbustos, fue donde decidió armar la tienda, aprovechando que sus padres, viendo que no nos movíamos de los límites de la casa, decidieron concentrarse en la preparación de un asado. Luego de comer, vimos una película, que aburrió a sus viejos y por eso, antes del final, decidieron ir a dormir. Esperamos hasta ver la luz apagarse, y, en puntas de pie, munidos de lo necesario, e iluminados por una pequeña linterna, saltamos por la ventana y corrimos hacia la carpa. De esa noche, extrañamente, no conservo más que recuerdos difusos, algunos más claros, otros muy lejanos. El cielo rebosante de estrellas blanquecinas, el cantar de los grillos y el vuelo de las luciérnagas. Las dudas pulverizadas por el coraje que nos infundió la cerveza que Dardo había conseguido nunca supe cómo, el sello implacable de la primera vez que hice, hicimos, realmente, el amor, y la cara de Dardo mientras dormía plácidamente, acariciada por el anaranjado sol del amanecer que inundaba la carpa. Esa mágica noche fue la última que pasé en aquella casa.
Después de nuestro fortuito encuentro en la librería no volví a saber nada de Dardo. Como no tuvimos materias que rendir, el final de clases fue también el último día que pisé el colegio. Jamás lo crucé en mis escasos paseos por el barrio, nuestros amigos en común no lo nombraron. Y yo no intenté preguntar o cambiar nada. La prohibición de mi padre me había paralizado en más aspectos de los que llegaba a imaginar, y, entonces, de a poco, mansamente, fui olvidando.
El comienzo de mi último año de escuela secundaria fue devastador. Juanjo Iriarte, buen amigo de los dos, fue quien me dio la noticia que me destrozó el corazón. Dardo había cambiado de colegio, los viejos lo habían inscripto en uno de escolaridad doble, en la zona norte de la ciudad, al parecer, porque querían para él una mejor preparación para la universidad. Le extrañó que yo no lo supiera y no supe qué decirle. Sí supe, en seguida, que todo eso era una mentira grande como mi propia estupidez y ceguera.
Su ausencia me regresó al mundo seguro. Juanjo se convirtió en mi mejor amigo, y a papá él le caía muy bien. Frecuenté los innumerables bailes y fiestas, salí con muchas chicas, y no me costó nada hacerme de mi primera novia. Qué curioso. De ella, ahora me doy cuenta, recuerdo apenas su cara, su nombre se me había borrado.
No tuve tiempo para nuevos duelos. Sintiéndome un Ennis del Mar sin rumbo, a toda prisa me vestí con mi peor sweater y pantalón de gimnasia y salí hacia el alquiler de videos. Después caminé a la deriva, soportando el peso de mi alma quebrada. Todo a mi alrededor se me antojaba agresivo y conspirador. Cuando volví a casa, Cecilia y los chicos ya habían llegado. Su abrazo caluroso y sus chillidos de alegría disiparon el empecinado torbellino que me acorralaba.
Pero sólo por un corto tiempo.
Continúa